Ser niño en 1980 en Barcelona era muy distinto de lo que pueda ser hoy en día. Había muchos menos turistas por las calles, la ciudad estaba mucho más sucia y en cada barrio había un montón de tiendas de discos. Cosas que, para bien o para mal, la modernidad se ha llevado por delante. Pero nos parecíamos a los niños actuales en que íbamos por las calles sin prestar mucha atención a la realidad con los auriculares puestos y, al otro lado del cable, un walkman donde sólo cabía un cassette de 90 minutos de música como mucho. Ese era nuestro mundo, cargar con un montón de cintas con pedazos de 90 minutos de nuestra discografía mientras consumíamos cantidades ingentes de baterías AA.
Os cuento la mejor estrategia: uno se compraba un disco de vinilo con la música del momento, en mi caso el Love Over Gold de Dire Straits. Este sonaba fantástico en el plato perfectamente equilibrado, con una aguja carísima y conectado a un amplificador de válvulas. Lamentablemente, ese era el equipo reservado para los adultos y los niños sólo teníamos acceso a un equipo aparte, el barato. Pero el sonido resultante no era el mismo, y la probabilidad de que la aguja destruyera el disco era muy grande. Así que, en cuanto llegaba un disco nuevo, se grababa en un cassette lo antes posible y se guardaba para no volver a ver la luz. Esos cassettes eran nuestra salvación, la reserva, y uno quería que duraran lo máximo posible porque tenían tendencia a enredarse en el cabezal. Por suerte, años antes había llegado el cromo a salvar la fiesta.
En 1960, la empresa química alemana BASF empezó a comercializar las cintas de cassette magnéticas hechas de óxido de cromo, las llamadas ‘Type II’, que venían a reemplazar las hechas con óxido férrico. En estas nuevas cintas, podías leer como anzuelo publicitario la palabra cromo. Un metal muy utilizado por su resistencia a la corrosión en muchas situaciones, pero que también es magnético. Esto fue lo que lo llevó a sustituir al óxido férrico en los cassettes. Gracias al cromo, las cintas pasaron a ser más resistentes, con un mejor desempeño en frecuencias altas y una menor cantidad de ruido de fondo. O sea que tenían mayor calidad de audio y durabilidad que sus predecesoras.
Después aparecieron las ‘Type III’, que combinaban las dos anteriores, llamadas “FeCr”, y tenían una capa de óxido férrico y otra superior de óxido de cromo. El problema es que eran bastante caras y su vida útil era más corta. La capa de cromo acababa por desprenderse y arruinaba los reproductores, sobre todo los del coche.
Lo que no sabíamos los niños de 1980 en Barcelona es que todo este ritual tenía los días contados. Sony acababa de fijar los estándares del compact disc y tres años después el pianista chileno Claudio Arrau grabó el primer CD comercial con los valses de Frédéric Chopin. Aún estaba lejos el día en que compraría mi primer CD con el Unplugged de Eric Clapton allá por 1993, pero durante más de diez años el cromo reinó en nuestra biblioteca musical. Larga vida al rey.