La historia en síntesis
En todas las montañas y valles del mundo hay flores de belleza muy diversa. Entre ellas, existen unas que esconden compuestos químicos disponibles sólo una semana al año, escondidas en un líquido blanquecino que emerge al cortar sus frutos; sustancias que tienen la enorme capacidad de calmar el dolor, aliviar el sufrimiento y generar bienestar. En alguna época fueron consideradas regalos del cielo; hoy las calificamos como una plaga de la humanidad en medio de la “guerra contra las drogas”.
Es muy difícil estimar desde cuándo se cultiva la adormidera (Papaver somniferum), más conocida como “amapola”, y se extrae su jugo, el opio. Es probable que su primer uso haya sido como euforizante en rituales religiosos, ya que los conocimientos de sus propiedades estaban limitados a los sacerdotes que representaban a los dioses que curaban y mataban. Se administraba la sustancia en forma de poción a los enfermos terminales para llevarlos rápidamente y sin dolor hacia la muerte. Quizás así también haya nacido su uso médico. A pesar de la dificultad de interpretar las escrituras antiguas y la evidencia arqueológica, es bastante claro que los humanos venimos usando el opio desde hace muchos años.
Los sumerios cultivaban la adormidera (aunque ellos no la llamaban así, sino “planta de la alegría”) y extraían el opio de sus frutos hace unos cinco mil años en la zona que hoy corresponde a Iraq. No pasó mucho tiempo para que su uso se propagara hacia el Imperio Egipcio, algo que se puede corroborar en los papiros de Ebers. Redactados hace unos tres mil quinientos años, en ellos se menciona el opio como un medicamento efectivo para prevenir el llanto excesivo en los niños. El uso de la “planta de la alegría” en la cultura occidental quedó registrado en un pasaje de La Odisea, de Homero, en una escena que transcurre durante una cena en la que Telémaco se encuentra deprimido y miserable por no haber encontrado a su padre, Odiseo. Es así que Helena (hija de Zeus) busca la forma de alegrarlo:
[E]n el recipiente que contenía el vino, ella deslizó una droga que tenía el poder de robar el dolor y la ira, y de desterrar todos los recuerdos dolorosos. Nadie que hubiera tomado vino de ese recipiente podía derramar una sola lágrima, ni por su madre ni su padre, ni siquiera si pusieran a su hermano o a su propio hijo en la espada y ellos estuvieran allí. (citado en Brownstein, 1993)
Siguiendo con los griegos, el médico Hipócrates de Cos (años -460 a -357) utilizaba el jugo de la adormidera no sólo para calmar a los niños sino como un remedio para aliviar el dolor de muelas. Los árabes, por su parte, lo utilizaron para tratar la diarrea, enfermedades de los ojos y como ayuda para dormir, y fue a través de los territorios musulmanes que se expandió su uso hacia India. Ya dentro del primer milenio después del año 1, el consumo del opio estaba muy extendido a lo largo de China; se lo utilizaba para diversos dolores y molestias, y era particularmente usado en el ejército, donde se creía que podía aumentar el valor.
Llegado el siglo XVII, se expandió desde el sur de Asia hasta China la práctica de fumar opio mezclado con tabaco, fenómeno que amplió en gran medida su demanda. La mayor parte del opio introducido en China venía de Turquía e India, pero eventualmente su importación fue prohibida por el Imperio Chino, que alegaba que los vagabundos se hundían en un estado “estúpido y embrutecido”, lo cual creaba un daño en los modales y en las mentes de los hombres (Davenport-Hines, 2004).
El comercio del opio en China continuó a pesar de su prohibición. Inglaterra comenzó a cultivar opio en sus plantaciones de India y a venderlo a comerciantes independientes en China a cambio de objetos de plata. Con el paso de los años, China se convirtió en el epicentro de la venta de esta sustancia, dada la gran demanda. Los esfuerzos del Imperio Chino por frenar el comercio del opio contra los intereses de Gran Bretaña derivaron en lo que hoy se conoce como las “Guerras del Opio”. Entre 1839 y 1842 estalló el primer conflicto, para luego librarse la “Segunda Guerra del Opio” entre 1856 y 1860, pero esta vez con la participación de Francia como aliado de Gran Bretaña. La dinastía Qing, que gobernó China desde 1644 hasta 1912, fue derrotada en ambas guerras y los países occidentales se quedaron con los privilegios comerciales del opio, obteniendo concesiones legales y territoriales en China.
Unos años antes de las Guerras del Opio, el farmacólogo alemán Friedrich Wilhelm Serturner aisló el principio activo del opio y lo llamó “morfina” en honor a Morfeo, el dios del sueño de la antigua Grecia. A pesar
El comercio del opio fue uno de los principales ingresos económicos que sostuvo el modelo imperialista de Gran Bretaña durante el siglo XIX.
de la importancia de su descubrimiento, no fue hasta mediados de 1850 que la morfina tuvo un gran impacto en el mundo de la medicina. Con la invención de la jeringa hipodérmica, la participación de la morfina en la medicina creció exponencialmente, ya que la inyección permitió la administración de la droga más pura, en mayor cantidad y con una llegada más efectiva al cerebro. Esta nueva vía de administración devino en un incremento en los riesgos y daños asociados a su uso: por ejemplo, infecciones transmitidas por sangre y necesidad y uso compulsivo de la sustancia (Foster
y Triggle, 2011). El uso de morfina se extendió rápidamente durante la Guerra Civil en Estados Unidos (1861-1865) gracias a su potente capacidad de aliviar el dolor a los soldados heridos. Desafortunadamente, miles de ellos desarrollaron dependencia, problema que se denominó “enfermedad de los soldados” y que después se expandió más allá del campo de batalla.
Con el paso del tiempo se fueron sintetizando otros opioides y, mediante la modificación de su estructura química, se modificaron algunos aspectos de su acción, logrando retardar el efecto o aumentar su duración. Una hija legendaria de este proceso es la heroína; veinticuatro años después de su síntesis en 1874, comenzó su comercialización como cura para la tos, como antidiarréico y para tratar la adicción a la morfina. Apenas unos pocos años después, se hizo evidente que las personas también podían desarrollar dependencia hacia la heroína y morir por sobredosis. Así, la heroína se sumó al grupo de sustancias ilegales después de la Convención Internacional del Opio en Holanda.
Pasaron varios años hasta la aparición de otro famoso opioide sintético: la metadona. Sintetizada en 1937 y usada inicialmente por sus efectos analgésicos, hoy se encuentra en la lista de fármacos esenciales de la Organización Mundial de la Salud por su exitoso rol en el tratamiento de la adicción a los opioides.
Pare de sufrir
Mediante la utilización de levorfanol –un análogo de la morfina– se descubrieron los receptores opioides en el cerebro en el año 1971. Esto dio inicio a un enorme capítulo dentro de las neurociencias, ya que los científicos se percataron de que esta cerradura indicaba que debía haber una llave. Así, pocos años después se descubrieron las encefalinas y las endorfinas, moléculas endógenas (propias de nuestro cuerpo) que se encuentran en el cerebro y producen un efecto similar al de la morfina, reduciendo la percepción del dolor y haciéndonos sentir bien. El efecto de la morfina, la heroína, la metadona y todos los opioides se explica por la interacción de estas moléculas con los receptores opioides, de los cuales existen varios tipos, cada uno con su acción particular. La diferencia entre el efecto de cada sustancia depende de cuánto tiempo demora en llegar al cerebro, cuánto tarda en ser eliminada del cuerpo y cómo interactúa con cada uno de estos receptores.
A pesar de que también haya usos recreativos, el principal beneficio de la morfina y otros opioides sigue siendo el mismo que despertó la curiosidad de los antiguos: la disminución del dolor y el sufrimiento asociado a él. Hoy, cualquiera que haya pasado por una cirugía importante conoce el rol indispensable de la morfina u otros opioides en el manejo del dolor postquirúrgico. Pero el sufrimiento producto de ciertas cirugías no es el único tipo de dolor que podemos experimentar. Existe otro tipo que no se resuelve tan fácilmente; se trata de un dolor constante que te recuerda todos los días que tu cuerpo está funcionando mal, obligando a quienes lo padecen a golpear la puerta de cada consultorio médico que encuentren con el fin de hallar una cura que alivie su condición. Quienes padezcan o conozcan de cerca el dolor crónico y el estrés asociados a ciertos tipos de cáncer y enfermedades que afectan los huesos, las articulaciones y los músculos, son testigos de lo mucho que necesitan estos pacientes aliviar su sufrimiento. Es ahí donde los opioides tienen un verdadero as bajo la manga. Cuando estos se “pegan” a sus receptores en el cerebro, inducen una estimulación poderosa del sistema de recompensa y los centros del placer, generando un estado de euforia y sensaciones de felicidad o bienestar, motivo por el que los opioides como la morfina ocupan un lugar importante en los cuidados paliativos, ya que liberar al paciente del dolor es un paso fundamental para mejorar la calidad de vida hasta el último momento.
Ese mismo placer también es buscado por aquellos que utilizan los opioides de manera recreativa. El problema es que el uso repetido disminuye su efectividad (principalmente para calmar el dolor o sentir
El dolor crónico se considera una causa importante de discapacidad, ya que las personas que lo padecen tienen mayor incidencia de depresión, ansiedad y problemas para dormir, con efectos perjudiciales sobre la capacidad laboral y la calidad de vida.
bienestar), por lo que se requieren dosis cada vez más altas para alcanzar el mismo efecto. En algún momento se alcanza un techo en el que, aun aumentando la dosis, no se logra el efecto buscado. Así, resulta difícil obtener un balance entre conseguir efectividad (calmar el dolor o sentir placer) y mantener la seguridad (prevenir sobredosis fatales). Tras un uso prolongado y repetido, especialmente con dosis relativamente altas, dejar de usar opioides produce lo que conocemos como “síndrome de abstinencia” (aun sin caer en adicción): al no recibir las dosis a las que están acostumbrados, los sujetos responden de manera muy intensa y dolorosa (ansiedad, vómitos, diarrea, dolor generalizado, desesperación) (Farrel, 1994).
Camino a la recuperación
Si bien es cierto que personas de todos los ámbitos son vulnerables a un uso problemático, las dificultades asociadas al uso de opioides y otras
Aproximadamente un 10% de las personas que utilizan opioides desarrollan un uso problemático o crónico de la sustancia, un valor menor que el encontrado para el alcohol y el tabaco.
sustancias no se reparten igual en todas las poblaciones y grupos sociales, ya que su impacto −así como la capacidad de superar los problemas una vez que aparecen− varía ampliamente. Gran parte de esta capacidad depende del contexto ambiental, las características personales de los afectados y la gama de recursos disponibles (tratamientos, políticas de reducción de daños). Dicho esto, es importante recalcar que se estima que sólo una de cada diez personas que utilizan opioides desarrollará un uso problemático o crónico de la sustancia. Sin embargo, la principal peligrosidad de los opioides subyace en su capacidad de deprimir la actividad de las neuronas que controlan el músculo diafragma. Esto implica que una única sobredosis puede llevar a una reducción riesgosa de los movimientos para respirar que, si no es tratada inmediatamente, puede llevar a la muerte.
Como ocurre con prácticamente todas las sustancias, los riesgos y los efectos de los opioides dependen también de la vía de administración (oral, inhalación o inyección) y de las características específicas que los harán más o menos efectivos (¿qué cantidad llega al cerebro?) o peligrosos (¿cuál es la cantidad necesaria para causar una sobredosis fatal?). Así, no podemos hablar de una vía de consumo sin riesgos, sino de los riesgos y beneficios específicos asociados a cada vía de consumo. La vía inyectable siempre está asociada a un mayor riesgo de infección, sea cual sea el medicamento que se inyecte, por eso se usa material estéril. Esta forma de administrar el medicamento es en general más rápida y efectiva, lo cual la hace más interesante para el tratamiento agudo del dolor (como en cirugías) o para tratamientos paliativos que requieren de dosis muy altas de opioides orales o cuando estos ya no son efectivos. Los médicos deben realizar un análisis integral de la situación antes de recetar el opioide a sus pacientes.
Pero ¿qué pasa cuando las personas no pueden acceder al medicamento? Según la Oficina de las Naciones Unidas contra la Droga y el Delito, más de treinta millones de personas en el mundo usan opiáceos. El acceso a estos es deficiente debido al desconocimiento de los equipos de salud y a las trabas burocráticas para recetar este tipo de analgésicos. Los opioides, por su relación con algunas sustancias como la heroína, son de circulación controlada por organismos de salud, el Poder Judicial y la Policía en todo el mundo. El panorama se pone más feo si entendemos que cuando una persona desarrolló dependencia al opioide pero ya no está en tratamiento, la necesidad de ingerir o inyectarse le ocupa todo el día, ya que requiere tres o cuatro dosis para poder calmar su necesidad. En el caso de los dependientes de opioides como la heroína o la morfina que usan la vía inyectada, el no conocer la pureza −o, mejor dicho, impureza− de la sustancia que compraron en el mercado negro y el cálculo “a ojo” de la dosis aumentan considerablemente el riesgo de morir por sobredosis (Matters y otros, 2008; Popova y otros, 2009).
Mantener un balance entre los beneficios y riesgos asociados al uso de los opioides es una tarea que requiere constante revisión, creatividad y diversidad de medidas. La morfina y la heroína tienen importantes beneficios para la población, así como riesgos asociados y, por lo tanto, es imperativo un abordaje orientado a la Salud Pública como punto medio entre la prohibición −que trae todos los problemas que ya conocemos− y la legalización −que puede promover el uso a través de la comercialización, como pasa con el alcohol−. El abordaje orientado a la Salud Pública reconoce que las personas usan morfina y otros opioides por sus efectos positivos, pero está atenta a los potenciales riesgos derivados tanto del uso como de las medidas de control impuestas (Alexander, 2006). Las medidas de prevención de los riesgos de los opioides y de monitorización de su uso están principalmente orientadas a: (a) evitar la fatalidad de las sobredosis, (b) prevenir el desarrollo de un uso problemático o crónico, y (c) disminuir el uso ilegal o para propósitos que no son los indicados por el médico.
Desarrollar políticas públicas en este sentido es muy difícil debido al rechazo visceral que suele haber en el ambiente político. Si bien las sobredosis con opioides son muy complicadas de evitar −especialmente cuando la administración es “a ojo”, en la calle y sin supervisión médica−, esto no quiere decir que no tengamos forma de controlarlas. La naloxona, por ejemplo, actúa como un antídoto para las sobredosis fatales y, administrada correctamente, salva vidas. Lamentablemente, los programas donde las personas acceden a la naloxona de manera sencilla –y pueden llevársela a sus casas tal como un alérgico lleva corticoides en su mochila cuando sale al campo– tienen fuerte oposición por parte de los grupos conservadores, quienes afirman que “la naloxona no salva vidas, las extiende hasta la próxima sobredosis”.
Existen políticas interesantes y exitosas como las desarrolladas en muchos países de Europa, que consisten en disponer salas de consumo supervisadas en las que los usuarios de drogas llevan su propia heroína y reciben jeringas y agujas estériles para la inyección. Esto no sólo previene la sobredosis, sino que también disminuye la expansión de enfermedades infecciosas que se transmiten por compartir el material inyectable, como el VIH/SIDA y la hepatitis B y C.
Otro tema de importancia es el tratamiento de las personas con uso problemático. En el caso de los opiáceos, aquellos tratamientos cuyo único objetivo es la abstinencia tienen una tasa de éxito bajísima y, como consecuencia, muchos pacientes vuelven a consumir y a exponerse a los riesgos mencionados anteriormente. Es acá donde tenemos un tire y afloje entre los conservadores, que buscan el consumo cero, y quienes actúan (actuamos) en pos de un enfoque de Salud Pública más realista, dado que el tratamiento más eficaz a la hora de reducir el uso de la heroína es mediante la administración de otro tipo de opioide, como la metadona (Mattick y otros, 2009). La efectividad de este enfoque se debe a que con sólo una toma diaria, la persona es capaz de funcionar el resto del día sin sentir los efectos de la abstinencia, factor importantísimo para desencadenar una recaída. Sería incompleto pensar solamente en la dimensión farmacológica del tratamiento de la persona con uso problemático; la recuperación es un proceso complejo al que contribuyen múltiples factores como la calidad y cantidad de recursos emocionales, familiares, comunitarios y de Salud Pública que se dispongan, así como de otros problemas presentes (depresión, ansiedad, VIH/SIDA, situación de calle, etc.).
A pesar de los esfuerzos por encontrar alternativas a los opioides, estos siguen siendo los analgésicos más fuertes y eficaces disponibles por el momento (Ballantyne y Mao, 2003). El pensamiento conservador y el miedo irracional son una barrera para ejecutar políticas de regulación de los opioides acordes a la mejor evidencia científica disponible, hecho que se manifiesta en el rechazo del uso de opioides para tratar el dolor crónico no asociado al cáncer o a los cuidados paliativos (Chou y otros, 2009). Esto no implica de ninguna manera una propuesta para la legalización y el fomento del uso de opioides, sino que sugiere la adopción de estrategias basadas en evidencia que cumplan con la función de satisfacer las necesidades de los grupos en condiciones de salud particulares y que, al mismo tiempo, respeten las libertades individuales y protejan (o incluso mejoren) la Salud Pública.
Referencias
Bibliográficas
Alexander, B. K. (2006). “Beyond Vancouver’s ‘Four Pillars’”. Int J Drug Policy, 17(2): 118-123.
Ballantyne, J. C. y Mao, J. (2003). “Opioid Therapy in Chronic Pain”. N Engl J Med, 349(20): 1943-1953.
Brownstein, M. J. (1993). “A Brief History of Opiates, Opioid Peptides, and Opioid Receptors”. Proc Natl Acad Sci USA, 90(12): 5391-5393.
Chou, R. y otros (2009). “Clinical Guidelines for the Use of Chronic Opioid Therapy in Chronic Non-cancer Pain”. J Pain, 10(2): 113-130.
Davenport-Hines, R. (2004). The Pursuit of Oblivion: A Global History of Narcotics. Nueva York: W. W. Norton.
Farrel, M. (1994). “Opiate Withdrawal”. Addiction, 89(11): 1471-1475.
Foster, O. y Triggle, D. (2011). Understanding Drugs: Morphine. Nueva York: Chelsea House Publishers.
Matters, B. M. y otros (2008). “Global Epidemiology of Injecting Drug Use and HIV among People who Inject Drugs: A Systematic Review”. Lancet, 372(9651): 1733-1745.
Mattick R. P. y otros (2009). “Methadone Maintenance Therapy Versus No Opioid Replacement Therapy for Opioid Dependence”. Cochrane Database Syst Rev, 3: CD002209.
Popova, S. y otros (2009). “How Many People in Canada Use Prescription Opioids Non-medically in General and Street Drug Using Populations?”. Can J Public Health, 100(2): 104-108.