¿Qué es la vida?

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Uno de los momentos más recordados de la televisión argentina ocurrió en 1993, cuando la famosa conductora Susana Giménez recibió en su programa a una invitada muy resuelta a comunicar las maravillas de una exposición que había montado y que estaba abierta al público. En la entrevista, enumerando las atracciones que iban a estar a […]

Uno ha creído a veces, en medio de este camino sin orillas, que nada habría después; que no se podría encontrar nada al otro lado, al final de esta llanura rajada de grietas y de arroyos secos. Pero sí, hay algo. Hay un pueblo. Se oye que ladran los perros y se siente en el aire el olor del humo, y se saborea ese olor de gente como si fuera una esperanza.

“Nos han dado la tierra”
Juan Rulfo

Uno de los momentos más recordados de la televisión argentina ocurrió en 1993, cuando la famosa conductora Susana Giménez recibió en su programa a una invitada muy resuelta a comunicar las maravillas de una exposición que había montado y que estaba abierta al público. En la entrevista, enumerando las atracciones que iban a estar a la vista, la invitada comentó muy enfática: “Hemos traído un dinosaurio de la Patagonia”, ante lo cual la conductora lanzó con rapidez y determinación la pregunta que seguramente le pareció más obvia: “¿Vivo?”. La entrevistada comenzó a reírse desconcertada y la carcajada se propagó al instante entre quienes estaban detrás de cámara. Aunque la década de 1990 en Argentina tuvo escenas de lo más increíbles, pensar en un dinosaurio vivo transportado desde algún lugar del sur del país hasta la ciudad de Buenos Aires era demasiado.

Lo que habían traído hasta la capital era seguramente un esqueleto fosilizado de un dinosaurio. Tal vez, si la invitada hubiese sido más precisa con los términos, no habríamos tenido pregunta ni anécdota famosa. Delimitar qué está vivo y qué no en este caso es fácil. De ahí la risa y el chiste. Pero no siempre es tan sencilla esa distinción. La pregunta por lo que está vivo deriva necesariamente de otra: ¿qué es la vida?

Hubo muchas propuestas e intentos de una definición de vida. No solo desde la ciencia, desde luego. Pero la ciencia —o, mejor dicho, unos cuantos científicos y científicas— se aferró al sueño de formular una definición concluyente que captara eso tan difícil de explicar. Difícil porque todos sabemos qué es la vida y qué es estar vivos hasta que alguien nos pide que expliquemos concretamente de qué se trata.

Uno de los libros de ciencia más influyentes del siglo XX lleva el sugerente título ¿Qué es la vida? Lo publicó un físico, Erwin Schrödinger, en 1944. Schrödinger no era un personaje desconocido en ese momento; poco más de diez años antes, había obtenido su Premio Nobel de Física por formular ideas fundamentales para el desarrollo de la mecánica cuántica. Este libro reúne una serie de conferencias que dictó por esos años y en las que propuso una reflexión sobre cómo la física y la química podían aportar elementos para entender los organismos vivos. En su búsqueda, intentó mostrar que, aunque estas ciencias presentan limitaciones para dar cuenta de la vida, con el tiempo lograrían hacerlo. Para Schrödinger, el camino era ese. Sostenía que es posible aproximarse a entender qué es la vida recurriendo a explicaciones materiales, aunque complejas, que no se basan en la noción de que lo vivo está vivo porque hay una fuerza o un impulso vital que lo acompaña.

Schrödinger propuso que la vida puede explicarse echando mano a leyes de la física que describen procesos ajenos, en principio, al mundo de los vivos. Y buscó identificar en qué difiere exactamente el comportamiento de la materia inerte respecto de la materia que está viva. Un ejemplo puede ayudar a verlo, al menos, esquemáticamente. Si alguien patea una pelota en un parque, el impulso de la patada la llevará a rodar por el pasto, más o menos lejos, dependiendo de las intenciones y la fuerza de quien la haya lanzado. Tarde o temprano, la pelota empezará a reducir su velocidad por la fricción con el aire y el pasto, o al chocar con algún obstáculo, hasta detenerse. En un momento, esa pelota, que puede pensarse como un sistema inerte, detendrá su movimiento y no se observará en ella ningún cambio, a menos que otra persona se acerque a darle una nueva patada. Al detener su trayectoria y mantenerse sin cambios aparentes, la pelota habrá llegado a un estado de equilibrio. Por el contrario, según Schrödinger, los organismos, mientras están vivos, retrasan ese equilibrio que los llevaría a detener toda actividad, en definitiva, a morir. Y lo hacen a través del metabolismo, es decir, a través de intercambiar materiales con el medio y transformarlos de diferentes maneras. En el ejemplo, la pelota se mueve o no, pero la diferencia con los organismos no tiene que ver necesariamente con el desplazamiento, sino con la capacidad de retrasar ese equilibrio. Vivo se está mientras haya procesos que lleven a resultados diferentes al equilibrio de la pelota.

Aunque definir las características de lo que está vivo es un enorme desafío, hay un rasgo que está entre los más evidentes. Los organismos, las células que los forman, se reproducen. Y al hacerlo, hay cierta continuidad, es decir que nos parecemos bastante a lo que nos da origen. En ese sentido, la búsqueda por una respuesta a la pregunta sobre qué es la vida necesita bucear en la cuestión de la herencia biológica. De hecho, en su libro, Schrödinger propuso una idea muy inspiradora sobre la información genética y contribuyó a pensar qué tipo de estructuras había que buscar para entender cómo estaba almacenada y cómo se transmitía esa información de una generación a otra. Usó para eso, una vez más, una referencia del mundo inorgánico: los sólidos. En química, se utiliza el concepto de sólido cristalino para hablar de un material cuya estructura se repite a medida que crece. O sea, que se va copiando a sí misma. Pero Schrödinger no pensaba exactamente en ese tipo de sólidos para entender la transmisión de la información genética, sino que utilizó, en contraste con aquel concepto, el de sólido aperiódico, es decir, uno que tuviera una estructura no repetida periódicamente, y que de esa manera permitiera muchas configuraciones diferentes. Como muchos en esa época, él pensaba que la base material que almacenaba la información genética podía estar dada por proteínas. Pocos años después, con la descripción de la estructura de los ácidos nucleicos, principalmente el ácido desoxirribonucleico (ADN), quedó claro que eran esas las moléculas protagonistas de la herencia y que, si había algo que podía acercarse a la idea del sólido aperiódico de Schrödinger, eran los ácidos nucleicos y no las proteínas. James Watson, uno de los científicos que propuso la estructura del ADN y su función principal en la codificación y replicación de la información genética, subrayó en sus memorias que el libro de Schrödinger había sido para él una inspiración fundamental. El sólido aperiódico había quedado resonando en su cabeza.

En 1953, James Watson y Francis Crick publicaron en la revista Nature un artículo que tuvo un impacto extraordinario para quienes estaban pensando qué era la vida. En ese trabajo, de una carilla de extensión, los autores sostuvieron que el ADN tenía una estructura compuesta por dos hebras enroscadas que formaban una hélice. Watson y Crick sostuvieron que esas dos hélices se mantenían unidas mediante bases nitrogenadas, que son ni más ni menos que los escalones de esa escalera enrollada que es el ADN. Según ellos, cuando en una de las hebras había una base nitrogenada determinada, en la otra no podía haber cualquier otra base, sino que debía haber una base específica que pudiera unirse a ella, es decir, una base complementaria. Así, quedaría emparejada por su compañera de escalón.

Al final del artículo, Watson y Crick arrojan la siguiente reflexión: “No se nos ha escapado que el emparejamiento específico [de bases nitrogenadas] que proponemos sugiere inmediatamente un mecanismo de copiado del material genético”. Y cierran con unos agradecimientos a científicos que contribuyeron de manera fundamental a esa descripción, pero que, por distintas razones, no firmaban ese trabajo: Maurice Wilkins y Rosalind Franklin.

Los dos párrafos finales condensan una cantidad de información e ideas enorme. En el último, los autores reconocen que se apoyaron en el trabajo de otras personas, lo cual es un dato importante considerando que el debate sobre el tema estaba encendido y ellos no eran los únicos que corrían detrás de entender cuál era la molécula que explicaba la herencia. En el penúltimo párrafo, lo que sugerían, casi tímidamente, era que su propuesta consideraba una manera en que el material hereditario podía replicarse y pasarse de generación en generación. Aunque en el artículo no profundizan este punto, pronto se hizo evidente que, al ser complementarias, si se separan las hebras del ADN, cada una de ellas puede funcionar como molde para que se copie una nueva y, así, replicar la molécula de ADN. Era una explicación novedosa, pero a la vez sólida, de cómo ocurría la perpetuación del material genético.

A partir de esta publicación, con los trabajos que le siguieron y la llegada del Premio Nobel en 1962 a Watson, Crick y Wilkins, el ADN llegó para quedarse en el centro de la biología tal como la conocemos hoy. Tanto que empezó a hablarse del código de la vida y de cómo alrededor de este se organizaba el “dogma central de la biología”, aquel que explica la replicación de la información genética y la traducción de esa información a proteínas. Con el correr de los años y los trabajos de miles de científicos y científicas alrededor del mundo, quedó claro que ese artículo de 1953 fue increíblemente trascendente. Aunque también quedó claro que en apenas una carilla no podía entrar lo complejo de la estructura de la doble hélice, cómo esa estructura puede codificar información y cómo esa información es fundamental para la vida de las células y para explicar los mecanismos de la herencia biológica. Sin embargo, se había encontrado una propuesta concreta sobre la replicación de la información hereditaria a escala molecular. Y esto es importante porque, al copiarse a sí mismas, las moléculas de ADN se perpetúan, y justamente la capacidad de reproducción es parte de lo que define a lo vivo.

Emparentado con la idea de perpetuación está el concepto de autopoiesis, que suele aparecer entre las características que muchos autores le atribuyen a la vida. Resumidamente, autopoiesis refiere a la capacidad de construirse y mantenerse a sí mismo. Las células, y, por lo tanto, los organismos formados por células, interactúan con su ambiente y convierten materiales del medio en otras cosas. Esas reacciones que componen el metabolismo permiten, por ejemplo, que en las células la glucosa se transforme en moléculas más pequeñas que pueden ser utilizadas como fuente de energía. Bajo esta perspectiva, estar vivo es constituir un sistema que se automantiene, transformando la energía y algunos materiales del medio para generar componentes estructurales o que permiten desempeñar diferentes funciones.

La vida, desde esta perspectiva, sería entonces una manera de organización de la materia. Un sistema que se reproduce, se mantiene y se construye a sí mismo en interacción con el medio que lo rodea. Esa es una manera de definir la vida, o por lo menos acercarse a una definición. Es una de las visiones que dieron el marco para varias de las explicaciones sobre el origen de la vida en la Tierra, sobre cómo serían las primeras estructuras capaces de perpetuarse y reproducirse a sí mismas en interacción con el ambiente. Es también un tipo de definición para la cual el límite de lo vivo y lo no vivo deja afuera a los virus, que solo son capaces de reproducirse utilizando los recursos de un hospedador, es decir, una célula viva.

Pero ¿hay vida más allá de esta forma de pensar la vida?

De todo un poco

La diversidad de formas de vida es tan amplia y los aspectos de lo viviente tan complejos que resulta difícil llegar a una definición única de la que se derive todo lo que comprende la vida. A eso se le suma la diversidad de intereses de quienes buscan definirla. Es esperable que entre quienes trabajan en la construcción de conocimiento científico sea arduo llegar a una única definición relevante si se están investigando cuestiones tan diversas como los procesos bioquímicos intervinientes en el origen de la vida en la Tierra, algún problema de inteligencia artificial o una pregunta sobre la dinámica de un ecosistema.

Aunque puede resultar desconcertante, reconocer lo difícil de arribar a una definición compacta de vida que sirva en todos los contextos y como referencia para abordar toda su complejidad abre una ventana de posibilidades. Esto es, poner el foco sobre algunos aspectos, indagar en acepciones que representen ciertos campos disciplinares, agendas y búsquedas. En ese mismo camino, este libro no será sobre toda la vida, única y total. Más que la Vida con mayúscula, lo que interesa aquí es la vida con minúscula. O mejor, las vidas.

Una de las maneras de pensar la vida es considerar el tránsito de un organismo a lo largo de un ciclo o trayectoria que incluye, entre otras cosas, el crecimiento, la maduración y la senescencia. En esta línea, la vida es entendida en su sentido de proceso, o, mejor dicho, procesos de cambio. Esos procesos constituyen lo que se llama, ampliamente, desarrollo. En términos biológicos, crecer implica aumentar de tamaño, mientras que madurar suma cambios más o menos profundos que suelen redundar en transformaciones funcionales, y la senescencia también incluye modificaciones, pero ligadas al envejecimiento. A ese ciclo podrían sumarse, por supuesto, otros elementos, como la reproducción. En todo caso, adicionar hitos o procesos que atraviesan los organismos refuerza la noción de vida como recorrido por etapas con características diferenciadas. También pensar en ciclos evidencia que, más que una línea con principio y fin, las vidas en plural están en movimiento continuo, y mientras un organismo transita una etapa, otro nace; mientras uno envejece, otro crece. En un ciclo como este, principio y final pueden no siempre ser del todo claros.

La definición de ciclos de vida con etapas diferenciadas permitió notar similitudes entre organismos diferentes, o sea, ordenar las formas de transitar las vidas. Pero los límites que acotan esas etapas son arbitrarios, se sustentan en la observación de algunos procesos que se repiten con cierta regularidad. Los ciclos de vida y sus etapas son una manera de aproximarnos, de diseccionar para entender. Son una construcción, en definitiva, como todo el conocimiento científico.

Dentro de esas etapas convenidas, pero útiles para entender la vida, es posible reconocer procesos que se repiten y se suceden. Por ejemplo, en los animales, la fecundación ocurre en el momento en que se fusionan dos gametas, células sexuales maduras, y lo que sigue generalmente son rondas de divisiones celulares que permiten convertir una única célula en una masa de muchas células. Así, a partir de una única célula se forman diferentes tipos de células, tejidos y órganos. El desafío de entender cómo ocurre eso sigue vigente, aunque existen hoy muchas pistas. Las células pueden pasar por un proceso conocido como diferenciación, que consiste en la conversión de una célula, a veces llamada célula madre, a otro tipo de célula con características singulares. Si todas las células tienen los mismos genes, la diferenciación explica por qué existen células estructural y funcionalmente diversas, por qué existen las neuronas pero también los glóbulos rojos y las células que forman los huesos. Los tejidos, además, se combinan y se transforman y pueden formar órganos con funciones específicas. Esos y otros procesos están altamente regulados, y ocurren durante la vida de cada organismo. De hecho, una parte del genoma regula esos procesos del desarrollo.

Más allá de ciertas uniformidades en los ciclos de vida, incluso entre grupos de organismos muy similares suele haber variación en las maneras en que se desarrollan. Aun entre organismos muy emparentados, pueden existir diferencias en el tiempo, la duración, la manera en que transcurren las etapas del ciclo vital. En el caso de los humanos, incluso ante la comparación con especies muy relacionadas como los chimpancés, aparecen diferencias en la manera de crecer, en el tiempo que toma la maduración de ciertos órganos y sistemas, etc. Dentro de nuestra especie, las vidas también se resisten a la uniformidad. A pesar de que la gran mayoría de los procesos biológicos que se suceden durante la vida son compartidos, hay muchas formas de vivir, de nacer, de crecer, de envejecer. Sobre eso también es este libro.

Yo, primate

Los humanos somos primates. Formamos parte de un grupo, más precisamente, de una categoría llamada orden, dentro de la clase de los mamíferos. El orden de los primates es muy diverso, tanto en la distribución geográfica de sus miembros como en el tipo de ambiente que habitan, su aspecto, su comportamiento y muchas otras características. Esa diversidad no se generó de un día para otro, sino que tiene una historia larga, una historia evolutiva.

Se cree que la separación entre el linaje de los primates y otros mamíferos emparentados con los roedores actuales ocurrió hace aproximadamente 80 millones de años. Un tiempo después, hace unos 30 millones de años, mientras la diversificación continuaba, se abrió de esa rama un nuevo linaje que daría origen a los gibones, grandes simios, humanos y algunas especies hoy extintas muy cercanas a nuestra especie. Pero luego, los homínidos, el grupo que integramos junto con los grandes simios (chimpancés, orangutanes y gorilas), también continuó su diversificación. Hace unos 7,5 millones de años, el linaje de los humanos se separó del de los chimpancés. Y a partir de allí, los homininos (una subfamilia de los homínidos), o sea Homo sapiens y todas las especies extintas cercanas, fueron poblando diferentes rincones del mundo en diferentes momentos.

El género Homo, que incluye a Homo sapiens, tiene varios representantes extintos que vivieron hace, por lo menos, 2,5 millones de años. Sin embargo, a pesar de que el registro fósil (el conjunto de esqueletos y otros rasgos que quedaron convertidos en rocas) abre una ventana a esos primeros Homo y muestra lo diversos que fueron, lo cierto es que hoy —y desde hace unos cuantos miles de años— los humanos somos los únicos homininos vivos en la Tierra. Pero no siempre fue así; de hecho, mientras los Homo neanderthalensis, más conocidos como neandertales, vivían en parte de Europa y Asia, hubo convivencia con Homo sapiens por varios miles de años. Es más, en el genoma de humanos actuales de diversas poblaciones del mundo hay fragmentos que indican que hubo entrecruzamiento con neandertales. En algún momento, esa convivencia cercana terminó y hay diferentes hipótesis sobre la causa de ese fin, pero lo concreto es que a la diversidad humana actual contribuyeron —más o menos directamente— otros representantes de nuestro linaje.

Hoy los humanos nos hemos expandido en todos los continentes, distribuidos a lo largo, ancho y alto de diferentes paisajes. Biológicamente, nos hemos autodefinido como una especie, pero eso no significa que sea homogénea. Esto quedó de manifiesto desde que comenzaron a practicarse con rigurosidad análisis de diferentes marcadores genéticos y se observó una gran variación entre las personas; es decir que, si bien compartimos gran parte de nuestros genes y sus productos, también diferimos en muchos otros. En 1972, Richard Lewontin publicó un capítulo en un libro que se convertiría en un clásico en el estudio de la variación biológica de los humanos. Lewontin se preguntaba si la diversidad en los diferentes grupos sanguíneos avalaba los puntos de vista que desde hacía muchos años sostenían que entre los humanos la variación se organizaba en razas, es decir, conjuntos de personas con características cualitativamente diferentes. Entonces, dividió las muestras que tenía según la población a la que pertenecieran. En su trabajo, dentro de los llamados caucásicos incluyó básicamente europeos, luego había africanos, asiáticos, etc.  Puntualmente, lo que analizó fue la frecuencia con la que aparecían los diferentes grupos sanguíneos, los cuales funcionan como marcadores genéticos (porque tener uno u otro depende de qué genes lleve cada persona). Los resultados fueron contundentes: había más variación hacia dentro de las poblaciones analizadas que entre ellas, y, por lo tanto, la idea de raza no se sostenía.

Hay parte de la diversidad biológica humana que se manifiesta en rasgos físicos observables. Esa diversidad también se explica por los procesos evolutivos, las diferencias genéticas y, en parte, por adaptaciones que no están en los genes, pero que resultan en diferencias. En la interacción con el ambiente, no solo los humanos, sino los organismos en general son capaces de desplegar cambios fisiológicos que permiten en algunos casos adaptarse a las condiciones que los rodean. Esas transformaciones, a pesar de no ser heredables, también contribuyen a la diversidad. En el caso de los humanos, además, la relación con lo que nos rodea está intervenida por manifestaciones culturales que median nuestras respuestas, las moldean.

En los árboles filogenéticos, que es como se llaman las representaciones de la evolución de especies o grupos, Homo sapiens aparece como un punto. Una entidad única. Lo que representa ese punto en medio de tantas ramas es una especie. Pero dentro de ese punto, que aparenta ser homogéneo, la variación de formas de vida es enorme. ¿A qué se debe, en definitiva, esa diversidad? Una respuesta podría ser la historia. Por un lado, la historia evolutiva más amplia y, por otro, las historias singulares de los pueblos. Sobre eso también es este libro.

Un día en la vida

Se ha dicho una y otra vez que los esquimales tienen cuarenta, cien, o algún número enorme de maneras de nombrar la nieve. El efecto de sorpresa que causa esta afirmación, especialmente para quienes viven lejos de zonas frías y ven la nieve solo ocasionalmente, ha llevado a repetir esta afirmación en los ámbitos más variados. Más allá de cuántos efectivamente son los vocablos de los que los esquimales disponen para nombrar la nieve, hay varias cosas que decir. Primero, esquimal significa algo así como “el que come carne cruda”, y parece que no es una denominación con la que se identifiquen las personas a quienes usualmente se llama esquimales. Por eso, muchos prefieren ser llamados inuit, que es una palabra de su lengua usada para referirse, en general, a las personas. Entonces, comenzando de nuevo, es esperable que los inuit tengan unas cuantas formas de llamar a la nieve según sus colores, su consistencia, y otras muchas características que varían en el Ártico y no en otras regiones del mundo. Pero esto por sí solo no quiere decir mucho de los inuit. Son personas y nombran las cosas que conocen con palabras.

Además de nombrar las cosas que los rodean, una característica tampoco exclusiva de los inuit es la de contar historias. Muchas de las historias que contaban y cuentan los inuit se conocen gracias al trabajo de un hombre, Knud Rasmussen, quien por años recorrió las vastas tierras congeladas donde vivían diferentes grupos inuit y fue registrando relatos, cuentos y leyendas que contaba la gente de ahí.

Entre las leyendas inuit que escuchó Knud hay una que le contaron en un poblado groenlandés llamado Ilimanaq. En su libro, este relato lleva el título de “La niña perdida que se encontró con un zorro con forma humana”. Cuenta la historia de una niña inuit que un día se alejó de su casa para jugar a las escondidas junto con un grupo de amigos. Cuando le tocó a la niña el turno de esconderse, comenzó a caminar hasta irse muy lejos de donde estaban sus compañeros de juego. En ese camino, encontró unas casas y se escondió hasta que anocheció. Por la noche, cuando todos dormían, se acercó a una casa y robó algo de comida. Al otro día, en lugar de emprender el regreso, se quedó en su escondite y volvió por la noche a buscar algo que comer. Así siguió por mucho tiempo, escondida lejos de su casa. Pasaron los meses y los años. La niña no solo no volvía, sino que tampoco crecía. Mientras estuvo escondida, robando comida para sobrevivir, no creció ni un centímetro de altura. Cuando el tiempo fue demasiado y empezó a extrañar mucho a su pueblo y su familia, tomó fuerzas y decidió volver. El camino, sin embargo, era largo. Casi llegando a destino, se encontró a una mujer bastante extraña que la invitó a su casa a comer algo, lo que a ella le pareció una buena idea porque estaba realmente muerta de hambre. La mujer la condujo hasta un refugio con una puerta estrecha y, cuando terminaron de entrar, una piedra cayó sobre la apertura por la que habían entrado, bloqueando la salida. La niña había caído en una trampa para cazar animales. Entonces, la mujer mostró su verdadera identidad: era un zorro. La niña luchó y evitó que el zorro la atacara. Al tiempo, llegó el cazador que había preparado la trampa y quedó atónito al ver que allí había, además de un zorro, una niña. El hombre avisó a las personas de por ahí, que llegaron pronto, curiosas por ver quién era. Algunos se preguntaban si sería aquella niña que se había perdido hacía tantos años. Y efectivamente era ella. Cuando la llevaron de vuelta a su casa, su padre no podía creerlo: había vuelto y seguía siendo tan pequeña como antes. Todos estaban muy felices por el regreso. La niña se quedó allí el resto de su vida, pero nunca más volvió a crecer.

El título del relato pone la luz sobre ese personaje sobrenatural, el zorro con forma humana. Hay muchas historias inuit que toman ese camino, personas que se casan con otros animales, mujeres que amamantan larvas, piojos que se convierten en hombres. Pero hay otro aspecto llamativo que no quedó plasmado en el título: la protagonista de la historia no puede crecer sola. Escondida y alejada de su pueblo —y de otras personas en general—, su vida se detiene mágicamente como si el tiempo no pasara. Al alejarse, no experimenta más cambios y su historia se frena. Lo sorpresivo no es que haya transformaciones, sino que todo permanezca estático. Llama la atención justamente porque se espera que a lo largo de la vida haya muchos cambios, que no seamos iguales según pasan los años. Pero hay algo más en el relato, y queda por saber si Knud le prestó atención a este aspecto tan singular: la vida, más precisamente el derrotero de cambios que se esperan para ella, no puede continuar si no es en compañía, si no es con otros y otras.

La pequeña inuit de la leyenda vivió muchos años con su vida detenida, como si tan solo hubiese pasado un día entre que salió a jugar a las escondidas y volvió a su casa. Pero ese día fueron en verdad muchos años. Esa idea, esa forma de conceptualizar los ciclos en diferentes escalas, se repite más allá de los inuit. Un ejemplo famoso es el de la esfinge de Tebas. Según este mito griego, en las inmediaciones de la ciudad de Tebas había una esfinge (un monstruo con rostro de mujer, cuerpo de león y alas) que aterrorizaba a la población causando las más tremendas catástrofes. A los viajeros les imponía acertijos imposibles de resolver y, cuando fallaban, los devoraba. Fue Edipo el único que pudo responder a su enigma y devolver la tranquilidad a Tebas. El acertijo que la esfinge le planteó reproduce esta idea del ciclo a distintas escalas. En su versión popular —detalles más o detalles menos— pregunta cuál es el único ser que por la mañana anda en cuatro patas, a la tarde, en dos, y al oscurecer pasa a moverse en tres. Edipo da la respuesta correcta después de que otros muchos hubieran fallado: el ser humano, que cuando es recién nacido gatea, al crecer anda en dos patas y cuando envejece se ayuda con un bastón. Mañana, tarde y noche. En ese día que dura años se suceden profundos cambios y transiciones. Este es un libro sobre ese día. Sobre las vidas de los humanos, sus caminos y sus ciclos. Sobre los que cambian, pero también sobre quienes acompañan. Sobre las maneras diversas de transitar cada mañana, cada tarde, cada noche.