Capítulo 1.3

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Las formas del morir se modificaron a lo largo de la historia, y las preguntas que tenía al comienzo, lejos de desvanecerse, se multiplicaron. Luego de leer con fruición a Ariès, Elias y compañía, no solo me cuesta hallar una definición para la muerte, sino que pude advertir que aquello que los especialistas conceptualizan como [...]

La Muerte, ay, nos consuela y nos hace vivir; objeto es de la vida y la sola esperanza que,
tal como un elixir, nos sostiene y descansa,
y hasta la noche en marcha nos anima a seguir.
 
 
“La muerte de los pobres”
Charles Baudelaire

Las formas del morir se modificaron a lo largo de la historia, y las preguntas que tenía al comienzo, lejos de desvanecerse, se multiplicaron. Luego de leer con fruición a Ariès, Elias y compañía, no solo me cuesta hallar una definición para la muerte, sino que pude advertir que aquello que los especialistas conceptualizan como tal se transforma de acuerdo a los escenarios. Entre tanta incertidumbre, me sentí sin salida y acabé por pensar que —lisa y llanamente— no me quedaba otra: tenía que dejar de leer libros y citar fuentes de manera indirecta. Para poder penetrar en el corazón del asunto, había que ir por más, debía vestirme de antropólogo-etnógrafo por un rato, de periodista cuando fuera necesario y, especialmente, desaparecer durante la mayor parte del tiempo; debía, en definitiva, escuchar a los protagonistas. ¿Los protagonistas? ¿Los difuntos hablan? ¿Algún equipo científico encumbrado alrededor del mundo había desarrollado una tecnología tan de punta que permitía lo que hasta ahora era impensado? ¿Sería posible, de aquí en más, unir ambos mundos, el de los vivos y el de los muertos?

No, nada de eso. Lo que haría era comunicarme con científicos y científicas locales, en general del Conicet, que se desempeñan en el campo de la ciencia y la justicia, que se especializan en ciencias vinculadas a la muerte y, en algunos casos, concentran sus esfuerzos en el ámbito forense. Lo haría a partir de la curiosidad, esa fuerza que nace del desconocimiento y que es movilizada por las ganas de conocer. Una vez, un jefe me dijo: “Los periodistas somos individuos que se conducen por el mundo en la penumbra absoluta, que con el tiempo —si tienen suerte y se entrenaron lo suficiente— aprenden a pulir una herramienta fundamental frente a la ignorancia: la capacidad de hacer preguntas”. Entonces, me dije, si no tengo respuestas y las que encuentro entre las páginas de libros consagrados no me satisfacen, será cuestión de aprender a perseguir indicios, leer pistas, interpretar huellas. Como hacían los primeros seres humanos sobre la Tierra, como intento hacer ahora.

El (milenario) arte de perseguir indicios

Confesaré algo. Suelo fantasear con la idea de vivir en una isla a la que solo puedo llevar tres o cuatro libros, no más. Uno de esos libros, que colocaría entre mi pelota de fútbol y mis fotos con gente querida —porque iría sin compañía, ahí está el desafío, en la soledad—, es el que voy a presentar a continuación. Un compilado de ensayos que juntos reúnen 270 páginas.

En el marco de la disputa epistemológica e histórica por definir los límites del conocimiento científico, existe un paradigma que surgió hacia fines del siglo XIX, en el seno de las ciencias humanas, al que no se le ha prestado demasiada atención. Me refiero al paradigma indicial que Carlo Ginzburg describe, con pluma maestra, en Mitos, emblemas e indicios. Morfología e historia. Resulta que cuando el siglo XIX estaba llegando a su fin, surgió un nuevo método para la atribución de cuadros antiguos, que permitía distinguir los originales de sus copias. Era una época en la que los museos europeos estaban en plena fase de consolidación y, para ello, necesitaban del consabido orden. Había tanto y tan desperdigado que las autoridades estaban obligadas a sistematizar las creaciones artísticas, ya que si no tenían el ojo adiestrado, corrían el riesgo de ser embaucadas con piezas falsificadas.

Su creador fue el italiano Giovanni Morelli. ¿En qué consistía el “método morelliano”, entonces? En examinar los detalles más descuidados y menos influenciados por las características de la escuela a la que los pintores pertenecían. Para él, el asunto estaba en explorar, por ejemplo, los lóbulos de las orejas, las uñas y las formas que adquirían los dedos de las manos y los pies.

Al método indiciario de Morelli se le atribuyeron similitudes con la técnica que desplegaba el célebre Sherlock Holmes. Así, el conocedor de arte fue comparado con un detective que descubre al autor del delito en base a indicios imperceptibles para las grandes mayorías. Las relaciones continúan si se concibe que, por aquellos tiempos, emergía y se consolidaba la figura de Sigmund Freud. Dice Ginzburg: “Nuestros pequeños gestos inconscientes revelan nuestro carácter en mayor grado que cualquier otra actitud formal, de las que solemos preparar cuidadosamente”. De hecho, Freud reconoce la influencia de Morelli en su famoso ensayo “El Moisés de Miguel Ángel”, de 1914.

La propuesta de Morelli se basaba en el diseño de un método interpretativo centrado en los descartes, en los datos secundarios, en lo marginal, en lo minúsculo que luego se vuelve revelador. ¿Por qué es revelador analizar en detalle los lóbulos de las orejas, las uñas o las formas de las manos y los pies? Porque, precisamente, constituyen los momentos en los cuales el control del artista, ligado a la tradición cultural, cede para dar lugar a características puramente individuales. Esto es: en esos detalles el artista libera su mano y su subjetividad se vuelve imposible de ocultar.

Ginzburg hilvana su historia y descubre, poco a poco, más puntos en común entre Morelli (signos pictóricos), Holmes (indicios) y Freud (síntomas). Explica esta triple analogía en los siguientes términos:

El paradigma indiciario tiene raíces mucho más antiguas, y Ginzburg —en ese texto que llevaría a esa isla para dedicarme a la soledad por el resto de los días con sus noches— va por ellas. Generaciones y generaciones de cazadores enriquecieron sus historias a partir del registro de la oralidad; de hecho, fueron los primeros que desarrollaron la experiencia de descifrar huellas. Aunque se los juzgaba desprovistos de toda racionalidad, tenían un método: a partir de datos experimentales aparentemente insignificantes, podían intentar acercarse a una realidad compleja no directamente experimentable. El cazador, desde la perspectiva del autor, sería el primero en contar historias porque era el único capaz de leer, “en las huellas mudas dejadas por la presa”, una serie coherente de eventos. “Detrás de este paradigma indiciario o adivinatorio, se entrevé tal vez el gesto más antiguo de la historia intelectual del género humano: el del cazador hincado en el barro, que indaga las huellas de su presa”.

Así fue como el cuerpo, el lenguaje y la historia humana fueron sometidos, por primera vez, a una investigación que excluía por principio la intervención divina. “Solo observando atentamente y registrando con extrema minuciosidad todos los síntomas —afirmaban los hipocráticos— es posible elaborar ‘historias’ precisas de cada enfermedad: la enfermedad es, de por sí, inasequible”. La medicina, en esta línea, seguiría una naturaleza indiciaria; similar a la de los antiguos cazadores, parecida a las de Holmes, Freud y Morelli, que, cada quien desde su experticia, proponían un paso más hacia el análisis de casos individuales, reconstruibles a través de las huellas, síntomas e indicios; una casuística concreta y precisa. 

Un modelo de conocimiento antiguo y moderno al mismo tiempo que, luego, también incluiría a la ciencia paleontológica. Incluso, había un procedimiento que unía la historia, la arqueología, la geología, la astronomía física y la paleontología. Como las causas no podían reproducirse, no quedaba otro camino que la inferencia a partir de sus efectos.

Según Ginzburg, este método perdió la pulseada con el paradigma galileano, pues, según este último, cuantos más caracteres individuales se consideraban pertinentes, más disminuía la posibilidad de conocimiento científico. Su influencia, además, tendía a subordinar el estudio de los fenómenos anómalos a la investigación de la norma, las generalidades superaban y desbordaban el conocimiento de lo específico, de lo particular. La medicina, avanzada la modernidad, se transformó en una ciencia humana sui generis.

Otras prácticas vinieron luego con la consolidación de los Estados-nación modernos. Las sociedades de control debían monitorear los comportamientos anómalos de sus ciudadanos. Así surgió el método basado en las huellas digitales: en las líneas impresas en las yemas de los dedos se encontraba el signo de la individualidad. Sin embargo, algo queda dicho: ponderar el estudio de las individualidades no implicaba, bajo ningún concepto, descartar el conocimiento de las totalidades. 

Si la realidad es opaca, hay indicios que permiten descifrarla. Los sentidos entran en juego. Ginzburg rescata el valor de la experiencia y la identificación de mínimos indicios que pueden servir para revelar fenómenos mucho más grandes. En el presente, los científicos y las científicas que se dedican al abordaje de la muerte a partir de la investigación forense suelen reparar —como hacían los cazadores de la Antigüedad, como hacía Morelli con los cuadros— en detalles apenas perceptibles por el ojo humano. De hecho, apelan a la mejor ciencia disponible, pero también a su experticia, a sus sentidos robustecidos de tanto entrenamiento. A su olfato, para colocar las preguntas donde se necesitan las respuestas; a su vista, para advertir huellas donde nadie más puede verlas; a su tacto, para manipular superficies a priori indiferenciadas; a su oído, para escuchar el silencio y lograr concentrarse en medio de tanto ruido; al gusto, para saborear las mieles de un trabajo que, al fin y al cabo, despierta satisfacción.

El paradigma indiciario que revitaliza Ginzburg, con algo de esfuerzo, aún puede divisarse. Por fortuna, no hace falta viajar hasta los tiempos de Hipócrates para poder hallarlo; por eso, compartiré un ejemplo actual. De una manera similar a la de Morelli, Gabriela Siracusano y Marta Maier trabajan de científicas-detectives. Examinan con minucia la materialidad de las obras de arte y son pioneras en el ámbito forense. Según postulan, trabajan con “mundos mínimos” —porciones acotadas de la materialidad de los objetos—, siguen pistas y se concentran en detalles en los que nadie más repara. De hecho, gracias a la experticia desarrollada en años de trabajo, median como peritos en casos judiciales: robos, falsificaciones (diferencian originales de copias), contrabando y actos de vandalismo que de manera común y corriente atraviesan la historia de las obras de arte. Cuando lo supe, acordé una cita.

Gabriela y Marta me esperan con un café y dos sobrecitos de azúcar en el Centro de Investigación en Arte, Materia, y Cultura (Materia). Un espacio amplio, luminoso y fundamentalmente blanco. Las paredes, los muebles, los cuadros: todo es tan blanco que imprime una atmósfera de pulcritud que invade y descontamina a quien se acerca. Como si fuera una inmensa cabina sanitizante, de esas que se multiplicaron por imposición pandémica. Maier toma la iniciativa y construye sus oraciones con paciencia, con suavidad artesanal.

En el ámbito internacional, desde hace tiempo —y a diferencia de lo que sucedía en la época de Morelli—, los museos cuentan con laboratorios de investigación con equipos de punta. En la región, y sobre todo en Argentina, las directoras de Materia son pioneras. “Lo primero que buscamos es un problema, una pregunta a responder, y sobre su base abordamos a los objetos y a su materialidad. A veces no se requieren los análisis químicos o físicos para poder ofrecer respuestas, sino que hace falta saber mirar”, narra Siracusano, y su expresión “saber mirar” viene como anillo al dedo. Tener entrenada la mirada de la misma manera en que los pilotos acumulan horas de vuelo. La práctica científica, en este punto, se parece mucho al quehacer detectivesco, pues las pistas son pistas para quienes saben apreciarlas; de lo contrario, lo más factible es que pasen desapercibidas. Y continúa, con entusiasmo de niña y seriedad oriental, el esbozo de su idea:

Uno de los grandes ejes del trabajo del dúo es la distinción entre las obras originales y las copias. Y en este punto, el aporte de Ginzburg resulta esclarecedor. Las piezas artísticas constituyen mundos mínimos, y la lectura transversal de esos mundos puede revelar grandes verdades. Ahora bien, ¿cómo actúan estas científicas? Primero seleccionan las obras de arte con las que trabajarán y reflexionan sobre los problemas que les interesa resolver. Luego visitan los escenarios en los que están emplazadas, indagan sobre los actores y toman muestras. En general son pequeñísimas —del tamaño de una cabeza de alfiler— y se extraen para analizarlas en el laboratorio con microscopía óptica. En algunos casos, no obstante, se requiere de otras herramientas. A Maier se le iluminan los ojos, parece despabilarse cuando un ejemplo comienza a fulgurar en su mente.

Se trata de una tecnología que genera energía, esa energía impacta en la pintura y devuelve una radiación específica para cada elemento. Una técnica que no es invasiva ni destructiva. Se concentraron en los blancos porque, de confirmarse su composición, permitiría dar con un dato crucial. Si se revuelve en el cajón de la historia, el blanco de plomo fue reemplazado (debido a su toxicidad) por el óxido de zinc, y este, finalmente, por una mezcla que también incluía dióxido de titanio. Completa Maier:

Cada obra recibe un tratamiento puntual, ya que la metodología depende del objeto. Algo parecido a lo que proclaman los buenos DT de fútbol: los sistemas de juego deben adaptarse a las características de los jugadores y no al revés. 

Estas detectives del arte se especializan en pintura colonial americana; en bienes culturales que, por lo general, no están firmados ni fechados y pueden generar fraudes. En algunos casos, a partir del estudio material, identifican —incluso— qué leyó un determinado artista para confeccionar su obra. Hoy las prácticas contemporáneas son distintas, pero en los siglos XVI y XVII circulaban manuales que indicaban a los pintores cómo ejecutar su arte. Ellos reproducían los pasos y conseguían el resultado, de la misma manera que en el presente, desde el calor de mi casa, sigo —con una cuota de esmero y otra de frustración anticipada— la receta que prepara un cocinero famoso en su programa de televisión. La sigo mientras pienso en la muerte. Siempre pienso en la muerte.

A menudo, Siracusano y Maier exploran las características y las propiedades químicas de los elementos y, luego, cruzan esa información con el abordaje de libros, inventarios y testamentos. “Resulta sorprendente notar la coincidencia y ver cómo esa receta fue perfectamente aplicada en el 1500 o el 1600”, comentan a coro, satisfechas. También se destacan sus trabajos con arte sagrado. El caso de la Virgen de Copacabana en Bolivia, una imagen producida en 1583 por Francisco Tito Yupanqui, fue emblemático. Relata Maier:

Además de estos hallazgos, Siracusano y Maier pudieron comprobar que los insumos estaban íntimamente relacionados con prácticas rituales sagradas incaicas. Por primera vez en el arte hispanoamericano, identificaron la presencia del lapislázuli, un dato revelador. Una piedra azul que generalmente provenía de Afganistán y tenía valor simbólico y económico. Su hipótesis es que, en este caso, “fue un ejemplar de carácter local porque el color no cuenta con esa fuerza, esa intensidad tan característica”, tal como propone Siracusano. El vestido fue confeccionado con papeles reciclados de la época, una muestra cabal que condensa la hibridación de la cultura europea con la doméstica.

Según anticipan, el próximo desafío será el examen de la Virgen de Luján y su materialidad. Su origen es brasileño, fue hecha a base de barro y su técnica de composición no fue explorada hasta el momento. También están detrás de un proyecto relacionado a la pintura mural en las iglesias andinas del siglo XVIII. Existe una cantidad considerable de capillas sobre “el camino real de la plata”, que en la época colonial se extendía desde Potosí (Bolivia) hasta Arica (Chile), y, tras ser restauradas, siguen en pie. El propósito aquí es comprender el relato iconográfico presente en los murales. Ciencia, arte e historia, las pasiones que desvelan a estas científicas que también son un poco artistas. Y, aunque no lo saben, algunas veces emplean el método morelliano.

Con el ejemplo de Siracusano y Maier como prólogo, siento que es el momento de volver a hundir las narices en el mundo de la muerte. Pienso en las obras de arte que analizan ambas científicas, pero las reemplazo por otra porción de materia. Sustituyo las pinturas y las esculturas por cadáveres. Y encuentro lo mismo: todos los científicos y científicas cuyas historias compartiré a continuación van de lo minúsculo a lo general, del detalle al mandato, de la intuición a la evidencia. ¿En el medio? Mucha pista, mucha huella, mucho indicio. Mucha pregunta, mucha respuesta, mucha pregunta.

Una coreografía particular

Como Castrilli no respondía, Maradona le preguntó:

Diego tenía razón, pues es imposible trabar un diálogo con los difuntos. Una vez que su estado se constata, ya no cabe duda de que no serán capaces de comunicarse. Una vez que el corazón deja de latir y el resto de las funciones vitales se apagan, ya no contestan. Al menos no de la forma en que solían hacerlo. No obstante, hay personas que se dedican a hablar con los muertos. ¿Y cómo es eso? Hacen preguntas al cuerpo, y lo más sorprendente es que, en muchas ocasiones y luego de algunos rodeos, este responde.

Ojo, porque estos profesionales no se ponen el traje de profesionales siempre que alguien muere. Eso sería imposible. Solo lo hacen en ocasión de crímenes, muertes dudosas o muertes extraordinarias. Los cuerpos arrojan pistas y los científicos y científicas, de la misma manera en que lo hacían los mejores detectives de mediados de siglo XIX y principios del XX, van detrás de ellas. Escudriñan datos, observan de cerca, luego se alejan y miran en perspectiva, reconstruyen escenas que no vivieron, las demuelen, las vuelven a imaginar, reúnen criterios, reflexionan sobre lo recorrido y todo vuelve a arrancar una y otra vez. Objetividades y subjetividades se entremezclan cuando algunas muertes se vuelven susceptibles de ser investigadas, de ser abordadas con las herramientas de la ciencia. Me refiero a los microscopios, pero sobre todo al pensamiento crítico, ese que se pregunta y se repregunta, ese que se desmarca de los corsés y que se lleva mejor con los escépticos que con los crédulos. La duda permite seguir preguntando, corre cortinas, abre puertas.

A lo largo de las páginas que siguen, intentaré seguir las huellas de una coreografía muy particular. Las “muertes que importan” —en el sentido en que lo definen Sandra Gayol y Gabriel Kessler— son aquellas que concentran la atención de la agenda pública y de las agendas mediáticas. Fallecidos que, aunque a priori no estaban destinados a interpelar a la sociedad, contribuyeron a producir cambios políticos.

Los autores se ocupan de casos como el de María Soledad Morales (que puso fin a la “dinastía” de los Saadi en Catamarca), Omar Carrasco (que provocó la derogación del Servicio Militar Obligatorio) y Maximiliano Kosteki y Darío Santillán (que sirvió como detonante para adelantar las elecciones de 2003), entre otros. Muertes individuales que, en sus épocas, devinieron en un problema público de índole nacional.

Pero en este libro, este tipo de muertes nos servirán como excusa para conocer un poco más acerca de la cocina de la ciencia forense y las ciencias de la muerte, y no al revés. El entomólogo Néstor Centeno participó en pericias fundamentales vinculadas a la muerte de la familia Pomar; la bióloga Nora Maidana hizo lo propio con el caso Santiago Maldonado; el físico Rodolfo “Willy” Pregliasco se encargó de poner a funcionar todos sus conocimientos para contribuir en la resolución de episodios fatídicos como la muerte de Miguel Bru, así como de Maximiliano Kosteki y Darío Santillán; Laura Panizo acudió a las herramientas de la antropología para desmadejar el costado simbólico relacionado a los caídos en Malvinas y la idea de sacrificio por la patria; y Víctor Penchaszadeh, Carlos Vullo y Mariana Herrera aportaron desde la genética todos sus saberes en la restitución identitaria de los nietos apropiados y de las víctimas de la última dictadura cívico-militar. Desde aquí, fue fundamental rescatar el trabajo de dos instituciones reconocidas nacional e internacionalmente como el Equipo Argentino de Antropología Forense y el Banco Nacional de Datos Genéticos. Por último, decidí que un capítulo que abordara los cuerpos que hablan no podía prescindir del tanatólogo que más y mejor los escuchó: Ricardo Péculo.

De lo que se trata, desde cualquier punto desde donde se lo mire, es de reponer ausencias. De utilizar la ciencia como un instrumento para acercarse a la justicia, de científicos y científicas que salen por un ratito de sus laboratorios para trabajar codo a codo con expertos y expertas de otras áreas. Aquí voy, otra vez, con mi grabador y mi libreta. Busco entender lo inentendible.

Por si las moscas

Ese olor es inconfundible. Penetra las fosas nasales de cualquier mortal con fosas nasales y enseguida perturba, incluso, a las almas más tolerantes. Una mezcla de alpiste —con el que se alimenta a los canarios cuando de manera irresponsable son adoptados como mascotas— con almuerzos variopintos encerrados en tuppers y luego liberados al ecosistema. Si existiera la chance de repetir ese olor y encerrarlo en un frasquito de desodorante, la etiqueta llevaría este nombre: “Esencia de laboratorio”. Claro que no todos los laboratorios huelen de esa manera, pero el de Entomología Forense de la Universidad Nacional de Quilmes, sí. Está ubicado en el fondo de la Universidad, donde ya no hay aulas, sino inmuebles aislados, inmuebles en cuarentena. Un tres ambientes blanco, comandado por uno de los máximos expertos que tiene el país en la disciplina que analiza cómo los insectos colonizan los cuerpos humanos una vez muertos. Me refiero a Néstor Centeno.

Un timbre separa a los profanos de los científicos, provistos de guardapolvos blancos y aspecto arreglado. Cuando uno consulta, alguien, del otro lado de la puerta, invariablemente viene al encuentro. Al ingresar, la sala es pequeña, un par de becarias y becarios se encuentran obnubilados con sus microscopios observando con tenacidad cosas microscópicas y tomando apuntes. Parece un quirófano. Utilizan pinzas y penetran tejidos. Una mira y mete mano, el otro anota características. Cada tanto discuten alguna cosa, se ríen y continúan. Los bizcochos Don Satur están a medio abrir en el centro de la mesada de atrás, pues la de experimentos está impoluta, solo colonizada por bichos encerrados entre cristales, que a veces son expuestos al oxígeno. Un oxígeno que ya no necesitan. Muestras, eso son.

A la izquierda, una oficina más pequeña. Un hombre de pelos entrecanos y barba candado espera con un gesto amable del otro lado de la puerta roja. Es Néstor, que siempre recibe con una sonrisa y con el cuerpo dispuesto a contar. ¿Cómo es un cuerpo dispuesto a contar? Más o menos así: erguido, no tanto como un Homo sapiens ni tan poco como un Homo erectus. Con una posición intermedia; ese, para mí, es un cuerpo preparado para contar. Para narrar, para compartir todo lo que se sabe. Y para gusto de los que allí van a buscar respuestas, lo cierto es que Néstor cuenta como nadie. Es un gran relator. Si hubiese nacido en otra época y en otro lugar, supongamos cuando recién se constituían las primeras sociedades, sin dudas habría sido un juglar reconocido. Me saluda con un abrazo a media asta y se plancha en el sillón, que se abolla cediendo ante el peso de su huésped con cuerpo preparado para contar.

—¿Cómo estás? Gracias por venir, sentate en donde quieras. Por ahora mi compañera —la doctora Norma Gorosito— no llega. Si luego llegamos a molestar, nos vamos un rato afuera.  

Asiento con la cabeza. Sé muy bien que cuando Néstor cree que hay mucho por contar, es que realmente hay mucho por contar. ¿Y cómo inicia todo? Con una auténtica clase magistral para uno. En ese momento, no logro concentrarme demasiado en la explicación y me detengo en la falla. Siento que es un desperdicio que no lo pueda escuchar más gente. Como cuando las madres y abuelas que vamos a visitar de vez en cuando nos esperan con comidas y platos extravagantes porque, aunque ya seamos adultos empedernidos, piensan que todavía somos niños. Y cocinan riquísimo, y a mí me gustaría que alguien más pudiera acceder a ese placer divino.

—Cuando un organismo muere —arranca con elocuencia sin que le pregunte—, los insectos son los primeros que concurren e informan sobre el acontecimiento. Se trata de unos bichos voladores que cumplen un rol fundamental para las actividades de criminalistas y profesionales del derecho penal especializados en maltratos corporales, muertes dudosas y demás vejaciones. Sin embargo, ¿cómo se explica eso? ¿Cómo actúan? ¿Qué datos aportan? —se atraganta con tres preguntas al hilo.

Y prosigue, con prisa y sin pausa, como si tuviera que llegar al nido (sí, nido, no nudo) del asunto y nada debiese detenerlo.

—En general, cuando el corazón de cualquier ser vivo deja de palpitar se inician procesos fisiológicos de descomposición que son anunciados por la emanación de fuertes olores, producto de la degradación de glúcidos, lípidos y proteínas. En este sentido, mucho antes de que el olfato humano pueda percibir el grado de putrefacción alcanzada, los insectos aledaños se acercan al cadáver y permiten a los científicos la extracción de datos con sorpresiva precisión.

—¡Testigos privilegiados en la escena del crimen! —interrumpo en el afán de metaforizar todo cuanto oigo y de convertir en título todo lo que me cuentan (sesgo de la profesión, ansiedad recurrente). 

—Los insectos se han convertido en excelentes ayudantes a la hora de esclarecer casos policiales de difícil solución —continúa sin exasperarse y fulmina con indiferencia letal la maravilla poética que creí haber concebido (me quedo contento igual, pero siento vergüenza)—. La entomología forense se ha transformado en un área de consulta corriente, ha brindado durante las últimas décadas respuestas con un nivel de exactitud que ha sorprendido a propios y extraños.

—Pero si explotó en las últimas décadas, ¿se puede decir que es nueva como rama disciplinar?

—Bueno, no tanto, en verdad… —contesta y se acomoda uno de sus tantos rulos con título de propiedad sobre su cabeza—. Aunque parezca mentira, la utilización de insectos para develar misterios y casos intrincados no representa una actividad muy novedosa que digamos. —Coloca un pie por encima de la rodilla alternativa y por esa nueva disposición corporal sé muy bien que está a punto de disparar con una de sus historias. Como de tan compenetrado que estaba no me percaté ni siquiera de encender el grabador, la transcripción que hago es un tanto caprichosa, pero no por ello menos relevante. Responde a las líneas que plasmé en mi libretita y ahora reconstruyo: 

—Narra un mito oriental que allá por el siglo XIII (año 1235) un labrador chino fue asesinado con un machete que portaba un habitante del pueblo vecino. Al día siguiente, en plena inspección por el lugar de los hechos —según informan los testimonios del investigador chino Sung Tz’u en su libro The Washing Away of Wrongs (El lavado de males), traducido en 1981—, las moscas se concentraron en un cuchillo que encubría pequeños círculos de sangre imperceptibles al ojo humano. Horas más tarde, se identificó el instrumento con el agresor y, al cabo de pocas semanas, el hombre fue condenado. En 1855, si mal no recuerdo —Néstor recuerda bien—, el médico parisino Bergeret se convirtió en el primer occidental en utilizar insectos como indicadores forenses. Ante la aparición de un bebé en estado de descomposición, sus análisis de asociación entre el cuerpo y las moscas contribuyeron al descubrimiento de signos claves respecto de su muerte. No obstante, en medio de avances y retrocesos, será recién a fines del siglo XIX, con el aporte de Jean Pierre Mégnin, que la entomología forense será institucionalizada como ciencia auxiliar de la medicina legal.

A esta altura ya pude entender lo siguiente: la entomología forense estudia la fauna cadavérica de insectos que aparece asociada a un cuerpo fallecido. A partir del análisis de la información y los datos susceptibles de ser extraídos, se trata de examinar las circunstancias y los tiempos de descomposición. En definitiva, a través de los insectos, los especialistas responden a una serie de interrogantes: ¿cuánto tiempo lleva descomponiéndose ese cuerpo? O bien, ¿cómo fue su proceso de putrefacción?

Ahora sí, el grabador está encendido y transmito las respuestas certeras del hombre que cuenta: 

—El nivel de putrefacción depende del ámbito en que está el cuerpo. La descomposición tiene estadios discretos y, en efecto, el paso del tiempo determina la presencia de características puntuales —apunta Néstor y me enseña un cuadro apoyado contra la pared. 

Los insectos consumen los tejidos y constituyen colonias —nacen y se reproducen— sobre el animal en descomposición. Se instalan, ponen huevos, sus larvas viven allí e, incluso, permanecen por varias generaciones. A medida que avanza la putrefacción, la fauna cadavérica migra. Al modificarse el estado del cuerpo, varían los animales que lo colonizan. Las moscas suelen arribar primero, por eso son los indicadores forenses más utilizados. Por caso, las larvas de mosca consumen tejidos frescos como las vísceras y la carne; los escarabajos, en general, se alimentan de las moscas y de sus huevos; y, por último, existen otras especies de escarabajos que predominan durante la última etapa de descomposición y se alimentan de piel seca, cabellos y uñas.

Sin embargo, más allá de que en el párrafo de arriba la clasificación parece clara —esquemática al menos—, en la realidad la cosa es más compleja. Según cuenta el especialista, si en el pasado este ordenamiento se consideraba como una norma taxativa, en la actualidad se ha flexibilizado bastante. Hoy se sabe que el cuerpo es un mosaico en descomposición; hay casos en que se esqueletiza primero el cráneo, mientras el abdomen conserva sus tejidos. En general, cada rincón del cuerpo exhibe una fauna específica.

Además, existe una clasificación que categoriza y determina los roles de la fauna cadavérica. Extrae su mano del bolsillo y me enseña otro cuadro en la computadora, escrito en inglés.

—Los insectos necrófagos se alimentan de tejidos corporales en cualquier estadio; los necrófilos son animales afines al cuerpo, pero no comen tejidos, pues cazan larvas y huevos de mosca; los omnívoros consumen tanto tejidos como larvas; y, por último, los oportunistas son aquellos individuos que no son atraídos de modo directo por el cuerpo, pero aprovechan la situación y también extraen su tajada —como puede ser el caso de las arañas—.

Ya que conozco —al menos un poco— qué hace la fauna cadavérica con los cuerpos, me interesa saber qué hacen los entomólogos con los bichos que extraen de esos cuerpos. 

—Cuando vamos a la escena revisamos en forma detenida el cuerpo y tomamos muestras que representen al total de la fauna cadavérica que pueda ser apreciable y visible en cualquier estadio en que se halle —ya sean huevos, larvas, moscas, escarabajos, etc.—. Luego, las examinamos en el laboratorio. A partir de los insectos, los entomólogos podemos investigar y aportar datos importantes. Por ejemplo, es posible calcular el intervalo post mortem, sobre todo cuando el cuerpo lleva en descomposición un tiempo superior a 24 horas. Dicho de otro modo, se puede averiguar qué nivel de vejez tiene la fauna cadavérica más antigua que puede localizarse. En efecto, no accedemos al momento exacto en que falleció la persona, pero sí podemos dar cuenta con precisión de los insectos que llegaron primero. Eso representa todo un indicador, porque —sobre todo en ambientes abiertos— las moscas son atraídas casi al instante en que un cadáver comienza con el proceso de descomposición, por los olores y la presencia de sangre.

Por otra parte, los entomólogos observan si la fauna cadavérica es o no propia del lugar en que fueron hallados los restos. El objetivo es aportar datos a los investigadores forenses, es decir, ser útiles a los médicos, a los fiscales y a los policías. Se han utilizado los análisis de fauna cadavérica para conocer si, por ejemplo, un cuerpo estuvo encerrado en un sitio inaccesible a los insectos y luego fue descartado en un ambiente al aire libre. Eso ocurre en los casos de cadáveres que exhiben altos grados de descomposición y la presencia de fauna cadavérica incipiente. Esa contradicción indica que el cuerpo pudo haber sido trasladado. Incluso, hay casos en que los investigadores encuentran en el cuerpo fauna que no es característica del contexto en que los restos fueron hallados. Eso plantea una primera hipótesis que deja traslucir la posibilidad de que el cuerpo haya sido transportado de un sitio a otro. Así de fascinante.

La entomología forense nació de la mano de mentes precursoras como la de Jean Pierre Mégnin, que practicaba sus tareas de una manera un tanto artesanal. Casi 150 años después, desde Argentina, un tipo como Néstor Centeno sigue apostando a métodos rudimentarios pero sumamente efectivos: coloca cerdos muertos en diferentes espacios de la Universidad para analizar cómo es que los insectos colonizan el cadáver. De hecho, toda la UNQ recuerda un episodio memorable. Hace más de una década, a tono con su rutina laboral, había dejado reposar un ejemplar porcino en un espacio abierto y cercano a su laboratorio. El detalle es que olvidó dar aviso al personal de seguridad de la institución y explicarle que este “era otro más de sus experimentos de entomología forense, que por favor no le dieran bola”. Néstor dejó el experimento y a la tardecita se fue a su casa.  

A la noche, mientras el guardia realizaba su recorrida tradicional —con su linterna, algo somnoliento y toda su tranquilidad sobre los hombros—, se llevó un susto de película y llamó a la policía. Creía que era el cuerpo de una persona el que había sido oculto bajo una especie de sábana. Pero no, era un cerdo tapado como si fuera un niño en pleno invierno; uno de los ensayos de Centeno y compañía.

—Claramente no fue mi intención, pero hay que entender que la ciencia es experimental, entonces, para comprender hay que hacer experimentos. Yo experimento con la muerte, no puedo hacerlo de otra manera. Coloco cuerpos en descomposición y analizo qué tipo de fauna cadavérica lo coloniza.

Esta confusión, no obstante, no fue la primera. Algo similar ocurrió cuando, de joven, se iniciaba en la disciplina. A fines de los 90, comenzaba a dar sus primeros pasos y realizaba sus experimentos en la Reserva Natural Municipal de Santa Catalina, ubicada en Llavallol, partido de Lomas de Zamora. Era un sitio que le gustaba, le parecía tranquilo y nadie lo molestaba. En uno de esos experimentos, había colocado un cerdo en descomposición, y de manera periódica lo visitaba para observar qué clase de fauna cadavérica hallaba. Un día fue a visitarlo; como el cerdo estaba muy hinchado y con las patas estiradas, decidió vestirse de gala: ropa de fajina, el barbijo de siempre, los guantes y toda clase de pinzas para rescatar las muestras. El lapso de profunda concentración en esa tarde de verano no le impidió, sin embargo, advertir que un puñado de chicos revoloteaban por el lugar y se asomaban, con mezcla de curiosidad y espanto, a ver lo que ocurría.

Centeno cree que la experiencia infantil no habrá sido de las más saludables, porque a la media hora, cuando culminaba el procedimiento, dos policías lo apuntaban con sus Ithaca 37 y le pedían explicaciones. Pensaban que el científico estaba haciendo una macumba y, para ello, empleaba los cadáveres de animales que previamente había descuartizado. En aquel instante supo que no se había equivocado y, entre sudor y risitas nerviosas, abrazó su profesión para siempre.        

Las voces del agua

Los insectos y otros bichos alados no son los únicos seres vivos que ayudan a resolver causas criminales. Las diatomeas, unas algas microscópicas, también hacen lo propio y pueden resultar herramientas claves en peritajes vinculados a casos de ahogamiento. Ahora lo relato con ligereza y hasta me doy el gusto de pavonearme por un nuevo conocimiento adquirido, pero la verdad es que no lo supe hasta que no sucedió el episodio que culminó con la muerte de Santiago Maldonado.

En algún lugar, ya no recuerdo con exactitud, leí que había una científica del Conicet que participaba en el asunto. Enseguida quise conocerla. Pedí el número de Nora Maidana. Lo conseguí. La llamé. Me atendió.  

—Hola —se escuchó una voz cansada del otro lado, que luego de una pausa (como si al hablar, su registro respetara las comas), continuó—, si me llamás por lo de Maldonado, no voy a poder ayudarte. Lo único que puedo decir son cuestiones generales, científicas, que no le interesan a casi nadie.

Le agradecí por el “casi”, por no incluirme en la misma bolsa, por dejar un espacio para desarmar la generalización, por espantar el prejuicio. Le dije —un poco abarrotado por una cabeza que piensa más rápido de lo que la boca puede hablar— que a mí sí, que me interesaba mucho conocer su trabajo, que me explicara cómo es que las algas pueden servir a fiscales y a otros actores de la justicia en el objetivo de resolver causas intrincadas, situaciones dudosas que envuelven, sobre todo, muertes sin cicatrizar. Me dio una fecha de la semana siguiente y la encontré en la Facultad de Ciencias Exactas y Naturales de la UBA.

El interés forense le llegó de una manera fortuita. A fines de 1990, en una clase como cualquier otra, Nora Maidana explicaba cuáles eran las aplicaciones de las diatomeas. Ante sus alumnos, mencionó al pasar que había leído sobre su utilización para el diagnóstico de muerte por ahogamiento en Europa, Estados Unidos y Japón. En el encuentro siguiente, Juliana Giménez, una de las estudiantes y ahora investigadora del Conicet, le contó que su suegro, Julio Ravioli, era el decano del Cuerpo Médico Forense y quería conocerla. Así que los puso en contacto y, casi sin quererlo ni buscarlo, Nora empezó una relación laboral muy importante.

Él estaba interesado en el mismo tema porque recientemente había publicado un trabajo en el que demostraba que los métodos tradicionales con vigencia para diagnosticar muerte por ahogamiento eran imprecisos y, en efecto, obsoletos. Maidana quiso ayudar y ayudó mucho más de lo que alguna vez imaginó. Usa algas, pero su don es la pregunta. La pregunta a cuerpos que ofrecen respuestas. 

Cuando llegué, le pedí ir a su laboratorio (el Laboratorio de Diatomeas Continentales), pero me dijo que no era conveniente porque había gente trabajando y podía ser tedioso. Me pareció bien; después de todo, ya había conseguido reunirme en tiempos en que el celular de Maidana estallaba de mensajes.

Nos sentamos enfrentados y me repitió:

—No pierdas el tiempo. No hablo de ninguna de las causas mientras están abiertas. Tampoco me gusta hablar de las que ya se resolvieron. Una parte importante de nuestro trabajo es mantener la boca cerrada. Solo prestamos las herramientas de la ciencia.

Luego de la advertencia, se acomodó en un banco de madera sin respaldo y fue cordial de principio a fin. Lo cierto es que para nuestro encuentro yo había asistido con algunos apuntes. Habitualmente, a la ignorancia que tengo al respecto del 99,9% de los temas la enfrento con la mejor preproducción posible. Las hojas de la libretita bordó que acostumbro a llevar a todos lados decían lo siguiente:

* La sumersión es un tipo de ahogamiento que ocasiona la muerte por el ingreso violento de agua en las vías aéreas.

* Las diatomeas son un grupo de algas unicelulares microscópicas que presentan una inmensa diversidad (20.000 especies) y se adaptan a ambientes variados, ya sea aguas dulces como hipersalinas.

Hasta aquí nada nuevo: los difuntos por un lado, los generosos microorganismos por el otro. Sin embargo, resulta que las diatomeas funcionan como aliadas perfectas para investigar causas judiciales y decesos dudosos por ahogamiento. En el reverso de la hoja, mis apuntes señalaban algunos datos adicionales. Los transcribo tal cual:

* Desde hace veinte años (¡Sherlock Holmes! ¡Auguste Dupin!), Maidana trabaja junto a peritos, policías-científicos y jueces en casos de todo el país. Recibe médulas y corazones en soluciones específicas, y en ellos se mantiene concentrada hasta culminar el peritaje y definir si la muerte fue por sumersión o, en realidad, el cuerpo fue colocado posteriormente.

* Su método es riguroso, tanto que se convirtió en la única referente sudamericana que emplea de manera sistemática algas pequeñísimas en el ámbito forense. Desarrolló un protocolo de acción mediante el cual participó en ¡más de 70 causas judiciales! (A diferencia de otros expertos que solo han podido acceder a dos o tres en toda su vida). Increíble.

* Preguntar el qué, el cómo y el porqué de sus investigaciones. 

Ese era, en resumidas cuentas, mi machete. De aquí en adelante, todo lo que iba a incorporar venía de regalo. Por eso, lancé una pregunta inicial. Para empezar, quería saber qué es lo que la ciencia denominaba como algas, porque, para ser sincero, no lo tenía muy en claro. Nora se acomodó los anteojos —los tomó de ambas patillas—, pestañeó con fuerza y arrancó.

—Las algas refieren a un término coloquial que se utiliza para conceptualizar a un grupo de organismos que en realidad deberían definirse por la negativa, es decir, por aquello que no son: no son plantas, animales, virus, bacterias ni hongos. La gran mayoría son seres fotoautotróficos —realizan fotosíntesis—, con cuerpos muy sencillos —sin raíces, hojas, ni tallos— y necesitan del agua para reproducirse —vivan dentro o fuera de ella, sobre rocas o cortezas de árboles—. Representan tamaños muy variables que van desde un micrón (0,001 milímetro) hasta 60 metros de longitud. Cuando están en el agua se adaptan en ambientes marinos y de agua dulce, ya sea en espacios con muy poquita sal como en aquellos hipersalinos (150 gramos de sal por litro).

Las diatomeas, entonces, son unas algas muy particulares y microscópicas, que le permiten realizar hasta doce autopsias al año. Cuando ya supe el qué, me interesó consultarle por el corazón del procedimiento. Me contó que recibe el órgano a analizar directamente en el laboratorio porque, salvo excepciones, no presencia la autopsia, sino que le indica al personal que tomará la muestra cómo debe prepararla para enviársela. Evitar la contaminación de las pruebas es crucial.

—Imaginemos que estamos en una sala de autopsias y antes de recibir el cuerpo arrojan un balde de agua —que puede estar estancada por varias horas y días— para limpiar los restos del anterior. Allí, puede que el médico (o un técnico), aunque esté muy protegido con sus guantes y con todas las precauciones del caso, utilice herramientas que no fueron debidamente lavadas durante el trabajo con el cadáver previo. Esto implica que, si el cuerpo diseccionado anteriormente estuvo en el agua, podría contaminar al siguiente y el material que me envíen ya no sea el mismo. Ahora bien, supongamos que el individuo anterior murió de un infarto y luego cayó al agua, también tendrá algas impregnadas en la ropa que se transmitirán —a través de la herramienta no esterilizada— a la persona atendida en segundo lugar.

Es necesario que cambien de herramienta cada vez que operan sobre un nuevo cadáver (tampoco se puede utilizar el mismo instrumental para abrir la ropa y el cuerpo de la persona) y que las limpien en soluciones muy específicas que no tengan restos de algas.

En paralelo, Nora les envía un frasco con un líquido preparado para disolver la médula que extraerán del fallecido por presunto ahogamiento. Esta investigadora siempre solicita la médula porque, por lo general, es el órgano que más demora en pudrirse. Sin embargo, si el cuerpo no está en un estado de putrefacción muy avanzado, es posible extraer el líquido contenido en las cavidades del corazón, que habilita un examen mucho más preciso. También solicita que le envíen muestras del agua del sitio donde el individuo fue localizado y del barro superficial, porque ello la habilita a evaluar si efectivamente murió ahogado o si fue arrojado posteriormente. Las complejidades son múltiples; que el personal que se encarga de la autopsia respete el protocolo de higiene es vital porque permite que el trabajo posterior de esta bióloga forense llegue a buen puerto.

¿Cuándo requiere la justicia los servicios de Nora Maidana? Cuando hallan un cuerpo con las pistas borradas. ¿Qué implica eso? Que los signos que habitualmente permiten advertir al médico cómo murió ya no están, ya sea porque el cuerpo está golpeado o en un estado avanzado de descomposición. Una vez que recibe las muestras en su laboratorio, se termina el momento de las órdenes a terceros y empieza la acción.

—Lo que hacemos es eliminar la mayor cantidad de materia orgánica posible para que solo queden los restos de algas que poseen cubiertas celulares resistentes. En este proceso se destruyen los cloroplastos (orgánulos de células vegetales) y todos los pigmentos que enmascaren esos restos que me permiten identificar qué tipo de algas son. A partir del examen de las diatomeas que quedaron impregnadas en la médula, es posible distinguir si el cuerpo estuvo en un río, un lago o un arroyo; si había mucha o poca agua; la velocidad a la que corría; si el cadáver se encontraba cerca de la orilla o en el centro, así como también, la acidez y la salinidad, entre otros aspectos.

Es increíble la cantidad de datos que se pueden recolectar únicamente a partir de muestras microscópicas, invisibles al ojo humano aunque visibles a los instrumentos ópticos utilizados por un ojo humano bien entrenado.

Luego, durante el diálogo, como advirtió que realmente me interesaba la ciencia, decidí llevar la conversación un paso más allá y le consulté por algunos casos en los que sabía que estaba involucrada, y —ya más desinflada— me contó detalles y me solicitó mantener el secreto. Le dije que por supuesto, pero le pedí que me describiera algunos de esos casos con precisión para poder comprender un poco más. Luego de unos minutos, se le empezó a resquebrajar la voz. Me disculpé por no poder ofrecerle agua y le consulté si quería seguir.

—Discúlpeme si la molesto, no es la intención. Puedo traer agua del comedor si quiere.

Me dijo que no era necesario y, con un movimiento de cabeza, me indicó que continuáramos.  

—¿Algún caso en el que haya participado fue especialmente significativo para usted?

—En verdad ni siquiera veo la cara de los difuntos. Es cierto que a veces las muestras vienen con un nombre o un número de causa, pero nunca los conozco en verdad, ni siquiera me entero qué ocurre después de los informes periciales que entrego. En este sentido, si hay un posible culpable, o si hay una causa judicial abierta, nunca llega a perjudicar mi trabajo.

—Mejor no saber demasiado.

—He tenido que realizar diagnósticos de criaturas y prefiero no saber bien quiénes son porque sé que me puede afectar. Incluso, después quedo con miedo; pienso varias veces al momento de dejar a mi propia nieta jugar en la bañera. Por este motivo, como sé que puedo involucrarme demasiado desde la sensibilidad y me cuesta desmarcarme de los sentimientos, opto por saber lo menos posible de los fallecidos. Espero que me entiendas.

La entiendo. Otros interlocutores que consulté dijeron lo mismo. Los científicos y las científicas, antes que nada —o antes que todo, como se prefiera— son personas. De carne y hueso, con lupa y neuronas, con sentimientos y corazón. Desde aquí, como percibí un clima quebrado y todavía restaban algunas cosas por conocer, volví a la ciencia. En ese campo, Nora se sentía más segura y tenía menos miedo de trastabillar. Le pregunté por el método y continuó su explicación.

—El método puede tener “falsos positivos” y “falsos negativos”. Un caso que corresponde al primer grupo es cuando encuentro algas y la persona no murió por ahogamiento. Ello sucede, por ejemplo, con una contaminación durante la autopsia —como explicó anteriormente—, o bien cuando la víctima fue un nadador habitual de río o de mar. Cuando nadamos tragamos agua y, de hecho, existe la posibilidad de que las algas se acumulen en la médula y provoquen un falso positivo. Por este motivo, cuando sé que la persona involucrada nadaba o pescaba (muchos pescadores toman mate con agua no procesada) aviso de antemano que no puedo hacer el peritaje.

Los falsos negativos, por otro lado, se detectan cuando los ahogamientos se producen en un sitio sin algas, como puede ser una bañera. Otra razón de falso negativo es cuando el individuo falleció muy rápido, de manera que el agua llega al pulmón pero no consigue desparramarse, por lo que las algas no pueden localizarse ni siquiera en las cavidades cardíacas.

Hay opciones para todos los gustos, por ello es tan fundamental la experiencia, y Nora la tiene. Al rato de conversar, la llamaron de su laboratorio. La necesitaban para una opinión. Su punto de vista es muy valioso para sus colegas. Dijo que ya había sido suficiente, me pidió disculpas y se retiró. La saludé y permanecí allí un rato. Me quedé con ganas de preguntar más. Pero ya no había más. Las personas entrevistadas tienen ese don: clausurar el diálogo cuando quieren. Está bien que así sea.

Un intento de reparación

Con Rodolfo “Willy” Pregliasco quise hablar en una buena cantidad de oportunidades pero nunca pude. Sencillamente, no me contestaba los correos, o bien, me contestaba, pero cuando debíamos cerrar una fecha y horario para el llamado —porque vive en Bariloche y yo en Buenos Aires—, se esfumaba. Se me escurría entre las manos. Y eso me deprimía un poco. Recién hace unos meses tuve la chance cuando, convocado por El Gato y La Caja, me comuniqué con él y esta vez dio el sí sin vueltas. Mi promesa era hacerle una entrevista en profundidad. Todavía no tengo muy en claro qué quiere decir eso de “en profundidad”, que confiere a los periodistas una chance remota de penetrar la materia y colarse entre los misterios de la conciencia de su interlocutor. Desde mi perspectiva, una entrevista en profundidad es conversar con alguien por largo rato aunque el tiempo parezca no transcurrir. Y eso, precisamente, fue lo que ocurrió con Willy. Un martes a las 11. Sin más.

Tuuuumm, tuuumm daba el tono, pero nadie atendía del otro lado. Pensé, otra vez, que la posibilidad se deshacía y me acercaba al precipicio del fracaso. Que la indiferencia me bañaba la cara. Probé de nuevo y nada. Una vez más y tampoco.

Decidí esperar. Cuando espero trato de que sea de manera activa —la mejor manera que tengo de engañar a mis relojes biológicos y a mis nervios, que comienzan a engordar—. Me propongo de inmediato otra actividad que me pueda hacer sentir que no estoy perdiendo el tiempo. Si se acerca algún horario de comer, me cocino; si queda ropa por lavar, aprovecho y la lavo; si tengo que responder correos, los respondo. Justo cuando iba a emprender una procrastinación ad hoc, sonó el teléfono.

—¡Hola! Perdoname, no me olvidé de vos. Solo que no tenía el celular encima y se ve que estaba en silencio. 

Decidí creerle. Además, ya estábamos ahí: él, yo y una comunicación por celular. Voces, articuladas a través de cuerdas vocales, viajando a través de ondas.

Lo primero que siempre me llamó la atención de los científicos forenses es cómo, en algún momento de sus carreras, se deciden por esta rama. En los 90, Willy estudiaba colisiones atómicas, pero en un instante preciso la vida lo empujó hacia la física forense. Le pregunté por qué semejante vuelco y me contestó con la voz entrecortada, tal vez algo gastada, como uniendo las palabras; como si cada una fuera un ladrillo que debía ubicar de manera perfecta arriba de otro.

—Me convertí en físico forense porque me iba mal en la carrera. Si me hubiera ido bien, tal vez, seguiría con colisiones. Nadie sale de la zona de confort si no recibe una patada en el culo. (Silencio profundo). Perdón, hago una pausa porque no quiero hablar con el cassette, esta vez prefiero pensar. Dame un segundo.

Me pide tiempo para hablar y ese tiempo es realmente valioso. Pienso que la gente —y en esa categoría detestable también me incluyo— nunca pide tiempo para hablar. Nunca tiene tiempo para hablar ni para escuchar. Nunca tiene tiempo. Como si el tiempo fuera algo que se tiene o no se tiene, que se posee o no. Luego continúa:

—Cuando vine a Bariloche a hacer mi tesis doctoral en colisiones atómicas, leía bastante a Oscar Varsavsky. Me golpeaba el hecho de no saber bien para quién investigaba lo que investigaba. A los pocos meses de arrancar, le mandé una carta a Agustín Rela, necesitaba un consejo. Le dije que estaba avanzando con la investigación y que creía que no tenía mucho sentido.

Rela era su director y confidente. Le respondió que no pensara tanto, que no se cuestionara todo, que fuera para adelante, que terminara la tesis doctoral y que luego se fijara qué hacer de su vida. Como él mismo apunta: le pateó la pelota afuera. “La vida se trata de hacer lo que te toca cuando te toca, así que tratá de relajarte y de hacer lo que tengas que hacer; intentá disfrutarlo”, recita Willy, que recuerda la frase de memoria. El joven Rodolfo estaba fastidioso porque su tema de investigación no le gustaba, no estaba conforme, no lo representaba. A él lo atraía la investigación más allá del laboratorio, quería salir al campo, quebrar las paredes que lo enfrascaban, hacer ciencia para alguien más. 

Para su fortuna, a su colega del Instituto Balseiro, Ernesto Martínez, le pasaba algo similar y, por aquellos años de dudas y de fuego interno, le hizo un ofrecimiento. En sus ratos libres, ya se desempeñaba como consultor en causas forenses, y Willy se sintió tentado. Con el auxilio de la física más básica —aplicaba los principios elementales de la energía y un poco de lógica—, analizaba cómo habían ocurrido accidentes viales que la justicia le acercaba. Participaba de pericias como si fuera un hobby y las resolvía a buen ritmo.

Todo venía en sintonía hasta que un día ese hobby pasó al prime time. A Ernesto lo estaban buscando desde La Plata porque querían leer un texto que había sido borrado y sobrescrito. Como trabajaba en el Laboratorio de Óptica, le consultó a Pregliasco si le interesaba. Dijo que sí. El caso por el que lo consultaban era nada menos que el de Miguel Bru. En ese momento, el nombre apenas le resultaba familiar, aunque luego se convirtió en uno de los casos más importantes de la historia penal bonaerense. Recapitulo: agosto, 1993; un estudiante de Periodismo de la Universidad Nacional de La Plata es desaparecido tras ser detenido y torturado por la policía de la ciudad. Previamente, había denunciado un allanamiento ilegal en su casa. El fenómeno policial fue significativo, sobre todo, porque se vinculó con el primer juicio por desaparición en democracia. Con la memoria fresca como una lechuga, Willy lo recuerda de este modo:

—Un día vine al laburo y no entendía nada. En la puerta había un móvil blindado que pertenecía a la penitenciaría de La Plata. Cinco tipos de traje y un subcomisario esposado nos esperaban para arrancar con las pruebas; el imputado estaba allí porque tenía derecho a presenciar las pericias. Colocaron el libro de actas de la comisaría arriba de la mesada y eso me sacudió: lo que hasta el momento era un simple escrito en un papel se convertía en una pieza para develar un crimen de relevancia nacional. El único indicio físico para constatar que Bru había pasado por la comisaría; los peritos esperaban que nosotros encontrásemos el apellido del estudiante de Periodismo de la UNLP. Fue desaparecido en democracia. Como militaba, tenía su causa muy presente, me conmovió mucho. Teníamos casi la misma edad.

Willy ingresó a su trabajo y, sin pasar por el laboratorio, fue al baño a mojarse la cara. Luego respiró profundo y marchó al encuentro de Ernesto. El imputado estaba presente, no podían hacer hipótesis surrealistas. En esa escena —dice— apeló “a la mejor ciencia disponible”; en ningún momento enunció sus opiniones personales, sino que, junto a su colega, se despojaron de los prejuicios —que los tenían, claro— y se aferraron a las pruebas.

—Teníamos una responsabilidad sobre los resultados, que esta vez tenían efectos inmediatos sobre la realidad. Era una investigación que modificaba la vida de muchas personas que iban en busca de la verdad.

Pese a contar con un espectrómetro Raman que valía una fortuna y que habían adquirido hacía poco tiempo, Willy y Ernesto emplearon técnicas mucho más elementales. Sencillamente, iluminaron el papel de manera rasante: desde arriba con color rojo para que resalte por contraste y desde abajo con blanco para observar lo que se encontraba en la otra cara del papel traslúcido. Y lo que descubrieron fue que el apellido “Bru” podía advertirse sin problemas.

Consignaron todo lo que estaba escrito con un par de linternas y un poco de papel celofán. Le dieron el informe a los policías y a todo el comité de investigación, que parecía hipnotizado por el modus operandi de los científicos. Luego se fueron. La calma regresó a sus vidas, aunque el lapso fue corto, porque la actividad fue un éxito. Los muchachos de Bariloche iban cosechando fama, y la fama trajo nuevos trabajos y más responsabilidad.

Willy también participó en la reconstrucción de otro momento histórico. De nuevo, es necesario rebobinar. Corría agosto de 1972: prisioneros de organizaciones peronistas y de izquierda son fusilados por marinos de la dictadura de Alejandro Lanusse tras intentar una fuga masiva en la cárcel de Rawson, Chubut. El asesinato de los presos políticos fue reconocido como un crimen de lesa humanidad y pasó a la historia como “la masacre de Trelew”. Junto a su equipo, Pregliasco fue convocado para investigar las paredes sobre las cuales se habían producido los disparos.

—Necesitábamos las huellas de aquella fatídica noche, pero habían pasado muchísimos años. En algún momento advertimos que los muros tenían siete capas de pintura, de modo que si queríamos ir hacia el pasado para datar, debíamos decapar una a una. Geología. En medio de un clima pesadísimo, hervíamos agua, la arrojábamos sobre las paredes y, espátula en mano, las picábamos sin parar. No me olvido más: un día de esos me llamó un periodista y me preguntó sobre la radiación infrarroja de nuestro sofisticado equipo. Cuando le conté que usábamos agua caliente y espátulas, no lo podía creer. En ese momento decidí que mi grupo de Física Forense jamás compraría un equipo. Una idea contracultural, te diría.

No emplea nuevas tecnologías porque, desde su punto de vista, cuando se adquiere un equipamiento caro, luego se busca resolver todo con el mismo artefacto. Como una manera de justificar el dinero invertido. No obstante, no todos los problemas son susceptibles de ser abordados con las mismas estrategias; hay que ser flexibles. Si las circunstancias cambian, los métodos también deben hacerlo. Esta postura quedó clara en el caso Maximiliano Kosteki y Darío Santillán.

Junio, 2002; los militantes sociales Kosteki y Santillán son asesinados en la estación Avellaneda, víctimas de una brutal represión de la policía bonaerense ante la movilización de columnas piqueteras. Ahí ya no fueron espátulas ni agua hirviendo, sino petardos y grabadoras de sonido. El físico lo cuenta con gracia para disipar el humo y quitarse de encima tanta oscuridad.

—Utilizamos una técnica que ya habíamos empleado para la pericia del caso Teresa Rodríguez. Ubicamos los orígenes de los sonidos en base a los ecos que producen los disparos; una física simple, fácil de entender y muy linda de contar. Entre un modelo y la realidad existe un salto gigantesco, y de eso se trata la ciencia. Por eso, cuando ves que las hipótesis funcionan, no deja de ocurrir un pequeño milagro. Teníamos que trabajar rápido, faltaban dos meses para el juicio oral. Explotamos petardos en distintos lugares del Puente [Pueyrredón, en Avellaneda] y ello nos permitió identificar dónde rebotaba el sonido. Recuerdo que también usamos un farol como reloj de sol para datar la hora oficial de la represión y poder recrear los hechos de manera fehaciente. Calcular los tiempos de los asesinatos fue clave en el juicio porque desde que comenzó la represión hasta que culminó tan solo pasaron unos 15 minutos. Enumeramos todos los desplazamientos de la policía y aportamos desde dónde provenía el disparo que terminó con la vida de Kosteki.

Si bien la muerte de Santillán estaba más clara —había testigos y las imágenes famosas que aportaron los reporteros gráficos de algunos diarios—, el tiro a Kosteki, en cambio, se abría paso entre la multitud, así que utilizaron información acústica para advertir desde dónde se originaba el disparo. Y provenía del grupo que, como se determinó luego, correspondía a Alfredo Fanchiotti (excomisario) y compañía. A los fiscales les alcanzaba porque era una imputación colectiva. Como dato de color, ese fue el primer juicio en que Pregliasco y Martínez declararon frente a audiencia. La cita fue en el tribunal de Lomas de Zamora, un salón enorme con una decena de partes involucradas. La toma de declaraciones duró aproximadamente unas seis horas y Willy —según confiesa— tuvo la primera gastritis de su vida.  

—Tiempo después comprendí que nosotros no resolvemos causas, solo hacemos un análisis técnico de hechos fácticos, mientras que de la argumentación se encargan los abogados y los jueces. Hay algo muy loco en todo esto: nunca dejamos de ser científicos. Siempre pienso que la oportunidad que nos da la vida es muy delicada. Vivimos en una época de mucha violencia física y simbólica; la sociedad es una gran máquina de aplastar gente. No hay opciones: o intentás parar esa máquina, o bien, la alimentás. La actividad forense, como parte del ámbito judicial, es un intento de reparación. Entender es sanar: los aportes de la ciencia contribuyen a la racionalidad y van en contra del preconcepto. Si no hubiera evidencia, ¿en base a qué se juzgaría? Te sorprendería ver cuántas cosas se deciden por prejuicio en esta sociedad. Nosotros nos levantamos a la mañana, venimos al laboratorio, tomamos unos mates y tratamos de analizar con precisión cómo las fuerzas de seguridad actúan sobre civiles. Tratar de hallar un pensamiento científico, racional y estructurante en cualquier situación violenta es todo un choque. Pero considero que aprendimos a lidiar con ello. Además, alguien lo tiene que hacer, ¿no?

En su momento, estos sucesos dominaron la agenda mediática y, con el tiempo, quedaron impregnados en la memoria colectiva. Hay placas, monumentos, facultades y estaciones de tren bautizadas con los nombres de las víctimas. Sin embargo, estos tres casos en particular tienen algo en común, algo que los diferencia de otros: en la resolución de las tres causas, que juzgaron las actividades de militares y policías en cada caso, colaboró el equipo de científicos comandado por Rodolfo “Willy” Pregliasco. Un físico exigente y curioso, obsesivo y sencillo, experto en acústica de disparos y balística de postas de plomo. Un investigador del Conicet que desde el Centro Atómico Bariloche fue especialmente entrenado en la reconstrucción de escenarios criminales.

Aunque en el presente Rodolfo Pregliasco es uno de los máximos referentes de la física forense, y tras haber participado en la resolución de causas de renombre nacional, no sabe muy bien por qué es físico. De hecho, asegura que fue más bien fruto de casualidades y no el producto de un recorrido lógico.

—Seguí Física como podría haber estudiado un montón de otras cosas. En mi segunda vida, si existiera tal cosa, sería geólogo. Existe mucha presión sobre los pibes, como si elegir una vocación fuera tan decisivo, esquemático y lineal. Los más grandes tenemos la obligación de quitarle el peso a todo esto; hay muchas maneras de ser felices. Lo importante es recorrer el camino con furia, poniendo alma y cuerpo.

Willy ingresó en la Facultad de Ciencias Exactas y Naturales (UBA) en 1980, época de militares, exámenes de ingreso y cupos. Los concursos docentes estaban congelados desde hacía dos décadas. No era el mejor escenario para estudiar, pero tuvo profesores que, desde su juicio, fueron “muy buenos”: las primeras clases de Análisis I fueron con nada más ni nada menos que Adrián Paenza.

—Faltaba bastante a clases y estudiaba mucho de los libros; entre los más picantes estaban los de Richard Feynman. Te partía la cabeza ese hombre. Pertenezco a una generación marcada por el “efecto Cosmos”. Cuando inició la serie de Sagan fue defenestrado por una parte de la academia, pero después las críticas se licuaron. Fue el programa de divulgación más visto del planeta; tanto que durante una década la matrícula de ingresos de los estudiantes de Física se quintuplicó en las universidades del mundo. ¡Eso es contar bien la ciencia! Siempre me interesó mucho la comunicación; creo que es parte de las capacidades profesionales que tiene que desarrollar un científico.

En 1984, con la reapertura democrática, se realizaron los primeros concursos docentes en la UBA y Willy se presentó. Quería tener esa experiencia, veía a los profesores que había y quería ocupar ese lugar alguna vez, sentirse docente universitario. Así que se arriesgó. Sin antecedentes, con el CV sin grandes luces, se presentó, dio una clase y le fue tan bien que lo felicitaron. Como no podían otorgarle el cargo, crearon uno ad hoc para las clases de noche, que eran las que nadie quería tomar, y él aceptó. Se convirtió en profesor del ingreso a los 23 años, tenía 130 alumnos y las reuniones con mentes brillantes como las de Agustín Rela, Guillermo Boido y Eduardo Flichman, según comparte, fueron un lujo. Lo ayudaron mucho y le enseñaron a preguntarse para qué y para quién hacen lo que hacen.

Y preguntarse para quién es indagar por la divulgación, una actividad que siempre le resultó apasionante. “Cuando vi el primer capítulo de la nueva Cosmos, lloré”, afirma mientras su voz destila dosis de nostalgia. Se refiere a la segunda parte presentada por el astrofísico Neil deGrasse Tyson. A Willy lo conmovió el hecho de habitar un planeta totalmente distinto al que conocía de más pibe. Preguntas que lo maravillaban hoy están saldadas. Sagan es la pasión, es la furia que tuvo de joven, son las ganas. Pero también es el pasado, los días que ya no vuelven, los recuerdos que algunas tardes de invierno le quitan hasta el aliento.

—Vi en primera fila nacer una criatura y en un pestañeo advertí que había crecido un montonazo. De joven me recuerdo leyendo la [revista] Scientific American y discutiendo con mis compañeros en los jardines de Exactas sobre los mil interrogantes que se abrían respecto de las ondas gravitacionales, un fenómeno que ya fue detectado. Sagan sabía transmitir el entusiasmo, siempre que lo miraba pensaba que si este tipo siente tanto entusiasmo por contar la ciencia, quiero que me pase lo mismo. Sentir esa pasión.

Tanto quiso que le pase lo mismo, que finalmente ocurrió. Sin escalas, la vida le presentó una chance enorme de divulgación al participar en un capítulo de la serie CSI (Crime Scene Investigation). La producción de la famosa serie se interesó por una de las técnicas utilizadas por el equipo de Willy Pregliasco y lo contactaron para ver el modo en que podía ser incluida. Dicho y hecho: la metodología empleada para analizar acústica de disparos fue incorporada y, con ello, por primera vez, una técnica científica argentina se vio reflejada en un producto audiovisual internacional de tanta popularidad.

Le hice mención a la serie como una forma de reconocimiento, pero se sintió molesto. Cuando quise refrescar su recuerdo y brindar por lo logrado, sencillamente, no estiró la copa.

Soldado argentino solo conocido por Dios

A Laura Panizo la conozco de antes. Primero su nombre, luego su tema de investigación. Como ya conté, a grandes rasgos, mi tesis de maestría versaba sobre cuáles eran las percepciones que los trabajadores (sepultureros, empleados del área de bóveda, nicho y tumbas) del Cementerio de la Chacarita tenían respecto de la muerte. Luego de entregarla en 2018, Laura formó parte del jurado y ya se ubicaba como una de las principales especialistas del país en el área de la antropología de la muerte. Como aprendí tanto de su devolución durante la defensa, quise leerla y, después de leerla, quise entrevistarla. Aunque es investigadora del Conicet en Argentina, conversamos vía teléfono porque vive en Chile. El teléfono sigue teniendo esa magia, la magia de solo escuchar voces. Dos voces que se conectan desde diferentes espacios, pero en el mismo tiempo. Dos voces y nada más.

—¡Pablo! ¿Cómo estás? ¡Qué bueno escucharte! Bueno, ahora vos te interesás por mi trabajo. Invertimos los roles.

—¡Sí! Ahora soy yo el que hace las preguntas, pero la que sigue sabiendo sos vos…

Entre otras líneas de trabajo, a Laura le interesan las muertes extraordinarias. ¿Extraordinarias? ¿En qué sentido? El asunto, como siempre, es de jerarquías: hay muertes que importan y otras que no importan tanto; hay muertes que pesan y otras que son más livianas; hay muertes comunes y también hay muertes poco corrientes. Excepcionales, digamos. Los fallecidos en combate durante la guerra de Malvinas constituyen difuntos que pueden ser identificados mediante esa última categoría.

Desde el fin de Malvinas, los cuerpos de los soldados caídos en las islas tenían en sus lápidas una leyenda que rezaba “Soldado argentino solo conocido por Dios”. A partir de 2017, se implementó el Proyecto Humanitario Malvinas —promovido por la Cruz Roja y del que participó el Equipo Argentino de Antropología Forense, que luego será atendido como se merece—, gracias al que ya se identificaron los restos de 110 soldados inhumados en el Cementerio de Darwin. Bajo esta premisa, a Laura le preocupaba examinar los rituales de muerte que celebraban los familiares de los soldados fallecidos en combate para comprender los hilos invisibles que los ligaban —y aún lo hacen— a sus muertos. La memoria, desde aquí, no es estática ni mucho menos. Resulta que “son cuerpos en disputa”, Laura ya dirá por qué.  

La gran mayoría de los cuerpos de los caídos que yacen en el Cementerio de Darwin, hasta ese entonces, no estaban identificados. El cementerio había sido construido por los ingleses, ya que fueron ellos quienes ubicaron a los soldados argentinos que yacían en el campo de batalla. Desde la posguerra, diversos grupos de excombatientes impulsaron y reclamaron por su identificación, pero organizaciones como la comisión de familiares de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires se negaba.

—¿Las organizaciones de familiares se negaban a que los cuerpos sean identificados? ¿No deberían luchar, precisamente, por lo contrario?

—Creían que la exhumación implicaría cumplir con el pedido de los británicos, esto es, que Argentina repatriase a sus muertos. La comisión de familiares descartaba esta posibilidad bajo un argumento con ribetes políticos y simbólicos muy interesante: no podía ser repatriado lo que yace en su patria. Con el tiempo, sin embargo, se pensó en la chance de exhumar los cuerpos, extraer sus muestras y volver a inhumarlos en el Darwin, es decir, sin la necesidad de retornar.

Este propósito, como ya se mencionó, se cumplió en el marco del Proyecto Humanitario Malvinas. Así, los familiares que se negaban luego brindaron sus ADN para el cotejo, y hasta la fecha se efectuaron más de un centenar de identificaciones. En simultáneo, también hubo otras disputas: los excombatientes, alineados con los organismos de derechos humanos, realizaron campañas para identificar a los “NN de Malvinas”. Ello generó un nuevo conflicto con los familiares de los caídos, ya que señalaban que sus parientes no eran desconocidos, sino héroes con nombre y apellido.

En este punto —según recupera—, las memorias volvieron a chocarse de frente. El concepto de héroe, en ningún caso, podía ir de la mano con la idea de víctima. Este debate también se extendía hacia otros terrenos. Por ejemplo, a decidir qué grupo tenía más derecho a reclamar: si los familiares de los caídos, o bien, los compañeros sobrevivientes que habían compartido el campo de batalla y experiencias tan fuertes. La investigadora lo describe del siguiente modo:

—Una forma de dar sentido a la guerra y a las tareas que los combatientes caídos habían realizado era su construcción como sujetos históricos; es decir, debían ser definidos como patriotas, como jóvenes inexperimentados pero fervorosos, como personas comunes y corrientes, o bien, como individuos que no querían saber nada con pisar un campo de batalla. Y esto, como todo proceso interno, para los deudos llevó un tiempo. Por ello es que históricamente se negaban a exhumar los cuerpos, porque el recuerdo de ese ser querido había sido estabilizado con mucho esfuerzo.

Suponía algo así como abrir una herida que ya se creía cerrada. Una herida que despertaba miedos y dudas; temían que el retorno de un recuerdo doloroso, como suele suceder, reestructurase sus vidas cotidianas nuevamente. Sin embargo, pese a la renuencia del comienzo, las identificaciones culminaron por ser celebradas. Una identificación —como propone la especialista— llena de sentido un costado de vida que permanecía vacío, permite ubicar un recuerdo y comprobar cuán distorsionado estaba. Saber, en definitiva, cómo murió en el campo de batalla, en qué momento sucedió, de qué forma ocurrió, si explotó una bomba cerca de donde estaba, si quedaban restos de su cuerpo o no quedaba nada. No da lo mismo conocer la verdad que no hacerlo.

Al modificarse la concepción de la muerte, también se trastocaron los rituales que utilizaban para recordarlos. Un daño colateral que transformaba las rutinas de los deudos, pues para los muertos no hay modificaciones que valgan.

—Todos los familiares que entrevisté habían montado pequeños altares en sus casas, espacios sagrados mediante los cuales se comunicaban con sus seres queridos y les demostraban su afecto. Como habían creado una relación con sus muertos basada en la ausencia del cuerpo, el posible retorno de los restos podía implicar desarmar el altar o modificar sus rutinas diarias.

Si no hay altar, no hay misa. Si no hay sacrificio, no hay reconocimiento. Si no hay reconocimiento, no hay memoria. Si no hay memoria, no hay nada.

Sacrificios

El cuento “La noche boca arriba”, que Julio Cortázar publicó por primera vez en 1955, es uno de mis preferidos. El protagonista (que no tiene nombre) se desdobla: por un lado, es un hombre que tuvo un accidente con su moto y es recogido y trasladado por médicos hacia un hospital; por otro, es un guerrero moteca que se escapa, en el marco de las guerras floridas, de la cacería de los aztecas que buscan prisioneros para sus sacrificios. El clímax del relato se concentra hacia el final, cuando este hombre advierte que, en verdad, las cosas se invierten. El sueño era que se hallaba en el hospital y la realidad era que estaba por ser sacrificado en un ritual tribal de muerte. El último párrafo dice: 

La analogía deja entrever, entre otras cosas, que en verdad existen diferentes formas de sacrificio. La definición de sacrificio que se puede leer en el diccionario de la Real Academia Española cuenta con varias acepciones. La primera es: “ofrenda a una deidad en señal de homenaje o expiación”. Esta idea se vincula de modo directo con la trama del cuento de Cortázar, así como también con lo que algunas religiones monoteístas, como el cristianismo, han concebido a lo largo de la historia. Desde su credo, Jesús (“el mesías”) es quien se sacrifica en la cruz y pide a Dios por el perdón de todos los pecados del resto de los humanos, de aquel momento y de los que vendrán en el futuro. Esta acepción también se advierte con claridad en la cultura de los vikingos, bien representada en la serie homónima. Cuando las sociedades nórdicas se enfrentaban a tiempos turbulentos (porque los alimentos no eran suficientes o porque necesitaban saciar su expansión colonizadora), o bien, en ocasiones en que los sacrificios de animales eran considerados poca cosa, recurrían a los humanos para agradar a sus dioses. En general, estos eventos eran realizados para satisfacer el anhelo de sangre que tenía Odín, la más sanguinaria y eminente de todas las deidades que componían el elenco estable de la vasta mitología vikinga. De hecho, cuenta la leyenda que cada nueve años, en el templo de la antigua Upsala (Suecia), se sacrificaban a varias personas que accedían con orgullo a su muerte pública porque ello les facultaba un viaje sin escalas hacia el Valhalla, su paraíso.

La segunda acepción dice así: “matanza de personas, especialmente en una guerra o por una determinada causa”. Esta acepción incluye la noción de sacrificio que, por ejemplo, podría relacionarse con los caídos en Malvinas. ¿Cuál era en este caso la causa? Desde la perspectiva primero del gobierno de facto conducido por Leopoldo Galtieri y luego como sentido común expandido entre la sociedad, era “defender a la patria”. La cúpula militar consideraba que esa porción de tierra les pertenecía y que los combatientes debían “hacer justicia”. El final es conocido, no me emborracharé en recursividades.

No obstante, lo que sí me gustaría recuperar es una parte del trabajo de Laura Panizo que aún no fue relatada. Desde su punto de vista, a partir de las exhumaciones de 2017 cambiaron las condiciones de la construcción de memorias, y, en consecuencia, también se transformaron los desafíos: exhumar los cuerpos de los fallecidos en combate implicaba conocer la historia. Y la historia giraba en torno, precisamente, a la idea de sacrificio. Para muchos excombatientes y familiares se trató de un sacrificio voluntario: aunque habían realizado el servicio militar obligatorio y aunque no eran soldados de carrera, también habían jurado a la bandera y sentían vocación por defender a la patria. Otros, por su parte, se sentían obligados, asumían haber ido a una guerra que no les pertenecía y en la que no querían estar. Bajo este argumento, se sostenía la idea subyacente de que la violencia ejercida en el campo de batalla nunca se logra naturalizar del todo —a pesar de la fuerza del pretexto nacionalista contra un enemigo invasor—.

En este marco de muertes injustas, inútiles, infértiles o desordenadas es donde se manifestaron las demandas de los juicios. El propósito subyacente es reivindicar aquellos cuerpos que estuvieron ocultos durante mucho tiempo. Para colmo, los caídos en el campo de batalla, a pesar de que se habían “sacrificado”, eran invisibilizados. Tanto que las lápidas rezaban: “Soldado argentino solo conocido por Dios”. Un derecho a la identidad vedado a través del ejercicio monopólico de la memoria por parte de la religión, como si todos los excombatientes provinieran de familias cristianas. En verdad, muchos tenían creencias indígenas con representaciones sobre la vida y la muerte totalmente distintas, así como también estaban los que no creían en nada.

En este marco, la idea de sacrificio va estrechamente ligada con una determinada concepción de la vida y de la muerte. Sacrificarse es ofrecer algo que se tiene (la vida) por la promesa de algo mejor (el favor de los dioses, la gloria o el reconocimiento de todo un pueblo como héroe nacional). Algunas culturas de Oriente Medio lo practican a menudo, en general, con terrorismo explícito, pero el juicio a kilómetros de distancia y con poca información al respecto no sienta bien a nadie.

Ni muertos ni vivos

Argentina atesora una trayectoria riquísima en genética forense y buena parte de esa historia fue protagonizada por Víctor Penchaszadeh. “Penchas” es un tipo gentil, de relato firme y voz al compás. Además de ser uno de los primeros genetistas argentinos, fue un actor clave en la restitución de los nietos apropiados durante la última dictadura y uno de los principales promotores del denominado “índice de abuelidad”. 

“¿Cómo vamos a identificar a nuestros nietos cuando retorne la democracia y comencemos a localizar a estos niños?”. Esta pregunta fue realizada en 1982 por Estela de Carlotto y Chicha Mariani al joven Víctor, que se había exiliado primero en Caracas y luego en Nueva York tras ser perseguido por la Triple A. En aquel entonces, la guerra de Malvinas había terminado y el régimen militar parecía iniciar el periplo hacia su fin. 

El saldo que dejaba la dictadura era enorme: no solo los muertos de la guerra, sino también toda una serie de conceptos nuevos y espantosos: los desaparecidos por un lado, con la nefasta frase de Rafael Videla que los calificaba como “ni muertos ni vivos”. Pero también el caso de los niños nacidos en cautiverio y apropiados por sus captores, niños que estaban vivos pero cuya identidad había sido reemplazada, borrada, como una suerte de muerte simbólica.

—Si bien las estimaciones indican la existencia de unos 500 niños nacidos en cautiverio, el Banco Nacional de Datos Genéticos tiene registradas solo 295 familias. La diferencia probablemente se debe a que hay personas que jamás han denunciado, otras que no quisieron aportar su ADN e, incluso, mujeres desaparecidas que podían estar embarazadas y nadie lo sabía. Nadie sabía nada.

Dice Penchas y enciende el discurso.

19 de diciembre de 1975. Eran épocas turbulentas en Argentina y Penchas trabajaba como pediatra en el Hospital de Niños Dr. Ricardo Gutiérrez. Desde su perspectiva, se vivía con temor e incomodidad: “Uno podía observar los Falcon rondando las calles y se escuchaban las noticias de los atentados perpetrados por los grupos de la Triple A”. En aquel entonces, pese a que Víctor no era militante de ninguna organización política, acumulaba años de actividad gremial y participaba de asambleas. Sin darse cuenta, había adquirido visibilidad, y desde muchos ámbitos comenzaba a percibir desconfianza. Salía a la calle con más cuidado que de costumbre, miraba hacia ambos lados, buscaba ojos sospechosos entre tantos ojos. Dudaba, casi, hasta de su propia sombra. Y las intuiciones no son tan caprichosas como a menudo se cree:

—A fines de 1975, me dirigía camino al consultorio ubicado en Santa Fe y Callao, y me estaban esperando…

—¿Quién lo estaba esperando? ¿Qué sucedió?

—La verdad es que la pasé muy mal. Me pegaron, me ataron las manos por detrás de la espalda, me vendaron los ojos e intentaron llevarme. Afortunadamente, como eran las cinco de la tarde y estábamos en épocas festivas, había mucha gente haciendo las compras navideñas. El operativo falló porque, incluso, el vehículo en que pretendían llevarme no estaba listo.

Tuvo suerte. Los fallos logísticos también suceden en el seno de las organizaciones criminales, aun en las que organiza el Estado. Las personas se equivocan, erran movimientos, suman desprolijidades; y lo bueno de esos errores es que, algunas veces, benefician a terceros. Ese tercero fue Penchas, que se asustó mucho y que ese mismo día decidió que no le quedaba más remedio: seguiría su vida en el exterior. Se marchó a Venezuela, allí estaba su hermano (biólogo), que unos meses antes también se había exiliado. Primero se mudó solo; su mujer viajó un tiempo después junto a sus hijos. Trabajó durante un año en el Laboratorio de Genética Humana del Instituto Venezolano de Investigaciones Científicas y luego en la Universidad Central de Venezuela. En 1981 partieron hacia Nueva York.

Se vivían tiempos muy “calientes” en Centroamérica: la Revolución Sandinista en Nicaragua, las guerras civiles en El Salvador y el genocidio de indígenas en Guatemala. Y Penchas es de esas personas a las que puede pedírsele casi cualquier cosa, menos la indiferencia. Por ello, participó en muchas organizaciones. Entre otras, fue miembro de Human Rights Watch (seccional América), presidida por el prestigioso abogado Juan Méndez, y de Physicians for Human Rights. Realizaban misiones para garantizar el respeto a los derechos humanos y a la neutralidad médica en los conflictos bélicos. Además, seguía pegado a los diarios; buscaba saber cómo transcurría la realidad argentina en medio de una dictadura que, a la distancia, parecía que se perpetuaría por mucho tiempo más en el poder.

Para 1982, desde el exterior, militaba y denunciaba las violaciones de derechos humanos que ocurrían en Argentina. En aquel momento, entre sus amigos estaban dos personas emblemáticas que lo visitaban periódicamente: Emilio Mignone y “Yoyi” Epelbaum. Así que un día, por intermedio de la hija de Emilio, Isabel, que vivía en Washington, se contactó con las Abuelas.

—Necesitaban, precisamente, que aplicara mis conocimientos científicos al campo de los derechos humanos. Para mí fue una idea excelente.

A Penchas, recuerda con cariño, le entró un cosquilleo en la panza, ese que solo sucede cuando el cuerpo palpita la concreción inminente de un acto verdaderamente trascendental. Gracias a esos diálogos entre ciencia y justicia, estaba por nacer el índice de abuelidad. Sin embargo, para comprender cómo surgió, primero hay que entender la manera en que se identifica a las personas mediante la genética. El profesor Penchas lo resume en apenas seis líneas.

—A partir de los análisis comparativos, es posible —por ejemplo— vincular por medio del ADN a una persona con muestras halladas en la escena de un crimen, o bien, comprobar que un niño es hijo de un determinado padre a partir del índice de paternidad. Aquí, el examen de los marcadores genéticos presentes en el genoma del trío (padre-madre-hijo) es clave. Se sabe que, por los mecanismos de herencia, las características genéticas de un hijo deben estar presentes en ambos padres. 

El obstáculo que existía para las Abuelas, no obstante, es que los padres de los niños y las niñas a identificar estaban desaparecidos. Hasta ese momento nadie había examinado las relaciones de parentesco sin los padres. Entonces, Penchas fue consultado sobre la posibilidad de identificar a los nietos a partir de la información genética provista por los abuelos y abuelas.

—Nosotros sabíamos que todos los nietos tienen caracteres genéticos de los abuelos que les fueron transmitidos a través de los padres. El problema era que, a diferencia de lo que ocurría con el índice de paternidad, el azar tenía una cuota mayor de participación. Básicamente, teníamos que comparar los caracteres con cuatro personas en lugar de dos.

Ante la ausencia de los padres, aumentaba la incertidumbre. Sin embargo, ese obstáculo pudo resolverse. En principio, el grupo que investigó cómo solucionar el problema estaba en California. Fue coordinado por la genetista estadounidense Mary Claire King, que trabajó en colaboración con el italiano Luca Cavalli-Sforza, el chileno Cristian Orrego y el francés Pierre Darlu.

—Luego de un arduo trabajo, un día me llamó Mary Claire con la noticia de que ya habían resuelto la fórmula estadístico-matemática. Solo era cuestión de localizar casos para probar que funcionara.

Habían desarrollado la metodología, solo debían probar su eficacia. El asunto es que este no era un experimento cualquiera, sino uno que servía para conocer la verdad. Con el retorno a la democracia, Raúl Alfonsín creó la CONADEP, la Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas. Luego, se solicitó asistencia a la Asociación Estadounidense para el Avance de las Ciencias (AAAS, por sus siglas en inglés) en la identificación de los restos óseos que iban apareciendo por doquier y se los comparaba con los nietos que reclamaban la restitución de su identidad. Todo marchaba a un ritmo asombroso y nuevas piezas del rompecabezas se sumaban para aportar lo suyo. Los dos pilares de la delegación fueron Clyde Snow —el principal referente mundial en antropología forense— y Mary Claire King. Se reunieron con la inmunogenetista Ana María Di Lonardo, en cuyo laboratorio en el Hospital Durand se realizó la primera identificación. En 1984, Paula Logares se transformó en la primera nieta restituida.

Después de 1984

La conversación con Penchas es riquísima, pero todavía me falta algo para entender del todo: más testimonios, conversar con otra gente, cerrar el círculo. La historia de la genética y la antropología forense en Argentina es demasiado rica. Una de las instituciones fundamentales en la restitución de identidades durante la última dictadura fue el Equipo Argentino de Antropología Forense. Ingreso a la página y veo que Carlos Vullo es el director del Laboratorio de Genética Forense del EAAF. Trato de contactarlo, consigo su correo. Me contesta a las tres horas y arreglamos una entrevista telefónica: vive en Córdoba, desde allí despliega su trabajo. 

Decido comenzar por el principio, quizás sea una buena estrategia para romper el hielo. Se lo nota distante, mucho más de lo que quisiera. Por ello, decido ir con algo simple: le consulto cómo definiría su disciplina, la genética forense, e hilvana una respuesta con perspectiva instrumental. Esto es: conceptualiza su ciencia a partir de las funciones que cumple.

—Implica la utilización de ciertas técnicas empleadas en genética para la identificación de individuos a partir del ADN. Desde aquí, se ocupa del análisis de marcadores de interés individualizante: es decir, procura la búsqueda de caracteres “raros” porque cuanto menos corrientes, se tornan potencialmente más efectivos.

Vullo, a cientos de kilómetros, se percata de la emergencia de un silencio más prolongado de lo habitual. La comunicación no falla, no es culpa de la señal ni podemos defenestrar a ninguna empresa de telefonía. Sigo del otro lado, lo escucho, él habla con claridad, pero el problema es que necesito una cuota más de divulgación en su explicación. Por fortuna, nota el cortocircuito y procura remendar la situación con un ejemplo —es que los ejemplos sirven precisamente para ello, para poner a jugar a los conceptos, para darles vida, para enseñarles a volar—. 

—Si nosotros buscamos identificar a una persona en Argentina y utilizamos como marcador genético sus ojos marrones, nuestra investigación difícilmente llegue a buen puerto, porque la población local con esa característica es muy grande. A futuro, la tendencia es analizar una amplitud mayor de marcadores que permitan lograr objetivos que, en la actualidad, no somos capaces de conseguir.

De modo que la probabilidad de identificar a un individuo se incrementa de acuerdo al número de marcadores con los que cuentan. El cúmulo de información provisto por múltiples marcadores brinda un perfil genético que los acerca con más certidumbre o verosimilitud a identificar a una persona. Eso es muy útil en criminalística forense para investigar, por ejemplo, evidencias de fluidos como muestras de sangre y semen, así como también para realizar análisis de parentesco con el fin de averiguar una paternidad o bien para identificar individuos en accidentes masivos. El diálogo adquiere vuelo y ambos nos relajamos.

Como toda disciplina pujante, los cambios de carácter positivo se acumulan, de modo que las transformaciones científico-tecnológicas fueron poniendo a punto los procesos de identificación. Vullo sigue con su explicación:

—Hasta 1985, aproximadamente, los análisis se realizaban a partir de los “productos del ADN”: grupos sanguíneos, proteínas plasmáticas y, principalmente, en antígenos de histocompatibilidad. Afortunadamente, gracias a los análisis directos de ADN, los exámenes ganaron precisión, se automatizaron y comenzaron a ser preservados en el tiempo.

También me dice que con los avances en el campo de la secuenciación del genoma humano, se fueron seleccionando los mejores marcadores genéticos para la identificación. Contar con mejores marcadores genéticos fue fundamental porque se pudo representar de una manera más calibrada la enorme variabilidad de la población. Así, se determinaron sitios específicos para analizar el genoma de ADN no codificante (aquel que no brinda instrucciones para producir proteínas), lo que permitió una discriminación más ajustada de semejanzas y diferencias entre las personas, con lo que el azar se redujo prácticamente a cero.

Con la creación, en 1987, del Banco Nacional de Datos Genéticos, se produjo un salto cualitativo. La automatización de los estudios de ADN fue central: con ella se tornó posible la conservación de muestras por muchísimo tiempo. La bioinformática —con los estudios en matemática y estadística— también tuvo su parte. La emergencia de software que calcula las probabilidades de parentesco e informa identificaciones genéticas humanas facilitó las cosas: redujo los costos y también los tiempos. 

Cada día la ciencia aporta metodologías de investigación mucho más poderosas al momento de analizar el genoma humano y otorgar respuestas a ese gran interrogante que llevan los familiares cada vez que requieren restituir la identidad de los restos de su ser querido. Durante los 90, los métodos moleculares significaron un punto de inflexión para las ciencias forenses. Por ejemplo, la reacción en cadena de la polimerasa (PCR, por sus siglas en inglés), una técnica que brinda la posibilidad de realizar copias múltiples de muestras de ADN, como una fotocopiadora molecular, y que fue crucial, por caso, en los diagnósticos de personas con COVID-19.

Renacidos

El Banco Nacional de Datos Genéticos almacena la información genética de familias que los buscan y realizan los análisis de ADN para su identificación.

—El trabajo que realiza el Banco Nacional de Datos Genéticos en la restitución de identidades quizás sea uno de los mayores orgullos de la ciencia argentina —me cuenta un colega periodista en un congreso realizado en Puerto Madryn. Le pregunto por qué. 

—Porque el conocimiento científico, en este sentido, se perfila como una herramienta invaluable al servicio de los derechos humanos. Además acompaña muy de cerca las acciones y la perseverancia de las Abuelas de Plaza de Mayo.

Desde 2004, cada 22 de octubre se conmemora el Día Nacional del Derecho a la Identidad. Y, puntualmente, siempre quise saber qué es la identidad. Si forma parte de las características biológicas y particulares de cada individuo o si se conforma a partir de los sucesivos procesos de socialización de los que participan las personas desde el nacimiento hasta la muerte. O ambas cosas. Además, si la identidad representa un derecho humano universal —por lo tanto: no negociable e inviolable—, ¿de qué manera puede ser restituida una vez que ha sido expropiada? ¿De qué manera se expropia y se restituye? Mariana Herrera es la directora del Banco Nacional de Datos Genéticos y, por tanto, pensé, es la persona ideal para responder estas preguntas. Arreglo una cita y me recibe en su oficina en avenida Córdoba 831, CABA. Aguardo a que me permitan el paso y me recibe con calidez, como si me conociera de antes.

Me siento en una silla enfrentada a su escritorio, le muestro el grabador —en señal de que voy a grabar esta conversación— y antes de que pueda ofrecerme café, disparo con la primera pregunta. Dije que me interesaba saber qué era la identidad, ella me respondió lo siguiente:

—Desde la biología, la identidad de una persona se vincula con la carga genética que se expresa a través de sus genes y la presión del ambiente. Como individuos, somos el resultado de lo que heredamos de nuestros padres y de todos los factores culturales que nos atraviesan, como pueden ser las costumbres alimenticias, las características específicas de crianza y la interrelación en los diversos ámbitos de socialización. Al mismo tiempo, nuestra identidad desborda a los genes, somos mucho más que ello. En el planteo que se ensaya en la Convención Internacional por los Derechos del Niño, se contempla esta perspectiva compleja: toda persona tiene derecho a saber dónde nació, quiénes fueron sus orígenes.

De hecho, esos artículos que Mariana menciona fueron incluidos en la Convención por iniciativa de las Abuelas. Previo a 1989 no se discutía el derecho a la identidad. Ese debate fue colocado en la agenda de los organismos internacionales por ellas y habilita a pensar en ese concepto de una manera dinámica, como algo que se construye de forma permanente. Como algo que se puede moldear, que primero puede tener una forma y después adquirir otra. Ahora parece sencillo observarlo de este modo, pero basta con pensar en la definición de identidad que se tenía tan solo un puñado de décadas atrás. Porque antes la identidad se vinculaba con lo inmutable, con lo que no cambia, con la tierra, la bandera celeste y blanca, el asado, el dulce de leche, el fútbol. Con las raíces.

—Cuando se habla de “restituir la identidad” a un nieto, lo que estamos haciendo es rescatando una parte de su historia personal que completa la trayectoria individual. Los nietos restituidos no empiezan a ser personas cuando saben la verdad, pero sí completan un vacío que tenían la necesidad imperiosa de llenar. Es un agujero que se arrastra durante toda la vida, una pieza fundamental para armar ese rompecabezas vital. La identidad se resignifica de una manera muy fuerte para cada restituido. Emerge una parte de la historia que tenía derecho a saber y siempre fue negada, al tiempo que se reintegra una parte muy significativa de los vínculos afectivos que nunca deberían haberse suprimido.

Mariana se refiere a la relación con sus padres, con su familia paterna y materna. Esto, a su vez, tiene un impacto social muy potente: la sociedad comienza a cuestionarse como tal su propia identidad y se siente gratificada ante cada restitución. Hasta la fecha, las Abuelas han encontrado a 130 nietos; aproximadamente, 100 personas al mes y un total de 1200 al año consultan al Banco para realizarse chequeos. Desde allí, cuentan con una base de datos con unos 10.000 individuos que se hicieron pruebas y dieron negativo. Ante esa cifra, la pregunta se cristaliza y se deja ver sin demasiados rodeos: ¿por qué tantos negativos? Cuando se lo pregunto, su respuesta se teje de inmediato, como si la estuviese esperando, como si fuera obvio, como si de cualquier manera fuese a aclararlo.

—Lo que ocurre es que entre 1974 y 1983 las prácticas de adopción no estaban permeadas por la concepción del derecho a la identidad. En aquella época, a los niños adoptados no se les decía su verdadera identidad biológica. Había mecanismos para tapar esa realidad; en efecto, como se lo ocultaban al menor, directamente, los registraban como propios aduciendo partos domiciliarios. Además, como habían pagado por ellos, en muchos casos, el delito no estaba mal visto culturalmente. Durante ese lapso, comprar bebés fue una práctica habitual; panorama que se completó con el proceso de apropiación y robo que, como todos sabemos, llevó a cabo la última dictadura. Eso también se modificó con el empuje de las Abuelas.

Con tantos negativos, los científicos están más acostumbrados a la desilusión que a las buenas noticias. Desde el Banco cuentan con un software que realiza una búsqueda masiva, y cada vez que cargan un perfil genético lo hacen pensando que lo más probable es que no tengan ninguna sorpresa. Aunque siempre se hallan expectantes, la experiencia les indica el escepticismo y la cautela como regla. Ahora bien, cuando se produce un positivo la alegría se multiplica, estalla por el aire. 

—Cuando el programa arroja un positivo, lo primero que experimentamos es un shock muy fuerte, y luego ingresamos en un ritmo vertiginoso que no se interrumpe hasta que las Abuelas realizan su tradicional conferencia presentando al nieto. Chequeamos todos los datos arrojados con la información preliminar, cruzamos fechas, analizamos mucho en muy poco tiempo para cerciorarnos de no estar en presencia de un error. Estudios que toman unos veinte días los hacemos en horas. Nos gana la ansiedad por saber que hay una abuela que está esperando y nos morimos por verle la cara de felicidad y conmoción al ver que tanta lucha realmente tuvo sus frutos. Cuando ello sucede es una fiesta y, por nuestra parte, conseguimos redimensionar la importancia de la tarea científica.

Es que la dictadura quitó la posibilidad de saber cuál fue el destino real de los desaparecidos y de sus hijos e hijas. El derecho a la identidad, como un derecho humano, debe ser una política de Estado. La identificación de víctimas de crímenes de Estado, en este sentido, conlleva un doble efecto de alegría y tristeza a la vez. Alegría por el futuro y lo que vendrá, tristeza por el pasado, que en muchos casos cuesta cicatrizar.  

Me despedí de Mariana y le agradecí por su tiempo, pero antes de cerrar le pregunté qué debería hacer, por dónde seguir. Sentía que mi búsqueda sobre la muerte estaba bifurcándose y tomando caminos demasiado inesperados. Le conté en un minuto mi proyecto de libro y me contestó sin vacilar:

—¿Ya fuiste al EAAF?

—Solo hablé con Carlos Vullo, genetista del Equipo.

—Bueno, te convendría recuperar su historia. La historia nunca está de más. 

Los huesos no mienten

El Equipo Argentino de Antropología Forense (EAAF de aquí en adelante) es el resultado de un malestar.

Durante los años 70 y 80, Latinoamérica afrontó procesos de violencia política y sufrió con la instauración de gobiernos de facto. Por intermedio de los aparatos y el poder del Estado —cada proceso contó con sus características distintivas—, dictadores militares violaron los derechos humanos y se enfrentaron de modo abierto a organizaciones sociales y movimientos políticos de izquierda. Cuando retornó la democracia, sobrevino el ansia de justicia; Argentina quería saber qué, cómo, cuándo y dónde se habían cometido los crímenes en nombre del orden. El porqué nadie se lo preguntaba demasiado, ya que el modelo de disciplinamiento de masas perseguía un objetivo explícito: instaurar un plan económico neoliberal, especulativo y financierista, cuyas consecuencias devastadoras —con la deuda externa, la desindustrialización y el desempleo a la cabeza— se advertirían en las décadas siguientes.           

Para responder al resto de los interrogantes, la antropología forense emergía como una rama que rebosaba vitalidad. Sin embargo, había un problema. A partir de 1983, las exhumaciones de restos de personas no identificadas —ordenadas por los jueces que buscaban justicia durante la reapertura democrática en el país— eran realizadas sin método. En efecto, los propios familiares y deudos que reclamaban el paradero de sus seres queridos dudaban de la trayectoria de las personas que se ofrecían para el procedimiento.

En 1984, la CONADEP y las Abuelas de Plaza de Mayo solicitaron la asistencia de la Asociación Americana para el Avance de la Ciencia de Estados Unidos. Entre sus máximos referentes se encontraba nada menos que Clyde Snow, a quien ya cité más arriba pero de quien no tuve oportunidad de contar mucho. Snow nació en 1928 en Texas, y para cuando fue requerido por Argentina, ya contaba con su prestigio: había identificado los restos de Josef Mengele en Brasil, la momia del faraón Tutankamón en Egipto y había investigado de manera directa el asesinato de J. F. Kennedy. Es decir, era una de las personas que componían el star system de las grandes figuras de la antropología forense internacional. Y su testimonio fue decisivo en el Juicio a las Juntas Militares.

Snow —que solía repetir su frase maestra: “Los huesos no mienten y nunca olvidan”— armó su equipo con arqueólogos, antropólogos y otros especialistas locales para realizar las exhumaciones y analizar los restos siguiendo el rastro de la evidencia científica. Ese fue el puntapié inicial para la creación del EAAF en 1984, que en poco tiempo —conformado por jóvenes talentos que luego se convirtieron en expertos y expertas— devino en una de las instituciones de máximo renombre en el rubro. La periodista Leila Guerriero narra los primeros pasos del Equipo en su relato “El rastro en los huesos”:

En 1987 llegaron las formalidades, pues decidieron inscribirse como organización científica, no gubernamental y sin fines de lucro. Desde aquel entonces, el Equipo trabaja de manera transdisciplinaria (hay especialistas en antropología, arqueología, medicina, biología, genética, física, arquitectura, informática y geografía), siguiendo los más altos estándares de rigurosidad técnica. Sus servicios, como perito de parte, son convocados por familiares que dudan de las investigaciones oficiales, y también actúan como perito oficial cuando la solicitud proviene de los jueces. ¿Para qué son citados? Para presentar los resultados de meticulosos trabajos científicos ante los tribunales (locales o internacionales) que investigan los casos. Desde mediados de los 80, el Equipo participó en más de cincuenta países desperdigados por todos los continentes.

¿Qué funciones desempeñan los miembros del Equipo? Los más de sesenta participantes se distribuyen las obligaciones y, de acuerdo a sus perfiles, se concentran en los diferentes eslabones del procedimiento. Se encargan del primer contacto con los familiares, de la búsqueda, la exhumación, el análisis de laboratorio, la determinación de la causa de muerte, el análisis genético, la identificación y, finalmente, de la restitución de los restos de personas desaparecidas. Si bien en sus inicios fue constituido para actuar en casos vinculados a la última dictadura, sus trabajos han sido requeridos para los más diversos fines. El EAAF ha contribuido en la restitución de víctimas de desapariciones forzadas, violencia étnica, política, institucional, de género y religiosa, desapariciones actuales, narcotráfico, trata de personas, crimen organizado, procesos migratorios, guerras y conflictos armados, accidentes y catástrofes.

Su sede central está en Buenos Aires y su laboratorio de genética, en Córdoba. Además, cuenta con oficinas en Nueva York (EE. UU.) y en el Distrito Federal (México). Para subsistir no les cobran a los familiares que buscan justicia, sino que cuentan con los aportes de donantes privados europeos y estadounidenses. A lo largo de su historia, recibieron distinciones de todos los colores, aunque, para ser justos, su tarea en la restitución de identidades a restos que desde hace décadas fueron enterrados como NN es difícil de mensurar. A principios de 2020, su nombre fue propuesto por la Universidad Nacional de Quilmes y el Consejo Latinoamericano de Ciencias Sociales (CLACSO) al Premio Nobel de la Paz. El galardón fue cosechado por el Programa Mundial de Alimentos (ONU), la organización humanitaria más grande del mundo que se encarga de paliar el hambre y promover la seguridad alimentaria. Será la próxima.

El hombre que persigue a la muerte

Consideré que no podía cerrar esta selección de entrevistas, culminar el recorrido de diálogos con especialistas del rubro, sin conversar con un tanatólogo. Y en Argentina, creo que ya lo dije, no hay tanatólogo más importante que Ricardo Péculo. Acordamos encontrarnos en la Universidad Nacional de Avellaneda, institución en la que es docente. Llegó media hora más tarde. No ensayó ninguna disculpa. Tampoco la pedí. Aunque no me conoce y si bien no le hice ninguna seña, se me sentó enfrente. Por un momento me asusté; pensé “Este hombre tiene poderes, de otra manera, ¿cómo podría haber adivinado que era yo quien lo estaba esperando?”. 

—Me di cuenta quién eras por la foto de WhatsApp. 

Para Péculo, el único cajón es el de la mesita de luz. Cree que quien aprende a abrazar a la muerte vive mejor. Afirma que los adultos educan mal a los niños porque los abuelos no van al cielo y las mascotas no se escapan a ningún lado cuando mueren. Se fastidia cuando escucha que ser funebrero es un negocio redondo —porque “total todos mueren”— y asegura que la gente prefiere gastar más dinero en el último celular que en el último suspiro. Fuma muchísimo y tose al compás. Su cuerpo parece moldeado de acuerdo a su oficio; las palabras se le funden en las manos. Cuarenta años de trayectoria lo convierten en el funeral planner más famoso del país.

Sugiere que hay que prestar atención a los vecinos que tendremos en el cementerio, a los tipos de ataúdes y a la psicología de los deudos. Tiene la voz grave, quemada de tanto cigarrillo. Se sabe pintón, esbelto, galán. Sus ojos suelen avisar cuando está a punto de reírse y se achinan. Su discurso es tan atractivo como desprolijo: no recuerda una sola fecha pero sí el afecto de su familia.

A inicio de los 60, su madre tenía un bazar y su padre era electricista. La historia de Paraná comenzó en la cabeza de su hermano Alfredo, que decidió inaugurar una cochería en Villa Adelina y, sin demasiados rodeos, escogió nombrarla de la misma manera que la calle sobre la que vivían. Y Ricardo, que a los 12 años era “tan vago como farolero”, vio allí una buena oportunidad para acariciar la libertad. “Lo que más me gustaba era salir de noche y manejar. A veces había que llevar cuerpos a localidades lejanas y era impresionante. Imaginate eso a mi edad, cuando nadie más tenía auto. Sentía que podía conquistar el mundo”, explica entusiasmado. Con el tiempo, por la sagacidad de Alfredo y la calidez de Ricardo, la familia consiguió instalar y poner en funcionamiento trece sucursales que promediaban los cuarenta servicios diarios.

—Su hermano era un visionario. Pasaron de tener una cochería en Villa Adelina a constituirse en la empresa del rubro más importante de Argentina.

—Mi hermano era un fenómeno. Estaba acostumbrado a viajar y a traer fórmulas de los servicios fúnebres del extranjero. Sin embargo, las recetas que se utilizaban en otras regiones no servían. Por una simple razón: la muerte es un acontecimiento cultural y las culturas varían de acuerdo a los contextos.

Alfredo traía las ideas y Ricardo las pasaba al castellano. El primer experimento exitoso fue de corte gastronómico. Los Péculo sabían que en el pasado, durante las ceremonias de despedida, las familias cocinaban asados para agasajar a los visitantes que se acercaban al acto de despedida en señal de amistad. Con este recuerdo —y al ver lo que ocurría en el viejo continente—, decidieron ofrecer café y sanguchitos de miga a los deudos.

—La primera vez que repartimos comida nos miraban raro, lo consideraban una falta de respeto. Sin embargo, nos causaba gracia ver cómo, a las tres o cuatro horas, se habían comido todo. Si bien a algunos familiares se les cierra el estómago y expresan la tristeza de esa manera, otros —tal vez más lejanos del difunto— quieren alimentarse o tomar algo caliente. Y eso debía ser considerado —dice.

A fines de los 90, Alfredo vendió Paraná a un grupo de Estados Unidos que, en 2008, hizo lo propio con uno español. Y Ricardo aprendió mucho. Aunque en la empresa pasó por todos los sectores —se encargó de ir a buscar los cuerpos, de prepararlos, de diseñar honras temáticas, de manejar carrozas y autos—, se especializó en tanatología exequial. Como expliqué más temprano en el libro, los funebreros se ocupan de aquellas tareas que sobrevienen a la defunción, de la tanatoestética y la tanatopraxia; técnicas y métodos para presentar el cuerpo en buenas condiciones con el propósito de que la gente “se pueda despedir de un familiar y no de un cadáver”. Es curioso porque se interviene al difunto para agradar a los vivos. ¿De qué se trata este proceso de embellecimiento? Todos los individuos desarrollan gustos y pasiones particulares. Para Ricardo, la mejor manera de recordar a los difuntos es a partir de una ceremonia que los identifique en toda su plenitud. “Más allá de los ornamentos religiosos, en los velatorios temáticos también se incorporan accesorios. Si la persona disfrutaba del golf y pescar, sumamos los palos y la caña”. Y completa: “el sitio donde vamos a yacer debe representarnos. Cada vez que se muere un funebrero, lo ubican en el mejor ataúd —el presidencial—, y no lo comprendo. El mío será sencillo porque mi vida fue sencilla”.

Diseñar honras fúnebres funciona como remedio simbólico, ya que ayuda a las familias a atravesar el duelo. No existen dos servicios idénticos y, en efecto, todos los fallecidos pueden ser homenajeados de una manera específica. Ricardo, desde aquí, no solo se ha destacado en organizar la muerte ajena, sino que también ha conducido las ceremonias de su madre, su padre y su hermano. “En esos casos quise poner toda mi sabiduría y mis sentimientos. Con mi hermano fue especial: trasladamos el cuerpo en carreta, lo velamos en El Lazo —organización tradicionalista— y conduje el caballo en un rito típico de paisanos”, relata.

Hace una década lo llamaron de Utilísima Satelital porque querían hacer un programa. Si bien al comienzo le solicitaron que moviera sus contactos y oficiara como una especie de productor, Ricardo contestó que solo aceptaría el ofrecimiento si le permitían conducirlo. Así, entre tejidos de moda, manualidades bonitas y bizcochuelos a punto caramelo, nació De aquí a la eternidad. “Armábamos programas para que la gente aprendiera a planificar la muerte de la misma manera que, con tanta antelación, se organiza un casamiento”. El asunto anduvo tan bien que se animó a contar chistes que sirvieran como corolario en cada emisión. Así, se generó una retroalimentación divertida: los programas de archivo —del estilo Bendita y TVR— reproducían el suyo y provocaban, como rebote, un aumento del rating.

Por un rato, Péculo fue Tinelli. “Me pasaron cosas graciosísimas. Las señoras me paraban en la calle para comentarme que estaban en desacuerdo con lo que decía. Y yo discutía tanto que se me enfriaba la pizza”. Lamentablemente, no pudo seguir con la segunda temporada porque no alcanzaban los fondos; el desafío era recorrer los cementerios de Europa y el objetivo se tornó inalcanzable. 

Sus servicios fueron contratados para figuras de envergadura y relevancia pública como Arturo Frondizi, Carlos Menem Jr. y José Luis Cabezas. “En el caso de Cabezas decidí que el ataúd fuera cargado al hombro. Un humilde homenaje que se me ocurrió implementar de manera espontánea”, apunta. En aquella ocasión, como un maestro de ceremonia, ordenó a los camarógrafos que levantaran sus cámaras y tomaran imágenes en altura; imágenes que luego recorrieron el mundo.

En este sentido, aunque asegura que al momento de hacer un servicio cualquier persona es tan importante como el Che Guevara, no le tiembla la voz cuando afirma que nunca sintió tanto peso en sus huesos como cuando, en 2006, trasladó los restos de Juan Domingo Perón. Fue el trabajo “más terrible” de su carrera. Como su hermano además de funebrero era político (del peronismo histórico de San Isidro), fue convocado para gestionar el viaje del General desde Chacarita hasta San Vicente. “Nos reunimos todos los viernes durante un año para planificar los detalles del asunto. Debíamos pensar cómo sería la dinámica, dónde y en qué momento específico haríamos cada cosa. Todas las piezas tenían que estar en su lugar; y la idea era realizar un mausoleo en la quinta”, cuenta.

Cuando llegó el momento estaba lleno de ansiedad; era lo que había esperado toda su vida. Un mundo de gente que buscaba ser testigo del paso del ataúd más famoso y Ricardo estaba ahí, coordinándolo todo: “Había un mundo de gente; le arrojaban relojes, joyas, flores, anteojos. Querían regalarle aquello que tuviera algún valor y pateaban sin querer a los caballos de los granaderos que custodiaban una ceremonia que desbordaba los controles”. Una vez en camino, Ricardo tuvo que quitar el sable y la gorra que decoraban el ataúd porque tenía miedo de perderlos con tanto alboroto.

—La gente dice que soy el último hombre que vio a Perón.

—¿Y usted qué dice?

—Que en realidad había más gente cuando abrieron el ataúd, pero el conocido soy yo. No me voy a sacar el título.

Una señora llegó hasta el ataúd burlando los controles y se aferró a las manijas sin soltarlas. Estaba intratable.

—¿Qué hicieron?

—Tuvimos que hacerle cosquillas. Como a los nenes...  

Desde la Universidad Nacional de Avellaneda dirige la Tecnicatura para la Gestión de Empresas Fúnebres y sus estudiantes —gente del rubro, sujetos que buscan una salida laboral y otros que se anotan por plena curiosidad— cursan materias como Psicología, Antropología, Derecho Funerario y Ceremonial. Ricardo quiere la profesionalización: “Nuestro trabajo debe tener un colegio que regule las actividades de los funebreros y la mala praxis. La gente puede quedar muy marcada si la intervención durante los servicios fúnebres es desafortunada. Hay que ponerse en el lugar del cliente”, suelta. Y continúa entusiasmado: “En muchos casos obligan a los chicos a darle un beso al abuelo. Enseguida se observan las caras de los pobres pibes y cómo se resisten. El tabú lo tenemos nosotros, no los chicos; aunque si los sometemos, pueden recordarlo para el resto de sus vidas”.

Entonces, me explica aquello que ya conté: que hoy las personas tienen más miedo a ser enterradas vivas que a morirse. Por ello, muchos piden ser enterrados con el celular o con un hilo para hacer sonar una campana en la superficie. Enseguida pienso en el personaje de Poe, pero no tengo tiempo de perderme en comparaciones porque Ricardo sigue su relato: “En Chile había un abuelito que estaba postrado. Un día, como no respondía al llamado para desayunar, pensaron que había fallecido. Llamaron a la funeraria antes que al médico y nunca constataron la respuesta de los signos vitales. El abuelo, para sorpresa y susto de todos, se despertó en el medio del velorio”, ejemplifica excitado.

En 2020, Péculo alquila una casa en San Luis. Dice que no compra porque no quiere atarse a nada mientras viva. Pero, en realidad, tampoco compra porque se la pasa de viaje. Brinda cursos de asesoramiento, participa de debates y dicta conferencias en todo el mundo. Es reconocido internacionalmente por ser uno de los principales promotores y referentes de la profesionalización del servicio fúnebre. “Si bien hay gente que tiene más años en el rubro y sabe más que yo, no se siente ni se exhibe como profesional. Y ese es el peor pecado: creerse, todavía, el funebrero del barrio”, indica.

Como es un planificador nato, hace unos años mandó a diseñar su propio ataúd. No lo guarda en su casa porque su esposa lo quería fuera de su vista. Tampoco lo lleva a las exposiciones porque se estropea y, finalmente, el “el día que lo necesite no iba a servir”, concluye en una carcajada repentina que se funde en un catarro crónico.

El ecosistema de la muerte

Investigar es recortar. Encuadrar un pedazo de la realidad que nos gustaría destacar, que pensamos que sería bueno iluminar para que otros y otras también vean. Para este capítulo, seleccioné a algunos profesionales cuyos abordajes de la muerte concentraban mi atención y aprendí mucho. Por ejemplo, supe que los insectos y las algas pueden convertirse en aliados imprescindibles en las escenas criminales, y que a veces no hace falta contar con las mejores tecnologías si la perspectiva científica se combina con dosis de ingenio, trabajo en equipo y pasión.

Además, aprendí que la muerte puede abordarse desde un enfoque simbólico, orientado por rituales y memorias susceptibles de modificarse con el tiempo; que, a pesar de todo, los huesos no mienten y que existen instituciones como el Equipo Argentino de Antropología Forense y el Banco Nacional de Datos Genéticos que desempeñan un rol fundamental en la restitución de identidades. Instituciones cuyas historias son, en buena parte, la historia de Argentina. También descubrí que hay profesiones que nos enseñan a concebir de una manera diferente los procesos de última despedida. Si, en definitiva, nos preparamos tanto para los nacimientos, ¿cómo no vamos a ofrecer una dedicación equivalente ante un acontecimiento como la muerte?

Sin embargo, debo ser justo. Hay muchos investigadores y profesionales del rubro que no fueron relevados. No me culpo: el trabajo habría sido titánico si hubiera decidido conversar con cada uno de los investigadores del Conicet que, por caso, forman parte del Programa Nacional Ciencia y Justicia y que, de alguna manera u otra, se vinculan con la muerte. El ecosistema de los estudios sobre la muerte y, puntualmente, de profesionales que colaboran en la resolución de casos forenses es amplio. Entre otros, Daniel Corach investiga huellas criminales; Mercedes Di Pasquo utiliza las herramientas de la palinología y sigue las pistas que dejan los microorganismos; Alicia Poderti se especializa en lingüística forense; Jorge Gurlekian se concentra en la voz como pista para hallar al autor de un delito; María De Biasi se destaca como astrónoma forense; María Cecilia Tranchida se basa en el rastro de hongos para develar crímenes.

Pienso, a esta altura, que conozco lo suficiente el terreno como para dar un paso más. Si ya exploré qué es la muerte, indagué cómo se modificaron las actitudes y las percepciones al respecto y relevé quiénes son los profesionales que hablan con los muertos, ahora llegó el turno de embarcarme en el máximo desafío. Hasta el momento, la premisa que articuló este libro —algunas veces enunciada en forma explícita y otras, de forma subyacente— fue que la muerte es un final que los mortales buscamos evitar. Ahora bien: ¿qué sucede cuando, por el contrario, hay personas que quieren morirse? ¿Qué pasa cuando, a partir de diversas circunstancias, deciden adelantar el final? ¿Qué rol desempeñan los familiares y seres queridos? ¿Están dadas las condiciones legales para hacerlo en Argentina? Me abro paso en la fila de interrogantes y me zambullo en ese universo que constituye la Interrupción Voluntaria de la Vida.

Sencillamente, no me salía la introducción para este próximo capítulo. De hecho, la escribí y reescribí unas cuantas veces. Con el tiempo, entré en la cuenta de que no sabía por dónde arrancar porque el hecho de que una persona manifieste su voluntad de morir iba en contra de mis propias ideas. Dicha premisa significaba un flechazo directo a mis concepciones más profundas, a las entrañas de aquello que había construido como axioma durante tanto tiempo, a mis ganas de vivir. A mis ansias de vivir para conocer, de aprovechar cada segundo como si fuera el último. No entendía, no me entraba en la cabeza cómo era posible que alguien decidiera no utilizar ese tiempo disponible. Ese tiempo único, irrepetible. Si a mí me molestaba perderlo en la cola de una banco o en el sofá de un consultorio odontológico; si me castigaba por cada segundo de aburrimiento sin un libro, ¿cómo podía ser posible que alguien, sin más, decidiera desligarse de todas sus horas, minutos y segundos?