Epílogo

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Hubo un tiempo en que era muy común que las películas finalizaran con un cartel grande, de letras contrastantes, que decía simplemente “Fin”. Sin embargo, la que muchos consideran la primera película de la historia no termina así. Es una filmación breve de un único plano que pone el foco sobre una gran puerta de […]

Hubo un tiempo en que era muy común que las películas finalizaran con un cartel grande, de letras contrastantes, que decía simplemente “Fin”. Sin embargo, la que muchos consideran la primera película de la historia no termina así. Es una filmación breve de un único plano que pone el foco sobre una gran puerta de la que van saliendo muchas personas, hasta que al final, a poco de llegar al minuto, unos hombres se arriman a la puerta para cerrarla y listo, ahí termina. Era la cantidad de tiempo que se podía filmar en ese momento, lo que alcanzaba la cinta.

Esa película, de 1895, se llama La salida de los obreros de la fábrica Lumière en Lyon y fue una creación de los dueños de esa fábrica, los hermanos Auguste y Louis Lumière. Siempre me llamó la atención que, de todas las cosas que se podrían haber filmado y proyectado después de desarrollar el cinematógrafo, hayan decidido mostrar gente saliendo de su fábrica. Hay interpretaciones sobre las motivaciones de los Lumière (y muchos análisis sobre la película), pero me sigue pareciendo hermoso que para estrenar un invento que permitía representar la vida en movimiento hayan elegido reflejar gente en plena andanza. No alcanzaba con una persona, tenían que ser muchas. Mujeres y hombres, más altos y más bajos, con diferentes peinados y sombreros, algunos caminando con pasos más aletargados, otros enérgicos. Saliendo de la puerta y alejándose por una calle empedrada, una y otra vez en un ciclo repetido. Todos haciendo lo mismo aunque, si uno se detiene a mirar, cada cual haciéndolo a su modo.

De alguna manera, este libro muestra lo mismo que aquella película: la vida de las personas, todas distintas y a la vez parte de un mismo caudal. Pero, a diferencia de la película, este libro tiene la cortesía de anunciar cuando llega a su fin.

Antes, sin embargo, quiero volver a recordar aquel libro que mencioné al comienzo de todo: “Cuando un día que usted sabe que es miércoles comienza como si fuese domingo, algo anda muy mal en alguna parte”. Esas son las primeras palabras de El día de los trífidos. El capítulo que se inaugura con ellas se titula “Comienza el fin”. En la primera escena, una mañana de un día cualquiera, Bill Masen, el protagonista, se despierta internado en un hospital, con los ojos vendados. No hay nada extraño hasta allí porque la internación y el vendaje eran parte de un tratamiento que estaba llevando adelante. Lo que sí resultaba completamente llamativo era el silencio del hospital. Parecía un domingo, aunque él sabía que era miércoles. Cuando Masen se anima a sacarse la venda de los ojos y salir de su habitación, se da cuenta de que efectivamente algo anda mal, muy mal. El mundo parece haber terminado, pero, en realidad, la aventura recién empieza.

Este libro comenzó también temprano una mañana de un día cualquiera y espero que haya sido toda una aventura llegar hasta aquí. Pero hasta aquí llegamos. Creo que un libro sobre la vida siempre, casi por definición, estará incompleto. Lejos, muy lejos, de agotar todo lo que se pensó acerca de semejante tema, este fue un recorrido posible. Un recorrido por las muchas vidas de los humanos y las interrelaciones entre las dimensiones biológicas y sociales que nos atraviesan. En el camino conté unas cuantas historias, planteé algunas posiciones y, como era de esperar, dejé muchas cosas afuera.

Ahora, toca terminarlo.

Que alguien se acerque a cerrar la puerta.