Políticas públicas efectivas

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¿Qué significa que una política pública sea 'orientada por evidencia'?

En la sección 1, discutimos de qué manera podemos obtener conocimiento. En las secciones 2 y 3, analizamos el fenómeno de la posverdad, diseccionándolo en diversos componentes tanto casuales como intencionales. Ya vimos que la estructura de la posverdad suele repetirse, que hay un esqueleto común a muchas situaciones particulares.

Una vez que tenemos más claro cómo es ese esqueleto, podemos identificarlo en situaciones nuevas y, a partir de eso, intentar hacer algo al respecto. Llega, entonces, el momento de abordar posibles soluciones.

Esta última sección está formada por tres capítulos y algún extra al final. De los muchos enfoques que se pueden proponer para tratar de pelear, sobrevivir y vencer a la posverdad, seleccionamos tres que podrían hacer una diferencia tan profunda como inmediata. El primer capítulo apunta a discutir brevemente cómo lograr políticas públicas efectivas. Les hablamos tanto a los tomadores de decisiones como a los ciudadanos, y el núcleo de la propuesta es tratar de vencer la posverdad desde el lado de las políticas públicas dirigiendo la atención hacia si solucionan o no los problemas que se proponen solucionar. Luego, el segundo capítulo se enfoca en la comunicación, un aspecto esencial para tratar de convivir en este mundo que compartimos. Al igual que el capítulo anterior, este está dirigido tanto a comunicadores profesionales como a cada uno de nosotros, y el foco está en cómo lograr una comunicación efectiva. Por último, presentamos un capítulo que aúna y sistematiza mucho de lo tratado en el libro para enfocarnos en qué puede hacer cada uno de nosotros para combatir la posverdad.

UN PROBLEMA DE SALUD PÚBLICA

Podría parecer que el peligro de la posverdad es que genera una niebla de permanente confusión en la que ya no logramos distinguir lo verdadero de lo falso. Si el peligro solo fuera este, sería un fenómeno filosóficamente interesante, pero no vital. Sin embargo, el peligro es mayor, y también es urgente. Esta niebla pone en riesgo real, masivo y tangible la salud y el bienestar de nuestra sociedad. Por eso, además de pelear por evidenciarla como problema, vamos a necesitar esbozar y probar posibles soluciones.

Como ya vimos, ni la intuición, ni las tradiciones, ni la buena voluntad son herramientas particularmente útiles. O peor. A veces, ni siquiera sabemos si lo son porque no medimos sus consecuencias. Necesitamos ser efectivos, y eso implica saber si las medidas que tomamos realmente funcionan. ¿Cómo lograrlo a nivel individual? Y, ¿qué pueden hacer los tomadores de decisiones a nivel más general? En un país, hay varios tipos de tomadores de decisiones que tienen impacto a gran escala, que definen rumbos que afectan a muchas personas: los Estados mismos y algunas organizaciones no gubernamentales, empresas y asociaciones varias. En este capítulo, nos enfocaremos particularmente en las políticas públicas, que son las medidas que toman los Estados para intentar solucionar los problemas de los ciudadanos.

Para que una política pública sea efectiva, podemos basarla en evidencias, de manera similar a lo que ya analizamos para el caso de la medicina. Pero, como también dijimos para el caso de la medicina, la ciencia por sí sola no puede ser nuestra única brújula. No podemos excluir aspectos culturales, éticos, históricos, políticos, económicos. Necesitamos incorporar la ciencia, pero no regirnos por ella ciegamente, es decir, nos interesa tener políticas públicas influidas por la evidencia, informadas por la evidencia. Esta distinción es importante por varios motivos. Primero, no solo hay temas en los que debemos incluir los valores y demás creencias, sino que hay áreas enteras del conocimiento en las que no deberíamos actuar informados únicamente por la evidencia científica, aunque sea de alta calidad, sin tener en cuenta la experiencia, el contexto y otros insumos.

Si entendemos mejor el valor de las evidencias en las políticas públicas, y las buscamos, seguramente seremos más efectivos. Y acá suele aparecer una confusión. Las evidencias que informan a las políticas pueden ser de dos tipos, y cada uno de estos dos tipos aporta desde su lado. Por un lado, está la ciencia como producto, lo que sabemos sobre un tema. Por ejemplo, sabemos que fumar cigarrillos es dañino para la salud. Una política pública que busque cuidar la salud de los ciudadanos tendrá en cuenta esta información para intentar disminuir el consumo de cigarrillos. Por otro lado, está la ciencia como proceso, que nos permite averiguar si una política funciona o no para lograr lo que se propone. Por ejemplo, ¿subir los impuestos al cigarrillo desalienta su consumo? En este caso, la pregunta de si una decisión es efectiva o no se puede abordar desde la ciencia, como cuando nos fijábamos si un medicamento funcionaba o no. Este último aspecto todavía está particularmente poco explorado en la política pública. Es raro que se diga explícitamente y de manera bien concreta qué se busca lograr con una determinada medida, es raro que se mida qué pasó y es aún más raro que los resultados se utilicen para evaluar si la decisión funcionó o no y, a partir de eso, redefinir el rumbo. Pero es un camino que se está empezando a recorrer, y eso no es poco.

En la política, hay tensiones permanentes entre lo urgente y lo posible, entre los recursos disponibles y la decisión de qué es prioritario y qué no. Incluso, entre los intereses individuales de los tomadores de decisiones, su identidad tribal, la lealtad ante sus espacios de pertenencia y el bien común. A eso se suman los conflictos intragubernamentales, las presiones de agentes externos, la influencia de la oposición partidaria y la percepción pública de la ciudadanía, que con su voto dirá si desea que el rumbo definido se mantenga o no. Esto también debe ser incorporado en una política informada por evidencias.

Otro aspecto a tener en cuenta es que no conviene implementar automáticamente los resultados de una investigación, sino que se debería incluir en la conversación a los expertos involucrados en el camino a esa implementación. Una política que es hermosa en su diseño puede colisionar con la realidad de lugares que tienen sus culturas, sus modos de hacer las cosas, su experiencia en cuanto a qué funciona y qué no. Como nuestro foco es que la política sea efectiva, si no incluimos como interlocutores a los que están “en la trinchera”, por más que las evidencias sean sólidas, es posible que termine no funcionando en el mundo real.

Además, como ya conversamos, a veces, las evidencias serán claras y medianamente completas, pero muchas otras veces no. Hay información incompleta y también conocimiento incompleto. En algunos casos, habrá primero que invertir en generar las evidencias antes de decidir, y esto, claramente, demanda tiempo y recursos de todo tipo, además de una firme decisión política que acompañe. Acá, aparece un desafío más: si antes de tomar una decisión decidimos esperar a tener absolutamente toda la información, corremos el riesgo de caer en algo que puede ser incluso peor: no actuar. No actuar, o tardar en hacerlo, también es una decisión. Pero muchas veces no nos damos cuenta de esto debido a varios sesgos cognitivos. Primero, se resalta lo que sí ocurre y no se ve lo que no ocurre. Además, generalmente, cuando actuamos y después ocurre algo, creemos –a veces correctamente, y a veces no– que hay causalidad, pero no lo hacemos cuando no actuamos y después ocurre algo. Y esto puede ser un problema en cuanto a la toma de decisiones en base a evidencias.

Entonces, ante evidencia incompleta o poco clara, lo que podemos hacer es aplicar el principio de precaución, que podríamos plantear más o menos de esta manera: ¿estamos precipitando acciones sin evidencia suficiente? ¿Estamos postergando acciones con evidencia suficiente? ¿Son estas acciones urgentes? ¿Cuáles son las consecuencias de errar haciendo, y cuáles las de errar no haciendo? Esta última pregunta es clave. Rara vez alguien fue puesto en evidencia por un paso político no dado, pero el costo de un mal resultado en una política puede ser alto para un representante. Con ese sistema de recompensas que nosotros mismos, ciudadanos, alimentamos con nuestros votos, seguimos premiando la inacción, incluso cuando no es la decisión adecuada al considerar las evidencias.

¿Cuántas situaciones actuales son el resultado de la perpetuación de políticas que sabemos que no funcionan, pero no nos animamos a cambiar? ¿Qué tan cerca del precipicio vamos a llegar sin doblar por el solo hecho de no estar seguros de hacia dónde hacerlo? Cambiar la forma de construir estas decisiones tiene que ver, en gran medida, con reconocer cuándo tenemos que hacer algo sí o sí. En esos casos, podemos intentar basarnos en la mejor evidencia disponible, incluso si no es mucha, como se hace en medicina. Será la mejor decisión posible. Nuestro precipicio, lo que está del otro lado de seguir no haciendo, puede ser aún más riesgoso, porque implicaría ignorar las evidencias sobre el camino actual y seguir nuestra intuición, hacer “lo que siempre se hizo”, o seguir sin cuestionamientos lo que un líder o un referente que no está formado en esa área nos dice. Y esto equivale a tirar una moneda y confiar en que las cosas funcionen. Puede salir bien. O no. Y si sale bien, no habremos aprendido nada.

En cuanto a definir políticas públicas, que pueden influir en la vida de muchísimas personas y requerir inversiones de recursos escasos, este enfoque se vuelve todavía más importante. En este caso, no alcanza con decidir algo. Habría que acompañar esa decisión con metas explícitas de lo que se pretende lograr, e indicar, además, cuál será la métrica de éxito. Y, por supuesto, habría que efectivamente medir los resultados, para ver si se alcanzaron o no esas metas, y comunicarlos a la sociedad. Como con cualquier experimento, los objetivos y la definición de éxito de una política deben definirse antes de ponerla en práctica. Lamentablemente, no es frecuente ver a nuestros políticos y Gobiernos explicitar previamente estos puntos. Si no, no importa dónde haya caído la flecha, podemos pintarle el blanco alrededor y decir que hemos triunfado.

Los problemas están claros. La pregunta, como siempre, es cuáles son las alternativas.

PERCEPCIÓN PÚBLICA

En el caso de un Gobierno que debe decidir políticas públicas, gran parte de la presión que tiene proviene de los ciudadanos. Algunos prefieren políticas que “luzcan” razonables, que se acomoden a sus intuiciones y a su sesgo de confirmación, aun si van en contra de la mejor evidencia disponible. En estos casos, hay una tensión muy grande, porque los Gobiernos necesitarán apoyo ciudadano para implementar sus políticas y, si buscan basarlas en evidencias pero la ciudadanía no acompaña, es posible que el enfoque no funcione. Incluso podría ocurrir una especie de ironía dramática de la política orientada por evidencia en la que la acción en sí sea positiva para la población, pero repercuta negativamente en lo electoral para el representante. Otra vez, esto pone una gran responsabilidad, pero también una gran posibilidad, en manos de nosotros, los ciudadanos: votar a quien implementa políticas basadas en evidencia es nuestra forma tangible de estimular a nuestros representantes a abrazar ese camino.

Además, como ya comentamos, si un Estado quiere comunicar una política basada en evidencias a sus ciudadanos para conseguir su apoyo, probablemente sea efectivo que elija expertos que no tengan una “marca partidaria”, para que puedan exponer la política propuesta de manera más neutral y sin carga emocional negativa. Estas “marcas” funcionan como señales para la propia tribu y alejan a las otras. Evitarlas se vuelve parte de la política basada en evidencias, porque si la comunicación falla y el apoyo no se logra, posiblemente la implementación fracase.

A veces, a pesar de tener evidencias disponibles, los políticos las hacen a un lado y apuestan a lo que les dice su intuición o a lo que sus votantes quieren que se haga, lo que equivale a tratar de acertarle con una flecha a un blanco cerrando los ojos en vez de abriéndolos. O, desde una perspectiva más oscura pero quizá más real, a cambiar la diana del bien común por la de la reelección. Es cierto que muchas veces la reelección es en sí misma importante para garantizar cierta continuidad en las políticas públicas definidas en pos del bien común, pero de buenos gobernantes esperaríamos que no buscaran la reelección en contra del bien común.

Por esto, un Estado que se proponga influenciar sus políticas por la evidencia disponible necesitará conseguir apoyo de la sociedad. Para eso, debería comunicar, con claridad y efectividad, que elige priorizar algunos problemas sobre otros y que hay cierta certeza de que la intervención propuesta funcionará debido a tal y tal evidencia. Además, el Estado debería poder medir el éxito de su política de manera clara y comunicar adecuadamente a la sociedad lo ocurrido. Ante esto, nosotros, como ciudadanos, podemos ayudar a que el Estado se haga responsable: podemos señalar el error y también festejar el acierto.

En otros casos, la ciudadanía les pide a los Gobiernos evidencias de que lo que deciden funcionará. Y acá hay otro riesgo: la tensión entre las políticas basadas en evidencias y las evidencias basadas en política (o la fe, la creencia, la convicción o la conveniencia, según corresponda). En las evidencias basadas en política, se descartan del cuerpo total de evidencias aquellas que contradicen nuestra idea preformada, y se eligen –o se inventan, en un ejercicio claro de posverdad intencional– las que sostienen exactamente lo que queríamos concluir de entrada. De algún modo “untar de ciencia” –o de algo que lo parece– una afirmación la vuelve más confiable ante quienes no pueden o no quieren tomarla con una actitud de sano escepticismo. A medida que la percepción pública comienza a ver con buenos ojos el hecho de que una política se base en evidencias, surge una tentación: en vez de obtener y sopesar genuinamente evidencias para definir, en función de ellas, qué medidas se tomarán, lo que algunos hacen es definir primero el rumbo que desean seguir y luego seleccionar solo las evidencias que apoyan ese rumbo, o bien mostrar algo que luzca como evidencia y que no lo sea realmente. Así, una política basada en evidencias empieza a ser a veces más una marca vacía que una cuestión real. Por eso, es importante que reservemos el término para cuando realmente hay evidencias de calidad, y no solo alguna evidencia aislada. Si no se cumple esto, mejor no la llamemos así, o corremos el riesgo de que la expresión termine no significando nada.

Es relativamente sencillo simular que hay evidencias. Si los ciudadanos no estamos muy atentos, no somos expertos o no acudimos a ellos, es posible que estas situaciones –políticas basadas en evidencias y evidencias basadas en política– nos resulten indistinguibles. Garantía de posverdad, otra vez. Y, pensando en la posverdad intencional, quien quiere que se defina determinado rumbo quizá ni siquiera necesita manipular los hechos. Le alcanza con manipular qué hechos muestra y qué hechos no, y comunicarlos de manera que convenza. No hace falta mentir. Con solo barrer debajo de la alfombra la parte de la información que contradice su postura, ya está. Esto es un sesgo de selección, y por eso, es esencial siempre preguntarnos qué información falta. Esto que se ve en políticas públicas y en tantas cuestiones importantes de la vida ciudadana también ocurre a pequeña escala, y todos lo hacemos en mayor o menor medida, y con mayor o menor grado de intencionalidad.

Necesitamos exigir que la ciencia sea sólida y penalizar el uso de la ciencia –o de lo que parece ciencia– como una mera herramienta retórica. Para darnos cuenta de si hay ciencia real en los cimientos de las decisiones, o si se trata solo de la apariencia de ciencia (pseudociencia), podemos hacer varias cosas: precisamente las que estuvimos discutiendo en capítulos anteriores. Una evidencia aislada no alcanza. Se debe tener en cuenta el cuerpo total de evidencias y leer dónde está el consenso. Se debe examinar atentamente el proceso que llevó a determinada afirmación y no solo la afirmación final. El lenguaje de apariencia científica puede funcionar para darle credibilidad a una decisión, pero nosotros podemos evaluar si es solo lenguaje vacío o si detrás hay realmente evidencias sólidas.

Para luchar contra la posverdad en las políticas públicas, necesitamos incluir la mirada basada en evidencias a todo el proceso. Ya que estuvimos hablando en la sección 3 de tabaco, azúcar y cambio climático, veamos por un momento algo de lo que se hizo o se está haciendo en ese sentido. Así, además, veremos de qué manera basar las políticas públicas en evidencias nos puede proteger, al menos en parte, de la posverdad.

POLÍTICAS PÚBLICAS EN TABACO, AZÚCAR Y CAMBIO CLIMÁTICO

Tanto con el tema del tabaco como con el del azúcar, tenemos un problema muy serio: aunque muchos sabemos que el tabaco es dañino y cómo deberíamos comer para estar sanos, pocos logramos el autocontrol necesario para comportarnos de manera saludable. En estos casos, ¿deben intervenir los Estados, mediante impuestos o regulaciones, para intentar modificar los hábitos de los ciudadanos? Los más libertarios dirán algo a favor de la libertad individual, como “una vez que se difunde la información de qué hacer, está en cada uno decidir si la sigue o no”, o pensarán que no hay que tomar medidas que vayan en contra de las industrias, o se opondrán a pagar todavía más impuestos, sean los que fueren. Los más paternalistas lo plantearán como “el Estado debe cuidar a sus ciudadanos controlando qué alimentos están disponibles a la sociedad y qué alimentos no” (y acá tenemos la curiosa paradoja de que, cuando pasamos de alimentos a otras cosas, como por ejemplo, drogas ilegales, algunas personas invierten sus preferencias con respecto a la intervención estatal, lo que nos tienta a preguntarnos qué pasaría si se presentase argumentalmente al azúcar como una droga).

¿Hay que limitarse a educar e informar a la población? ¿O hay que hacer leyes? Teniendo en cuenta lo que sabemos sobre el tabaco y el azúcar, ¿los prohibimos, los permitimos sin controles, o los regulamos? ¿Se puede desalentar el consumo sin prohibir del todo? ¿En qué medida está “bien” interferir desde el Estado y en qué medida no? Si la información es suficiente, ¿por qué se penaliza, por ejemplo, que los motociclistas circulen sin casco? Tanto el tabaco como el exceso de azúcar en la dieta son probadamente dañinos y adictivos: ¿los tratamos del mismo modo, como sustancias peligrosas? ¿O incorporamos a las decisiones el hecho de que el daño del azúcar es solo para quien la consume, mientras que el tabaco daña también a los no fumadores que inhalan el humo de los cigarrillos como fumadores pasivos?

Para distinguir un poco los tantos, el enfoque libertario o el paternalista dependen de la visión del mundo de cada uno, de su ideología, de cuestiones irracionales. Sobre eso, no hay mucho que decir. Cada uno de nosotros se sentirá seguramente más cerca o más lejos de cada una de estas posturas. La pregunta es si estaríamos dispuestos a ceder en ellas si nos presentaran evidencia de que una política efectiva tal vez necesite desafiarlas o relajarlas.

Tratar de lograr consensos políticos y sociales entre personas que piensan diferente en relación con este tipo de cosas es uno de los desafíos de una democracia pluralista. Acá no hay posverdad ni podría haberla, porque no podemos hablar de verdad.

Pasando de la moral a la evidencia, ¿alguna de estas intervenciones es efectiva? ¿Qué sabemos hasta ahora acerca de si se puede modular o no el comportamiento de las personas a través de intervenciones pequeñas que no implican ni permitir sin control, ni prohibir y volver ilegal?

Una vez que aceptamos que no somos capaces de controlar todo, especialmente cuando hablamos de sustancias adictivas y placenteras, podemos pensar en controlar el ambiente que nos rodea para que ese control influya sobre nuestro comportamiento. Nuestra fuerza de voluntad no alcanza, la información no es suficiente. Tenemos que modificar el ambiente para proteger nuestra salud.

El tabaco es generalmente menos conflictivo que el azúcar, en el sentido de que su estatus de sustancia tóxica está mejor comprendido y su efecto dañino sobre personas que no son fumadoras se conoce bien. Además, al no ser algo necesario para la supervivencia, como sí lo es la comida, su regulación suele estar más aceptada por la sociedad (lo que no quiere decir que sea un buen argumento, sino simplemente una percepción que debe ser tenida en cuenta).

Además de considerar el bienestar de los ciudadanos, hay razones económicas para definir políticas públicas. En temas de salud, la prevención muchas veces es menos costosa que el tratamiento de los enfermos, lo que incluso podría significar una aproximación donde tanto libertarios como paternalistas encuentren acciones que los satisfagan, al lograr al mismo tiempo efectos mensurables sobre el bienestar de las personas mediante la intervención del Estado, pero minimizando dicha inversión.

TABACO

En el caso de fumar cigarrillos, el daño no es solo para el fumador, sino también para los que lo rodean. Por eso, el enfoque de las políticas antitabaco suele basarse en la protección de la salud de la población en su totalidad, y no solo en intentar que no haya nuevos fumadores o que los que ya lo son dejen ese hábito.

Las campañas informativas no suelen cambiar demasiado el comportamiento de las personas que fuman. La mayoría sabe bien que el tabaco es muy dañino para la salud, pero no logra o no quiere dejarlo. Cuando pedir autocontrol falla tan estrepitosamente, lo que se intenta es modificar el ambiente para que desaliente el consumo de tabaco. Así, se busca influir en el comportamiento del fumador sin que se pretenda cambiar sus creencias. Una estrategia es aumentar los impuestos al cigarrillo, lo que encarece el producto y lo vuelve menos accesible al bolsillo del consumidor. También, se pueden establecer normas que prohíban fumar en determinados espacios.

La Organización Mundial de la Salud (OMS) considera al tabaco una sustancia extremadamente dañina, y sugiere medidas para controlarla. Tímidamente, empiezan también a aparecer evidencias de qué políticas son efectivas y qué políticas no en el control del tabaco. Según la OMS, “subir los impuestos para incrementar los precios de los productos de tabaco es la forma más efectiva y costoeficaz de reducir el consumo de tabaco y alentar a los fumadores a abandonar el hábito. Sin embargo, es una de las medidas de control del tabaco menos utilizada”.

Una de las primeras cosas que tendremos que hacer para combatir la posverdad es diferenciar con claridad qué afirmaciones son fácticas y qué afirmaciones no lo son. Si subir los impuestos es la medida más costoefectiva, estamos hablando de algo que podemos considerar verdad ya no solo a nivel científico, sino también como política pública. Es una evidencia lograda a partir de medir costos y efectividad de la medida precisamente desde esa perspectiva. Por lo tanto, hacer esto a un lado o negarlo es caer en posverdad. Y acá también es importante el argumento que se usa. Si alguien dice que “no hay que subir los impuestos porque no va a funcionar”, es posverdad. En cambio, si alguien sostiene que “no hay que subir los impuestos porque el Estado no debe ocuparse de tratar de cuidar a personas que voluntariamente deciden dañarse la salud fumando”, es un argumento ideológico con el que podremos concordar o no, pero no es posverdad.

El hecho de que, aun sabiendo lo que se sabe, el aumento de los impuestos al tabaco no sea todavía una medida muy frecuente es una muestra de que, más allá de que se sepa cuál es la mejor decisión, “del dicho al hecho hay mucho trecho”. Habrá que entender mejor qué factores están ayudando a que esto no logre implementarse más fácilmente. Quizás, haya una influencia de la industria o algo similar, lo que podríamos considerar posverdad intencional. Por ejemplo, una de las medidas que resultaron más efectivas en términos de disminución de las ventas como modo de proteger la salud pública es obligar a las tabacaleras a hacer paquetes con colores poco atractivos, que fueran similares entre sí y que no señalaran fuertemente la marca. Pero la industria del tabaco no se quedó de brazos cruzados ante esto: Philip Morris demandó a Australia (¡un país entero!) por tomar esta medida, y perdió el juicio. La industria intenta protegerse de las medidas que se toman en su contra.

En el caso de los impuestos, también podría haber oposición de los fumadores o de los ciudadanos más libertarios. Los fumadores son votantes, y si la percepción pública sobre estos impuestos es negativa, quizás eso esté enlenteciendo la aplicación de estas decisiones.

En Argentina, en los últimos años se vio un cambio cultural bastante rápido respecto del tabaco. Hoy, es casi impensable que alguien fume en un espacio público cerrado. Hace veinte años no era así. Si lo que tenemos es una percepción pública contraria al aumento de impuestos específicos para el tabaco, habría que ver si esto va cambiando junto con el cambio en la perspectiva de la sociedad frente a este tema.

AZÚCAR

Cuando analizamos el daño a la salud que provoca el azúcar y la aparente influencia de la industria a la hora de ocultar o disimular esta información, nos quedó pendiente ver qué se puede hacer al respecto. A nivel individual, ¿cuál es el consejo de salud respecto de nuestra dieta que podríamos tener en cuenta con la evidencia disponible hoy? Posiblemente, algo muy sencillo: dieta equilibrada, evitar excesos de azúcares agregados, grasas saturadas y sal.

Se sabe que las personas consumimos más comida y bebida si nos son presentadas en porciones grandes, en platos grandes y vasos grandes. Tomamos menos vino si las copas son pequeñas, y comemos menos si la comida se sirve en un plato pequeño, que entonces parece lleno. Sí, uno quizá sepa racionalmente que está siendo engañado de algún modo, pero una y otra vez se demuestra que, aunque lo sepamos, el engaño igualmente tiene efecto en nosotros. Este es otro ejemplo, muy pequeño, en el que tenemos que cuidar que no se nos cuele la posverdad: si nuestra intuición nos dice que esto no puede ser así, y las evidencias, muy contundentes, dicen que sí, ¿en qué confiamos? Esto es algo que podemos considerar que se sabe. Hacerlo a un lado, negarlo o sostener que “para mí no es así” o “no estoy de acuerdo” es colaborar con la posverdad.

Hoy, muchos especialistas hablan de que nos rodea un ambiente obesogénico. ¿Se pueden pensar políticas públicas de salud que ayuden a prevenir la obesidad y las enfermedades metabólicas? Algunos países intentan resolver esto a través de impuestos a los productos dañinos, disminución de la disponibilidad mediante trabas al acceso como horarios reducidos de venta, edades mínimas para poder comprar los productos, disminución o prohibición de la publicidad, etc.

Hay países que implementaron el impuesto al azúcar (sugar tax), que encarece levemente los productos azucarados. Así, las comidas y bebidas ricas en azúcar no están prohibidas, pero su consumo se desalienta. Al año 2018, unos treinta países instalaron el impuesto al azúcar.

México es uno de los países con mayor obesidad del mundo: en 1980, el 7% de los mexicanos era obeso, pero para el 2016 ese valor ya se había triplicado (20,3%). Debido a esta situación alarmante, México estableció en 2014 un impuesto del 10%, y en los pocos años que pasaron, ya se ven efectos: hubo una disminución de las ventas de bebidas azucaradas (gaseosas, jugos) del 5,5% ese primer año, y del 9,7% durante el año 2015, mientras que la venta de bebidas sin este impuesto aumentó en promedio un 2,1% durante esos dos años. Por supuesto, no pasó el tiempo suficiente para saber si estos cambios están modificando la tendencia que se observaba con la obesidad, pero por ahora hubo un efecto en las ventas.

Esto también es importante: comprender qué evidencias ya tenemos y cuál es su grado de confiabilidad, ser exigentes con qué evidencias todavía faltan y cómo intentar obtenerlas y, además, decidir con qué nivel de certeza estamos dispuestos a actuar (o a no actuar), y definir políticas públicas en este caso. No es fácil. Hay intereses entremezclados y sesgos propios y ajenos.

La presión de la industria ante el impuesto al azúcar suele ser feroz. A modo de ejemplo, en países que buscan establecer este impuesto, como el Reino Unido y Argentina, Coca-Cola ha sostenido que reduciría las inversiones. No sabemos aún si el impuesto a las bebidas azucaradas efectivamente puede provocar una reducción en la obesidad. El descenso en las ventas ocurre, pero quizá no es suficiente para tener impacto en una enfermedad multifactorial y compleja como es esta. Sin embargo, puede ser algo a tener en cuenta.

Esta es ya una situación menos clara que la que vimos con el tabaco. Pero ante la mejor evidencia disponible, aunque todavía sea poca y algo confusa, necesitamos preguntarnos cuál es el peligro de equivocarnos haciendo y cuál el de equivocarnos no haciendo. En el caso de las enfermedades metabólicas, que se manifiestan luego de muchos años, la pregunta es si podemos esperar a tener mejores evidencias ante una epidemia de obesidad galopante como la que estamos viendo.

Con evidencia incompleta como esta, ¿deberíamos actuar o no? Si el impuesto al azúcar no alcanza, ¿sería mejor no hacerlo? En el informe de 2015 de la Organización Mundial de la Salud sobre “Políticas fiscales para la dieta y la prevención de las enfermedades no contagiosas”, se recomienda un impuesto al azúcar que encarezca al menos un 20% el precio de las bebidas azucaradas y un subsidio a frutas y verduras que las abaraten. Estas sugerencias pueden informar a los países para que cada uno decida si las adopta o no, o en qué medida lo hace.

Pasamos así del tabaco, donde, al haber pasado más tiempo, todo está más claro, al azúcar, donde las cosas son más “sucias” y tenemos presión por actuar porque el riesgo de no hacer nada es muy alto. Esta es la vida real.

Existen Estados más y menos cómodos con la idea de enfrentar las políticas públicas como problemas de diseño en los que es clave la idea de establecer ciclos de “hacer, medir, aprender y repetir”, aceptando que cada intento proveerá información para que el próximo sea más exitoso. La tensión entre esperar a obtener más evidencias antes de tomar una decisión en política pública y la urgencia de resolver algunos problemas se resuelve de manera diferente en cada país. Algunos esperan para actuar, otros prueban y aprenden. Llevó unos cuarenta años empezar a probar legislación que mitigase los efectos negativos del tabaco. En ese caso, seguramente habría sido mejor comenzar antes. Quizá con el azúcar estemos en una situación similar. Quizás esta vez podamos hacer las cosas de otro modo.

CAMBIO CLIMÁTICO ANTROPOGÉNICO

Y, si el problema del azúcar es complicado, el del cambio climático lo es mucho más. Acá, las evidencias son mucho menos claras para el no experto, los efectos no se notan en el día a día –lo que despierta sesgos cognitivos en nosotros– y el tema es tan complejo y de tan gran escala que requiere de soluciones que involucran países enteros. Además, es un asunto que, al menos en Estados Unidos, está muy cargado políticamente, como ya vimos, y muy sometido a la posverdad. ¿Cómo definir políticas públicas efectivas en un contexto así?

En el tema del cambio climático, lo que se sabe se sabe muy bien –hay un cambio climático antropogénico y es muy peligroso– y las decisiones que hay que tomar deben implementarse con urgencia y ser efectivas, o no lograremos resolver el problema. El riesgo en este caso no es tanto equivocarnos haciendo, sino equivocarnos no haciendo lo suficiente.

En el cambio climático, la posverdad asume distintas formas, y las posturas que se oponen al consenso no suelen decirlo explícitamente. A veces, se difunden mentiras en forma de noticias falsas, pero otras veces, se trata de críticas que en mayor o menor medida podrían tener cierta razón de ser. En este sentido, lo que aparece más frecuentemente es una referencia a que hacen falta más datos para estar seguros, o a que, en realidad, determinada evidencia podría interpretarse de otra manera, o a que los pronósticos a futuro están mal calculados. Por supuesto, todo esto podría ser cierto. Siempre necesitamos seguir investigando y, de hecho, es lo que se hace. También es posible que una evidencia en particular admita múltiples interpretaciones, pero aun si fuera así, el cuerpo de evidencias total es tan robusto que no se vería amenazado por esta situación. Y en cuanto a los pronósticos respecto de cuánto se espera que siga aumentando la temperatura global, y qué efectos podría tener esto, la pregunta no es tanto si estarán errados o no, sino si estamos dispuestos a correr el riesgo.

Para resolver este problema, necesitamos vencer la posverdad juntos, como una gran tribu humana que vive en este planeta común a todos.

Todos sabemos que deberíamos hacer ejercicio, comer de manera saludable, dormir ocho horas diarias, no fumar y usar protector solar. Pocos de nosotros hacemos todo eso. Sabemos que es posible que, aun tomando todos los recaudos, enfermemos de algo. También sabemos que es posible que logremos vivir vidas largas y con salud incluso sin cuidarnos en todos estos aspectos. Sí, todo eso es posible, pero no es la manera adecuada de pensarlo: lo que debemos pensar es que nuestro riesgo de enfermar es mucho mayor si no nos cuidamos. Con el cambio climático ocurre algo similar. Incluso si los temores fueran exagerados, y no fuera necesario reducir tan rápidamente la emisión de dióxido de carbono, el riesgo de no tomar las medidas adecuadas en el momento adecuado, y que las consecuencias sean catastróficas e irreversibles, nos pone a todos en peligro, ya no a nivel individual, sino a nivel especie. Mostrarse escéptico o prudente en esta situación está muy cerca de la deshonestidad intelectual.

Estar alerta ante las afirmaciones de la ciencia es una actitud deseable, de sano escepticismo. Pero, en un momento, si esto migra a un negacionismo, estamos hablando de otra cosa.

El cambio climático antropogénico es un hecho. Esa es toda la verdad que podemos determinar desde el lado de la ciencia. Del otro lado, están la mentira y las herramientas falaces de la posverdad, que hoy se usan para insinuar dudas sobre este tema como ayer se usaron para insistir en que el tabaco no era carcinogénico, y que siguen presentes, lamentablemente, en la idea –equivocada– de que las vacunas provocan autismo. Estos son solo ejemplos. Quién sabe para qué fin innoble se usarán en el futuro estas mismas estrategias. En este escenario, el juego de salón de la moderación no es una actitud de sana cautela, sino apenas un modo psicológicamente barato de aparentar prudencia, e implica quedar del lado de la mentira y de sus consecuencias.

EXPERIMENTOS SOCIALES

Los ejemplos anteriores son situaciones actuales, urgentes, para las que se deben elegir rumbos de acción en base a información no del todo completa y clara. Pero ¿cómo podríamos averiguar si una determinada línea de acción es efectiva y, sobre todo, si es o no más efectiva que las alternativas? Esta es una pregunta fáctica y, como vimos, es posible abordarla con la misma metodología de la ciencia.

Abhijit Banerjee y Esther Duflo son dos economistas que, desde hace muchos años, se dedican a realizar experimentos sociales con la lógica de los randomised controlled trials (RCT) ara conseguir evidencias confiables que puedan guiar políticas públicas. Fundaron una organización llamada J-PAL, a la que se pueden afiliar investigadores de todo el mundo. El objetivo de esta organización es realizar investigaciones y capacitaciones para conseguir y difundir “evidencia rigurosa sobre qué políticas públicas y programas sociales realmente funcionan”. En una de sus muchas investigaciones, se propusieron averiguar cómo mejorar la cobertura de vacunación en zonas rurales de India.

India tiene un sistema de salud público con una distribución razonable de clínicas de salud a lo largo del país. Sin embargo, se vio que, en la zona de Udaipur, un 45% del personal de salud que administra las vacunas, entre otras responsabilidades, no estaba presente en las clínicas en un día determinado, por lo que estas estaban cerradas. Era posible, entonces, que, ante esta realidad, muchos padres no dejaran sus tareas diarias para dirigirse con sus niños a las clínicas por no tener la certeza de que estas estarían abiertas.

En base a estas hipótesis, se realizó el siguiente experimento. Se tomaron 134 pueblos y se los asignó, de manera aleatoria, a tres grupos distintos: 30 pueblos recibieron campamentos móviles de vacunación, otros 30 también recibieron campamentos de vacunación y, además, un pequeño incentivo (una bolsa de un kilo de lentejas por vacunación, y un set de platos si completaban el esquema) para los padres que llevaran a sus hijos a ser vacunados, y los otros 74 pueblos sirvieron de grupo control. Vemos así que esto es, en esencia, un estudio aleatorizado y controlado, un RCT como los que presentamos. Los dos grupos de pueblos que recibieron campamentos de vacunación los publicitaron: un trabajador social del mismo pueblo se encargaba de informar a las madres de la existencia del campamento y del beneficio de la vacunación.

Se midió cuántos chicos recibieron una dosis de vacunas y cuántos completaron el esquema. Los resultados fueron asombrosos. Muchos recibieron una dosis, no completaron el esquema pero, aun así, solo contando con los campamentos de vacunación, se logró triplicar la cantidad de chicos que recibían el esquema completo, que pasó del 6% (grupo control) al 18% (grupos con campamentos). Ese fue el efecto de tener los campamentos en vez de las clínicas que los padres nunca sabían si iban a estar abiertas o no. ¿Y el efecto del incentivo? Para eso, los dos grupos a comparar eran el de campamentos sin incentivo y el de campamentos con incentivo para los padres. En este caso, la presencia del incentivo duplicó la cantidad de chicos que recibieron el esquema completo. De esta manera, se consiguieron evidencias confiables y rigurosas de que otorgar campamentos de vacunación y sencillos incentivos logra llevar del 6% al 39% la cantidad de chicos vacunados con el esquema completo, que requería al menos cinco visitas al campamento.

Se podría pensar que esto es muy caro para que el Estado indio implemente esta intervención a mayor escala, pero al hacer las cuentas, se ve que dar el incentivo hace que el costo por niño vacunado descienda a la mitad, en otro ejemplo de que no debemos confiar demasiado en nuestra intuición. Esto se debía a que cada campamento lograba vacunar más niños por día a causa del incentivo (y solo podemos decir “a causa del incentivo” gracias a que se hizo un experimento prolijo). De esa manera, logramos probar causalidad de manera mucho más confiable que si nos hubiéramos limitado a realizar observaciones para intentar identificar correlaciones.

Por supuesto, esta metodología también despierta críticas, algunas más válidas y más solucionables que otras. Lo que plantean quienes se dedican a hacer experimentos sociales como estos es que una respuesta pequeña pero genuina es mucho más útil y da mucha más información que una respuesta tentativa y poco confiable. Por otro lado, algunas críticas posibles tienen que ver con aspectos éticos. En esta investigación, hubo pueblos que no recibieron campamentos de vacunación. ¿Fueron, entonces, privados de una medida efectiva? No realmente, porque no se sabía que era efectiva hasta no haber hecho el experimento. Hubo padres que recibieron incentivos por vacunar a sus hijos. ¿Este beneficio significa que se los “compró” o se los obligó a hacer algo que no querían hacer? ¿Podría ser que las lentejas hubieran presionado a los padres para que hicieran algo de lo que no estaban convencidos? Lo más probable es que no, porque en esas poblaciones, un kilo de lentejas no representa un beneficio tan alto. Una familia que se opusiera a la vacunación activamente, muy probablemente no habría sido convencida solo con lentejas. El efecto de este incentivo posiblemente se vinculó más con que fue suficiente para que muchas familias, que quizás eran indiferentes a la vacunación y no contrarias a ella, lograran organizarse como para dejar sus tareas diarias y llevar a sus hijos al campamento de vacunación.

¿De qué le sirve a India, y potencialmente a otros países, el resultado de esta investigación en particular? Al ver la efectividad de tener disponibles lugares de vacunación que los padres saben que estarán abiertos, India podría realizar políticas tendientes a disminuir el ausentismo del personal de salud en sus clínicas. Además, ofrecer pequeñas recompensas no solo aumenta el porcentaje de niños vacunados, sino que abarata la intervención.

Respecto de lo caro de diseñar e implementar un RCT de políticas públicas, pensemos lo siguiente: son caros, pero al generar respuestas más confiables acerca de lo que sí funciona y lo que no, a largo plazo posiblemente permitan que el Estado ahorre dinero. Si un político, intuitivamente, hubiera dicho “hagan los campamentos de vacunación, pero no lo de las lentejas, porque eso encarece mucho la intervención”, habría logrado vacunar a muchos niños, pero se habría perdido la oportunidad de vacunar a más de ellos, y a menor costo por niño vacunado.

Los experimentos sociales deben ser realizados con mucho cuidado, no solo desde lo metodológico, sino también desde lo ético. Además, debe estar claro el alcance de sus conclusiones. Una vez logrado esto, la información que proveen puede volver las políticas públicas más efectivas. ¿No es ese el objetivo real de las políticas públicas: mejorar la calidad de vida de los ciudadanos?

Cada vez son más numerosos los ejemplos de políticas públicas que se están llevando a cabo en diversos países del mundo con una mirada basada en evidencias de que efectivamente funcionan. No son una idea teórica o académica. Se están haciendo, y algunas tienen resultados sorprendentes.

PROBLEMAS COMPLEJOS

Muchas veces, creemos que las soluciones que funcionan para resolver problemas pequeños, acotados, o que aparentan ser simples, no son las mismas que sirven para los problemas más complejos, como podrían ser, por ejemplo, una multinacional definiendo protocolos de fabricación y distribución de sus productos, una empresa de marketing que busca hacer campañas de publicidad efectivas o, incluso, un Estado decidiendo políticas públicas. Todos estos problemas tienen en común que también necesitan evidencias, datos, para averiguar si lo que se hace funciona o no. Y es acá donde entra la ciencia como metodología, como proceso.

Los RCT no son siempre posibles, ni deseables. Pero, si podemos hacerlos, son una estrategia maravillosa para responder preguntas. Nos permiten hacer a un lado muchos sesgos, incluso aquellos de los que no somos conscientes. Nuestras intuiciones respecto de lo que debería ocurrir dejan de importar, y tenemos resultados objetivos que nos pueden decir si algo funciona o no. Ese “algo” puede ser casi cualquier cosa en la que nos interese averiguar si algo funciona o no, desde una estrategia de comunicación a políticas públicas. Cuando Wikipedia quiere pedir donaciones en su sitio, envía al azar distintos mensajes, mide cuántos clicks y dinero recibe con cada uno, y luego ajusta su comunicación seleccionando los mensajes que fueron más efectivos. Eso también es un experimento y, en particular, tiene la misma estructura que un RCT, ya que hay aleatorización y grupos control.

Tenemos estrategias para abordar problemas complejos, incluso en ámbitos más típicos de las humanidades, con la misma metodología básica que venimos describiendo hasta ahora. Y esta metodología es parte integral de nuestra lucha contra la posverdad porque nos permite diferenciar lo cierto de lo falso, lo real de lo imaginario: ¿cómo combatir la pobreza?, ¿cómo aumentar la seguridad en las ciudades?, ¿cómo mejorar la educación de los niños? Necesitamos tomar estas grandes preguntas, que son las importantes, y separarlas en porciones pequeñas que sean resolubles, que puedan ser respondidas. Las preguntas grandes son inabordables. Las pequeñas, bien construidas, sirven. En vez de intentar resolver el gran problema de cómo mejorar la salud de una población entera, podemos primero partirlo en porciones atacables. Por ejemplo, ¿cómo podemos mejorar la cobertura de vacunación en zonas en las que todavía hay pocas personas vacunadas? Y esta es ahora una pregunta que podemos responder buscando evidencias. Hay muchas razones que podrían explicar por qué hay zonas en las que el porcentaje de niños vacunados es todavía muy bajo. Dado que las vacunas suelen ser gratis, ¿por qué los padres no vacunan a sus hijos? ¿Hay resistencia cultural? ¿Los padres postergan la vacunación porque no le ven un valor claro? ¿O es que los centros de vacunación no están siempre abiertos y disponibles? Cada una de estas posibles razones tiene una solución distinta. Si no sabemos lo que efectivamente pasa, menos aún podremos resolverlo.

Si nos enfocamos en definir preguntas pequeñas y acotadas que sí podemos responder, y cuyas respuestas nos pueden llevar a contestar las grandes preguntas, estaremos dando pasos claros y firmes hacia la solución. Esos pasos serían lentos, pero representarían un avance genuino. Un avance pequeño pero genuino mata a las grandes intenciones.

Todos estamos acostumbrados a escuchar a nuestros funcionarios anunciar medidas que “claramente” van a disminuir el desempleo, mejorar la educación o la salud, o aumentar la seguridad. Sin embargo, ¿sabemos si esas propuestas van a funcionar o no? Una vez que se hayan llevado a cabo, ¿sabremos si funcionaron o no? En algo que parece un secreto a voces, la respuesta a estas dos preguntas suele ser un tajante “no”. Incluso con la mejor de las intenciones, y con el sentido común diciéndoles a los gobernantes y a los ciudadanos que seguro que esta vez sí, esta medida va a ser efectiva (no como las de gobernantes anteriores), lo concreto es que no solo no suele medirse muy prolijamente si la medida que se tomó realmente funcionó, sino que se destinan recursos a llevarla a cabo generalmente sin saber si funcionará o no. Como pensamos con el cambio climático, ¿cuál es el riesgo de equivocarnos haciendo o de equivocarnos no haciendo? En el caso de los recursos limitados de cualquier Estado, equivocarnos apostando a una política no efectiva no solo implica perder la oportunidad de solucionar ese problema, sino también reducir los recursos disponibles para abordar otros. Y no podemos hacer a un lado esta realidad.

No es fácil. El mundo real es complejo. Pero queremos mejorarlo y, para eso, contamos con la ayuda de las evidencias, que pueden guiar las políticas públicas. Pueden guiarlas, pero después está en nosotros decidir cuánto influirán en la decisión final. Salgamos de la falsa dicotomía entre los “tecnócratas” y los “políticos”. Formemos equipos multidisciplinarios de expertos que puedan dialogar entre sí: investigadores, gestores, políticos, etc.

La realidad es que, sin la experticia de los políticos en navegar las presiones de los lobbys, de los medios de comunicación y de la opinión pública, es difícil que una política basada en evidencias tenga aceptación y se lleve a cabo. Pero sin una perspectiva basada en evidencias, sin métricas claras de éxito y sin que nuestros representantes deban rendirnos cuenta de sus decisiones, las políticas elegidas serán aquellas que más fácilmente naveguen esas presiones, en lugar de las que logren sortearlas priorizando el bien común.

QUE FUNCIONE

Cuando ponemos explícitamente el foco en el hecho de que una política pública funcione, revalorizamos la evidencia y le damos el lugar que merece. Esto no excluye la ideología, que se reubica en otros aspectos: hay miradas ideológicas tanto en la delimitación y priorización de los problemas como en la incorporación o no de “capas de complejidad” que incluyen tradiciones, valores y ese tipo de enfoques.

En la lucha contra la posverdad, mirar esto nos puede ayudar a no sucumbir (tanto) a intereses ajenos, a eventuales intentos de algunos actores de generar confusión y disimular u ocultar la verdad. Y nuestro horizonte queda claramente señalado como el que busca el bien común.

Para esto, una nueva Guía de Supervivencia de Bolsillo, muy breve, que se suma a las anteriores:

GUÍA DE SUPERVIVENCIA DE BOLSILLO N° 11
¿Cómo encaminarnos hacia políticas públicas efectivas?

1. ¿Cuán comprometidos estamos con la idea de “hacer, medir, aprender y repetir” como modo de abordar los problemas?

2. ¿Podemos identificar claramente el problema que se quiere solucionar? ¿Qué evidencias tenemos o necesitamos para pensar una política pública efectiva? ¿Qué aspectos no basados en evidencias se deberían incluir?

3. ¿Estamos precipitando acciones sin evidencia suficiente? ¿Estamos postergando acciones con evidencia suficiente? ¿Son estas acciones urgentes? ¿Cuáles son las consecuencias de errar haciendo, y cuáles las de errar no haciendo?

4. ¿Cómo mediremos si la política pública implementada fue efectiva? ¿Estamos dispuestos a cambiar el rumbo si no lo fue?

Esta Guía de Supervivencia, planteada desde el punto de vista de los tomadores de decisiones, también incluye a la ciudadanía, que puede exigir a los Gobiernos que adopten un enfoque de este estilo y puede penalizarlos cuando no lo hagan y celebrar cuando sí. Así, todos los interlocutores quedamos incluidos y comprometidos con este enfoque. Hay esperanza.

Pero esto no será suficiente. También es necesario que podamos, como una gran familia humana, comunicarnos entre nosotros para lograr convivir, quizá desde el acuerdo y quizá desde el desacuerdo, en una única realidad compartida por todos, una que excluya la posverdad. En el próximo capítulo, abordaremos la comunicación con una mirada similar a la planteada en este: basándonos en evidencias, pero incluyendo otras capas de complejidad.