La era de la posverdad

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¿Cómo funciona la ciencia?

CÓMO SABEMOS LO QUE SABEMOS

Mencionamos ya que identificamos dos tipos de posverdades: una casual o culposa, que emerge del comportamiento de cada uno de nosotros, y otra intencional o dolosa, generada por personas o grupos de interés que, de algún modo, aprendieron a utilizar, a hackear, los mecanismos de la posverdad casual para su propio beneficio.

Como un primer paso para empezar a recorrer el camino que nos permitirá reconocer la posverdad y enfrentarla, necesitamos darnos cuenta de cómo podríamos diferenciar algo que se sabe de algo que no. O sea, necesitamos poder responder la pregunta: ¿cómo sabemos lo que sabemos?

Momento de construir una base fuerte: vamos a discutir acá cómo identificar y sopesar las distintas evidencias que podemos obtener alrededor de cuestiones fácticas, las que nos permiten hablar con mayor claridad de la existencia de la verdad en un sentido práctico. Y para eso, también, hablaremos de cómo evaluar consensos y tener en cuenta las incertezas.

Como intento de que esta sección no se nos contamine con posverdad, iremos entrando al agua de a poco. Los ejemplos e historias elegidos serán poco conflictivos, seleccionados para ilustrar estos puntos centrales acerca de cómo sabemos lo que sabemos. En la segunda sección, abordaremos los principales mecanismos que generan la posverdad casual, y en la tercera, hablaremos de algunos ejemplos que muestran la posverdad intencional en acción. Por último, en la cuarta sección tomaremos todo lo anterior para mirar hacia adelante y ver cómo sobrevivir a la posverdad.

LA ERA DE LA POSVERDAD

PODEMOS SABER

Linus Pauling fue uno de los científicos más importantes del siglo XX. Sus descubrimientos acerca de la naturaleza de las uniones químicas le valieron el premio Nobel de Química en 1954. Luego del horror de las bombas nucleares en Hiroshima y Nagasaki, se convirtió en un importante activista político y recibió el premio Nobel de la Paz en 1962.

Así que, cuando Pauling se abocó, a fines de los años 60, a defender la idea de que los resfríos se pueden prevenir o acortar con la ingesta de vitamina C, muchos lo tuvieron en cuenta. El sonido de la tableta naranja efervescente disolviéndose en agua es parte de la infancia de muchos de nosotros. No es que nuestros padres estuvieran locos, la idea de que tomar uno o dos gramos de vitamina C por día protege de los resfríos parecía razonable: Pauling, un hombre de una inteligencia y dedicación notables, premiado por la comunidad de investigadores, decía que la vitamina C curaba los resfríos. Debía de tener razón, ¿no?

A veces, contaré historias. No porque las historias en sí demuestren algo. No lo hacen, ya que, como autora, selecciono las historias que ilustran lo que quiero contar, y además, en todo caso, no son generalmente más que anécdotas particulares, algo muy lejos de ser prueba de nada. Pero las historias, muchas veces, son interesantes en sí mismas: nos dan contexto, nos presentan épocas y personas. Además, las historias están con nosotros desde hace mucho. Son parte de nuestra humanidad.

Pauling fundó un instituto para investigar los beneficios de la vitamina C. Y aunque no es obvio, acá aparece un problema: cuando los científicos diseñan experimentos, lo hacen para averiguar si algo es o no compatible con cómo lo imaginan, no para confirmar que algo es de ese modo. Pauling ya estaba convencido de que la vitamina C funcionaba, aun antes de hacer ningún experimento, y he aquí el problema: hay una enorme diferencia entre creer que algo puede ser cierto, y estar convencido de que algo es cierto antes de tener pruebas concretas de que es así.

Pauling había comenzado a tomar diariamente tres gramos de vitamina C, estaba seguro de que se resfriaba menos, y –encima– de que eso ocurría debido a la megadosis de esa vitamina (dosis de más de uno o dos gramos diarios de vitamina C ya se consideran extremadamente grandes). Con esa creencia, y sumando algunas investigaciones que había leído sobre el tema, en 1970 escribió un libro de divulgación que tuvo mucho éxito y que instaló en la sociedad la idea de que la vitamina C era efectiva contra los resfríos. Alrededor de todo esto, comenzó la industria de la venta de suplementos de vitamina C en las farmacias. Pocos años después, ya eran millones y millones las personas que seguían el consejo de Pauling de tomar dos o tres gramos de vitamina C por día.

Pero Pauling no tenía razón. Las opiniones de los científicos, aunque a veces a algunos de ellos no les guste, no tienen más valor que las de cualquier otra persona. Las opiniones sobre temas fácticos solo valen cuando están basadas en evidencias. Para obtener evidencias, se necesita realizar una investigación científica que cumpla determinadas reglas para dar resultados confiables. Cuando es así, no solo dejan de ser meras opiniones, sino que deja de ser importante quién es el emisor (o si ese emisor es o no un científico). La ciencia es un cómo, no un qué, y mucho menos, un quién.

Los primeros experimentos de Pauling dieron resultados que parecían avalar la efectividad de la vitamina. Pero hacia 1980, comenzaron las primeras dudas, basadas principalmente en que la metodología de los experimentos de Pauling no era del todo correcta, y en que las interpretaciones de los resultados eran sesgadas. Un cómo, dijimos, ni un qué, ni mucho menos, un quién.

¿Qué podría haber hecho Pauling para confirmar si su sospecha era cierta de manera menos sesgada? Para empezar, podría haber comparado un grupo de personas que recibiese la vitamina con uno que tomase algo que luciera igual, pero que no tuviera la vitamina (esto se conoce como placebo). Además, como lo que se evaluaba era la aparición de resfríos –una enfermedad de sintomatología muy variable entre las personas–, habría sido necesario que estos grupos estuvieran compuestos por muchos individuos (de modo que disminuyera el peso de las particularidades de cada uno), y que el estudio fuera suficientemente largo en el tiempo. Si Pauling todavía hubiera querido tener más información, debería haber repetido el experimento varias veces, y esto debería haber dado siempre más o menos el mismo resultado para poder afirmar que, efectivamente, la vitamina C funcionaba contra los resfríos.

Pero no hizo nada de esto, o lo hizo a medias. Algunos de los problemas metodológicos de los experimentos de Pauling eran que no tenían un grupo de personas control que recibiera placebos, los grupos eran muy pequeños y los resultados no eran adecuadamente interpretados.

Interesados por los resultados, otros institutos se sumaron a la investigación del tema. Los nuevos estudios eran mejores y más cuidadosos desde el punto de vista metodológico. Y acá empezaron las diferencias grandes, porque los nuevos resultados que se obtenían se inclinaban hacia que las personas tratadas con vitamina C y las tratadas con un placebo se resfriaban igual. En el mejor de los casos, el grupo tratado con vitamina manifestaba resfríos menos severos, pero no mucho más que eso. Pauling no aceptó estos resultados y nunca cambió su postura al respecto. La comunidad médica y científica, que tenía en cuenta la calidad y cantidad de las evidencias disponibles, nunca lo avaló.

Por un lado, tenemos la opinión de un genio, Linus Pauling. Por el otro, una masa de evidencia experimental de calidad. Está claro que lo que sabemos es que no parece que se justifique consumir dosis tan altas de vitamina C. La cantidad de vitamina C que necesitamos para estar saludables bien puede obtenerse con una dieta adecuada rica en alimentos que la contienen.

Sin embargo, estos suplementos se siguen vendiendo en las farmacias y muchos los siguen comprando. ¿Por qué? Vamos a intentar entenderlo.

 

EVIDENCIA, NECESITAMOS EVIDENCIA

La información nos llega a través de muchos canales distintos. Hablamos con vecinos, amigos, familiares. Leemos diarios, vemos la televisión. Participamos de redes sociales. Escuchamos a expertos, a nuestros médicos, a nuestros referentes culturales, a los famosos. Tenemos también nuestra experiencia personal: los aprendizajes de la vida. Todo eso confluye en hacernos llegar opiniones o ideas acerca del mundo en un bombardeo que no siempre alcanzamos a evaluar con cuidado. Porque, claro, información no quiere decir verdad: hay información de buena calidad y de mala calidad, hay información verdadera, probable, dudosa y falsa, en una escalerita descendente que nos acerca más y más a la posverdad, si no tenemos cuidado.

No todo en la vida es intercambiar información, claro. Los seres humanos somos muy complejos. Pensamos a partir de una combinación de varios componentes que se mezclan y entrelazan: razón, emoción, valores, tradiciones, intuiciones. Somos seres individuales, todos diferentes, pero con mucho en común. Valoramos la belleza del mundo. Hay belleza en el arte, en la matemática y en la naturaleza, y cada uno la ve de un modo particular y único. Pensar en términos de evidencias quizá parezca algo muy frío y analítico, algo que borra las sutilezas que nos hacen ser quienes somos. Pero yo creo que no es así. Justamente, veo en esto una prueba más del mundo que tenemos en común y nos une, y de nuestra capacidad heroica de pasar de ser animalitos comunes y silvestres a ser animalitos que se preguntan cómo es el mundo, y que se preguntan cómo es preguntarse por cómo es el mundo. Me parece bellísimo.

También, consideramos nuestra experiencia personal. Si solemos consumir suplementos de vitamina C y nos parece que nos resfriamos menos que otras personas, posiblemente tendamos a pensar que eso se debe a que la vitamina C nos está protegiendo. Si algún familiar o amigo nos dice que hace esto, quizá lo tomaremos en cuenta también. Y si un deportista o artista famoso dice lo mismo, quizá nos resulte aún más poderoso… Después de todo, los famosos suelen tener acceso a “lo mejor de lo mejor” y, si ellos eligen algo, seguramente es porque es maravilloso. ¿O no?

El problema con las posturas que parten de experiencias personales (propias o ajenas) es que no hay ninguna garantía de que no sean completamente equivocadas. En todos los casos mencionados antes, podemos encontrar los mismos problemas. ¿Cómo saber si realmente nos estamos enfermando menos que otras personas? ¿Estamos contando bien cuánto se enferma la gente, o solo es una vaga impresión que tenemos? Y aun si fuera cierto que nos enfermamos menos, ¿cómo podemos saber si se debe a la vitamina C que tomamos como suplemento? ¿Acaso la causa no podría ser cualquier otra cosa como, por ejemplo, cuánto dormimos, cuán expuestos estamos a los virus que causan el resfrío, o qué comemos? Cuando empezamos a diseccionar lo que podría estar pasando, vemos que, más allá de la sensación de que algo que hacemos funciona, no tenemos realmente pruebas claras de que sea así, a menos que lo investiguemos.

Ahora, subamos un escalón en esta escalera ficticia. Ya no es un amigo u otra persona quien nos dice que desde que toma vitamina C se resfría menos. Ahora, leemos en un diario que se realizó una encuesta con 1000 personas y que el 82% de ellas considera que es así, que la vitamina C previene los resfríos. ¿Y ahora? ¿A esto le creemos más? Podríamos pensar que 820 personas es muchísima gente y que esto tiene más peso que lo que nos dijo nuestro amigo o vecino. Pero no es así. La realidad no se vota. La democracia no sirve para averiguar si un hecho es o no de determinada manera. Una encuesta sí es útil, en cambio, como método para averiguar la opinión de la gente respecto de un tema. En este caso, sirve justamente para saber lo que opinan acerca de la vitamina C. Pero un agregado de opiniones que no se basan en evidencias no es de ninguna manera más que eso: un agregado de opiniones. Este es un punto urticante pero clave: una encuesta no es un método válido para conocer mejor los hechos del mundo natural. Esas 820 personas pueden estar tan equivocadas como nuestro amigo, vecino o famoso respecto de si la vitamina C efectivamente previene resfríos.

¿Entonces? Estas personas (un amigo, un famoso, o una encuesta) no son expertas en el tema, pero lo que dicen suele tener cierto impacto en nosotros. Las opiniones, anécdotas o relatos de experiencias propias son datos que tenemos en cuenta. Y puede que sirvan. O puede que no. Solo con esta información no podemos saberlo.

Es increíble cuántas veces por día intercambiamos este tipo de informaciones entre nosotros. Cuando empezamos a prestar más atención, vemos que está en todas partes: nos recomendamos desde dónde comprar las mejores verduras hasta a qué médico o electricista consultar. En general, trato de estar atenta a cuando esto ocurre. En muchos casos, no parece ser demasiado importante hacerlo o no. Por ejemplo, si la conversación es acerca de gustos personales, sentimientos o ideas, las opiniones y experiencias son centrales. Pero si el tema que estamos tratando se refiere a la realidad del mundo y se pone en juego algo que creo más relevante, como la salud o la seguridad de las personas, me esfuerzo en detectar si la información que me llega, o la que yo digo, está sostenida por evidencias confiables o no. No siempre me sale, claro, pero estar atenta ayuda.

Subamos un escalón más: ¿qué pasa si la persona que nos recomienda tomar vitamina C para no resfriarnos es un médico o un experto en otra área relevante para este problema? Y acá hay algo importante, tanto que merece volver a decirse: no es tan importante quién dice qué, sino en qué se está basando esta persona para decirnos esto. ¿Se basa en su experiencia personal? ¿Desde que toma vitamina C le parece que se resfría menos? Si es así, no es en principio una situación diferente respecto de lo que decíamos antes, y estamos enfrente de otro Pauling (aunque aún no se haya ganado ningún Nobel). Volvemos a estar en el mundo de las opiniones sin fundamento, de casos anecdóticos.

¿Qué pasa si, en cambio, esta idea se apoya en algún tipo de evidencia, de prueba más poderosa? Lo primero sería preguntarnos cuáles podrían ser estas evidencias. ¿Qué buscaríamos como dato confiable? Si hay investigaciones científicas que muestran que la vitamina C protege de los resfríos mediante estudios cuidadosos en los que, por ejemplo, comparan cuánto se enferma un grupo de personas que no toma los suplementos y otro grupo que sí lo hace, ya tenemos información más confiable. Si nuestro médico nos dice eso basándose en información de este tipo, ahí sí es más confiable que si lo leyó en una revista en la que un famoso recomienda tomar vitamina C, o si se basa en su propia experiencia personal, anecdótica, al igual que nuestro amigo ficticio o las 820 personas de la encuesta.

Sí, la opinión de un médico, como pasaba con la opinión de Pauling, vale lo mismo que la de cualquiera cuando trata sobre cuestiones científicas: nada, a menos que esté respaldada por evidencia. No es una cuestión de inteligencia o de títulos. Pocos más preparados o más inteligentes que Pauling, pocos se equivocaron más que él en este tema.

Hay algo en esto que, a veces, dificulta estar alerta. Cuando alguien nos hace este tipo de recomendaciones, muchas veces lo hace con afecto, pensando en nuestro bienestar. Es difícil buscar si hay o no evidencias detrás de lo que nos dicen porque parece ser una muestra de desconfianza y, por extensión, un rechazo al interés que muestra esa persona en nosotros. Algo que intento hacer en estos casos (y acá soy yo quien está haciendo una recomendación basada en mi experiencia personal y que celebraría ver estudiada en un experimento controlado para ver si es cierta o no) es separar los tantos: me quedo con lo bueno (la muestra de cariño –“¡Gracias!”–) e, igualmente, me pregunto si eso que me dicen es o no como me dicen. Separo a la persona de lo que dice esa persona y me quedo con el gesto.

Pero no solo existen las equivocaciones, sino que hay quienes, en una versión junior de la posverdad, explotan la ambigüedad o, incluso, la falta de información sobre cómo elegimos en qué información confiar. La industria de la publicidad (9 de cada 10 publicistas, según una encuesta de la Universidad de Quiénteconoce) aprovecha esta confusión a su conveniencia todo el tiempo, mostrando odontólogos, nutricionistas o médicos que nos recomiendan determinados productos sin que sea claro si esos productos son o no en verdad efectivos o si atravesaron un proceso metodológicamente válido para sustentar lo que dicen.

Entonces, ¿qué características esperaríamos en una afirmación para poder confiar más en ella? Necesitamos que esté sostenida por evidencias de calidad. Por ejemplo, si leemos directamente un trabajo científico, o si nos lo cuenta un experto, o lo leemos (adecuadamente expuesto) en un medio de comunicación, podemos confiar más que si esta información no existiera y solamente contáramos, como mucho, con opiniones o experiencias personales. No hay reglas que puedan aplicarse ciegamente, pero sí podemos incorporar algunas “reglas generales” que nos pueden orientar. Lo importante es que empecemos a ver la confianza en una afirmación como un continuo y no como un blanco o negro. No es cuestión de estar o no seguros, sino de estar un poco más o un poco menos seguros a medida que aparece evidencia nueva.

Esta es otra pequeña cosa que me parece bella, además de útil. No existe la certeza absoluta en las afirmaciones que se refieren a hechos del mundo real, pero sí hay informaciones más confiables que otras. Donde quizás algunos se sientan incómodos con la incerteza, yo veo algo bello y flexible, en donde no se me obliga a tomar partido absoluto por algo, sino que más bien se me invita a apoyar de forma proporcional a la confianza que tenga, a basar esa confianza en las evidencias con las que cuento y a cambiar cuando la evidencia cambia significativamente.

Cuando quisimos evaluar si la vitamina C previene los resfríos o no, vimos que para saberlo tenemos que tener en cuenta el tipo y la calidad de las evidencias científicas. No bastó con que nuestros padres nos hubieran dado los suplementos de chicos, ni con la opinión de Linus Pauling, aunque fuera un doble premio Nobel, queridísimo y admirado por sus colegas. Pauling era un hombre sumamente inteligente y capaz que, justo en este tema en particular, estaba completamente equivocado. Porque, por más premio Nobel que fuera, era también un ser humano con la capacidad de equivocarse que tenemos todos los seres humanos. Es justamente porque podemos –y solemos– equivocarnos que necesitamos una metodología para entender qué es evidencia y qué es, apenas, opinión infundada.

 

Respecto de la vitamina C, llegamos a una solución, a una respuesta, a algo que podemos decir que sabemos: las evidencias científicas, que son muchas y muy confiables, no apoyan la idea de que la vitamina C sea efectiva contra los resfríos. Esta es la verdad en este tema, y si alguien sigue sosteniendo que la vitamina C funciona, es solo una opinión infundada y no mucho más.

CÓMO ACERCARNOS A LA VERDAD

Aceptamos, entonces, que hay un “afuera”, un mundo real. Pero, también, sabemos que no podemos confiar demasiado en nuestra experiencia personal ni en nuestras intuiciones porque muchas veces se equivocan. Para obtener respuestas, necesitamos un modo de abordar las preguntas buscando evidencias concretas y confiables. Lo bueno es que esto ya existe: las herramientas de la ciencia nos permiten examinar nuestras creencias lo más fuera de nosotros que se puede.

Cuando pensamos en la ciencia, puede que recordemos asignaturas de nuestras escuelas secundarias en las que se nos pedía aprender datos de memoria o realizar procedimientos de modo mecánico sin entenderlos realmente: conocer las características que describen a los artrópodos, balancear ecuaciones químicas o enunciar las leyes de Newton. También es posible que la palabra ciencia nos evoque un tipo de noticia de los medios de comunicación, como cuando se envía un satélite nuevo al espacio o se descubre un medicamento que podría curar una enfermedad. Pero eso es lo menos divertido e interesante: lo mejor de la ciencia es que es mucho más que resultados. Es fundamentalmente una metodología, una serie de herramientas mentales. Es un proceso, una acción, un verbo.

Si mañana perdiéramos todo el conocimiento científico que tenemos, probablemente podríamos recuperarlo en un par de generaciones. Si perdiéramos irreversiblemente el método de la ciencia, estaríamos condenados a que nuestro conocimiento se detuviera donde está, y a ser incapaces de entender el mundo. Es la diferencia entre tener un pedazo de pan para comer y saber hacer pan.

Por supuesto, la ciencia no es suficiente para “salvarnos de la posverdad”. Cuando, más adelante, comentemos los mecanismos específicos que generan posverdad, veremos que no alcanza con que la información exista, la conozcamos y la comprendamos. Pero necesitamos cimientos firmes antes de adentrarnos en el análisis de la posverdad. Y esos cimientos son tener en claro que la metodología que la ciencia tiene para responder preguntas nos sirve para dilucidar qué es verdadero y qué no.

Salvo que se aclare explícitamente lo contrario, cuando hablemos de ciencias, nos referiremos solo a las que comparten la metodología de realizar observaciones o experimentos que nos permiten averiguar cómo ocurren determinados fenómenos del mundo real. Haremos foco en la manera en la que se responden las preguntas y no tanto en el tema que abordan esas preguntas. Así, en este uso de la palabra quedan incluidas las ciencias naturales, que son las que estudian fenómenos de la naturaleza, así como también consideraremos ciencia al estudio de otros problemas que no parecen formar tan claramente parte de la ciencia en cuanto al tema, pero sí al tomar en cuenta la metodología que utilizan, como, por ejemplo, cuando se quiere averiguar si un nuevo medicamento es o no efectivo. No discutiremos acá ni lo que ocurre con las ramas no empíricas de la matemática, ni lo relacionado con la tecnología, por ejemplo. Respecto de las ciencias sociales, hay áreas en las que este enfoque metodológico aplica, como la econometría o la psicología experimental, y otras en las que no tanto. Para la discusión de cómo acercarnos a la verdad, es irrelevante de qué tema estamos hablando. Lo que necesitamos es empezar por comprender mejor la ciencia entendida como metodología, como manera de acercarse al conocimiento, y no como un contenido disciplinar. Como dijo Karl Popper, “la clasificación en disciplinas es, comparativamente, poco importante. Somos estudiantes de problemas, no de disciplinas”.

En este libro, llamaremos conocimiento científico a aquel que puede ser obtenido con esta metodología, sin prestar atención al tema. Este conjunto de herramientas nos permite averiguar si una idea que tenemos sobre el mundo se corresponde razonablemente con la realidad o no. La ciencia, la de responder preguntas con este tipo de mirada de búsqueda de evidencias, empieza a estar en casi todo lo que nos rodea.

Lo que a nosotros nos importa para acercarnos a la verdad es entender cómo se genera conocimiento confiable. En gran parte, aunque no solamente, este conocimiento proviene de la actividad científica entendida como una metodoloa en particular que genera evidencias y las interpreta con mayor o menor grado de confiabilidad.

LA SOLUCIÓN PARA TODAS LAS SOLUCIONES

 

Como ya mencionamos antes, esto no es una verdad absoluta, pero es algo que, al estar sostenido por muchas evidencias, tiene un grado de certeza extremadamente alto. Y acá empieza a aparecer un desafío que me parece interesante: si la confianza que puedo tener en una afirmación es más un degradé que algo categórico pero, en algún punto, necesito decidir de manera categórica si confío o no, ¿qué hago? A mí me gusta pensar en estos términos: no hay certeza total, pero puedo operar en el mundo con poca, bastante, o mucha confianza en una afirmación, sin dejar de tener presente que se trata de verdades que pueden ir volviéndose más o menos confiables a lo largo del tiempo, según lo que vayan diciendo las evidencias. Para esto, necesitamos basarnos en las mejores evidencias disponibles hasta ese momento. Con la evidencia que tenemos, para mí queda claro que tomar suplementos de vitamina C para combatir los resfríos no funciona. Pero, al mismo tiempo, estoy más que dispuesta a cambiar de opinión si aparece evidencia nueva, de calidad, que indique lo contrario. A alguna gente esta vida de relativa incertidumbre puede producirle ansiedad. A mí me parece mucho más angustiante andar por la vida segurísima de cosas que no sé.

Pero, después de tanto trabajo de tanta gente, solo tenemos esta solución y ninguna otra. No sabemos si otras vitaminas funcionan o no para lo que se promete, o si la vitamina C es buenísima para alguna otra cosa, ni sabemos más acerca de nada. Estamos corriendo detrás de los problemas y seguimos sin saber si hay o no algo que nosotros podamos hacer para movernos mejor en este mundo lleno de información, que unas veces es correcta y consistente y otras veces es irrelevante, incompleta o directamente contradictoria.

El tema del saber o del conocimiento es tan resbaloso como el tema de la verdad. La filosofía tiene muchas definiciones de qué es saber. Nuestra posición en esto es la misma que la que tomamos para la definición de verdad: algo práctico, provisorio, gradual, y siempre sujeto a revisión a la luz de la evidencia. En este marco, si queremos saber, necesitamos poder encontrar esas pocas afirmaciones confiables –esto es, apoyadas por evidencia– que parecen estar perdidas en medio de ese mar de conocimiento. No solo debemos encontrarlas, sino que, también, debemos aceptarlas para no caer en la posverdad. Pero ¿cómo lograrlo?

James Randi es uno de los magos y escapistas más famosos del siglo XX. No es un mago de libros, como Harry Potter, ni de películas, como Dr. Strange.

Sé que no hay magos de verdad. ¿Qué tiene que ver la verdad con disfrutar a pleno de personajes imaginados? El único problema podría estar en olvidar la distinción.

No tiene superpoderes y, lo que es más importante, no dice tenerlos. Inspirado por el trabajo de Harry Houdini, Randi se dedicó a ser un ilusionista de escenario. Durante medio siglo, hizo presentaciones en teatros y en la televisión que lo volvieron muy popular. Lo que él sabe, y lo sabe muy bien, es cómo engañarnos para hacernos creer que hace magia “de verdad”.

Cuando vemos un truco de magia cualquiera, sabemos que quien tenemos adelante no tiene realmente poderes sobrenaturales. Sabemos que estamos siendo engañados, pero, si es un buen mago, no entendemos cómo. Y eso es lo que disfrutamos como espectáculo: la sorpresa de que suceda lo aparentemente imposible. Ese es el contrato tácito entre el mago y el espectador: vamos a suspender la incredulidad por un rato y a permitirnos disfrutar del asombro, pero teniendo siempre en claro que esto es un espectáculo, y el mago, un artista. Pero hay quienes rompen este pacto y dicen tener poderes paranormales, y los hay de todas las formas, con distintos discursos y en todo contexto histórico.

Uri Geller es un ilusionista que, en la década de los 70, decía tener poderes verdaderos. En sus muchas apariciones, mostraba cómo podía doblar cucharas con la mente o adivinar lo que alguien estaba pensando. Pero ¿qué gracia tiene hacer trucos si a la vez se está convenciendo al otro de que no es algo que se logra gracias a la habilidad, sino por tener supuestos poderes? Para Randi, y para casi todos los otros magos profesionales, lo fascinante es que quienes los miren traten, infructuosamente, de darse cuenta de cómo están logrando escapar de un espacio pequeño, atados con cadenas y esposas, o de qué manera están haciendo esos trucos con monedas, pañuelos o palomas. Ahí están el arte y el placer de la magia: que el público sepa que no es cierto y, al mismo tiempo, crea (por un rato) que sí lo es. En cuanto el mago pretende convencer a su audiencia de que sus poderes son reales, de que puede hacer aparecer y desaparecer objetos, o de que puede adivinar el pensamiento, se convierte en un fraude. James Randi, en paralelo con su propia carrera de ilusionista, comenzó a dedicarse casi profesionalmente a exponer a Uri Geller y otros supuestos “psíquicos” repitiendo en televisión sus trucos y explicándolos ante la audiencia. También reveló los trucos de pastores que decían comunicarse con Dios y tener poderes, que convencían a quienes los escuchaban de abandonar tratamientos contra el cáncer y otras enfermedades para intentar sanarse mediante rezos y donando dinero, curiosamente, a esos mismos pastores.

Así, Randi logró impedir que varias de estas personas pudieran seguir lucrando con sus acciones fraudulentas. Esta actitud de desenmascarar a quienes viven a costa de las vulnerabilidades de las personas presenta, sin embargo, un problema: quien expone a los “profetas”, “psíquicos” o personas con “poderes paranormales” siempre está corriendo detrás de ellos. De la misma manera, quienes hoy tratan de refutar con argumentos bien específicos supuestos tratamientos médicos que no funcionan, explicando punto por punto por qué no funcionan, o quienes intentan demostrar por qué determinadas afirmaciones, del tema que fuere, son incorrectas, siempre están un paso atrás. Alberto Brandolini formuló el “principio de asimetría del disparate” como “la cantidad de energía necesaria para refutar tonterías es un orden de magnitud mayor que la necesaria para generarlas”. Es muy sencillo y rápido decir una tontería o una mentira. En cambio, conseguir pruebas convincentes que la puedan destruir lleva mucho tiempo y es más difícil. Es una carrera perdida antes de empezar, pero es una carrera que igual hay que correr.

Ver esto nos pone frente a una tensión: es esencial que se investigue adecuadamente para conseguir evidencias confiables, pero nosotros, como sociedad, necesitamos mientras tanto poder tomar decisiones y, a veces, no podemos esperar mucho.

¿Cómo combatir estos fraudes de manera más efectiva? ¿Cómo podríamos estar un paso adelante? En palabras del mismo Randi, que muy pronto se dio cuenta de que no daba abasto para exponer a todos estos charlatanes, “si te explico los trucos te daría una solución, pero no te daría todas las soluciones”.

Lo mismo nos ocurre no ya con los fraudes, sino con el conocimiento en general. Cada conocimiento nuevo relacionado con cuestiones fácticas se logra de manera particular, meticulosa y exigente, y es indispensable que así sea. Pero nosotros, los que queremos usar ese conocimiento para tomar mejores decisiones, ¿cómo hacemos para encontrarlo e identificarlo? ¿Hay algún atajo, o estamos condenados a evaluar afirmación por afirmación, para ver si es confiable o no?

Necesitamos una “solución para todas las soluciones” y la necesitamos con urgencia para no hundirnos en el mar de informaciones irrelevantes o inconsistentes mientras tratamos de identificar aquellas que sí son valiosas y más confiables. No alcanza con ir detrás de las afirmaciones que aparecen en los medios o en las redes sociales intentando averiguar si es cierto o no que el café genera cáncer, que los inmigrantes o los refugiados son delincuentes, que las vacunas funcionan, que el horóscopo puede decir qué nos ocurrirá en la semana, o que poner un impuesto a las bebidas azucaradas ayuda a prevenir la diabetes. ¿Cómo podríamos, en cambio, dar una solución más general, con ciertas reglas que puedan ser aplicadas a situaciones nuevas?

Podemos tratar de hacer fact-checking de todo, pero como mecanismo es algo muy lento y difícil, que requiere de dedicación y cierto nivel de pericia. Es algo que esperamos que los periodistas o las agencias de noticias hagan antes de publicar sus historias, y como sociedad deberíamos exigirlo. Y también es algo en lo que nosotros podemos tomar la iniciativa de ser exigentes antes de creer o de repetir una información como válida. Por la positiva, existen generadores de información confiables que se manejan con guías de cómo hacer un buen fact-checking, así como también existen listas de sitios de Internet poco confiables, que han difundido noticias falsas. Pero el fact-checking es algo que no alcanza como solución para nosotros, el público general. Es valioso que exista, por supuesto, pero no alcanza. Las listas de sitios poco confiables dejan se ser útiles enseguida, porque quien quiera difundir falsedades puede generar un nuevo sitio y ya. Es más, ¿qué les impide a ellos mismos compilar los sitios de Internet confiables y decir que no lo son?

No queremos que nos den pescado, queremos aprender a pescar y ser así más independientes. El fact-checking no nos va a proteger totalmente de las noticias falsas que abundan y se distribuyen muy fácilmente por las redes sociales. Quizá logren identificar algunas, pero no todas, ni lo suficientemente rápido, ni alcanzando nunca el nivel de difusión que sí tienen las noticias falsas.

Es esencial la investigación profesional, que permite encontrar e interpretar las evidencias con las que podemos evaluar las afirmaciones. Es esencial también el periodismo profesional, ese que comunica de manera adecuada luego de verificar la veracidad de lo que se dice. Pero aun así, necesitamos otra herramienta: en algún punto, cada uno de nosotros debe convertirse en un agente activo, un seleccionador de información confiable. La metodología de la ciencia, como modo de responder preguntas de muchas áreas del conocimiento, puede sernos útil para esto. No es lo único, pero es importante para armar los cimientos firmes sobre los cuales se sostiene la verdad. Más adelante, cuando desarrollemos un panorama más completo, y más complejo, veremos que, aunque es necesario que comprendamos mejor la metodología de la ciencia, esto no es suficiente para combatir la posverdad.

Para encontrar la solución para todas las soluciones de la que hablaba Randi y no perdernos en este mar tormentoso lleno de información confusa o fraudulenta, necesitamos otra mirada, una que nos permita comprender mejor cómo sabemos lo que sabemos y en qué medida lo sabemos. Es eso, por lo tanto, lo que nos ayudará a distinguir lo cierto de lo falso y la verdad de la mentira, el primer paso para darle pelea a la epidemia de posverdad.

A lo largo de esta primera sección sobre cómo sabemos lo que sabemos nos adentraremos en el mundo de las evidencias: qué son, cuán confiables son, cuánto influyen nuestra imaginación y nuestros prejuicios y qué significa que haya o no consenso.