Sugar, sugar

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¿Es la industria del azúcar la nueva industria del tabaco?

¡AZÚCAR!

Si el tabaco viajó de América a Europa, la caña de azúcar fue en el sentido contrario: originaria del sudeste asiático, fue llevada al norte de África por los musulmanes, de ahí fue a España y llegó a América aparentemente traída por el mismísimo Cristóbal Colón. En este continente, alimentada por el clima tropical y el trabajo esclavo, se instaló como uno de los cultivos más importantes del mundo. Aunque para nosotros el azúcar es hoy un granulado que agregamos a las comidas para endulzarlas, en realidad se trata de un grupo de sustancias de gusto dulce que incluye, por ejemplo, la lactosa de la leche, la fructosa y la glucosa, que es el principal alimento de las células. Nuestros antepasados obtenían azúcar de las frutas, la miel y los lácteos, que casi nunca estaban muy disponibles. Millones de años de evolución nos fueron convirtiendo en animales que saben encontrar el azúcar en la comida. No solo desarrollamos sensores de azúcar en la lengua, sino que el gusto dulce es muy atractivo para nuestros cerebros: la evolución hizo que buscáramos ávidamente algunas sustancias como los azúcares, las grasas o la sal, necesarias y escasas en la naturaleza. Lo que representaba una clara ventaja evolutiva en un ambiente en el que la comida raramente era suficiente se volvió una perdición cuando pudimos aumentar la producción de tal modo que hoy son omnipresentes. No solo sacamos azúcar de la caña o de la remolacha, sino que también la obtenemos, en forma de fructosa, del maíz. Y al ser tan deseada y abundante, muchos alimentos procesados tienen cantidades excesivas de azúcar (y también de grasas y de sal) como un modo de volverlos más atractivos para nosotros, los consumidores. Jugos, gaseosas, panificados e incluso hamburguesas contienen enormes cantidades de azúcar agregada que, muchas veces, está bastante escondida. Puede aparecer como sacarosa, azúcar de caña, jarabe de maíz de alta fructosa (a esto se refiere la sigla JMAF que encontramos en las etiquetas de muchos productos) y otras variantes.

Hasta acá, nada parecería un problema, salvo que, en las últimas décadas, estamos viendo una epidemia de obesidad en el mundo que causa problemas cardiovasculares y enfermedades crónicas muy serias como la diabetes. Hoy, hay en el mundo más obesos que desnutridos. Es más, son mayores las probabilidades de morir por comer de más que por hambre. La diabetes y los problemas cardiovasculares, junto con diversos tipos de cáncer y enfermedades respiratorias crónicas, son las enfermedades no transmisibles (esto es, que no se contagian) que están entre las principales causas de muerte.

Al ver la velocidad a la que la obesidad estaba aumentando en el mundo, la pregunta inmediata fue: “¿qué está causando esto?”. La primera intuición llevó a pensar que el problema era que estábamos comiendo demasiadas calorías y/o no consumiendo suficientes. Luego, las grasas, como el colesterol, fueron señaladas como las principales culpables durante algunas décadas, particularmente entre los años 70, 80 y 90. Sin embargo, luego de analizar y reanalizar las evidencias al respecto, aunque una dieta baja en grasas hace que el colesterol en la sangre disminuya, no parece haber diferencias en la sobrevida de las personas que tienen niveles de colesterol altos o bajos.

Acá hay un ejemplo de cómo usamos el lenguaje a partir de lo que nos dicen las evidencias. Digo “no parece haber diferencias” porque eso es lo que se puede concluir de los datos. ¿Podría, a pesar de todo, haber diferencias? Claro que sí, pero no las estamos viendo. Sería mucho más sexy decir algo más estilo titular de nota de diario, como “Una dieta rica en grasas no hace daño”, pero también sería estirar las evidencias que tenemos hacia un extremo de certeza que no pueden ofrecer. No a las afirmaciones fácticas categóricas sin evidencia categórica.

En cambio, el principal enemigo –no el único, pero sí uno de los más relevantes– parecería ser la cantidad de azúcar que comemos en sus diversas y ubicuas formas, ya que se encontró que está muy vinculada con la obesidad y las enfermedades metabólicas. Se estima que en el año 2012, un millón y medio de muertes a nivel global se debieron a la diabetes de manera directa, sin contar las muertes indirectas debidas a problemas cardiovasculares y de otro tipo. Esto es muy preocupante porque, además, estamos viendo un aumento alarmante de obesidad en niños y jóvenes. ¿Qué pasará con ellos con el correr de los años?

La Organización Mundial de la Salud viene alertando desde hace años sobre el exceso de azúcares en nuestras dietas: “Preocupa cada vez más que la ingesta de azúcares libres –sobre todo en forma de bebidas azucaradas– aumente la ingesta calórica general y pueda reducir la ingesta de alimentos que contienen calorías más adecuadas desde el punto de vista nutricional, ya que ello provoca una dieta malsana, aumento de peso y mayor riesgo de contraer enfermedades no transmisibles”.

Un metaanálisis hecho en base a ensayos controlados y aleatorizados muestra que disminuir el consumo de azúcares hace que disminuya el peso corporal. También, existen evidencias que conectan el consumo de azúcares con la diabetes. En un extenso y muy reciente estudio observacional de cohorte, se vio que una dieta alta en azúcares se asocia a una mayor mortalidad, y una dieta alta en grasas se asocia a una menor mortalidad y no se asocia con enfermedades cardiovasculares ni infarto de miocardio. A partir de eso, los autores del trabajo sugieren que habría que ajustar las recomendaciones de lo que es una dieta saludable teniendo en cuenta esta información.

Una de las mayores fuentes de azúcares en la dieta son las bebidas endulzadas como las gaseosas, los jugos procesados o las aguas saborizadas (sí, hasta esa inocente botella de agua saborizada que parece “saludable” tiene una enorme cantidad de azúcar agregada). El consumo de gaseosas por persona es muy variable entre los distintos países, y es particularmente alto en América Latina. Según el año que se tenga en cuenta, Argentina tiene el mayor consumo per cápita de gaseosas del mundo o está entre los cinco primeros países. Estamos hablando de unos 130-150 litros de gaseosas por persona por año, promedio. Y si en vez de mirar la foto miramos la película, es peor: estos valores van aumentando progresivamente, y atacan especialmente a los sectores de menores ingresos.

POSVERDAD AZUCARADA

Para recuperar el espíritu práctico y aplicado de este libro, podemos usar la Guía de Supervivencia de Bolsillo que presentamos antes acerca del tabaco y revisar cada una de esas preguntas a la luz del tema particular del azúcar, con una aclaración: pondremos el foco en el azúcar y no hablaremos de las grasas ni de otros posibles factores. Cada cosa que digamos del azúcar no dice nada respecto de temas que no sean el azúcar.

Las primeras preguntas de la Guía de Supervivencia de Bolsillo eran: “¿Qué se sabe sobre el tema y con qué confianza? ¿Hay consenso científico?”.

Cuando miramos las evidencias, hay tanto observaciones como experimentos que conectan el consumo excesivo de azúcares (especialmente, los agregados artificialmente a alimentos y bebidas) con la obesidad y con las enfermedades cardiovasculares y la diabetes. Además, hay convergencia entre las evidencias disponibles. La relación causal está clara, pero no así cuánto termina influyendo esto en la práctica. Respecto del consenso, no parece haber controversia.

A diferencia de lo que veíamos con el tabaco y el cáncer, acá es todavía más complejo encontrar una causalidad única, ya que tanto la obesidad como las enfermedades metabólicas son multifactoriales: incluso si la influencia del azúcar fuera enorme, hay otros factores dietarios y de comportamiento, como el sedentarismo, que también son importantísimos. Con cuestiones tan complejas, no solo es difícil establecer causalidad, sino que, aun habiéndola establecido, es complicado saber cuánto influye cada factor. De hecho, nada de esto exonera a las grasas, que, aparentemente, también son dañinas en exceso. La realidad es que hoy no sabemos bien, todavía, el riesgo relativo que representa el consumo excesivo de estas dos fuentes de calorías, pero ambas parecen contribuir a estas enfermedades crónicas. El principal factor de riesgo para las enfermedades cardiovasculares y la diabetes tipo 2 es el síndrome metabólico, una condición muy frecuente especialmente en países desarrollados, cuyas causas son un consumo excesivo de calorías, azúcar, grasas y sal, sumado a la baja actividad física.

Luego, teníamos esto: “¿Puede haber factores de posverdad casual influyendo, como creencias, emociones, sesgos, tribalismo, confusión sobre quiénes son los expertos y/o adulteración de la información?”. Podría haberlos. El azúcar nos resulta muy atractiva, y eso puede hacer que nos cueste más tomar en cuenta las evidencias del daño a la salud que causa su consumo excesivo. Además, a nivel de sesgos cognitivos, el azúcar es necesaria como fuente energética, pero el problema está en incorporar más de la que necesitamos. Esta sutileza no es fácil de traducir a acciones concretas. En cuanto a la adulteración de la información, analicemos esto un poco más.

Esto es lo que sabemos: de manera similar a lo que ocurrió con Big Tobacco, se analizaron documentos históricos de la industria del azúcar o Big Sugar. Si los documentos de tabaco fueron llamados informalmente Tobacco Papers, en un exceso de imaginación, los de la industria del azúcar se conocen como Sugar Papers. Una serie de documentos internos muestran que Big Sugar estuvo influyendo en la ciencia relacionada con el azúcar y en las políticas públicas de nutrición de Estados Unidos al menos durante el último medio siglo. Cuando, en los años 50, se notó un gran aumento de las enfermedades coronarias, se comenzó a sospechar del azúcar. La Sugar Research Foundation, una sección de la industria del azúcar dedicada a la investigación, publicó revisiones (reviews) de trabajos científicos en los años 60 y 70 que creaban dudas acerca de la influencia del consumo excesivo de azúcares sobre la salud y redirigían las sospechas sobre las grasas saturadas y el colesterol.

Y esto nos lleva a las siguientes preguntas de la Guía de Supervivencia de Bolsillo: “¿Puede haber conflicto de intereses en la generación del conocimiento y su comunicación? ¿Quiénes financiaron las investigaciones? ¿Quiénes financian la transmisión de la información? Si hay publicidad, ¿quién la hace?”.

La industria del azúcar publicaba estos trabajos que sostenían que los azúcares no eran dañinos sin aclarar si tenían o no un conflicto de intereses. En realidad, en esa época no era tan común aclarar esto, pero, “curiosamente”, lo que mostraban sus publicaciones era exactamente lo que la industria quería demostrar. Al parecer, no mintieron en esos trabajos, pero sí seleccionaron para las revisiones lo que era favorable para su postura e ignoraron lo desfavorable. Esto les funcionó para dos cosas: por un lado, el sospechoso era “otro”; por el otro, la industria del azúcar notó muy pronto que si lograban instalar la idea de que las personas debían reducir en sus dietas las calorías que provenían de las grasas, eso haría que esas calorías fueran “reemplazadas” por un mayor consumo de azúcares.

El tema del conflicto de intereses es delicado. En algunos casos, el financiamiento de una investigación proviene de industrias que tienen enormes conflictos de intereses que parten de la necesidad de que sus resultados los favorezcan. Se indagó si, más allá del tema estudiado, la fuente de financiamiento podría afectar los resultados de una investigación y, aunque no se puede establecer causalidad, hay una correlación llamativa. En el caso del estudio de nuevos medicamentos, se vio que el 16% de los ensayos financiados por organizaciones sin fines de lucro los recomendaban como tratamiento. En el caso de los ensayos que no indican quiénes los financian, la cifra es del 30%, y en los ensayos financiados tanto por organizaciones sin fines de lucro como por aquellas con fines de lucro, del 35%. Por último, el 51% de los ensayos financiados por organizaciones con fines de lucro recomiendan los medicamentos estudiados como tratamiento. Que esto ocurra no implica que necesariamente haya habido algún tipo de fraude. Esto pudo haber sido causado por acciones menores, como interpretar resultados de manera sesgada o destacar aquellos resultados que concuerdan con la agenda de la industria que financia. Cuando uno está evaluando la confiabilidad de una afirmación, sea de campos científicos o no, conviene mirar atentamente si no puede haber algún conflicto de intereses detrás. Que una industria financie una investigación no la desacredita, ni mucho menos, pero debería ser información pública para que los demás podamos tenerlo en cuenta. De hecho, hubo muy buenas investigaciones financiadas indirectamente por Big Tobacco, como la que le permitió a Stanley Prusiner descubrir un nuevo tipo de agente infeccioso que no tiene genes y que llamó priones, descubrimiento por el que recibió un premio Nobel.

En cuanto a la pregunta de si hay asociaciones independientes u organizaciones de expertos que revisen sistemáticamente la información para buscar el consenso, en el caso del azúcar, lo más cercano a esto que tenemos son la Organización Mundial de la Salud y las distintas sociedades médicas de los países, que generalmente concuerdan en señalar que debería moderarse el consumo de azúcares y se deberían definir políticas de salud acordes.

Veamos, entonces, las preguntas nucleares a la posverdad intencional: “¿Podría estar instalándose una duda donde parece haber certeza? ¿Podría estar instalándose una certeza donde parece haber duda? ¿Podrían estar distrayéndonos de lo central con cuestiones secundarias? ¿Cómo encajan los intereses político-económicos en todo esto?”.

Cuando revisamos lo anterior, parecería que sí. Otra vez, vemos repetido el mecanismo de la posverdad: generar dudas, crear “hechos alternativos”, mover la sospecha hacia otro lado.

¿A qué nos recuerda?

En los años 60, había científicos que sostenían que el principal responsable de las enfermedades cardiovasculares eran los azúcares agregados. Sin embargo, para los años 80, la mayoría de los científicos –cuyo consejo ayudó a moldear las guías de nutrición de Estados Unidos– atribuían esa acción a las grasas saturadas y el colesterol: las sugerencias del Departamento de Agricultura de Estados Unidos (USDA, por sus siglas en inglés), a partir de recomendaciones impulsadas por la industria, decían que “contrariamente a lo que se cree, un exceso de azúcar no parece causar diabetes”. Por varias décadas, se recomendó reducir el consumo de grasas, lo que hizo que muchas personas pasaran a consumir alimentos bajos en grasa, pero ricos en azúcares. Hoy, se cree que esto aceleró la epidemia de obesidad que observamos.

Está confirmado, entonces, que la industria del azúcar manipuló la investigación sobre los riesgos que implica para la salud.

También, hicieron lobby y reclutaron a funcionarios, periodistas y profesionales de la salud que propagaban este mensaje. Big Sugar y, en particular, Big Soda (las grandes empresas de gaseosas) estuvieron aparentemente usando el “manual de posverdad” desarrollado por Big Tobacco.

Cuánto afectó todo esto el curso que se habría seguido en relación con las políticas de salud, no lo sabemos. Al instalar una duda, quizá lograron postergar por décadas las decisiones sobre salud pública que se podrían haber tomado antes. Todo esto estuvo acompañado, por supuesto, de publicidad muy agresiva de los productos azucarados, junto con adjetivos como saludable, nutritivo o frases como “da energía”. Quizá no sabemos todavía cuán importantes son los azúcares en estos problemas de salud, pero los manejos de la industria son reales. Tenemos respuesta a la pregunta que nos habíamos planteado acerca de si podía haber una distorsión entre lo que efectivamente se sabe y lo que nosotros sabemos.

Esto no es solo algo del pasado. Aparentemente, es una práctica que sigue ocurriendo: Coca-Cola, por ejemplo, financió hace poco programas que promueven hacer ejercicio como una manera de combatir la obesidad. Otra vez, la estrategia de distraer.

Teniendo esto en cuenta, como mínimo habría que tomar con pinzas las investigaciones sobre la salud humana que provienen de grupos con potenciales conflictos de intereses. Hay quienes sostienen incluso que no deberían ser tomadas en cuenta en absoluto, especialmente si consideramos que, a partir de ellas, se definen políticas públicas de salud y recomendaciones dietarias. Mientras que las investigaciones realizadas con financiamiento público señalan que los azúcares como la sacarosa contribuyen a las enfermedades metabólicas, aquellas financiadas directamente por la industria del azúcar –o las de científicos que están conectados de algún modo con esa industria– no solo no lo hacen, sino que enfatizan evidencias e interpretaciones minoritarias que benefician a la industria, y generan así la sensación de una controversia científica real donde no la hay. ¿Suena conocido?

Nos quedan dos preguntas de la Guía de Supervivencia. Primero, “¿Quiénes se benefician con postergar determinadas acciones? ¿Quiénes se benefician con definir determinadas acciones?”. El daño a la salud que provoca un consumo excesivo de azúcares es un problema que debe ser atendido. Cualquier decisión que se tome desde los Estados para controlar o disminuir su consumo por parte de la población, como impuestos o regulación de la publicidad, por dar dos ejemplos, redundaría en un perjuicio para la industria y para quienes dependen de ella.

Retomaremos este aspecto más adelante. Por ahora, vayamos al último punto de la Guía de Supervivencia: “¿Podrían nuestras creencias, emociones, sesgos, tribalismo o selección de la información estar influyendo en las respuestas a las preguntas anteriores?”.

Con toda esta información, no puedo evitar pensar si no tendré un sesgo anti industria del azúcar que hace que la información que encuentro y destaco sea la que la perjudica. Los sesgos propios pueden distorsionar mucho no solo qué información nos llega –y qué información no nos llega–, sino también cómo la sopesamos. Teniendo esto en cuenta, intenté buscar otros puntos de vista para evaluar cuán confiable es lo anterior. Esto es lo que encontré:

No todos concuerdan en que hubo una conspiración de la industria del azúcar para generar la idea de las dietas bajas en grasa: de acuerdo con una investigación publicada en la revista Science, dicha industria no habría hecho este plan maquiavélico, sino que la idea de las dietas bajas en grasa como un modo de combatir la obesidad y los problemas cardiovasculares ya estaba dando vueltas en la época, principalmente por algunas observaciones como que las personas con altos niveles de colesterol en sangre solían tener estos problemas de salud. Igualmente, los autores de este trabajo aclaran: “No decimos que la industria del azúcar no haya tenido influencia en el trabajo de Harvard sobre nutrición, o en el campo en general. Lo que sí creemos es que no existe razón para creer que la Sugar Research Foundation haya moldeado el destino de la ciencia y la poítica pública sobre dietas”.

Traté de averiguar si los autores de este trabajo podrían tener un conflicto de intereses, y no encontré nada al respecto.

En este punto, muchos de nosotros querríamos ya llegar a la parte concreta de “entonces, ¿a quién le creo?”. “¿Me dicen, por favor, qué debería comer y qué no, y listo?”. Queremos la solución (y, de hecho, sería genial que la tuviéramos), y no un largo relato del camino que llevó a ella. Queremos respuestas simples y definitivas. Pero pedirles respuestas simples y definitivas a problemas complejos es también un camino que puede llevar a la posverdad.

Claro que no hay que demonizar sin pruebas sólidas. Esto que vimos con tabaco y azúcar no debería llevarnos a creer que todas las grandes industrias manipulan la información, ni que deberíamos descartar a priori cualquier investigación financiada por una industria. Quizá sí, quizá no. Lo que debemos hacer es buscar pruebas de manipulación y, si aparecen, ahí sí actuar. No invoquemos pruebas de manipulación que no encontramos, porque podemos caer en otra situación de posverdad: desconfiar tanto de todo que no podemos confiar en nada.

Con el azúcar, hay pruebas de la manipulación, pero no tenemos claro cuánto puede haber influido esto en la definición de políticas públicas. Lo que pasó con la influencia de la industria del tabaco está mucho mejor documentado y el consenso es mucho mayor que con el azúcar. También, es algo más lejano en el tiempo. Estas discusiones sobre el azúcar están ocurriendo ahora, y puede hacer falta tiempo para poder ver las cosas de modo más claro y completo, y bastante más para que se actualicen las recomendaciones dietarias. Nuestra prioridad en este punto es lograr acortar los tiempos entre que sabemos algo con alto nivel de certeza en un contexto de laboratorio, y que aplicamos políticas públicas basadas en ese conocimiento que repercutan positivamente en la vida de las personas.

Con esto en mente, vamos a otra situación distinta: el cambio climático antropogénico. Acá, las cosas son todavía más complejas.