La primera vez que me senté en una clase universitaria me tocó un profesor gordo y macanudo cuyo nombre no recuerdo, pero sí sus primeras palabras: dijo que todo lo que aprendimos en el último siglo y medio lo habían descubierto cuatro tipos, hablando idiomas distintos, sentados alrededor de una mesa hipotética. O tal vez lo hipotético era la situación y no solamente la mesa. La cosa es que los tipos eran reales. Se llamaban Charles, Sigmund, Albert y Ferdinand. Algunos tenían barba, otros bigote, porque la historia no conoce muchos genios lampiños, excepto Foucault y Walter White.
Charles, en el equipo de los barbudos, tiró sobre la hipomesa (mesatética queda feo) la teoría de que todas las especies de seres vivos evolucionaron a partir de un antepasado común. Papas y prelados pusieron el grito en el cielo, pero como en el cielo no hay nadie su grito se perdió en la nada y con el paso del tiempo la teoría de Charles prevaleció. Era una de las primeras batallas ganadas a la religión, parecía un sueño.
—Hablando de eso —dijo Sigmund, y aprovechó la hipomesa para peinar un par de líneas con pretensiones científicas, -me complace anunciar que por fin encontré al enano que guiona los sueños. Se llama Inconsciente —dijo— y lo vengo buscando desde hace un buen tiempo.
—¿A qué llamás ‘un buen tiempo’?, preguntó Albert, -porque te cuento que el tiempo es relativo.
—¿Relativo a qué?
—Al observador— respondió, con la tranquilidad de un fumador de pipa. Después puso un libro de Newton debajo de la pata de la mesa, como para nivelarla, y se quedó comparando pipas con el resto, esperando al cuarto comensal.
Cuando llegó Ferdinand, nadie estaba muy seguro de qué venía a hacer ese tipo ahí. Charles había estudiado a la vida, Sigmund a la conciencia (e inconsciencia) que rige a esas vidas y Albert al universo en el cual todas coexisten. Medio que con tres sillas alcanzaba.
Pero Ferdinand se sentó tranquilo y les dijo “Miren, ustedes sabrán mucho de muchas cosas, pero yo sé cómo saben lo que saben”. Ocurría que entre 1906 y 1911 Ferdinand de Saussure (se pronuncia sosiur, callate froid) había descubierto la naturaleza del signo lingüístico.
—¿Del qué?— preguntó Charles.
Entonces Ferdinand explicó que un signo es una construcción social que pone una cosa en lugar de la otra: una representación que se puede percibir con los sentidos (significante) y que dispara una entidad psíquica en nuestro cerebro (significado). Básicamente, lo que Ferdinand dijo es que el mundo lo entendemos a través de signos que podemos ver y codificar en lenguaje, gracias a que todos nos pusimos de acuerdo en que la palabra “casa” va unida a la idea de una construcción con cuatro paredes, techito a dos aguas y chimenea humeante, atada a la idea de hogar, protección y refugio, y pegada con voligoma a otros conceptos parecidos. El signo es algo más grande que su representación material: es su representación y su significado. En particular, el signo lingüístico está ahora desfilando frente a los ojos del lector del único modo que puede hacerlo, uno a uno, en cómoda secuencia, y cada uno dispara a su vez un montón de resonancias, ecos de otros signos que conviven en su mente, todos al mismo tiempo, porque así es como entendemos el mundo. Porque Ferdinand lo dijo, y quiero creer que golpeó la hipomesa con el puño al decirlo: el pensamiento sin lenguaje no es más que una masa amorfa.
Ahora bien, esta nota, llegado este punto, podría tomar dos caminos diferentes: podríamos ponernos a explicar las propiedades del signo lingüístico o podríamos ponernos a explicar cómo hace el cerebro para procesarlo. Lo primero es tan interesante como ver girar el lavarropas, así que vamos a lo segundo que, de paso, es más científico:
Hay un pelado viviendo entre nosotros. Se llama Stanislas Dehaene y escribió uno de esos libros que antes de darte la respuesta correcta se toma el trabajo de hacerte las preguntas relevantes. El libro se llama El Cerebro Lector, y el dedito incómodo te lo mete con esta pregunta: ¿Cómo es posible que podamos leer? Porque resulta fácil decir “el cerebro está preparado para eso, e vo lu cio nó”, total la evolución te baraja cualquier muerto. Pero llamá a tu evolucionista amigo y preguntale, si es tan capo, cómo hizo el cerebro para especializarse durante 40.000 años en algo que fue inventado hace 4000, casi de la noche a la mañana (si lo pensás a gran escala). En otras palabras, ¿cómo hacemos con nuestros miserables cerebros de simios chetos para procesar el signo lingüístico, sucesiones larguísimas y complejas de signos lingüísticos, con tanta rapidez?
Bueno, te va a responder que lo primero que hicimos como buenos monos entrenados, es reconocer algo llamado protoletras. Es decir, formas del mundo real que nuestros antepasados de pelo en pecho aprendieron a reconocer, a codificar en estructuras neuronales para poder vivir en un mundo tridimensional y que (oh casualidad) se parecen un poco a las formas de las letras que luego inventamos, como los vértices de un cubo se parecen a una F, o a una Y, o el borde del cubo en contraste con un horizonte puede formar una T.
Estas estructuras neuronales simiescas son las que, en lugar de desarrollar, reciclamos para asignarles una nueva función: el reconocimiento de letras. De ahí a memorizar un abecedario hay dos baldosas y parece que el problema está resuelto. Pero no, porque una cosa es identificar todas las letras de la palabra “CASA” y otra muy distinta es reconocer que hay un significado asociado a esa secuencia de caracteres en particular. Para ello, recurrimos a la ayuda de una pequeña cajita mágica, la Caja de Letras del cerebro. No importa tu raza, color, nacionalidad, afiliación política, gustos musicales o preferencias sexuales, ni siquiera importa el idioma que hables (leas), todos tenemos una caja de letras y la tenemos ubicada masomenos en el mismo lugar: el surco témporo-occipital lateral del hemisferio izquierdo del cerebro, a pasitos del giro fusiforme.
Esa Caja de Letras tiene la capacidad de recibir información proveniente de los ojos y, gracias a una complejísima estructura neuronal, empezar a diferenciar letras, sufijos, raíces, morfemas y palabras enteras. No ImPoRtA eL tAmAñO eN eL qUe EsTéN eScRiTaS. No importa con qué fuente. Ni siuqeira ipmrota qeu etsen en el odren crroecto. La caja de letras baraja lo que le tires, lo procesa y lo manda por dos caminos posibles, a veces simultáneamente: la ruta fonológica y la ruta léxica.
En la primera, la secuencia de caracteres que acaba de ser leída se traduce a su equivalente en sonidos del habla y gracias a eso se identifica con una palabra específica y su correspondiente significado. Esto es más común cuando se trata de palabras nuevas, escritas con faltas de hortografía o en otro language. La segunda ruta, en cambio, accede directamente al diccionario mental que todos tenemos dentro y chau picho, porque son palabras que usamos más frecuentemente y no tenemos que andar dilucidando. De cualquier modo, estas rutas a menudo se toman a la vez y se refuerzan entre sí.
Pero la historia no se acaba acá. Si el cerebro tuviera que repasar todas las palabras que conoce hasta dar con la correcta, el sistema de lectura sería mucho más lento e ineficiente. Sería como encontrar una aguja en un pajar, o un shampoo normal en la ducha de tu novia. Para evitar esto, lo que tenemos es un léxico organizado como una “asamblea de demonios”. Cada demonio tiene una palabra asignada y su único trabajo es gritar fuerte cuando la Caja de Letras envía esa palabra. A veces ocurre que la palabra es muy parecida a otra y el demonio de “casa” y el de “caza” se agarran a trompadas, gritan, muerden y hacen tremendo escándalo, mientras que el demonio de “hermenéutica” grita solo y muy de vez en cuando. Será un quilombo, pero es un quilombo organizado, y -mal que mal- hace 6539 caracteres que al lector de esta nota le viene funcionando.
Pero lamentablemente, para este momento, el lector estará agotadísimo de leer sobre cómo es que está leyendo. Perdido en las trampas del discurso, habrá olvidado ya que todo empezó con una mesa hipotética y cuatro tipos que tenían la pipa igual de larga. Y yo quisiera que todo fuese tan fácil, que el problema esté resuelto y que esta nota –larguísima– se acabe acá de una buena vez. Pero no es tan fácil. Mucho queda sin decirse, muchos matices sin aclararse, muchos ejemplos se han dado de forma demasiado esquemática. Largo tiempo después de que esos cuatro tipos se hicieran polvo, muchas otras cabezas siguieron pensando estos temas, ampliándolos, corrigiéndolos. La hipomesa se pobló de advenedizos con ideas superadoras, no siempre incorrectas. Pero eso fue gracias a que esos cuatro tipos dejaron cosas escritas y los nuevos pudieron leerlas, y así sucesivamente fueron construyendo conocimiento. Una bocha de conocimiento en manos de un montón de monos que ahora saben que saben mucho, y que todavía no saben tanto.