Sábado

35min

Levantó el teléfono de escritorio pero la línea estaba muda. Probó los teléfonos de otros escritorios, con el mismo resultado. Se habrán descompuesto, pensó. La calefacción, al menos de momento, seguía zumbando. Miró alrededor. El piso vacío era como un álbum de figuritas que podía completar mentalmente: allá adelante, la silueta gruesa de Aníbal, inclinado […]

Levantó el teléfono de escritorio pero la línea estaba muda. Probó los teléfonos de otros escritorios, con el mismo resultado. Se habrán descompuesto, pensó. La calefacción, al menos de momento, seguía zumbando.

Miró alrededor. El piso vacío era como un álbum de figuritas que podía completar mentalmente: allá adelante, la silueta gruesa de Aníbal, inclinado siempre sobre el teclado, cargando datos y datos, tozudo, constante. Allá a la izquierda, Victoria bailando. La había visto bailar una vez, sin música, metida en una conversación que no lo incluía, pero ahora se la imaginaba así, o así la elegía su imaginación, congelada en la pose eterna de la danza como por obra de un taxidermista. Las secretarias quedaban tapadas por una columna, pero podía fingir que las escuchaba reírse. Jonás nunca había logrado captar un chiste, sólo las risas. A la derecha y en diagonal tendría que estar ocurriendo una discusión sobre las implicancias de la nieve en el fútbol, variaciones en las estadísticas de los jugadores. El invierno había logrado cambiar la vida afuera, en la calle, la vida a la intemperie. Pero puertas adentro todo seguía aproximadamente igual. Un acuerdo tácito, un desdoblamiento del pacto social. Mientras hubiera paredes y calefacción.

Las pilas de expedientes revisados, en cambio, parecían mirarlo a él. Y él sabía lo que le estaban diciendo: falta uno. Falta un expediente caído en el pasillo del segundo subsuelo, pasando la bifurcación, cerca de la puerta del archivo. ¿Y si era ese?

Jonás miró hacia el rectángulo negro de las ventanas. En los bordes exteriores comenzaba a engrosarse un marco de hielo blanquecino, de aspecto enfermo.

O sea que las erupciones solares se habían adormecido y el sol simplemente había dejado de calentar como solía hacerlo. Y nadie lo vio venir. Desde el fondo del ostracismo al que habían sido arrojados, párrocos, obispos, rabinos, pastores, chamanes y mentalistas resurgieron para reclamar el crédito que les correspondía. Ahí estaba, frente a todos, la manifestación divina por excelencia, la salvación de la humanidad por medios absolutamente milagrosos. Los canales de televisión les abrieron las puertas de nuevo y a toda hora hubo paneles ecuménicos donde cada uno, a su manera, testificaba que aquello era obra divina, aunque sin discutir a qué divinidad exactamente pertenecía la autoría final de todo el asunto. Mientras tanto, problemas más grandes empezaban a ocupar el debate internacional: cosechas enteras arruinadas por la helada, aviones venidos a tierra por cambios inesperados en las corrientes de aire, rutas bloqueadas de nieve y todo tipo de comunicaciones afectadas por fenómenos atmosféricos que todavía había que entender. Para cuando los termómetros terminaron de replegarse, casi toda la tecnología disponible seguía funcionando, pero un poco peor. Y había mucha gente enojada.

El discurso de los religiosos mutó con las circunstancias. De reivindicar la bondad de un dios salvador se desplazó rápidamente hacia una amonestación feroz; dios estaba harto de no ser escuchado. Esto trajo toda una serie de nuevos problemas. Exégetas de los libros sagrados se sumergieron entre cantos y salmos en busca del menor indicio, la profecía menos pensada, el puñado de palabras que sirviera para plantar la bandera de la victoria definitiva mientras los rebaños se mudaban en masa de un corral al otro, convencidos de que allá el pasto de la verdad era más verde.

Los científicos, por su parte, continuaron ensimismados sobre los instrumentos, como niños superdotados a los que les cambian el juguete y siguen jugando, indiferentes a todo lo que no fuera resolver el nuevo desafío, condenados a muerte preocupados por entender la física que rige la horca mientras les ponen la soga al cuello.

Cuando las temperaturas finalmente se estabilizaron, el sol seguía ahí arriba. Imperceptiblemente más grande, declara­damente más frío. Y por sobre todas las cosas, lejos. Inalcanzable para las palabras de los sacerdotes, intocable para los científicos. Y en la Tierra la única diferencia era que los primeros conservaban su trabajo.

El pasillo del subsuelo estaba desolado. Antes de avanzar, Jonás se sostuvo de la pared y aguzó el oído. Ninguna vibración en el aire. No había pasos ni voces. Sólo la quietud negra y los focos amarillos. La humedad en la palma de la mano. Avanzó.

Ahora sí llegaba un sonido, la fricción de sus suelas en la arenilla. Se detuvo otra vez y otra vez la nada. Caminó así, con pausas para verificar que el silencio continuara allí cada vez que él paraba, hasta llegar a la bifurcación. Ahí las opciones se reducían a dos: cruzar de un salto rápido o deslizarse de a poco. Lo primero implicaba, necesariamente, un poco de ruido extra al aterrizar. Lo segundo lo exponía más tiempo al campo visual que pudiera tener Soto si se encontraba de nuevo parado al final del otro pasillo.

Dudó. Tomó impulso y, justo antes de saltar, improvisó una tercera opción: un paso rápido, apretado, al ras del suelo, como un maratonista o, incluso, un empleado común y corriente pero con apuro, y un falso gesto de normalidad en la cara, que de todos modos nadie habría podido ver, porque Soto no estaba. Lo supo porque miró. Un giro veloz de la cabeza, una instantánea mental, el pasillo vacío. Un suspiro de alivio. Pero el sabor del vértigo no se terminaba de desvanecer y, en lugar de seguir camino, volvió. Asomó apenas la cabeza para corroborar que la instantánea era correcta. Nadie a la vista. Olía a humedad y a desodorante de hombre.

Lo sorprendió de golpe aquel sentido de la aventura que no sabía que tenía. Así como antes había estado a punto de lanzarse tras Soto por la pequeña puerta disimulada en el hall, ahora algo lo empujaba a tomar esta bifurcación. Quería explorar, incursionar en lo desconocido, lo improbable, lo peligroso. Sentir el corazón acelerándose, la adrenalina, el frío que retrocedía. Pero era un sentimiento infantil, construido sobre la esperanza de que fuera una aventura breve, segura, y la posibilidad real de encontrar algo lo desanimó. Volvió a encarar el pasillo principal, camino al archivo.

Unos metros más adelante, encontró el expediente. Se ubicó debajo de un foco para leerlo. Tuvo que forzar la vista pero finalmente los contornos de las letras se estabilizaron: tenía en las manos una antigua licitación para renovar los sistemas de comunicaciones y colocar una antena satelital en la cima del edificio. La instalación estaba hecha, pero los sistemas nunca habían acabado de funcionar del todo. Un apéndice al final, sellado por el departamento de Técnica y Planificación, advertía que la baja actividad solar había alterado la ionósfera.

Se guardó el expediente bajo el brazo. Pensó en volver a subir y sumarlo a la pila, pero el archivo estaba ahí a pocos pasos. Podía dejarlo y dar un último vistazo. Ahora que el sentido de la aventura se había desvanecido por completo, no le causaba demasiada gracia demorarse en el subsuelo, pero lo cierto era que ya estaba ahí y dos minutos más no iban a hacer la diferencia. Se adentró un poco más.

Antes de llegar, algo le llamó la atención: más allá de la puerta del archivo, las luces se interrumpían y el pasillo se abismaba en una oscuridad absoluta. Era imposible determinar si eso era un corredor sin salida o si habría algo más. ¿Otro archivo? ¿Un depósito?

Dio los primeros pasos decidido, pero tras pasar el límite de luz que imponía el último foco, tuvo que aminorar. Avanzaba a tientas, siguiendo la línea de la pared con los dedos. Un paso y otro. La pared seguía ahí. Otro paso. ¿Y si era un túnel? En ese caso, tal vez siguiera kilómetros y kilómetros. Creyó oír una rata, o podían ser de nuevo las suelas contra el piso. Necesitaba una linterna y de hecho la tenía, puesto que tenía el teléfono. Lo complicado era agarrarlo sin soltar la pared. El expediente abajo del brazo y con la misma mano intentar alcanzar el teléfono en el bolsillo, dos dedos, un poco más y por fin agarrarlo de una esquina. Tirar, sacarlo.

Entonces, varias cosas ocurrieron a la vez. El suelo delante de él desapareció. Los dedos de la mano derecha perdieron contacto con la pared y por un instante estuvo en caída libre, pero algo frío, más frío que el aire, le envolvió el pie. Se oyó un sonido como de piedra que cae al agua y el pie frío encontró suelo nuevamente. Jonás recuperó el equilibrio y permaneció un segundo paralizado. Volvió a encontrar la pared. Retrocedió. Se puso de rodillas. La superficie se sentía áspera contra los huesos y la tela del pantalón no servía para amortiguarla. Tanteó con la mano: el suelo también estaba frío. Más adelante se plegaba hacia abajo, el comienzo de una escalera que descendía. El agua helada le mordió los dedos. Se incorporó con un espasmo. Ahí acababa el Ministerio. La frontera inferior era un tercer subsuelo completamente inundado, y se había tragado su teléfono. Mientras miraba la negrura, recordó que la batería se había agotado.

De nuevo en su escritorio, se sacó el borcego y la media. El agua había logrado penetrar por arriba y sentía el pie helado. Encendió un cigarrillo para reflexionar. Tenía que encontrar un expediente que no estaba en ninguna parte. Se recostó en la silla y puso los pies encima del escritorio. Dio una pitada y la brasa retrocedió. Las primeras cenizas aparecieron como un fantasma fosilizado. Con un golpe del pulgar las hizo caer en la alfombra. Tenía hambre también, pero eso era menos urgente mientras tuviera tabaco. La textura del papel en los labios lo tranquilizaba acaso más que el humo en los pulmones. La expectativa del placer, más que el placer. Así como de niño era la señal de ajuste antes de que comenzaran los dibujos animados, esos diez minutos para las once que lo tenían repasando las franjas de colores, preguntándose qué significaban esos números y esas letras en el televisor estático que, de un momento a otro, sin aviso, empezaría a transmitir. O el ruido del paquete de galletitas al abrirlo. Todos esbozos del adulto que ahora, sentado frente a un escritorio, en el corazón del Ministerio, saboreaba el modo en que el papel del cigarrillo se le pegaba al labio superior, reseco, y se sentía de nuevo un poco un niño transgrediendo los límites de la escuela.

Tenía que encontrar la forma de hablar con Emilia también, averiguar si el mensaje era de ella, si estaba preocupada. Exhaló el humo despacio, más bien abrió la boca y dejó que se escapara como quisiera. Lo vio subir compacto, indeciso en el aire quieto de la oficina, hacia los paneles blancos del techo. ¿Cómo había llegado una mancha de café ahí? Porque en la esquina de uno de los paneles el blanco se teñía de un marrón inconfundible. Uno de esos misterios domésticos, pensó, y dio una pitada profunda. Como el grillo. Ese era otro misterio, menos doméstico, pero igual de inexplicable. O también ese disco de plástico adosado al techo que no sabía para qué servía ni recordaba haber visto antes, pero ahí estaba, detrás del humo, tragándose el humo con sus hendijitas.

La alarma de incendios saltó de golpe y Jonás se fue al suelo. Era un chillido infernal que parecía clavarle la mandíbula al cráneo y se le metía por los oídos y por la nariz, se mezclaba con el golpe en el coxis, la textura de la alfombra en las palmas de las manos. Y por la única ranura de lucidez que le dejaba el ruido y el dolor, se abrió paso una palabra: Soto.

Se levantó y salió corriendo, pero enseguida tuvo que volver a buscar el borcego y la media. Los agarró y salió de nuevo, rengueando. Golpeó un escritorio en el apuro y se dio cuenta de que no estaba corriendo en ninguna dirección en particular, sólo quería que cuando Soto subiera a ver qué pasaba, no lo encontrara ahí. Pero eso le dejaba dos opciones: las escaleras a cualquier otro piso o los ascensores. Corrió y apretó el botón, pero la luz no se encendió. Pulsó varias veces, con fuerza, hasta que entendió que la alarma de incendios los habría desactivado. Las escaleras eran un riesgo demasiado alto, Soto podía estar ya mismo subiéndolas. Volvió al piso. Necesitaba más opciones. El baño era meterse en una ratonera… ¡La oficina de Vergara!

Metió la mano en el bolsillo y hurgó. Lo primero que tocó fue el grillo, su cuerpo liviano, las patas puntiagudas, pero no tenía tiempo, ya estaba frente a la puerta y necesitaba la llave, la llave debajo del grillo y el movimiento de dedos hasta encontrarla, meterla en la cerradura, girar el pomo redondo. Entró y cerró detrás de él. La alarma siguió gritando desaforada unos segundos más hasta que, simplemente, se calló.

¿Se oía algo? En la oscuridad de la oficina parecía que cualquier cosa que ocurriera del otro lado de la puerta de madera terciada tenía que ser necesariamente oído. Pero no estaba seguro. Los pies descalzos de Soto en la alfombra gastada podían ser tan silenciosos como quisiera. Esperó y trató de escuchar más.

Durante un buen rato nada pasó, excepto tal vez sonidos lejanos, ecos que provenían de algún lugar muy afuera o muy adentro de él, imposibles de distinguir. ¿Cómo sonaría Soto levantando la silla? Podía imaginárselo, pero ahora que se lo imaginaba... ¿cómo podía estar seguro, si lo oía, de no estar imaginándoselo?

Las piernas le empezaron a hormiguear. Recordaba aproximadamente la disposición de sillas y muebles en esa oficina pero prefirió no correr riesgos y se sentó en el suelo, la espalda contra la puerta. ¡La puerta! Buscó frenéticamente la llave en el bolsillo, pero no estaba. Había quedado del otro lado. Imbécil, sos un imbécil, se dijo, pero ya era tarde para buscarla. Si Soto lo veía… No tenía demasiada idea de qué podía pasar si Soto lo veía. Tal vez incluso no pasara nada, pensó. ¿Qué razón tenía para creer que Soto era un mal tipo, un violento? ¿El episodio con la mujer en el hall, acaso? No era suficiente. Era su imaginación la que lo llevaba, como siempre, por caminos sinuosos y Emilia en eso tenía razón. Mientras el mundo bajaba a tierra, aplastado por el peso de la nieve, a él parecía que el invierno sólo le había aumentado la volatilidad de los pensamientos. Vivía permanentemente a la deriva, incapaz de concentrarse en nada. Por eso la necesitaba. La extrañaba. No, la necesitaba. Eso. Era hora de ir a buscarla. Pero primero el expediente. Después Emilia. Le iba a explicar y ella iba a entender. Una vez que encontrara el expediente. ¿Cuán lejos podía estar? Tomó la resolución de levantarse. Dio la orden y las piernas parecieron responder. Pero entonces, un crujido metálico detrás de la cabeza lo paralizó. Un raspar aserrado como el canto de un grillo robótico: el sonido de la llave del otro lado de la puerta, girando y saliendo lentamente de la cerradura, seguido de un momento de quietud. Y unos pasos que se alejaban, tan silenciosos que no supo si no se los estaba imaginando.

Abrió los ojos, la oscuridad seguía ahí. ¿Había dormido? Se puso de pie despacio. Creía distinguir algunas zonas donde la negrura se volvía menos densa. Tanteó en busca del interruptor pero cambió de idea. Caminó unos pasos hasta el escritorio. Palpó el monitor de Vergara y a partir de ahí se orientó hasta encontrar la silla y el CPU. Apretó el botón. La pantalla primero se encendió negra con el logo del fabricante. Después, mientras iniciaba el sistema operativo, fue corriendo un código y por último apareció la pantalla azul con el campo en el centro para poner la contraseña. Jonás no conocía la contraseña de Vergara, pero no le importaba. Lo que quería era la luz. Sacó el grillo y lo examinó. Había perdido dos patas y una antena estaba quebrada. El cuerpo se hundía en un costado.

Jonás volvió a guardarlo. Examinó el escritorio y la oficina desde la perspectiva de Vergara, esperando que el cambio le diera algún nuevo punto de vista, le revelara alguna información. Pero no había nada. Más de lo mismo. Otro retazo de ministerio.

Abrió el primer cajón. Un alfajor de arroz. Gracias, dijo en voz alta, pero al querer agarrarlo el paquete se estrujó entre sus dedos sin la menor resistencia. Estaba abierto y vacío. Revisó el otro cajón pero no encontró nada. Insumos de librería, un expediente que no era el que buscaba, una corbata de repuesto. Cerró todo y respiró. El estómago se le cerró en un puño y lo obligó a replantear sus prioridades. Primero, conseguir comida. Después, el expediente. Esperame, Emilia, dijo en un susurro. La voz ronca de sed. Agua. Primero agua, después el resto. Mismo orden.

Se puso la media y el borcego. Seguían húmedos pero ya no quiso esperar más. Fue hasta la puerta y giró el pomo. El pestillo saltó y la puerta se abrió sin ruido. Afuera, el piso estaba cubierto por una luz espesa y gris, un amanecer que llegaba de lejos a través de un cielo blindado.

El bidón del dispenser borboteó mientras Jonás tomaba del pico toda el agua que podía sin ahogarse. Se le escapaba por la comisura y a lo largo del cuello, le humedecía la camisa a la altura del pecho, pero no le importó. Ya habría tiempo para secarse. Volvió a tomar otro trago más. Y enseguida supo que tenía que hacer pis.

La ventana esmerilada del baño dejaba entrar una buena cantidad de luz. De pie frente al mingitorio, la noche le parecía un recuerdo distorsionado, imágenes difusas de una pesadilla que no tenía intenciones de reconstruir. El chorro salió amarillo y turbio. Luego apretó el botón y un remolino se lo llevó.

Pero el Ministerio de día, vacío, era otra cosa. Apenas la tarde anterior el piso estaba lleno de empleados y ahora parecía que mil años habían enfriado todo rastro humano. Los objetos sobre los escritorios tenían esa quietud muerta, ese aire a apocalipsis nuclear. La calefacción ya no zumbaba.

Caminó hasta la ventana apretándose los brazos. Afuera la ciudad también parecía aquietada, pero no era más que el ritmo normal del centro un sábado a la mañana. Un sábado frío como cualquier otro. A lo lejos, sobre el agua, las nubes habían engordado hasta convertirse en una masa oscura. Sudestada, dijo.

Tocó el vidrio y lo sintió vibrar. Pegó la oreja. Estaba helado. El siseo y el runrún de un camión que, tres pisos abajo, estaría barriendo la nieve. Por lo menos la posibilidad del accidente nuclear quedaba descartada. La ciudad seguía viva a su manera. Y él también.

Fue hasta la pequeña cocina del piso y abrió la heladera. Los viernes todo el mundo rescataba sus pequeños tesoros porque los lunes el personal de higiene procedía a realizar una limpieza profunda, lo cual significaba básicamente eliminar cualquier elemento de la heladera que no formara parte de su estructura. Pero siempre había alguien que se olvidaba algo. Esta vez, unos sobres de mayonesa, salsa golf y un tupper. Agarró el tupper con desconfianza. Dentro, un revuelto de algo que parecía brócoli, cebolla y acelga, pero no estaba seguro: los colores se habían mezclado y todo parecía tender al mismo tono de marrón. Además, olía espantosamente, pero tampoco esperaba otra cosa. Ya nadie conseguía cultivar bananas ni arroz en el suelo duro. Cierto es que podría haber encontrado un poco de carne de guanaco, pero estaba bien así. No sabía qué cantidad de suerte iba a tener ese día y prefería gastarla en encontrar el expediente. Llevó el tupper hasta su escritorio, sacó los cubiertos que guardaba en el cajón y se dispuso a comer. ¡El sánguche! Sacó el tacho de abajo del escritorio. Más de un tercio del sánguche que había tirado seguía ahí, seco, fuera de escuadra, pero vivo. Lo rescató y empezó a comerlo. Los sabores se conservaban bien. Tenía la sensación de haberlo tirado el jueves y sin embargo sabía que era el sánguche del viernes. Porque no era el sánguche lo que estaba mal, era la temporalidad. De hecho, el sánguche tenía gusto a sábado.

No probó la comida del tupper. Antes de levantarse, lo cerró bien y lo tiró completo.

Ahora sí, el expediente, dijo.

No, todavía no.

Apuró el paso hasta el baño. Media hora más tarde, mientras se lavaba las manos y la cara, volvió a decir: Ahora sí, el expediente.

Cuarto piso. Empujó la puerta con cierta reverencia, como un explorador pisando por primera vez un templo oculto. Pero el templo se reveló enseguida mundano y familiar: el cuarto piso tenía una disposición idéntica al tercero y sólo se diferenciaba por algunos detalles. Al parecer, ahí las impresoras activas eran dos en vez de una. También tenían algunos bidones de agua acumulados junto al dispenser y habían festejado algún cumpleaños hacía no mucho porque todavía sobrevivía una guirnalda con letras de colores encima de uno de los escritorios de la pared más cercana. No había rastros de torta.

Dio una vuelta completa al piso revisando todos los escritorios, cada pila de expedientes, sin éxito. Probó suerte con algunos teléfonos, pero las líneas seguían muertas. Emilia tendrá que esperar un poco más, se dijo.

Algunas pocas oficinas en los laterales permanecían cerradas. Calculó la posibilidad de que el expediente estuviera ahí y decidió hacer algunos ensayos. Probó los picaportes, y nada. Empujó con el hombro y tampoco. Tal vez la llave de Vergara funcionara en esas puertas, tal vez en todo el edificio no hubiera más que cinco o seis tipos de cerraduras genéricas, compradas en lote en una licitación a las apuradas. Era probable, pero lo mismo daba: la llave se la había llevado Soto.

Consiguió un clip en un escritorio y lo introdujo en la cerradura. Estuvo un par de minutos moviéndolo mientras intentaba girar el pomo, hasta que aceptó que no tenía la menor idea de lo que estaba haciendo. Retrocedió un par de pasos para mirar la escena completa. Eran tres oficinas linderas, armadas con paneles divisorios que llegaban hasta el techo, y la chance de que el expediente estuviera en una de ellas era más bien baja. Pero si estaba, si él seguía revolviendo todo el edificio y resultaba que lo había tenido ahí, a la mano, casi a la mano…

Miró la estructura de nuevo. Los paneles iban adosados a unas columnas de aluminio que los sostenían, y cada una de esas columnas estaba fijada al suelo con cuatro tornillos. Nada muy firme, pensó. Tabiques prefabricados, pensados para poder cambiarlos de lugar de un momento a otro. Buscó un cuchillo en la cocina del piso. Clavó la punta en el primer tornillo y giró. Zafaba, pero si hacía fuerza para abajo, lograba trabarlo. Era cuestión de insistir, se dijo, insistir, clavar, girar, un poco de fuerza con cuidado de no romper la punta, tornillos largos pero flacos, girar, clavar, hasta que el tornillo cedió. Lo desenroscó entero con una sonrisa en la boca. El tercer chanchito estaría muy decepcionado, repetía, mientras sacaba el resto.

La columna no quería terminar de salir, pero la inclinó lo suficiente como para desencajar el panel. Luego bastó con empujar el panel y crear el espacio suficiente para pasar. La oficina era similar a la de Vergara más algún detalle personal, una taza de un club de fútbol, una libreta de anotaciones. Jonás miró todo sin detenerse en nada. Estaba transpirado y buscaba el expediente. Pero el expediente no estaba.

Le llevó una hora más poder acceder a las otras dos oficinas. Para cuando terminó, tres paneles descansaban apilados contra un escritorio, junto a dos de las columnas de aluminio y un puñado de tornillos sembrados en la alfombra. Las oficinas, desnudas y vacías, con toda su intimidad al aire.

—Bueno, acá tampoco está —dijo.

Con una guillotina de papeles partió la punta del cuchillo, de modo que desarmar las oficinas del quinto se le hizo más fácil. Lo único que le preocupaba y lo demoraba era la necesidad de hacer la menor cantidad de ruido posible. Trabajaba como un ratón dedicado, con cuidado pero sin pausa. En un par de horas había cubierto el piso completo, incluyendo un armario repleto de solicitudes de inscripción al registro de cazadores de lobos.

Tardó un poco en entender de qué se trataba. En las carátulas figuraban las letras PCA, que en principio no le decían nada. Para reconstruir el significado de la sigla tuvo que recordar que los lobos no eran lobos, eran perros. Perros salvajes compactados en jaurías. Vagaban en busca de alimento pero también atacaban ganado y personas, en pie de guerra, sin intención de comer. Un problema que había empezado en el sur pero que el frío había logrado empujar hasta los bordes de las ciudades más grandes.

Los primeros ataques en zonas urbanas fueron contra otros perros. Luego, recordó Jonás, ocurrió el incidente en aquella escuela. Fue un vecino, entrevistado por el noticiero, el primero en llamarlos “lobos”, y el apodo, amplificado por televisión, arraigó, menos como una forma de referir a la ferocidad de los perros que como una manera de diferenciarlos de los caniches, labradores y salchichas que languidecían frente a las estufas de los departamentos.

Pero lo de la escuela caló hondo y hubo una marcha a las puertas mismas del flamante Ministerio de Invierno, abierto hacía pocas semanas. El Ministerio respondió con la creación del programa. Necesitaban un nombre que diera a entender que se lo estaban tomando en serio, por eso le pusieron “Poblaciones Caninas Asilvestradas”. Se abrió el registro y se entregaron armas y balas, y las denuncias por ataques disminuyeron en cuestión de meses, especialmente en los suburbios, aunque seguía siendo aconsejable no descender del auto en mitad de cualquier ruta.

Jonás miró el armario atestado de solicitudes. Estaban ahí, sin ninguna intervención, sin curso, como si simplemente las estuvieran acumulando. Recordó haber oído algo sobre una desfinanciación repentina del programa, pero no había hecho mucho caso. Siempre había creído que no eran tantas las personas que andaban por ahí con ganas de perseguir y matar perros. Ahora dudaba. Cerró el armario. De cualquier modo, los lobos eran un problema de los bordes; en el centro había otras cosas de las que ocuparse. Por ejemplo, en su caso, del expediente que seguía sin aparecer.

La calefacción nunca había vuelto a encenderse y el invierno parecía penetrar cada vez más las paredes y ventanas del Ministerio. Jonás pensó en hacerse de algún abrigo olvidado, pero en el sexto piso tuvo una idea mejor y fue a buscar el mate de Emma. Lo preparó con dedicación y lo llevó consigo durante el resto del trabajo. La cantidad de expedientes a revisar era enorme. Estaban por todos lados. Y ahora que no había abogados pululando entre los paneles semitransparentes, el lugar se volvía aún más laberíntico, de modo que tuvo que hacer varias rondas hasta estar seguro de haber cubierto todo el terreno. Antes de irse, lavó el mate y lo devolvió.

Apenas puso un pie en el séptimo sintió algo distinto, un cambio en el aire, un olor. Y un crujido.

Giró en redondo esperando ver la sombra de Soto encima de él. El grito se le tropezó en la garganta ante la escalera vacía. Pero el crujido… miró hacia abajo. Tanteó con la suela de goma y lo sintió de nuevo. Tuvo que agacharse y pasar los dedos por el suelo para terminar de convencerse de que era arena. No mucha, apenas una cucharada, un poco de arena que por alguna razón a alguien se le habría caído en el hall del séptimo piso del Ministerio.

Se sacudió los dedos y empujó la puerta. Dio a un pasillo breve, una mera cápsula de aire antes de otra puerta, de vidrio templado, que le impedía el paso. Sobre ella, un cartel indicaba “TÉCNICA Y PLANIFICACIÓN”. Hacía falta una tarjeta especial para abrirla, una tarjeta que Jonás no tenía y que dudaba que pudiera conseguir. Esta vez no había tornillos ni paneles. Emma tenía razón: la puerta era infranqueable. Probó empujarla, sin éxito. El edificio se replegaba sobre sí mismo, el Ministerio se le negaba, y no había nada que pudiera hacer.

Subió un piso más.

Prensa y difusión. El piso incluía una recepción elegante, con un mostrador con espacio para dos empleados con computadora, sillones cómodos, mesa ratona y dos pantallas colgadas. En días hábiles, estarían sintonizadas en canales de noticias que, desde la llegada del invierno, se habían reducido también a dos: uno a favor del gobierno y otro en contra. Originalmente había una sola pantalla, pero la nueva ministra había decidido implementar una postura abierta y había pedido que se incorporase el canal opositor. Por eso, la primera pantalla estaba perfectamente alineada al centro de la pared, de cara a ambos sillones, mientras que la segunda se había amurado a un costado, rompiendo la simetría.

La alfombra lucía aspirada y las sillas detrás del mostrador, acomodadas en escuadra. Todo el lugar daba la sensación de formar parte de un esmerado intento de diplomacia y hospitalidad. Si bien los funcionarios del Ministerio solían ir a la televisión y daban varias entrevistas por semana, no era menos cierto que los empresarios de los medios y periodistas especializados a menudo eran convocados al edificio ministerial. “No le vamos a torcer el brazo a Dios” fueron las palabras con las que el ministro anterior había encontrado el principio del fin de su carrera. Las había dicho durante el segundo año del invierno y las había dicho sin querer, o al menos sin comprender realmente todas las posibles interpretaciones que se les podía dar a esas palabras, en principio tan claras y directas. Analistas políticos, ambientalistas, lingüistas y hasta los mismísimos periodistas las habían diseccionado hasta reducirlas a átomos y, aún así, la verdadera intención del ministro seguía siendo materia de controversia. Algunos sostenían que se trataba de una mera descripción de la realidad; el último ciclón frío había dejado tres nuevos muertos y dos desaparecidos y desde el Ministerio se estaba impulsando una serie de medidas paliativas, de alerta temprana y promoción de la vida hogareña a fin de reducir la exposición de la población a esa intemperie despiadada. Otros interpretaban la frase como una declaración de principios: según ellos, el ministro estaba dejando en claro que el gobierno no tenía la menor intención de buscar soluciones de fondo al problema del invierno. De nada servía que el ministro saliera a aclarar la verdadera intención de sus palabras: lo único que la opinión pública había entendido era que Dios no sería desafiado. Los debates se volvían particularmente espinosos cuando los involucrados se daban cuenta de que ni siquiera estaban hablando del mismo Dios.

Eventualmente, el ministro tuvo que renunciar. En una entrevista posterior, confesó que redactar esa carta de renuncia fue la tarea más difícil que tuvo que enfrentar, ya que no sabía exactamente qué debía consignar como razones de su decisión.

Para evitar que le pasara lo mismo, la ministra actual había dejado de dar entrevistas y había implementado aquello de las reuniones en el Ministerio. Se llamaban “Sesiones de homologación de la información” y constituían todo un avance en términos de difusión de medidas importantes relacionadas al invierno, que eran prácticamente todas las que importaban. La primera vez que se llevó a cabo una sesión, fue un acontecimiento nacional y la ministra se presentó para inaugurarla. Habló poco, evitó las preguntas sobre su pasado y, sobre todo, se negó a pronunciarse sobre el significado de las palabras de su antecesor.

Jonás abrió las puertas de vidrio esmerilado y accedió a un piso abierto pero donde cada escritorio estaba tabicado por paneles a media altura que le daban una mayor privacidad. Las sillas eran de mejor calidad y cada cierta cantidad de metros, un nuevo par de pantallas dormían ciegas a la espera del lunes.

Entró al primer cubículo y revisó los papeles sobre el escritorio. Después los dos cajones, pero no encontró nada. Pasó al segundo y repitió la operación. Tercero y cuarto. En el quinto encontró un paquete de galletitas que fue devorando mientras seguía con el sexto. Después de un rato, levantó la cabeza y miró por encima de los paneles. Le quedaban unos treinta escritorios y se le habían acabado las galletitas. Intuitivamente se llevó la mano a los cigarrillos, pero recordó el detector de humo y desistió. Iba a tener que encontrar un lugar seguro antes de volverse loco. Pero ahora tenía que seguir buscando. Cinco escritorios más. Diez. El expediente no aparecía pero, a fuerza de revolver papeles, empezaba a comprender un poco mejor la naturaleza del trabajo que se llevaba a cabo ahí: se escribían discursos, líneas argumentales, proyectos de comunicación. Se medía la respuesta del público en redes sociales, minuto a minuto, y se la comparaba con lo que sea que se estuviera diciendo sobre la gestión del invierno en televisión y radio. Era un piso entero dedicado a la producción y la medición. La comprensión cabal de la opinión pública.

El último escritorio tenía una foto familiar, recuerdo de un viaje de ski, de esos que se habían multiplicado en los últimos años. Falsas laderas construidas en cemento habían sido la clave de una nueva industria orientada a la población optimista de recursos moderados: diversión y deporte al alcance de la mano sin necesidad de costosos traslados hasta las zonas montañosas. De hecho, detrás de las caras sonrientes se adivinaba un horizonte perfectamente plano. Jonás miró la foto dos veces y pensó en Emilia y el gato. Lo invadió esa nostalgia culposa que provoca la felicidad ajena. Tal vez podía terminar pronto y volver a casa para la merienda. O la cena. Volver con comida.

Fue hasta el ventanal y volvió a mirar el cielo. Las nubes estaban más cerca y empezaban a compactarse. Se desplazaban lentamente, de costado, ennegrecidas. Pensó en Vergara: con el cielo encapotado, ¿cómo iba a saber en qué momento salía la tercera estrella que daba fin al sabbat? Tenía que preguntarle cuando lo viera.

Dio una vuelta al piso, pensando qué se podía estar olvidando, hasta que reparó en una puerta. La primera vez que había pasado junto a ella ni siquiera la había visto, pero era una puerta. Doble hoja. Pomos dorados. La empujó y dio a una enorme sala de reuniones. El centro estaba dominado por una mesa negra brillante, de forma ovalada, con espacio para una docena de sillas. En un extremo, una pantalla blanca en un pie metálico quedaba de cara a un proyector amurado al cielorraso. Al costado, varias mesas pequeñas con restos de migas y manchas redondas de vasos y jarras. Dos televisores encima, apuntando hacia la mesa. La otra pared era casi exclusivamente un ventanal detrás del cual empezaban a caer unos pocos copos de nieve indolentes que el viento arrebataba.

Jonás no vio nada de todo eso cuando entró. Lo vio más tarde mientras buscaba un contexto posible, un indicio, una explicación. Cuando entró, lo único que vio fueron las palmeras.

Eran cuatro. No tenían el tamaño de una palmera adulta, pero sí la forma. Lucían como pequeñas palmeras achicadas hasta no superar los cuarenta centímetros de altura, cada una en una maceta, dispuestas en línea en el centro de la mesa. Cada maceta tenía un rótulo diferente: Cocos nucifera, Phoenix canariensis, Chamaerops humilis y Sabal Palmetto. Mirándolas de cerca, podían detectarse algunas diferencias en las formas de las hojas y el grosor del tronco. Especialmente la tercera se distinguía por ser más baja y rechoncha, casi un arbusto. En conjunto, recortadas contra el ventanal nevado, le produjeron una sensación incómoda, como si las últimas veinte horas no hubiesen ocurrido nunca y recién ahora estuviera violando —sin querer— aquella intimidad difusa.

Salió de la sala de reuniones y caminó directo a la recepción. Cruzó las puertas esmeriladas y ya estaba por abrir la que daba a las escaleras cuando se dio cuenta de que ese espacio no tenía detectores de humo. Para más seguridad, revisó que todas las puertas cerraran bien, que las hendijas no fueran demasiado grandes y, cuando estuvo convencido, encendió un cigarrillo. Dio la vuelta al mostrador de recepción, fumando y mirando, pero no buscaba nada. Era la mirada extraviada del que descansa, del que busca sin querer encontrar y, sin embargo, a veces encuentra: el control remoto detrás de un lapicero. Lo agarró y se sentó en uno de los sillones, exhausto, de cara a las pantallas. El televisor se encendió en el canal de noticias oficialistas. La conductora de siempre anunciaba buen tiempo para toda la semana, empezando esa misma noche, para la cual se esperaba un leve aumento en la temperatura.

Jonás cambió de inmediato. Un instante duraba cada imagen antes de que apretara el botón de nuevo. El televisor se convirtió en una reproducción de diapositivas incoherentes hasta que encontró algo aceptable, algo que le permitiera no pensar. Fumó tranquilo y se entregó mientras el coyote intentaba proyectarse a sí mismo contra la trayectoria del correcaminos, gracias a una enorme banda elástica marca ACME aferrada a dos piedras. Por un capricho de la física, las piedras salieron volando y el coyote permaneció estático, potencial, condenado, mientras el correcaminos seguía su curso, obstinado, veloz, imparable, sin que nadie nunca se preguntara a dónde estaba yendo, ni qué objetivo perseguía.

Durmió sin reloj ni ventanas. Durmió bajo la luz blanca de los tubos fluorescentes y descubrió, al despertarse, que uno de los tubos parpadeaba. Se restregó los ojos sabiendo que emergía de un sueño subterráneo, un buzo de profundidad en descom­presión. En el televisor, los colores estridentes de un dibujo animado que no conocía. Volvió a poner el noticiero y con un poco de esfuerzo logró enfocar la hora. Veinte y veinticinco.

El sillón se quejó cuando se le despegó de la espalda y él se quejó cuando se puso de pie. Apagó el televisor y dejó el control remoto en la mesa ratona. Después, abandonó el piso. Le quedaba un único camino, pero era un camino cerrado. Aún así, subió los escalones, acaso más por curiosidad que por esperanza.

Tan pronto salió de la escalera y abrió la puerta, dio a una recepción oscura y húmeda, pero sobre todo, cálida. Encontró la perilla de luz sin esfuerzo y la recepción se iluminó de la manera más imprevista: lámparas de sodio se encendieron a la vez sobre el escritorio de la secretaria y sobre un largo sillón esquinero, prácticamente los únicos elementos que funcionaban como antesala de un despacho importante. El resto del lugar estaba dominado por dos gigantografías con sendos paisajes caribeños. Playas de agua turquesa con palmeras inclinándose gentilmente desde la orilla y un reflejo de sol que invitaba a beber.

Jonás arriesgó un par de pasos sobre la alfombra verde, no muy seguro de que fuera una buena idea, y a la vez incapaz de contener los pies. Un siseo parecía llamarlo, un susurro caliente que tardó en encontrar: un sistema de ventilación exhalaba aire húmedo por las hendijas colocadas en las paredes.

Al final de la sala, una puerta doble daba con toda seguridad al despacho. Jonás la probó pero estaba cerrada con llave. Tocó la madera. Estaba tibia. Casi caliente. Una pátina de agua le impregnó las yemas.

Volvió sobre sus pasos, de pronto consciente de lo difícil que era respirar esa atmósfera, y revisó el escritorio de la secretaria. No encontró las llaves ni nada más que pudiera servirle. De hecho, el escritorio estaba casi vacío. El único objeto personal que pudo identificar fue una caja amarilla de bombones surtidos, abandonada en un cajón. El contenido estaba bastante mermado, pero todavía sobrevivían algunos. Jonás se metió un par en el bolsillo y después agarró otro más, que comió en el momento. Recién al cerrar la caja descubrió, adosada al cartón, una breve tarjeta que decía “Feliz día” sobre el dibujo de un gatito con anteojos y uñas pintadas tecleando en una computadora.

Por primera vez en el día, sonrió. El mal gusto de la ministra se desplegaba en tantas dimensiones que no iba a saber por dónde empezar a contárselo a Emilia. ¿Se lo contaría también a Vergara? Sería una buena anécdota si tan sólo pudiera coronarla con el hallazgo del expediente. Pero el expediente estaba perdido y a esta altura ya no quedaba más remedio que aceptarlo. Había llegado al final del viaje. Sólo restaba volver a casa. Pensar las explicaciones que daría el lunes. Esperar lo mejor. Subió al ascensor y apretó el botón de planta baja. Miró los números pasar en el visor. En alguno de esos pisos estaba el expediente, pero él no lo había encontrado y ahora se rendía. Noveno, octavo. Que durmiera su sueño secreto, él iría a dormir con Emilia. Enterraría los pies en la nieve a lo largo de todo el camino a casa, aferrado a la idea de llegar y contarle la historia, contarle del expediente, de Vergara, de la extravagante recepción del despacho de la ministra. Séptimo, sexto. Darle la buena noticia: habían dicho en la televisión que se esperaba buen tiempo. Quinto. Quizás con esa noticia alcanzara, quizá podrían refugiarse en eso durante todo el domingo y fingir que no había que volver al Ministerio el lunes. Cuarto. El retrato de Helena sonriendo desde la pared. Tercero. Segundo. Saldría de nuevo a la nieve. Tal vez volviera a ver a Soto. ¿Cómo podía haberse olvidado de Soto? Primero. ¿Cómo podía haberse olvidado al punto tal de tomarse el ascensor? Intentó pararlo, desesperado, la palma en la botonera sin llegar a acertar al botón correcto. Planta baja. Las puertas se abrieron y los ojos de Soto brillaron de frente a él, expectantes, rodeados de penumbra. Detrás estaba el hall y allá a lo lejos la puerta de salida. Jonás alcanzó a ver el viento golpeando los vidrios, un viento blanco, rabioso, vestido de nieve. Pero fue un segundo apenas porque Soto se le vino encima y ya no vio nada más.