Imagen de portada

El porvenir es largo

Todo lo dicho hasta ahora puede ser entendido como un diagnóstico general de aquello que viene sucediendo, grosso modo, en muchos países de Occidente. Sin embargo, cualquier forma de intervención real debe ser siempre “localizada”, procurando, en palabras de Lenin, “el análisis concreto de la situación concreta”. En este sentido, es necesario hablar de la crisis particularísima que atraviesa Argentina, crisis que no es sólo económica, cultural, de representación política, de deslegitimación institucional, sino también, como ya dijimos, una crisis “nuestra”, de los movimientos populares, nacionales y de izquierda; una crisis de este “nosotros”, si es que alguna vez existió, y hoy verdaderamente extraviado. 

Ahora bien, ¿es posible hablar hoy de un “nosotros”? Sí. Es posible siempre y cuando reconozcamos que ocupamos “de hecho”, en el gran universo capitalista, un “lugar” específico en las relaciones de producción. ¿Qué “lugar” ocupamos todos los que estamos leyendo este texto en las relaciones de producción capitalista? Ocupamos, sin más, el “lugar” de explotados. Por una razón estadística simple, todos los que estén siguiendo estas líneas compartimos algo: estamos obligados, por nuestras propias necesidades físicas, a permitir que se nos explote; usamos nuestra fuerza de trabajo para subsistir (alimentarnos, vestirnos, pagar el alquiler, los servicios) mientras que gran parte del valor que producimos en nuestro puesto de trabajo es extirpado por un tercero, sin forma real de retorno. Puede que este carácter doliente (es decir, entendernos “explotados”), y sin caer en ninguna forma de romantización, sea verdaderamente nuestra única “cosa” en común. Somos, así, y obligatoriamente, un “nosotros” porque ocupamos el mismo “espacio”. No lo hemos elegido, como no hemos elegido nuestra estatura ni nuestro color de pelo: se nos ha colocado ahí por razón de un mundo que ya existía, formado, estructurado, previo a nuestro nacimiento. Sobre esto, la tradición marxista se ha expedido de forma extensa, y de ahí su todavía inapelable actualidad.  

A la vez, no. No es posible hablar de un “nosotros”. Porque no somos, simplemente, “explotados”; somos, siempre, una multiplicidad difícilmente asimilable bajo una única rúbrica. Somos mujeres o varones blancos heterosexuales, o somos lesbianas o gays, o nuestra tez es oscura o trigueña o más bien blanca, o nuestra ascendencia es aborigen o africana o europea, o venimos de hogares de la clase media o nos hemos criado en barrios carenciados; somos trabajadores rurales, docentes, médicos, carpinteros, empleados de comercio, cuentapropistas, etcétera. No compartimos ni en la misma medida ni en la misma forma ni bajo las mismas estrategias el tipo específico de explotación que se ejerce sobre nuestros cuerpos y conciencias. En este caso, el “nosotros” es menos un hecho que un horizonte; es menos una constatación fáctica que la declaración política de que, para “tomar el cielo por asalto”, es necesario encontrar alguna forma de unidad de lo múltiple, que conserve la identidad de cada cosa singular que la compone pero sin dejar de operar como un todo hoplita que comparta algunos principios políticos y programáticos elementales. Sobre esto, la tradición feminista, la tradición ecosocialista, la tradición decolonial se han expedido de forma también extensa, y de ahí también su inapelable necesidad. 

¿Es posible, entonces? Sí, pero no como mera espontaneidad, sino como un “sí” fabricado, construido. Partir de un “nosotros” empírico e innegable, siempre pequeño (“somos, sin más, explotados”), para llegar a un “nosotros” intelectiva y políticamente “producido” (“somos la unidad sintetizada de todas las diferencias”).  

En cualquier caso, hay una constatación que debemos realizar. Se trata de una constatación, a pesar de lo ridícula que pueda parecer, política. Es como sigue: que las condiciones materiales de nuestra existencia no propician ni hacen posible hoy una “retirada” exitosa del mundo (¿quién políticamente involucrado querría verdaderamente, sino por error, “retirarse” del mundo?); que no hay una cabaña en el bosque, alejada de todo, donde sea posible recluirnos a sopesar la tragedia, como alguna vez pretendió Heidegger después de la Segunda Guerra Mundial; que el mundo, y por extensión, nosotros, persistimos en la existencia; que hay un llamado, que es el de la Historia, que no cesa y que habita en todo, como un temblor a punto de emerger; que la política, entonces, es todavía, puede ser todavía, la vía. 

La imposibilidad política (pero también gnoseológica, metafísica, científica) de la “retirada” efectiva, verdadera y total nos pone frente a una serie de preguntas: ¿somos verdaderamente conscientes del modo en que habitamos el mundo? Y más importante: ¿estamos verdaderamente conformes con el modo en que lo habitamos? Si acaso, por un momento, sólo unas décadas, llegamos a creer que “todo andaba bien”, que la historia había terminado, que quedaba sólo retocar aquí y allá algunas anomalías mínimas, y nos volvimos relativamente laxos y despreocupados en dos de las áreas más potentes de nuestra actividad, como ser la política y la crítica, ¿qué se puede hacer hoy con este mundo “ya-no-tan-nuestro”; este mundo que, repentinamente, parece haberse vuelto una diferencia radical, un flujo complejo y confuso que se rehúsa a exponer un hilo desde donde tomarnos para empezar a desandar la madeja? Si, empujados por la lógica misma del capital 4.0, pero también empujados por nuestras propias confusiones, nuestros propios infantilismos, nuestros propios errores de diagnóstico y acción, nos “retiramos” en las últimas décadas del mundo, y si hoy tampoco parecen estar dadas las condiciones materiales y políticas para pensar y ejercer un “regreso” hacia el pasado, entonces, ¿cómo emprender entonces un “retorno”? ¿De qué modo, mediante qué mecanismos, con qué estrategias y tácticas, con qué política, con qué crítica, con qué espíritu, con cuáles pasiones?

Tal vez como nunca en la historia, asistimos a una autonomización radical de la lógica capitalista respecto de la voluntad de los hombres y mujeres que viven en ella. Esta autonomización radical (derivada de los trabajos conjuntos de las databases, los algoritmos, las IA y las operaciones automatizadas, desde la industria productiva al capitalismo financiero) nos invita a pensar que estamos ingresando o que ya nos encontramos en una fase postcapitalista de la historia. Esta fase postcapitalista no estaría atada, al menos hoy y como se quiso creer en algún momento, a la obsolescencia, crisis y caída del capitalismo —incapaz de resolver sus propias contradicciones—, ni a un reemplazo “desde fuera”, ya por el socialismo, el comunismo, el decrecionismo, o cualquier otra forma de organización política y producción de bienes y servicios. Por el contrario, el ingreso a otra etapa de la historia se debería a una mutación propia del capitalismo que logra, a través de ciertas revoluciones técnicas, “acelerar” radicalmente algunos de sus principios nucleares, desplazando cada vez más al individuo de la instancia de tomas de decisiones y anhelando —a la vez que produciendo— nuevas formas de existencia posthumanas, inhumanas o no-humanas (como sostiene Nick Land en Fanged Noumena, Vol. 1).

Las preguntas que suscita esta discusión, hoy con cierta dominancia en parte de la filosofía y la economía política, no son diferentes a las que venimos rumiando desde el comienzo del texto: ¿qué del capitalismo ya no “responde” a nuestras herramientas teóricas, críticas, políticas y de intervención? ¿Qué “estímulos” contestatarios que antes habían mostrado su valía se han vuelto hoy anticuados? ¿Qué parte del futuro, ya acá entre nosotros, todavía somos incapaces de ver? ¿Por dónde empezar a volver a construir un “nosotros”, ya siempre presente, al menos molecularmente, por la disposición misma del capitalismo?

En el poema de 1914 “A Servant to Servants”, Robert Frost dice “the best way out is always through”. El mejor camino para salir de esto es siempre “a través”. Ahora bien, si no hay un “afuera” del mundo, ¿de qué se trata el “qué” que tenemos que atravesar? 

Por un momento, tomemos como cierta la postura de Nick Land: el capitalismo ya no es un mero modo de producción, sino un vector particularísimo de aceleración; que, como fuerza autónoma, es altamente irreversible y que ya opera, a diferencia de otros momentos de la historia, de manera independiente, arrastrándonos a una nueva forma de existencia posthumana determinada por la tecnología y la IA. Tomémosla por cierta, no por su tesitura propia y su valor específico, sino por los “efectos” que puede provocar en nuestra propia lectura. Con esto, entonces: ¿qué es hoy el capitalismo? La pregunta por su especificidad, la del “verdadero” capitalismo del siglo XXI —determinado más por su propia lógica de crecimiento, desarrollo y evolución (los “acontecimientos” recientes y los venideros) que por una externalidad política como la caída del muro—, nos invita a pensar, como sostiene Nancy Fraser en Los talleres ocultos del capital (2020), en una “teoría ampliada del capitalismo”. 

Fraser intenta pensar las “otras” condiciones de posibilidad del capitalismo que fueron históricamente desatendidas por la ortodoxia marxista y por los representantes de su desviación “economicista”. Contra estas lecturas, que entronizaban la centralidad de la producción económica y las relaciones de clase, Fraser propone reponer cuatro puntos esenciales de debate: el problema de la reproducción social (con el universo del cuidado y el trabajo doméstico no remunerado que hacen posible la recomposición de la fuerza laboral y, por extensión, la reproducción de las relaciones de producción), el problema de la naturaleza y la ecología (entendiendo el capitalismo como una máquina extractiva que internaliza sus ganancias pero externaliza su costo ecológico), el de la política y la democracia (cada vez más erosionadas en sus estructuras por la presión unilateralizada del retorno del plusvalor), y el de la “raza” (articulado desde las reflexiones sobre el colonialismo, la esclavitud y las jerarquías raciales, que sientan las bases de formas de explotación que exceden a la mera clase). 

Sin embargo, es necesario también ir “más allá” de Fraser: no sólo pensar en las hasta ahora “ocultas” condiciones de posibilidad del capitalismo, sino también en los efectos concretos que sus nuevas mutaciones han provocado sobre nuestras comunidades, nuestra forma de vincularnos y sobre cada uno de nosotros. Desde nuestro lugar, hemos atendido a algunos de estos efectos, que atentan contra cualquier forma de “reencuentro” o “regreso”: el “agotamiento de la crítica”, “el agotamiento de la política”, la “crisis de identidad” y la “crisis de la cultura”. Estas crisis apuntan a una segunda constatación, mucho más triste y lamentable que la primera: “hemos cambiado”, muy lentamente y de formas imperceptibles, hasta volvernos otros. Volver a “encontrarnos” (cada cual consigo mismo, cada cual con su entorno, cada cual con quien tiene al lado, cada entorno con su representación) es un punto de partida esencial para volver a entender el mundo que habitamos y el modo en que deberíamos intervenir. Este “reencuentro” no apunta a un “giro subjetivista”, sino a volver a trazar ciertos órdenes de jerarquía en un esquema más claro de “escalaridad política”.

Históricamente, el dispositivo que las clases populares tuvieron a mano para entender qué quería decir ser un “nosotros” era el partido. Sin embargo, la crisis de legitimidad política que nos encontramos atravesando parece indicar que no es el tiempo, en todo caso en este lustro, de los partidos políticos; al menos no en su pretensión histórica, en su estructura y en su razón de ser. Los partidos políticos argentinos han dejado de ser, si alguna vez lo fueron, eso que Lenin entendía por “partido político”: partidos para la acción, partidos militantes que trabajen en la organización de las experiencias prácticas y concretas de sus integrantes; partidos que, obligatoriamente, mutasen en su estructura y en sus tácticas de forma periódica por la pulsión siempre combativa del “avance”. 

Los partidos políticos argentinos han contribuido en este último tiempo, y por el contrario, a fabricar la “representación” de la política; una política espectacularizada y fantasmática, cinematográfica y mimética, es decir, falsamente antagonizante: el “teatro” del que hablaba Curtis Yarvin, que no muestra otra cosa que la verdadera inmovilidad de las estructuras clásicas de poder; “la Catedral”, ese monstruo dialéctico de distribución de lo sensible, lo pensable y lo realizable que, desde sus instituciones y desde la “representación” que realiza del mundo, termina siendo “más real que lo real”, y permite negar contradicciones concretas presentes en el mundo contemporáneo.

Todo el aparato discursivo de Javier Milei, montado más en la tesis-fuerza de “casta” que en la de “libertad”, trabaja, por mal que nos pese, en el camino contrario: en reponer lo “real” de la política; en reponer una “política de lo real” por sobre una “política de la representación”; en reponer, con una honestidad brutal, y según su propio paradigma de pensamiento, que “algo huele mal en Dinamarca”. ¿Cómo fue, entonces, que perdimos la capacidad de reponer, “nosotros”, lo “real” de la política? ¿Cómo fue que desaprendimos cómo traer a superficie lo que debería ser el motivo expuesto y claro de nuestra intervención, esto es, la diferencia constitutiva que mantenemos respecto de proyectos como los propuestos por las derechas alternativas y radicalizadas?

El "archipiélago"

El “archipiélago” es hoy la estructura general de la sociabilidad. Se trata, en cierta medida, de la estructura profunda sobre la cual se sostienen el agotamiento de la crítica, de la política, la “crisis de identidad” y la “crisis de la cultura”. La diseminación y difuminación del entramado social son hoy las condiciones objetivas de nuestra identidad y a la vez de nuestra intervención política. Al menos quienes nacimos en los noventa y en las décadas posteriores, hemos sido “producidos” en cuanto que sujetos bajo la trama del archipiélago; y es el archipiélago el espacio desde donde, paradójicamente, debemos pensar una nueva intervención política articulante, centralizante, aglutinante. 

¿Acaso no nos sorprende que estemos en presencia de una nueva forma de compartimentalización radicalizada, ya no de nuestro propio espacio de trabajo, como pretendía la cadena de ensamblaje taylorista, sino una forma de compartimentalización que diagrama también nuestro tiempo de ocio, nuestros consumos, nuestra forma de vincularnos amorosa y afectivamente? ¿Acaso esta nueva condición de la sociabilidad no debería ser uno de los puntos de partida esenciales para nuestra lectura contemporánea y ampliada del capitalismo? 

¿Qué es, en definitiva, el “archipiélago”? ¿Por qué el “archipiélago” es adverso, como forma, al espíritu del partido y la organización masiva? ¿Cómo nos “produce” y, sobre todo, dónde vemos sus “efectos”? 

Un ejemplo puede darnos una idea concreta sobre los “efectos” del archipiélago, al menos en el campo de la intervención política. Puede tratarse de un ejemplo un tanto pobre, pero no deja de ser ilustrativo, y es simple: la cartelería de las marchas masivas del último tiempo parece indicar nuevas dinámicas de intervención política. Esta forma de intervención es abiertamente independiente, no verticalizada, no orgánica y lúdica. Todo sucede como si en la pérdida de cierto carácter organizativo y centralizante partidario hubiese aparecido una nueva forma de participación, en donde cada cual no sólo es responsable de la consigna que defiende, sino también del mensaje a partir del cual intenta expresarlo. Los memes, los chistes, los gags, los muñecos parecen ser hoy la respuesta espontánea a una falta de organicidad generalizada. Más aún en los tiempos que corren, en donde un gobierno abiertamente antiestatal atenta contra ciertos terrenos “sagrados” del imaginario argentino, o al menos de su clase media (como las universidades o alguna que otra empresa estatal), es esperable el ingreso de nuevos sujetos que hasta entonces no se sentían convocados por proyectos políticos específicos, sino por operadores coyunturales concretos. En este marco, volver a conectar con las masas, ya no desde la altura (“por arriba”) y a través del partido político, sino a través del trabajo terrestre de la comunicación y el encuentro de los deseos compartidos parece ser la primera tarea de nuestro tiempo. Articular estos deseos dispares, a veces contradictorios, con el objetivo de reunirlos nuevamente bajo otras signaturas políticas, parece ser la segunda. 

La política "pangeísta"

El “politicismo” —aquel dispositivo interpretativo que reenviaba acríticamente cualquier conflicto, ya económico, ya cultural, social, familiar, o de cualquier índole, a la entelequia abstracta de “la política”— no es sino una de las tantas tendencias posibles para acercarse al mundo. Que sea necesario abandonar las tesis “politicistas” con las que interpretamos e intervenimos en lo real en las últimas décadas no quiere decir en absoluto que debamos abandonar la política. Por el contrario, debemos renovarla. Ahora bien, ¿cómo renovar una política, es decir, un sentido de lo común, en la época de la “tiranía del individuo” (al decir de Sadin) —otro de los efectos concretos de la “crisis de identidad”—? ¿Cómo es posible desarrollar formas del encuentro y de recomposición de lo común en un mundo ya profundamente compartimentalizado e individualista? ¿Cómo recomponer una idea de lo común si de un tiempo a esta parte hemos contribuido activamente a fabricar las islas, las cámaras de resonancia y los algoritmos que nos expulsan de lo colectivo? Y yendo un poco más allá: si el “presente ideológico” al que nos hemos sometido oblitera cualquier pensamiento de “lo que se acerca”, cualquier anticipación del futuro desde la tensión que ejerce el saber; si la “textura del presente”, es decir, la “ideología del tiempo histórico” que todos parecemos compartir espontáneamente tiende a suspender la “espera” de lo que se avecina y lo que viene, que es el anclaje definitivo de la práctica política; si nuestra interpretación contemporánea del tiempo y del presente —un tiempo impresionista de lo inmediato— provoca la pérdida de la especificidad local del acontecimiento político; si la “contemporaneidad del presente” que hemos reproducido supone el modelo de un tiempo continuo y homogéneo y sin fisuras; si esta forma de entender el tiempo nos ha vuelto nostálgicos respecto del pasado, pasivos respecto de nuestro presente y cínicos respecto de nuestro futuro; si todo esto, entonces, ¿cómo recuperar el “tiempo perdido”? ¿Cómo recuperar una teoría del tiempo histórico que nos permita volver a pensar nuestro pasado, nuestro presente concreto y nuestro futuro inmediato como promesa activa de mutación y de intervención política? ¿Cómo recuperar, como vimos en la Parte IV, una forma de la política a la que también se le sume el espacio como piedra basal, hasta ahora categoría que parece haber pasado relativamente desapercibida en la agenda política contemporánea?

La política contemporánea —al menos la nuestra— debería tratarse, en suma, de “recomponer un continente”. 

Y lo es en partida doble. En sentido geopolítico: acumular la tierra para quitar de en medio el agua salada, adversa a la vida, que nos separa. Una “terraformación”, pero no en Marte, sino acá. En sentido topo-político: reconstruir el medio, el continente en el sentido de “aquello que contiene”, y que debería volver a poner en contacto las terminales desconectadas de nuestro polo político. Es necesaria, pues y al menos de nuestra parte, una “política pangeísta” que busque construir y reponer el “continente” de la política.

Recomponer el “continente” supone entonces un conjunto de tareas que apuntan al problema del sujeto, al problema del sujeto articulado —es decir, el sujeto en articulación con otros—, y al problema del sujeto articulado y su vínculo colectivo con la idea del tiempo y el espacio. Así, en un juego de múltiples codeterminaciones dialécticas, una “política pangeísta” implica: reponer nuestro acercamiento a las bases y los sujetos independientes para fabricar las “condiciones territoriales” (figuradas y materiales) del reencuentro; desarrollar los espacios de nuestro deseo para ensayar las tácticas de contagio e interpelación que nos debemos; reconvertir nuestra interpretación del “tiempo” para habitarlo políticamente en los “territorios” de nuestra elección y diseño.

Si pretendiéramos transformar el poema de Frost (the best way out is always through) en un conjunto de principios políticos, y tomando como relativamente cierto parte del diagnóstico de Land (el capitalismo es un radical no retorno, y sólo en el futuro está su modificación), diríamos lo siguiente: nada de lo que tienda a lo entrópico deberá permanecer en la entropía; nada de lo que se mueva hacia su interior deberá terminar su trayecto espontáneo y aislacionista; todo lo que tienda al cierre deberá ser forzosamente abierto; todo aquello que apunte hacia formas del estatismo debe volverse dinámico; toda forma de archipiélago deberá ser reenviada a formas de la continentalización. Toda forma de la política que podamos construir en este nuevo período deberá ser “acelerada”, perforante y de “expansión”. Así, todo vector que avance debe ser regularmente reagrupado y articulado, ya para contagiar su espíritu y viralizarse, ya para ser contagiado por otras formas igual de perforantes y expansivas de realizar la política. 

La “terraformación terrestre”, la recomposición del “continente” de la política, va a requerir de nosotros, entonces, la reconfiguración interna de nuestras “islas” y sus habitantes (nuestros deseos, nuestros esquemas de comunicación, nuestras pasiones “sanas”, “nobles” y “eufóricas”); va a requerir la construcción de nuevas islas, porciones enormes de tierra, a medio camino entre nuestras distantes “zonas de confort”, que oficien de puentes programáticos, hermenéuticos y de legibilidad de lo dispar; la política “pangeísta” va a requerir también de nosotros la “gestión del eco”, constante y perpetua, que tenga la capacidad de reconocer qué nodos, qué terminales del archipiélago pueden entrar en comunicación directa para su transformación conjunta. Va a requerir el abandono de todo “bordiguismo” separatista y autonomismo autodiseñado como ya “vencido”; a requerir el desarrollo de “hipersticiones” exaltadas y alegres, como ficciones e ideas performativas de lo posible cercano y de lo realizable a corto plazo. Va a requerir, simultáneamente, una recomposición de nuestra idea del tiempo histórico que tome estas tareas como el horizonte político concreto, para abandonar cualquier figuración idílica de un futuro distante y lejano y enaltecer la mirada a nuestra realidad efectiva a corto plazo, lo que debería funcionar como primacía teórica y militante concreta, para recién ahí poder así ensayar una política de la “no continuidad”, de la “cismalogética” y la ruptura.

¿Qué es posible hacer? Revisemos algunas propuestas. 

Primer retorno: internet

El océano está repleto de “arterias”. Una de ellas se llama MAREA, y se trata de un cable de comunicaciones transatlánticas de más de 6500 kilómetros que viaja desde Virginia, Estados Unidos, a Bilbao, España. El cable, que se extiende ininterrumpido a lo largo de todo el océano Atlántico, tiene una velocidad de transmisión de unos 200 terabits por segundo. Esta y otras “arterias” son la infraestructura que hace posible internet; son, entre todas, la condición objetiva, material, técnica que hace que muchos de nuestros celulares, computadoras y otros dispositivos puedan enviar y recibir información a lo largo de todo el mundo. 

Ben Tarnoff, en Internet for the People (2022), llama a estas “arterias” “los tubos” (the tubes). En el libro, Tarnoff explica que MAREA, por ejemplo, es lo que nos recuerda que internet tiene un “cuerpo”. La particularidad de este “cuerpo” es doble, puesto que no sólo se esconde en metaforizaciones populares (como “la nube”, la “red”) que nos hacen pensar que internet simplemente acontece de forma abstracta, por fuera de cualquier infraestructura concreta, sino porque, además, permanece oculto a los ojos de los usuarios. A diferencia de una fábrica automotriz, de un tractor en el trabajo de la cosecha, de un camión transportando vacas y bienes, que bien podríamos ver en la ruta de camino a casa, toda la estructura material que hace posible internet se encuentra, la mayor parte de las veces, sepultada bajo tierra. 

Internet no sólo tiene un “cuerpo”, sino que, como cada cosa en este mundo, también tiene “dueños”. MAREA, por ejemplo, es propiedad de Microsoft, Facebook y Telxius, una empresa subsidiaria de Telefónica, de España. En cuanto dueños, estas empresas se encargan de limitar, condicionar, restringir, redirigir y planificar el tipo de uso que se le da a estos cables. En cuanto centinelas, eligen cómo, de qué forma y a quiénes favorecen estos cables, en qué momentos específicos y en qué períodos particulares. Si esto sucede, sostiene Tarnoff, es porque internet ya es, desde mediados de los años 90, y a partir de un largo proceso de privatizaciones que no vale la pena reponer ahora, pero que Tarnoff trabaja de manera minuciosa, un negocio en sí mismo. 

Tarnoff dice: 

La privatización no sólo describe el proceso político a través del cual el internet se volvió un negocio, sino un proceso donde el modo en que la gente interactuaba con el internet fue diseñado para propósitos de lucro capitalista. Los consumidores aislados y pasivos son el punto de llegada de este proceso de ganancia: una colección de individuos atomizados, solos con sus respectivas pantallas parpadeantes.

Si internet se encuentra, de algún modo, “muerta” —en el sentido de que ya no puede ser considerada, como en otros tiempos, una especie de espacio de intercambio libre de ideas e información—, es porque internet también ha sido engullida por la lógica ecuménica del capital. Al sueño de una realidad subalterna, como la que figuraba William Gibson en Neuromancer (1984), desacoplada, a espaldas de la cuadrícula estatal y policial pero también del ojo todo contemplante de la maximización de la ganancia, se le opuso nuestra realidad contemporánea: granjas de likes, bots, publicidades que convirtieron internet en, como dice Tarnoff, un gran centro comercial en línea (Online Mall) que nunca duerme. 

Estas consideraciones sobre las condiciones materiales y objetivas de internet, y estas consideraciones del modo en que internet ha mutado a lo largo del tiempo nos ponen frente a un nuevo problema, tanto teórico como político. Cualquier discusión verdadera respecto de internet y nuestra posición en ella; cualquier discusión sistemática y rigurosa respecto de la res digitalis en la que habitamos parte de nuestro día hace apenas poco más de dos décadas no puede soslayar el hecho de que internet es, también, un medio de producción y que, como tal, forma parte esencial de la cadena productiva del modo de producción capitalista en el que vivimos. 

Es necesario comprender cómo internet se encuentra organizado y “adueñado”. En el mismo sentido, es necesario abordarlo no desde el desdén, desde la pretensión estoica del “abandono” o la destrucción ludita, sino considerando necesaria su captura y reconversión. Capturar y reconvertir internet se asemeja a una tarea imposible, pero parece ser hoy la única forma de pensar una posibilidad para un futuro digital democrático.  

Las soluciones que ofrece Tarnoff, aunque un tanto cándidas e ingenuas, al menos para nuestra región, no dejan de tener cierto valor. Todas ellas apuntan a procesos de desprivatización y a redefinir por completo la “infraestructura crítica” de internet (los tubos subterráneos, los cables que transportan la energía informática, los tinglados de servidores). Tarnoff insiste en que deberían preservarse algunas de las redes regionales o networks comunitarias sin fines de lucro que abundan en EE.UU., nacidas todas del trabajo mancomunado entre organizaciones vecinales y departamentos del Estado, después de que grandes empresas de servicio de internet se negaran a desarrollar infraestructura para poblaciones tan reducidas o racializadas. Los fondos necesarios, insiste Tarnoff, podrían nacer de impuestos excepcionales a empresas de telecomunicaciones, o bien por vía federal, mediante la implementación de políticas públicas concretas que vuelvan el acceso a internet un derecho inalienable, como la propuesta de Tom Grundner de lanzar una “Corporation for Public Cybercasting”. Otra propuesta es la de la Telecommunications Policy Roundtable, que insiste en que es necesario crear un “carril público” en la gigante autopista de la información contemporánea. Bajo esta forma de entender internet, las empresas de telecomunicaciones deberían destinar al menos un 20 % de su capacidad de flujo a “usos públicos” (desde organismos de gestión estatal a universidades y centros educativos, desde bibliotecas a organizaciones no gubernamentales sin fines de lucro). 

En After Net Neutrality. A new Deal for the Digital Age (2019), David Elliot Berman y Victor Pickard evalúan, por ejemplo, aplicar tarifas diferenciadas entre empresas y ciudadanos. Estas tarifas diferenciadas permitirían que el público general pueda acceder a internet de forma casi gratuita; a la vez, las empresas no sólo estarían obligadas a desembolsar grandes sumas de dinero, sino que también verían limitada su capacidad o intención de cartelización, como el caso de Comcast y Verizon.

Si bien interesantes y alentadoras, estas propuestas no dejan de tomar como motor central de cambio la figura del Estado y su intervención, hoy en nuestras latitudes puesta en constante tela de juicio. 

En la segunda parte de Internet for the People, titulada “Las plataformas” (“The platforms”), Tarnoff se pregunta cómo el proceso de privatización de internet llegó a las capas superiores, a la superficie que todos conocemos, la de los usuarios de a pie conmovidos por un revestimiento ideológico de “democracia” verdadera, “libertad de prensa” absoluta. Esta segunda etapa, si bien más compleja y rizomática, se coloca en definitiva como el dispositivo fundamental de concentración de poder, riqueza y de afianzamiento de control sobre la “estructura crítica” de las telecomunicaciones.  

La palabra “plataforma” es, sin embargo, imprecisa. No deja de ser una palabra estratégicamente elegida que proyecta a la comunidad una imagen de apertura, neutralidad, descentralización y horizontalidad. Por el contrario, las “plataformas” no son sino estructuras altamente jerarquizadas que organizan cada cuadrícula del espacio digital, estructuras que limitan y determinan lo digitalmente realizable y nuestra experiencia en internet.  

Estas plataformas, de forma idéntica a los centros comerciales, más que emerger como espacios públicos de mercado descentralizados y horizontales, son en verdad nodos de expropiación: no sólo extraen una tajada significativa de cada una de las transacciones virtuales, sino que también recopilan información y datos. Las comisiones, los datos y la información extraída de cada uno de los usuarios, y las publicidades no sólo sostienen económica, organizacional e ideológicamente a las plataformas, sino que también son la condición de su propia perdurabilidad.

En La era del capitalismo de vigilancia (2020), Shoshana Zuboff explica detalladamente cómo los motores de búsqueda, las redes sociales y las plataformas de compra y venta de bienes y servicios logran, a través de la recopilación de datos, un trazado profundo de las conductas de los usuarios en internet. Este trazado (que no es sino la reformulación matemática de nuestros propios deseos, conductas y voluntades) funciona, creemos, como una verdadera “máquina del tiempo”: no existe hoy otro espacio en el capitalismo contemporáneo que tenga la capacidad de anticipar, de antemano y de forma tan fina, las tendencias crecientes y las conductas “emergentes” de los usuarios (nuevamente: nuestras conductas, deseos y voluntades). Estas “máquinas del tiempo” de duración corta o de tiempo acotado les ofrecen a las estructuras dominantes del capital la información necesaria y suficiente para mutar y modular su organización de manera sutil pero eficaz. De esta forma, las plataformas, antes incluso de que nosotros podamos “ponernos de acuerdo”, redibujan las “gramáticas” y las estructuras sintácticas y sintagmáticas de nuestras conductas en internet; en otras palabras, trazan, a cada momento y lugar, e incluso antes de que podamos reconocerlo, las condiciones de interacción e intercambio de nuestra experiencia digital. Sin embargo, estas formas de “dominación anticipada” nunca dejan de funcionar tal como dicta la maximización de la ganancia estandarizada del mundo del capital, a través de mecanismos conocidos como “inclusión predatoria” o “economía gig”, propias de plataformas como Uber, Cabify y otras plataformas de delivery de comida o bienes, donde los riesgos se encuentran siempre desplazados hacia los trabajadores mientras que las ganancias permanecen concentradas en las empresas.

Pero existen alternativas. Siempre. Su perdurabilidad, duración y reproducción dependen, sin embargo, de la conducta de los usuarios y, sobre todo, de la conciencia de nuestro lugar en la esfera digital. En “Hacia el bosque” (“Towards the forest”), Tarnoff ensaya algunas propuestas alternativas a los “centros comerciales en línea”. Nuevamente, estas propuestas son interesantes, pero no dejan de plantearse como rutas largas y lentas hacia futuros deseables, siempre lejos, al menos por ahora, de las condiciones concretas de nuestro ecosistema político argentino y latinoamericano. 

Ben Tarnoff, Shoshana Zuboff, pero también Nick Srnicek en Platform Capitalism (2016), Evgeny Morozob en To Save Everything, Click Here (2013), Trebor Scholz en Uberworked and Underpaid (2016), Benjamin Bratton en The Stack: On Software and Sovereignty (2016) y José Van Dijck, Thomas Poell y Martijn de Waal en The Platform Society (2018) ensayan algunas respuestas. Aunque dispares, de a momentos contradictorias, montadas en perspectivas aceleracionistas o decrecionistas, ya más cerca de cierto espíritu progresista, ya más cerca de variantes anarquistas o comunistas, algunos de estos autores proponen trabajar activamente en la erosión de los centros comerciales en línea mediante tácticas antimonopolio. 

En principio, y junto a la intervención estatal, se alienta a dividir y romper los merging (las fusiones) y la capacidad de cartelización y neobrandesianismo de las grandes empresas de telecomunicaciones. El objetivo no es sólo limitar la capacidad de acción de las grandes empresas de telecomunicaciones ni oponerles meros “competidores” democráticos, sino trabajar en la reducción drástica de la relevancia de los mercados en la vida digital. En este marco, la creación de alternativas “consteladas” puede ser una de las vías de acción: desde el apoyo a las iniciativas cooperativistas a la desprivatización de datos mediante “infraestructuras de datos socializadas”, como propone el bloguero Evan Malmgren; desde la creación de plataformas que reduzcan los motivos lucrantes y que fomenten la toma democrática de decisiones (como sostiene el reconocido programador Darius Kazemi, que insiste en crear plataformas alternativas a partir de la reconversión de instituciones públicas ya existentes, como las bibliotecas o las instituciones educativas), al fortalecimiento de comunidades en redes sociales autogobernadas y autosuficientes (como defiende el bloguero Ethan Zuckerman).

Nuestro caso es, sin embargo, otro. Y es necesario entender nuestras condiciones materiales y objetivas de existencia para poder ofrecer respuestas plausibles, realizables y de impacto efectivo y casi inmediato en nuestra vida política argentina y latinoamericana. 

Segundo retorno: soberanía cognitiva

Existió un tiempo en donde las horas de sueño o recreación eran difícilmente alcanzables por el capital y su lógica. La expansión y ecumenización del capitalismo contemporáneo ha logrado inmiscuirse como nunca antes en todos aquellos momentos de nuestras vidas en donde ya hemos abandonado hace horas la oficina, la escuela, la fábrica, la dependencia estatal, el hospital, la computadora: ya para brindarnos servicios de entretenimiento en lo que se supone son nuestras horas de sociabilidad y ocio, ya para darnos las aplicaciones con sonidos de lluvia o ruido blanco en nuestras horas de sueño. 

En muchos capítulos de Círculo Vicioso, Juan Ruocco, autor de ¿La democracia en peligro? Cómo los memes y otros discursos marginales de Internet se apropiaron del debate público (2023), trabaja la idea de la “soberanía cognitiva”. Aún en proceso de construcción y desarrollo, la “soberanía cognitiva” es una noción que alienta la observación auténtica y preocupada de nuestras conductas en la vida contemporánea, y a la modificación sutil de algunas de nuestras formas estandarizadas de habitar en el mundo.  

La “soberanía cognitiva” comprende, bajo nuestra lectura, dos grandes áreas de actividad, indivisibles, codeterminadas y sólo separables analíticamente: un conjunto de tácticas online y otro conjunto de tácticas offline.   

La “soberanía cognitiva” indica un trabajo de “recuperaciones” múltiples. Apunta, en un principio, a un trabajo de “recuperación” del tiempo perdido. En una dinámica contemporánea de consumo en donde el tiempo (el tiempo de visionado de una aplicación, de una plataforma, etcétera) es lo que se disputa en el mercado, es necesario revisar a conciencia nuestras propias agendas diarias. Si hoy, como dice Ruocco, nuestra pareja y nuestros vínculos familiares “compiten” contra Netflix por “llamar nuestra atención”, el objetivo no es más que escapar a la lógica algorítmica para así liberar parte de nuestro tiempo cautivo. En el mismo sentido, la “soberanía cognitiva” es un llamado al abandono consciente del espacio digital. No se trata de una idea aislacionista, mucho menos una propuesta tecnófoba o de regreso romántico a un pasado idealizado, sino de algo mucho más simple: “recuperar” concreta y materialmente, es decir, con nuestros propios cuerpos, los espacios que las nuevas dinámicas de comunicación y la pandemia nos obligaron en cierto modo a abandonar. 

Estas dos “recuperaciones” ya se encuentran en L'Invention du Quotidien (1980), del semiólogo francés Michel de Certeau, al menos de forma solapada. Allí se sostiene que la vida cotidiana se diferencia de otras formas de existencia diaria por su carácter repetitivo e inconsciente. De Certeau intenta delinear entonces cómo las personas navegan de manera inconsciente a través de diversos espacios y prácticas, desde las calles de la ciudad hasta los textos literarios. En este marco, De Certeau distingue los conceptos de “estrategia” y “táctica” de forma muy diferente a como los entendemos quienes venimos de la filosofía política. Asocia las “estrategias” con las instituciones y estructuras de poder, que actúan como “productores”, mientras que los individuos son considerados “consumidores” o incluso “cazadores furtivos”, quienes, al interactuar con los entornos definidos por las estrategias, emplean diversas “tácticas” para apropiarse de dichos espacios o situaciones, ya sea adaptándose o desafiando las normas establecidas. Desde esta lectura, nuestra vida cotidiana podría, y debería, reeducarse de forma consciente en cierto sentido de la “caza”, siempre furtiva y clandestina, que intente rescatar, buscar, recuperar lo verdaderamente propio y lo verdaderamente común en el espacio ya reglado, automatizado y trazado de la cultura. 

Recuperación del tiempo analógico y de ciertos espacios, entonces. El taller de escritura, de cerámica, de pintura; la plaza, el parque, el ejercicio, el baile, el deporte; los museos, las ferias, los mercados, los consorcios, las asambleas barriales, la Iglesia, los clubes de barrio, las bibliotecas populares, las unidades básicas, entre tantísimos otros: todos aquellos espacios que debemos recuperar “corporalmente” para alentar las condiciones para la catarsis y la emergencia de “lo común”. 

Pero esto no es lo único: la “política pangeísta” es también el viaje activo y político hacia el espacio no propio, en donde acontecen formas de intercambio y de subjetivación que nos han resultado históricamente ajenas. La ocupación de estos espacios (tanto en el sentido bélico del término como en el sentido de estar “ocupado”, “interesado” en algo) supone un trabajo activo de interpelación de sujetos con recorridos políticos diversos a los nuestros y profundamente dispares. La “política pangeísta” es el viaje consciente y comprometido hacia la diferencia: es el abandono momentáneo de nuestras cajas de resonancia y de las islas en donde se nos habla un lenguaje “familiar” con el fin de habitar espacios que, en principio, pueden resultarnos hostiles, extranjeros y foráneos, pero sobre los cuales pueden trabajarse nuevas expresiones del sentido de la comunidad, la democracia y lo verdaderamente argentino, si es que tal cosa existe.  

En este contexto, y siguiendo el motivo político de la aceleración y la expansión que debería unirnos, ninguno de nosotros debería negarse a participar en al menos un espacio de sociabilidad que nos resulte, en un principio, volitiva, ideológica o políticamente distante. Esos espacios, en donde se aliente la emergencia de lo común, por molecular que sea la forma, es uno de los tantos que, siguiendo el poema de Frost, hay que atravesar. 

Ahora bien, estas “recuperaciones” no sólo deben ser buscadas en el campo de lo concreto, de nuestras propias ciudades, comunidades y espacios de sociabilidad in real life (IRL). También restan ensayos posibles sobre el mundo digital. De un lado, es necesario tomar por asalto el ecosistema de Android, para liberarnos momentáneamente de la cuadrícula que Google (y otras empresas, desde WorldCoin a las ideas de Peter Thiel) ha fabricado de nosotros. El mundo del código abierto y la ciberseguridad deberían ser herramientas que se encuentren al alcance de todos, por mucho que haya que atravesar en temas de educación y divulgación, para poder regular y elegir qué de nuestras vidas se convierte en información gubernamental y empresarial. Por otro lado, es necesario habitar las comunidades digitales movilizados por nuestros hobbies, nuestros intereses creativos, nuestros intereses académicos, laborales o de consumo cultural. En primera instancia, para poder crear las condiciones concretas (digitales) de intervención sobre el mundo y, luego, también para funcionar como termómetros de control y facilitadores del cambio. 

Ninguno de nosotros debería negarse, entonces, a participar en al menos un espacio de sociabilidad digital que nos resulte en un principio, y de vuelta, volitiva, ideológica o políticamente distante. Motivados siempre por nuestros deseos e intereses, ninguno de nosotros debería negarse a participar activamente en ciertos subreddits o nichos especializados de Reddit, Discord, Medium, Substack, entre tantos otros. 

La participación en el mundo digital también requiere una reeducación en la política de navegación previa al mundo de las plataformas. Ninguno de nosotros debería negarse a aprender o reaprender cómo ingresar al mundo de la piratería y la cultura de acceso libre; ninguno de nosotros debería negarse a la conformación de una biblioteca, filmoteca, ludoteca personal, desde las cuales puedan operativizarse ciertas formas de la circulación de información y cultura.

La “soberanía cognitiva” (que es también una “soberanía cronotópica”, puesto que pretende recuperar parte de nuestro tiempo perdido, y una “soberanía geotópica”, puesto que pretende recuperar espacios concretos en nuestras ciudades) supone un llamado a lidiar verdaderamente con el mundo y, en consecuencia, a intervenir en él; no supone nunca un abandono sino, en todo caso, un regreso refrescado. No supone nunca la parálisis que produce finalmente la huida, el aislacionismo, el abatimiento y el hartazgo, sino la reposición de la voluntad y la elección consciente del esquema de regreso. La “soberanía cognitiva” se propone atacar la “tiranía del individuo” que parece ser hoy la forma espontánea de experimentar el mundo, o al menos la forma inducida de experiencia del mundo que precisa el capital. 

Así, la “soberanía cognitiva” supone volver a negociar el sentido del yo no productivo, el sentido del yo ocioso que entra en comunión con lo otro desde la pasión alegre o exaltada, y siempre como pregunta concreta por hacerse en un mundo contemporáneo de licuación de la identidad política. 

Tercer retorno: intelectuales y clusters ideológicos

Otro tanto, y siempre bajo esta lente, podría decirse respecto de la figura del “intelectual”.

La figura del “intelectual” hoy se encuentra a la baja. Fuera de lo que hemos dicho sobre las “cuestiones de labor filosófica” y las “cuestiones de urgencia crítica” —y que constituye, en parte, la diferencia entre un “académico” y un “intelectual”—, la devaluación de la figura del intelectual no está atada específicamente a sus ideas y a su participación política; por el contrario, se encuentra devaluada porque su propia composición, su propia “forma del decir” entra en contradicción con la lógica requerida por la llamada “patria panelista”. El “saber-hacer” académico, el “saber-hacer” docente, por ejemplo, suponen un conjunto de “gestos” obligatorios que no parecen ser hoy de atracción generalizada: la tranquilidad, la no efervescencia, la exposición detenida y pausada de un argumento, la rigurosidad analítica; también, y del mismo modo, la entronización de la razón moderna como elemento indispensable de la crítica, y el abandono de estrategias retóricas persuasivas.

Hoy, en la espectacularización de la política y el debate, atravesado de cabo a rabo por las “pasiones tristes” (la tristeza, el odio, el temor), parece no haber espacio para los intelectuales. La caída de la figura del intelectual, sin embargo, no puede hacernos olvidar su rol fundamental y la estrategia a la que responden: la de la construcción de una idea sana y amplia de “comunidad”, de “mundo común”, como también la disputa incesante por los “sentidos comunes” circulantes. Por ello, que la coyuntura mediática y política haya expulsado de alguna forma a los intelectuales no nos obliga a nosotros a seguir el mismo camino —camino que deriva en un antiintelecutalismo pobre y contraproducente—; por el contrario, debería invitarnos a pensar en la construcción de nuevos espacios en donde los intelectuales puedan volver a circular. 

Esto sucede hoy en el streaming argentino, que, en el mismo acto en que intenta entender qué espacio está verdaderamente creando, propicia el territorio donde el intelectual y otras voces del campo intelectual y político pueden volver a emerger. A pesar de lo dicho, el streaming parece estar perdiendo parte de su fuerza iniciática. Siempre afectados por la lógica del “retorno capitalista”, parecen estar acercándose a una forma tanto más cercana al modelo radial o incluso televisivo: grandes estudios con producciones verdaderamente costosas, motorizadas por paneles de comentaristas cambiantes. En su estructura profunda, el streaming nacional, al menos en lo que respecta a los líderes en rating, parece estar volviendo a una receta ya patentada como efectiva: una especie aggiornada, es decir, laxa y despreocupada, de “noticiero” del “día a día”, sólo que enfocado en el público joven. 

Bajo esta estructura, el lazo de identificación que el público genera respecto de estas producciones tiene que ver menos con el contenido específico trabajado que con cierta especie de identificación parasocial con los conductores o panelistas. 

En este marco, debería ser posible ensayar una “clusterización ideológica” de la industria del streaming y de la “producción de contenido” en diferentes plataformas (Facebook, Instagram, TikTok, Snapchat, etcétera); debería ser posible ensayar una forma pedestre y renovada de los think tanks de la derecha alternativa que nos permita ejercer nuevas formas de intervención, relativamente fuera de las academias y, ahora sí, aunque lo veremos más adelante, desde pivotes programáticos fundamentales de la mercadotecnia y el marketing.

Un clúster es entendido, en su traducción literal, como un racimo, un grupo o un cúmulo. En el mundo de la industria, un clúster empresarial es una agrupación de distintas compañías interrelacionadas que buscan optimizar la producción de ciertos eslabones de la cadena productiva; en la informática, por su parte, se refiere a los sistemas de computadoras interconectadas que operan de manera conjunta como si constituyeran un único servidor, en donde cada nodo se dedica a ejecutar la misma tarea, bajo la coordinación y gestión centralizada de un software especializado. El clúster funciona de manera interesante: cada una de sus partes es lo suficientemente autónoma para tomar decisiones concretas y avanzar sobre su área de acción, pero lo suficientemente atada a un conjunto de directrices programáticas y operativas centralizadas por fuera de su campo de actividad. 

Se trata de una forma extraña de “autonomía centralizada”, de “control descentralizado” o, si se quiere, de “soberanía coordinada”. Esta táctica no difiere mucho, en verdad, de la que en la política partidaria tomó el nombre de “partido único con libertad de tendencia”: en suma, una estructura centralizada donde se permite y alienta la coexistencia de tendencias, corrientes y facciones con alto nivel de autonomía operativa. 

Sin embargo, lo que sucede en la política partidaria es diferente a lo que sucede en el campo de las redes y las plataformas, y es allí donde radica la nueva especificidad de esta táctica. La segmentación algorítmica ya es la forma contemporánea de las taxonomías sociales. Renegar de su presencia, de su alcance y de su efectividad deriva en posiciones aislacionistas y falansteristas. Necesitamos, sin olvidar nunca el objetivo de volver a construir la idea de un “mundo común”, darnos otras tareas de coyuntura. La utilización de las estrategias del “mercado meta” o “target de mercado” debería permitirnos definir nuevos productos audiovisuales que apunten a construir y captar públicos todavía no explorados por la derecha alternativa: la cultura canábica, la cultura DIY, el universo de las fan-fictions, los juegos de mesa o tabletop games, el gaming de consolas y PC, las diversas formas de “army” de la cultura pop contemporánea (desde Taylor Swift a BTS, desde Lana del Rey a Olivia Rodrigo), el skating, el rolling, el mundo de la costura y la cerámica, el mundo del fútbol y los deportes, el mundo del cómic y el manga, el universo literario épico-maravilloso, los universos cinematográficos serializados, etcétera. 

Debemos encontrar la forma para que la vectorialización de las relaciones que cada uno de nosotros mantiene con el capital sea reformulada en clave positiva: en suma, una política que pueda, habitando la dinámica “aceleracionista” que nos convida el mundo digital y el mundo del capital, trabajar en la “expansión” horizontalizada de nuestras pasiones y de algunos de nuestros principios políticos básicos. 

Se trata, entonces, y al menos en este punto, de habitar tácticamente el ocio. De “invadir” y “ocupar” políticamente el ocio, pero sin perder su esencialidad lúdica. 

Debemos ser activos en una batalla ideológica “por goteo”, organizada no a partir de la afinidad de orientación o dirección política que el público pueda mantener con quienes producen un contenido, sino a partir de afinidades generacionales, de gusto y de prácticas concretas de la vida cotidiana. 

No se trata hoy de centralizar a priori el discurso a partir del cual se comienza a apelar a públicos ya definidos, sino del camino inverso: de trabajar desde las bases y sus deseos para la posterior centralización, para la posterior sobreunificación ideológica del discurso y del sentido.

En un mundo comunicacional distribuido como un archipiélago, a medias monádico, en donde cada isla se niega por su propia composición a mantener contacto con aquellas otras islas que le son adyacentes; en el marco de un flujo de información asimétrico y descentralizado, un “clúster ideológico” debe ser abierto en sus producciones y sus contenidos, y debe ser inteligente, minucioso y paciente para introducir en sus contenidos el tratamiento de lo explícitamente político. 

Cada una de las terminales del “clúster” tendrá la capacidad, a la larga, de construir “microcomunidades”, siempre alrededor de un conjunto de deseos o gustos específicos no necesariamente políticos, y ahora sí dominados por pasiones alegres, como las de la alegría, el amor, la empatía y el deseo racionalizado. A su vez, estas “microcomunidades” deberán volverse activas en el trabajo de definición de su propio espacio de disfrute, cambiando el modelo del consumo anónimo pasivo por uno participativo, mediante el uso de plataformas como Discord, Twitter, Reddit, y otras. 

Lograr esto, por simple que pueda parecer, y al menos en los tiempos que corren (dominados por las “pasiones tristes” tal como los caracterizan Dubet y Davies), ya es un largo trecho. 

Pero no es suficiente. Resta otro camino extenso, puesto que es en estos espacios, en estas nuevas “microcomunidades” (que van a producir espontáneamente sus propios lingos, sus propios inside jokes, sus propios referentes), donde deberán ensayarse posteriormente aglutinamientos ideológicos sobre principios básicos de democracia, antifascismo, antirracismo, crítica al patriarcado, defensa ambiental, entre otras cosas. 

En este segundo movimiento, el de la sobreunificación y el aglutinamiento, es donde la figura del intelectual puede ser renovada. Por un lado, porque avanzaríamos sobre el público joven que la militancia tradicional y la política institucional dejaron de interpelar desde el comienzo de la pandemia o incluso antes, obligándonos a reformular nuestras estrategias de diálogo e interpelación; por otro, puesto que podremos elegir y diseñar qué “avatar” de intelectual específico es el que necesita cada público concreto (y pasar, al menos momentáneamente, de un “intelectual orgánico” a un partido o a una clase, a un “intelectual orgánico de un deseo”); por último, porque serán los espacios en donde podremos volver a combatir el “antiintelectualismo” reinante, y reponer nuestras ideas sobre el saber y el conocimiento, lejos de la velocidad, la rapidez y la eficacia de la dinámica de guerra. 

Un “clúster ideológico” puede terminar por ser entendido como una pequeña “productora”. No es así. Bajo la estructura de la “autonomía centralizada”, de “control descentralizado” o, si se quiere, de “soberanía coordinada”, un “clúster” funcionaría a la forma de una “mesa de enlace” o una “asamblea” de productores de contenido políticamente afines. Las “mesas de enlace” podrían funcionar como espacio de debate de los planes de trabajo y proyectos venideros, articuladas siempre por la necesidad de no ceder tan velozmente a una dinámica de competencia corporativa y gremial y siempre supeditada al objetivo concreto y compartido de cubrir el mayor espectro posible de públicos reunidos alrededor de prácticas concretas. 

En todo caso, la idea del “clúster” debería mantenernos atentos a formas novedosas, concretas y posibles de intervenir en el campo digital.

Existe, sin embargo, una limitación material: el financiamiento. La creación de un “clúster ideológico” no puede financiarse de la misma manera que los think tanks, muchas veces apoyados en grandes conglomerados empresariales, financieros y capitales offshore. La tarea del financiamiento de un “clúster” o de un pequeño producto o contenido audiovisual corre por nuestra cuenta. Independientemente de los incentivos gubernamentales o fondos artísticos o empresariales a los que cada uno de estos proyectos pueda acceder, deberíamos acostumbrarnos a realizar pequeñas contribuciones de manera periódica: ninguna persona que haya llegado hasta aquí debería negarse a destinar al menos entre un 2 % y un 4 % de su salario al financiamiento de medios periodísticos, proyectos culturales, musicales, teatrales y audiovisuales afines a su identidad política. 

Existe, también, una limitación ideológica. El instituto Edelman lanzó hace relativamente poco su informe del 2024, titulado Edelman Trust Barometer: Global Report. Se trata de un informe que mide con una exhaustividad encomiable, y entre otras cosas, el tipo de resistencia que se tiene a la innovación tecnológica en diferentes países según el género, la ideología y la clase. Tanto en 2023 como en 2024, Argentina no ha mutado mucho en su nivel general de “desconfianza”. Los movimientos populares y las izquierdas nacionales parecerían hoy moverse, y con ahínco, en un mundo bastante anticuado, de a momentos folk, opuestos al avance tecnológico, al que ven siempre como una amenaza, como un peligro que puede atentar contra puestos de trabajo, dinámicas de sociabilidad, estructuras pedagógicas de enseñanza, etcétera. 

La resistencia a la transformación vía tecnología, al menos en este caso, es más un arrastre ideológico espontáneo que una decisión táctica reflexionada. La tecnología no va a mermar en sus producciones. Nuevos “acontecimientos” se avecinan, tan o más drásticos como los que creemos que abren verdaderamente el siglo XXI. Incluso, y volviendo a Land, es esperable una aceleración aún más pronunciada y desacoplada entre lo que Hobsbawm llama el “tiempo histórico” y el “tiempo cronológico”. Trabajar conscientemente en su negación es un problema gnoseológico e histórico, pero también político. La IA, hoy relativamente demonizada por ciertos sectores de los movimientos populares y las izquierdas, es una herramienta indispensable para los tiempos que corren, y sin dudas también para los tiempos que se vienen. En un mundo signado por el pluriempleo y la plurieducación, hay sistemas de IA que tienen la capacidad verdadera de funcionar como “educadores”, al menos en las instancias iniciales de disciplinas dispares y variopintas, con la capacidad de formar a nuestros trabajadores para nuevos rubros necesarios y lucrantes; pueden también funcionar, a través de sus sistemas de automatización, como mecanismos de organización de la práctica militante; pueden también ser útiles como grandes gestores de datos que nos permitan, a futuro, pensar, desarrollar y ejecutar políticas públicas de largo alcance. El régimen de aplicabilidad de las IA es enorme, pero todavía desconocido, y no es sino a través de su uso que se hará posible entender cuáles son sus capacidades, sus alcances, pero también sus límites. Pero no hace falta ir tanto más allá. La IA, aunque sea un error de lectura, sigue siendo interpretada como el destello de un futuro seguro, pero que todavía no llega. Peor sucede con algunas de las plataformas más convocantes de nuestra época, y que hoy se encuentran definiendo elecciones y disputando el sentido común de nuestra población: Reddit, TikTok, 9gag, Wattpad, RedNote (Xiaohongshu), entre otras. No es noticia que muchas de estas plataformas hayan funcionado a la perfección en el diseño de campañas relámpago mediáticas, propagandísticas e ideológicas que lograron, junto con otros elementos, colocar en el poder ejecutivo a los diferentes avatares de las derechas alternativas o extremas derechas. 

A su vez, es innegable, también, que estas plataformas se han constituido en la última década como novedosos espacios cuasiprimarios de sociabilidad, que a través de una interpelación constante y una incorporación no forzada producen nuevos sujetos políticos. Celebrar su clausura, su cierre, su limitación (como fue el caso de EE.UU. respecto de TikTok), al menos por parte de los movimientos populares y las izquierdas, es poco más que una miopía anacrónica; más una resistencia principista y sectarista —frente al temor innominado que genera el desarrollo de la tecnología— que el producto de discusiones políticas prolongadas y verdaderas. 

El fascismo ha vuelto, si es que alguna vez se fue, en múltiples formas y presentaciones, y entregarle en silencio los espacios digitales que figuran como una de las condiciones de su crecimiento exponencial es ceder un terreno no sólo útil y necesario, sino todavía joven, creciente y abierto a la disputa de múltiples espacios y movimientos políticos. En verdad, no se trata de cercenar estas plataformas, que no sólo ya existen, sino que van a proliferar en los años venideros; se trata, por el contrario, de saber “ocuparlas” en clave bélica, táctica y estratégica, con producción de contenido favorable a nuestras lecturas políticas, y con proyectos claros, definidos y perdurables de construcción de nuevos sujetos políticos. 

Para sintetizar brevemente lo dicho: frente al problema material de la inversión, debemos educarnos en la necesidad de financiar nuestras propias herramientas digitales de intervención ideológica; del mismo modo, debemos educarnos en la participación en las campañas de crowfunding (ya en las clásicas plataformas Kickstarter, Indiegogo, Patreon, como en plataformas nacionales) para el desarrollo de proyectos de mayor envergadura; así, educarnos en usar parte de nuestros respectivos salarios en construir el mundo digital que necesitamos y que puede sentar las bases para una intervención política más extendida y perdurable. Frente al problema espiritual, ideológico de la desconfianza, debemos entender cabalmente, y de una vez por todas, que el mundo ha cambiado, que es otra la empiria que nos permite entender el mundo, que son otras la formas a través de las cuales se construyen los sujetos políticos, y que son otras las formas a través de las cuales es posible ejercer cambios concretos a partir de la participación política. 

§

Como alguna vez dijo William Gibson, el futuro ya está aquí, entre nosotros, sólo que no se encuentra homogéneamente repartido. Kafka también parece haberlo dicho, en una cita incierta que se le atribuye de manera irresponsable: “el futuro será hermoso, pero estaremos fuera de él”. Si no hay, en verdad, “tiempo” para el pasado, no queda otra cosa que el paso hacia adelante; si no hay, en verdad, fijación del futuro, puesto que nunca se trata de líneas rectas, o no al menos de líneas que nos contemplen en nuestra verdadera integridad, no queda otra vía que la de comprender que, como se dice en Akira (1988), “hay muchos caminos diferentes y debemos intentar decidir el futuro por nosotros mismos”. 

Por ello, las tácticas revisadas más arriba no agotan en absoluto el conjunto de tareas que nos debemos. La tarea de nuestro tiempo es analizar qué espacios y qué fenómenos constituyen las heterogeneidades de nuestro “ya futuro” y, como dijimos, “eso” que tenemos que atravesar. En todo caso, la cultura política que hemos cultivado, y que encuentra hoy en el gobierno de Javier Milei la forma más burda de su expresión, va a durar mucho más que la experiencia explícitamente partidaria de La Libertad Avanza. Milei, en cuanto que moda, no es sino el síntoma de una mutación silenciosa que hemos padecido y en cuya construcción hemos contribuido. 

Es imposible negar la influencia que el mundo contemporáneo ha tenido y tiene sobre nuestras propias identidades, nuestra cultura y nuestra forma de hacer política. En cualquier caso, y en los últimos tiempos, nos hemos vuelto más egoístas, vulgares, cínicos y despreocupados: todas formas que obliteran el desarrollo de una comunidad verdaderamente “comunada”. En ese marco, ningún cambio o mutación política verdadera va a resultar sostenible y duradera si no se encuentra vehiculizada en los sujetos y los espacios que lo fabrican, lo movilizan y lo oxigenan (como hemos dicho, desde la Iglesia al club de barrio, desde el taller extracurricular a los encuentros en los espacios públicos mediados por intereses compartidos). El cambio no puede ser un mero horizonte histórico. No puede ser aquello que “heredemos” espontáneamente de los tiempos venideros; tiene que volver a ser, por el contrario, un horizonte político. Para ello, es necesario desacoplarse de la “historia natural” que el capitalismo ha narrado sobre sí mismo y, por extensión, sobre nuestra propia cultura; es necesario, en el mismo sentido, quitarle a los voceros del capital sus espacios de difusión ideológica.

Pasar a la acción

Separar “discurso” de “acción” es un gesto intelectualmente pobre. Toda palabra dicha es, a la vez, una acción. Toda palabra dicha es, siempre y a cada vez, una intervención concreta en el mundo concreto. El “discurso” no es una entelequia, una abstracción que anida en palabras y conceptos; es, por el contrario, una “acción”, y en el campo de la política, la gran mayoría de las veces, deliberada. Pero, a fines analíticos y pedagógicos, reservemos por un momento esta separación ficticia entre “discurso” y “acción”. 

Habilitada esta distinción, podría decirse, de forma muy vaga, que existen dos grandes grupos de tácticas. Un gran grupo de tácticas es, por decirlo de algún modo, proactivo, y puede ser entendido en clave “positiva”. Se mueve, como táctica, en el mismo campo que los discursos neofascistas, misóginos, antisemitas, supremacistas: el gran campo del “discurso social”. Se trata de tareas de largo aliento, que pretenden ingresar al “mercado de ideas” y al debate público para disputarse los “sentidos comunes” circulantes siempre a través del conocimiento que hemos obtenido de la filosofía y otras disciplinas de las ciencias sociales, a través de materiales de divulgación, a través de lecturas y relecturas, y también de propuestas políticas innovadoras de aparatos de militancia populares. 

Esta táctica todavía tiene mucho para ofrecer. Seguir sosteniendo que “con el fascismo no se discute”, por ilustrada y amable que suene la propuesta, puede que no sea la mejor de las herramientas que tengamos a mano. Desatender la presencia de las ideas fascistas en las redes, por ejemplo, es un juego peligroso: no tenemos las herramientas necesarias para saber cómo “prenden” esas ideas, ni cómo facilitan formas de articulación política, ni es posible anticipar su emergencia en la arena pública, como padecemos ahora. Cualquier forma de trazabilidad o anticipación, por la misma composición digital, se nos hace a veces imposible. Por el contrario, incluso en este tiempo en donde la “verdad” —las “verdades”, para ser más justos, siempre múltiples, que incluyen las verdades de la ciencia, de la política, del arte y del amor, como diría Badiou en Condiciones (2002)— se encuentra vapuleada; en este tiempo caracterizado, decimos, como un tiempo de la posverdad, plagado de fake news y operaciones mediáticas costosas pero de baja estofa, donde poco importa el basamento empírico, histórico, concreto de nuestros argumentos, parece necesario, tal vez como nunca antes, debatir. 

La necesidad de debatir no nace de un supuesto voluntarista u optimista. Nace, por el contrario, de dos constataciones fundamentales. La primera: los voceros de la alt-right, los nuevos fascismos, o como queramos llamarles, no son buenos polemistas. Son polémicos, sí, y tienen la capacidad de organizar un discurso siempre y cuando operen en la soledad de sus casas, con sus respectivas cámaras, celulares y procesadores de texto. Sin embargo, cada vez que son sometidos a un debate público, frente a una figura formada y astuta que los increpa, que les demanda datos, que pide explicaciones por sus conclusiones apresuradas, tienden a hacer agua. Son buenos sofistas, y como tales, buenos en las “carreras cortas”; en debates más extensos, por el contrario, suele desvestirse lo poco formados que se encuentran. La segunda, y esta es la que verdaderamente importa: porque no es sino en el debate —televisado, streameado, replicado y luego viralizado entre un influencer de la extrema derecha y una figura intelectualmente formada del campo popular— donde los jóvenes interesados por el revival fascistoide empiezan a hacerse preguntas fundamentales.  

Si bien individuales, y por tanto difícilmente presentables como una ley de tendencia, no hay que dejar de escuchar las historias de exmilitantes que explican cómo lograron salir de las pipelines y las cámaras de resonancia de las alt-right: desde el español David Saavedra en su entrevista con Jordi Wild a la experiencia que el famoso youtuber Jimmy The Giant cuenta en su propio canal; desde los testimonios de Ingo Hasselbach, creador de la organización Exit Deutschland, que ayuda a jóvenes a desradicalizarse, a Adrienne Black (hija del fundador de Stormfront, uno de los foros supremacistas blancos más grandes del mundo); desde Tommy McKay, antiguo miembro del National Front británico, a Christian Picciolini, fundador de la ONG Life After Hate. Todos y cada uno de ellos, en sus libros o blogs, en sus entrevistas y apariciones públicas, parecen confirmar lo mismo: parte del cuestionamiento a sus espacios de pertenencia, parte de su alejamiento de estructuras radicalizadas, se inició cuando empezaron a tener contacto con otras clases, culturas y tradiciones políticas y, sobre todo, cuando comenzaron a ver a sus propios líderes ser “derrotados” y “humillados” en debates políticos. Estos debates, casi todos desarrollados en YouTube y otras plataformas de streaming, han sido en su gran mayoría organizados por activistas, intelectuales y ágiles polemistas de izquierdas que han visto en estas fallas de formación y en estas represas argumentativas frágiles espacios francos por donde puede anidarse la duda, la inseguridad y la reflexión en jóvenes radicalizados. Replicar los trabajos de Destiny (Steven Bonel II), HasanAbi (Hasan Piker), Sam Seder (conductor de The Majority Report) y Diego Ruzzarín, entre otros, puede tener todavía resultados notables. Se trata de ensayarlo.  

Si la primera táctica posible es “discursiva”, esta segunda es una táctica “activa” y de “acción”. Intentaremos revisarla brevemente. 

Argentina no tiene una cultura política en donde una expresión como el “antifascismo” (en específico, el movimiento Antifa) haya tenido pregnancia militante. No es este el lugar para desandar esta curiosidad. Será tarea de otras investigaciones. En cualquier caso, el movimiento Antifa ha estado vinculado históricamente a la cultura política estadounidense o europea. Este movimiento, sin dudas difuso, variopinto y heteróclito, con diferentes programas, estrategias a largo plazo de acceso al poder, e ideas del mundo futuro, no ha dejado nunca de reflexionar acerca del abanico de conductas reactivas que pueden desarrollarse en la vida política contemporánea. 

Podría decirse que es el reconocimiento mismo que hace el movimiento Antifa de sus limitaciones, de su capacidad menguada de crecimiento y expansión; el reconocimiento de que su propuesta discursiva y política no es hoy un polo atractivo dentro del sensorium político general el que lo llevó a preguntarse por el conjunto de acciones que pueden y deben ser tomadas para darle coto al avance de la expresión neofascista de las nuevas derechas. Por ello, el movimiento Antifa ha reflexionado largo y tendido sobre la táctica de la “negación de tribuna” (deplatforming). 

Ahora bien, ¿qué es una “tribuna”? En su acepción clásica, etimológica, tribuna era la palabra que designaba aquella plataforma elevada desde la cual los magistrados romanos (los tribuns) exponían sus ideas y se dirigían al pueblo. En la cultura política contemporánea, “tribuna” es entendida como aquel espacio físico o simbólico desde el cual se debate, se defiende o se expone un conjunto de ideas, un programa, una postura. Por ejemplo, nuestro Parlamento, nuestro Congreso es, en efecto y a la forma clásica, una “tribuna”. Sin embargo, el movimiento Antifa se encuentra pensando en otra cosa. Para ellos, pero también para muchos otros, “tribuna” son los medios de comunicación política, las plataformas de legitimación política, físicas o virtuales, desde las cuales los nuevos movimientos neofascistas y de la derecha alternativa expresan sus ideas, las comparten, las discuten y las divulgan. 

Parte del movimiento Antifa considera que el principio de la “libertad de expresión” es un principio complejo de asir. Un principio que no es transparente, que muta a lo largo del tiempo y que nunca es idéntico a sí mismo. Del mismo modo, considera que la “libertad de expresión” no se encuentra exenta de dinámicas propias del mundo del capital, en donde los grandes conglomerados empresariales o informativos trabajan conscientemente en difundir y viralizar ideas y proyectos políticos acordes a sus intereses económicos. En este marco, “negar”, entorpecer, obliterar u obstaculizar el desarrollo de estas expresiones no es, para gran parte de los integrantes de los movimientos antifascistas del mundo, una conducta que atente contra la “libertad de expresión”. 

Se insiste, en cualquier caso, en que hay una diferencia radical entre la expresión pública o en redes sociales de un individuo concreto sin una llegada a un público masivo y los esfuerzos organizativos de espacios de militancia fascistas o de extrema derecha. En este marco, la batalla política contra el fascismo sí permite —siempre a los ojos de gran parte del movimiento antifascista— actividades militantes de mayor envergadura. Cada acción concreta de “negación de tribuna”, en todo caso, se trata de límites, de reflexión, y de contextos nacionales y regionales determinados. Existe un gran número de herramientas para “negar tribunas” en el campo digital. Cada una de ellas es producto de una orquestación madurada y consciente, movilizada no por un espíritu cínico, sino por el motivo esencial de la lucha política contra el fascismo. A menudo, son llevadas a cabo por grupos de tareas digitales (y con la asistencia de otros colaboradores que entran al mundo online siguiendo directivas claras y fáciles de seguir). Algunas de estas tácticas son el overclocking (que consiste en forzar al máximo la capacidad de procesamiento de ciertas plataformas, mediante el aumento de usuarios que ingresan, para que el sistema eventualmente colapse); el flooding (que veremos en un momento); las denuncias masivas y organizadas (para que se den de baja contenidos y cuentas específicas); la interrupción del alcance mediante la migración a otras plataformas; y los contrarrelatos, que organizan masivamente estrategias de contra-hashtagging.

Este modo de proceder no es en absoluto monopolio del movimiento antifascista. Uno de los boicots más cómicos de los últimos años fue organizado por el rapero Curtis James Jackson (50cent), en el marco de su histórica disputa contra JaRule. JaRule, después de ciertas controversias, decidió volver a los escenarios a mediados del 2018. Al enterarse de que JaRule daría un concierto en Texas, 50cent decidió comprar por internet, y a quince dólares cada una, más de doscientas entradas de forma anónima. Cuando JaRule salió al escenario, y para su triste sorpresa, las cuatro primeras filas estaban completamente vacías. 

El caso Gamestop

Un caso emblemático de los últimos años fue el conocido con el nombre de GameStop. GameStop se trataba de una cadena minorista estadounidense de videojuegos, consolas, cómics, ropa y accesorios físicos vinculados al campo del gaming, el animé y el cine y la literatura del fantasy. Aunque con un pasado de gloria, para principios del año 2020 GameStop empezó a ser considerada una empresa en franca decadencia. Las razones eran más que simples: la estrategia empresarial de tiendas físicas no podía hacer nada contra la atomización de compra que habían ofrecido los mercados digitalizados y las compras dentro de plataformas. En ese marco ciertos fondos de cobertura, conocidos como hedge funds, apostaron masivamente a su colapso. Uno de los protagonistas de esta historia fue Melvin Capital, una empresa ahora extinta de management de inversiones.

¿De qué manera apostaron al colapso de GameStop? Mediante una estrategia llamada “apuesta en corto” (en inglés, short selling). ¿En qué consiste? Consiste en que una compañía toma “prestadas” acciones de una empresa que no posee, para venderlas al precio que el mercado considera justo, pero siempre bajo la promesa de volverlas a comprar en un futuro pautado, en el mejor de los casos amplificadas o engrosadas, para ser devueltas a sus propietarios originales.

Melvin Capital intentó vender las acciones de GameStop a compradores desprevenidos —que poco sabían del futuro que se auguraba de la empresa de parafernalia gaming— a un precio lógico y atendible, bajo la esperanza de que, una vez caída GameStop en la desgracia, las acciones a “devolver” terminaran valiendo mucho menos que el desembolso de la inversión oficial. Si todo marchaba acorde al plan, (si diferentes accionistas hacían sus compras y si GameStop efectivamente quebraba), el resultado para Melvin Capital sería de ganancias extraordinarias sin la necesidad de aportar una gota de fuerza de trabajo. 

Sin embargo, sucedió algo. En el foro de Reddit titulado “r/WallStreetBets”, una comunidad independiente de inversores y traders advirtió una enorme cantidad de “posiciones en corto” contra GameStop. Después de investigar el caso con detenimiento, descubrieron que quien estaba detrás de esto era Melvin Capital. Diseñaron entonces, para principios de 2021, una táctica descentralizada, independiente y sin una bandera política clara más que el cariño por una tienda de videojuegos que había sido importante en sus vidas y su desprecio por los grandes capitales internacionales. La táctica consistió en comprar masivamente acciones de GameStop, lo que hizo que el precio de las acciones subiera escandalosamente y obligó a Melvin Capital a devolverle a GameStop las acciones que en un principio le había pedido en préstamo, pero con un multiplicador de x24 (las acciones pasaron de 20 a 480 dólares).

El evento que se desató se conoce con el nombre de short squeeze. Melvin Capital, al ver que las acciones de GameStop subían, tuvo que volver al mercado a comprar las acciones a un precio mayor al que las había vendido, lo que terminó por elevar el precio final de las acciones, en un círculo virtuoso de crecimiento de valor.

Frente a este revés, Melvin Capital, después de “devolver” las acciones a GameStop, perdió más de la mitad de su capital total y se vio obligado, entre litigios y desprestigio, a cerrar definitivamente sus operaciones y su empresa a mediados de 2022.

El conflicto —que escaló hasta audiencias en el Congreso estadounidense— abrió un campo enorme de debate que hasta entonces permanecía oculto: el del mundo financiero descentralizado y separado de las normativas monetarias de los Estados del siglo XXI. El resultado de estos debates puso en el centro la asimetría de poder en los mercados financieros entre los ciudadanos, siempre compradores individuales que intentan obtener ganancias magras a costa de sus ahorros, y la connivencia entre los grandes conglomerados empresariales, las grandes firmas de inversiones y la manipulación institucional vía medios, propaganda y publicidad.

El caso Tulsa

Otro caso a destacar es el del saboteo digital a un mitin organizado por Donald Trump. Trump, para ese entonces embarcado en su campaña de reelección presidencial, decidió celebrar un mitin en Tulsa, Oklahoma, en 2020. La fecha y el lugar eran, sin lugar a dudas, terrenos sensibles. La fecha era sensible puesto que el mitin estaba pactado para el 20 de junio, no sólo un momento crítico en la pandemia del COVID, sino también fecha en la que se celebra el Juneteenth, conocido en español como el Día de la liberación o el Día de la Emancipación, que conmemora la liberación de los esclavos afroamericanos. El lugar, por su parte, también lo era, puesto que Tulsa fue el territorio en donde se desarrolló, para 1921, lo que se conoce como la Masacre racial de Tulsa (también conocida con el nombre de la Masacre de Greenwood o la Masacre de Black Wall Street), evento en el que una turba de ciudadanos blancos atacaron a ciudadanos afroamericanos y sus negocios, lo que dejó un saldo de treinta y cinco manzanas destruidas y cerca de trescientos muertos.

El acceso a las entradas para el mitin fue dispuesto de forma digital. En ese contexto, ciudadanos autoconvocados, sin ninguna bandera política clara más que la de la oposición a las políticas de Trump y a la posibilidad de su reelección, se organizaron vía TikTok y Twitter bajo los hashtags #TrumpRally y #TulsaGate para reservar mediante nombres falsos una enorme cantidad de entradas.

Cuando el mitin se realizó, al estadio, que contaba con una capacidad para veinte mil personas, terminaron asistiendo poco más de seis mil. Los planos amplios mostraron, a los ojos de todos los noticieros del país, un lanzamiento de campaña pobre y vaciado. El evento fue leído, por la prensa especializada, como un fracaso logístico y organizativo a la vez que como un síntoma del deterioro del apoyo de su base electoral, lo que obligó, al interior del diseño de campaña de Trump, ciertas reestructuraciones radicales, entre las cuales hubo despidos masivos y cambios de equipo. 

Lo curioso del caso fue el personaje colectivo detrás de esta operación de sabotaje. Se trató, por un lado, de usuarios de TikTok que, sin ser militantes orgánicos, se autopercibían o reivindicaban demócratas, de izquierdas, anarquistas o meros opositores. Del otro, y acá lo interesante, de grupos de fans del pop koreano (k-pop), nucleados, en su mayoría, alrededor de la banda ya mítica llamada BTS y BTS Army.

El éxito en la operación produjo un efecto en cadena interesante. Por un lado, se intensificaron las regulaciones a la plataforma de TikTok por parte del Estado norteamericano, que llegó incluso a amenazar con prohibirla en todo el país, atentando así gravemente contra la libertad de expresión. En ese marco, TikTok sufrió migraciones masivas a la red llamada RedNote, también China, en donde ciudadanos estadounidenses accedieron por primera vez y de primera mano, sin los velos ideológicos y propagandísticos del Departamento de Estado, a la realidad política de China y de sus ciudadanos. Además, el mismo año, después de las elecciones estadounidenses y fruto de un boicot generalizado, la plataforma Parler, asociada con discursos de extrema derecha, fue eliminada de las AppStore de Android e IO, lo que la vació de infraestructura digital.

Por otro lado, y a partir de este éxito, los grupos que habían boicoteado el mitin de Trump se animaron a intensificar el tipo de operaciones a realizar. Al BTS Army se le sumó, posteriormente, y entre otros fandoms, el grupo conocido como Swifties, seguidor de la cantante pop Taylor Swift, que más de una vez en sus apariciones públicas había mostrado descontento con las políticas de Trump. Estos grupos, que también tuvieron un rol protagónico contra la campaña presidencial de Javier Milei en el año 2022, reconocieron, en el proceso mismo de su actividad, que la micropolítica algorítmica de sabotaje era, es y seguirá siendo una táctica de valor para ponerle coto al desarrollo y crecimiento de las expresiones de la alt-right.

Esta micropolítica algorítmica abrió un nuevo espacio hasta entonces novedoso de la militancia de los sectores populares y las izquierdas o, en todo caso, enseñanzas que no deberíamos olvidar. En primera instancia, cómo la articulación y agregación táctica de voluntades individuales unificadas bajo un objetivo común a corto plazo tiene la capacidad real de producir efectos concretos, disruptivos y radicales incluso en campos de poder que nos resultan, como meros ciudadanos disgregados, inaccesibles, como ser los de los grandes conglomerados financieros del capitalismo. En segunda instancia, y por fuera de todo elogio al autonomismo, la enseñanza sobre cómo es posible plantearse metas concretas, respuestas concretas que no precisan necesariamente para llevarse a cabo de manifiestos, cartas magnas o aparatos burocráticos políticos ya afianzados y con historia de larga data, como los partidos políticos.

Estos nuevos campos de batalla traen aparejadas, por arrastre, nuevas herramientas hasta ahora no exploradas por políticas de la emancipación, y a las que deberíamos prestarle suma atención: desde la reapropiación de las herramientas del marketing digital y la propaganda electoral a la utilización de las estrategias desarrolladas en el vasto campo de lo que se conoce como UX (en inglés, User Experience, o Experiencia de Usuario) en el mundo de las plataformas, pasando por la utilización de las IA (ChatGPT, NotebookLM, Deepseek) para crear de manera rápida y accesible “manuales de formación” para la acción concreta; desde la movilización partidariamente descentralizada pero tácticamente unificada a la certeza de que es posible intervenir en el espacio público sin una estructura política tradicional.

Así como en un momento el ingreso de los sectores obreros a la política pública generó un cisma de valor en la estructura gubernamental y capitalista de los países de Occidente, hoy, la intervención de fandoms juveniles anidados en la cultura pop empieza a mostrar nuevas formas de intervención. Estas nuevas formas de militancia, ya no organizadas en partidos tradicionales, sino más bien en ecosistemas culturales específicos, aunque siempre comprometidas, resultan ser fundamentalmente lúdicas y alejadas de la solemnidad histórica que parece haberse impregnado a las formas de la vieja política.

A pesar de lo dicho más arriba del estudio de Edelman y de la reticencia que los sectores populares y las izquierdas sienten tendencialmente por el uso de la tecnología, la micromilitancia digital y las dinámicas de la viralización, hasta ahora casi siempre empujadas por sectores juveniles, parecen ser hoy las únicas dos vías palpables y concretas con la capacidad de devolverle a la política tradicional cierto sentido de la alegría, el festival, y la idea del combate ideológico como una fiesta digna de ser vivida.

Piratas

Un libro de este tipo no puede detenerse en extenso en un campo tan novedoso, cambiante y amplio de la militancia como es el campo digital. Es posible afirmar, sin embargo, y al menos de forma anticipatoria, que en los tiempos venideros las diversas tácticas disponibles de obstrucción digital van a cobrar gran relevancia de intervención.

La obstrucción digital es, en su forma más básica, el uso de tecnologías de la información (desde la IA a los scripts, de los bots a las plataformas y las redes) para generar interferencias en la funcionalidad y operatividad de estructuras digitales enemigas. La obstrucción digital no pertenece, en estricto, al conjunto de tácticas de divulgación que se disputan el sentido del discurso social y de la doxa popular y el sentido común frente a otras propuestas del mercado ideológico global. La obstrucción es, más bien, una táctica de choque cuyo resultado suele ser, a menudo, el de la infiltración, el secuestro de datos, el daño simbólico, la inoperativización de sistemas de aparatos considerados adversarios.

Los casos abundan.

En 2020, por ejemplo, la policía de Dallas creó una app oficial llamada iWatch Dallas para que los ciudadanos pudieran alertar a las autoridades sobre protestas que estuvieran armándose en contra de lo ocurrido contra George Floyd, el joven afroamericano asesinado por la policía. En respuesta, tiktokers activistas y fandoms de la cultura pop inundaron con spam la plataforma, haciéndola colapsar e impidiendo momentáneamente la monitorización y rastreo de las marchas y manifestaciones.

En la misma línea, en los últimos años, muchas campañas de flooding digital (inundación digital) sirvieron para colapsar, ponerle coto e inoperativizar grupos y canales de Telegram y Twitter de la extrema derecha. En España, Brasil y Croacia, infiltrados en estos grupos alertaron a ciudadanos interesados en las ideas rectoras de la democracia que existían grupos y canales en ciertas plataformas en las que se diagramaban ataques de odio planificados. En respuesta, y con una previa pero mínima estrategia organizativa, cada cual inundó con material “basura” (gifs ridículos, videos de Rick Astley o k-pop) estos canales, separando a los militantes de la extrema derecha los unos de los otros.

El grado de escalaridad de este tipo de estrategias todavía no está claro. Estas tácticas que acabamos de nombrar apuntan en su totalidad a intervenciones ciudadanas, brevemente organizadas y, en su mayoría, “simples”. No requieren de sus participantes demasiada formación técnica o digital para participar más que un breve documento o instructivo de fácil acceso y entendimiento. Cada cual, en este contexto, y en la comodidad de su casa, puede contribuir a sabotear una de las tantas operaciones mediáticas o territoriales de la extrema derecha.

Sin embargo, sí existen otro tipo de situaciones tanto más complejas. No sólo a nivel organizativo, sino también a nivel técnico y programático. Las batallas digitales del último lustro contra Pegasus —software desarrollado por NSO Group para rastrear el comportamiento de ciertos periodistas—, contra los anuncios monetizados de YouTube de contenido conspiranoico, misógino, racista, y contra el modelo de negocios, contratación y explotación de Amazon son prueba de ello.

En estos casos, diferentes grupos activistas, desde Anonymous a Citizen Lab, entre otros, sí han logrado desarrollar tácticas de ataque más sofisticadas y con resultados destacables.

Resta indagar si tenemos dentro de nuestra población políticamente interesada la capacidad técnica y la capacidad política de articular, al menos bajo principios democráticos básicos y concretos, y sin la necesidad de una estrategia a largo plazo, grupos de hackeractivismo y cibermilitancia comprometida y consistente. Ahora bien, la exploración, desarrollo y oxigenación de estos grupos deberá enfocarse no sólo como respuestas reactivas a los avances de las derechas a nivel regional, sino también como dispositivos de combate y operación proactiva, siempre atentos al porvenir inmediato y a las tácticas concretas de las derechas. 

Algunos casos pueden ilustrar la idea.

La piratería fue, es y seguirá siendo un espacio de circulación libre de la información y la cultura. Con mucho, es hoy una de las experiencias consideradas “ilegales” más extendidas en nuestro país y en Latinoamérica. Independientemente de que podamos “medir” el peso político concreto de la piratería, es innegable que su efecto directo es la desmercantilización del conocimiento, el ocio y el intercambio entre pares.

Library Genesis (LibGen), aunque en los últimos años con cierta dificultad para sortear impedimentos legales, y SciHub son repositorios digitales de millones de libros, papers y artículos científicos de alto impacto. Gran parte de nuestro sistema universitario, académico y de formación de militantes está íntimamente ligado al desarrollo, crecimiento y expansión de esta estrategia de sangrado de las dinámicas del capital. En el mismo sentido, The Pirate Bay, pero también 1337x, YTS, Torrentz, y tantas otras, espacios en donde pueden encontrarse desde películas y videojuegos a softwares crackeados, tienen en común ser gestionados por pequeños grupos de individuos horizontalmente organizados y sin fines de lucro con claras intenciones de desarrollar estructuras comunicacionales anticapitalistas y de intercambio de información. Silk Road, por su parte, aunque tanto más sensible en la oferta de contenido —puesto que a través de esa red podía accederse a la compra de drogas y documentos falsos, entre otras cosas—, e inspirada en la ética libertaria y criptoanarquista de su creador, Ross Ulbritch, intentaba desarrollar una ruptura radical respecto del control estatal y del comercio estandarizado controlado por las grandes estructuras empresariales y financieras del capitalismo.

Estos espacios, por más que a veces lo olvidemos, no son sino respuestas concretas a las constricciones, limitaciones y vigilancia que produce y genera el capitalismo cognitivo.

Algo similar sucede con las plataformas alternativas de mensajería y comunicación, desde Mastodon y BlueSky a Matrix/Element y Telegram, que, liberadas de la observación de entes estatales reguladores, han pasado en los últimos años a ser el espacio predilecto en donde la militancia partidaria, orgánica y organizada suele diagramar sus intervenciones futuras.

Más interesante se vuelve el tema si indagamos en otro tipo de plataformas y prácticas, todavía jóvenes y nacientes, que contaron con un crecimiento exponencial durante los tiempos de la pandemia y fomentan intercambios solidarios, donaciones comunitarias, y otras formas de intercambio de bienes no mediado por el dinero fiat. En este marco, los avances y las herramientas brindadas por las redes de cuidado de las economías populares y la llamada economía feminista todavía tienen mucho por ofrecer.

Cabe preguntarse, nuevamente, si contamos con la capacidad técnica, política y de voluntad de fabricar plataformas y ecosistemas digitales que puedan suplantar a la figura todoengullente del Estado, cada vez que, en un país como el nuestro, enfrentamos períodos políticos de vaciamiento y desfinanciamiento sistematizado; y por otro lado, si contamos con la capacidad técnica, política y de voluntad de fabricar plataformas en donde puedan ensayarse formas organizacionales alternativas a las que nos tiene acostumbrados el mundo del capitalismo contemporáneo.

Lo cierto de todo esto es que se trata de un espacio todavía franco y relativamente inhabitado, al menos en su faceta política e ideológica.

Antes de que sea demasiado tarde, antes de que sea ocupado por otros, es necesario que nuestros espacios de militancia política tradicional encuentren formas de desarrollar programas de intervención concreta y directa en estas nuevas cartografías comunicacionales y de intercambio de bienes y servicios.

La infiltración en fandoms, por ejemplo, a la forma de un “entrismo pop”, no puede ser llevada a cabo sino por militantes jóvenes que tengan una afinidad genuina con el objeto de deseo de la comunidad. La tarea de nuestros militantes k-popers, swifties, believers, otakus, gamers, geeks, comiqueros, y tantos otros debería ser (además de todas las esperables en una estructura militante tradicional), la de, como ya dijimos, “viajar” a estos espacios para dar desde dentro batallas culturales, sin dudas lentas y pedregosas, pero que pueden llegar a tener un rédito político destacable. Al mismo tiempo, la creación, oxigenación y desarrollo de las nuevas plataformas anónimas y desreguladas de intercambio de conocimiento, bienes y servicios, y la respectiva “ocupación” en la que deberíamos trabajar es una tarea que va a volverse cada vez más acuciante y necesaria si la crisis económica global sigue creciendo y si los conflictos bélicos siguen escalando. El objetivo de “controlar” ideológicamente estos espacios, o al menos dar la batalla por su control, podría no sólo reeducarnos respecto de formas alternativas del ejercicio de la democracia, sino también devolvernos nuevas formas de intervención política IRL (in real life, en la vida real, en las calles, las marchas y comicios) fundadas en otras formas emocionales, volitivas y de deseo alejadas de aquellas formas clásicas de la política que parecen relativamente desgastadas. 

Así, la lucha por la infraestructura digital de estas plataformas debería considerarse un objetivo táctico crucial, puesto que no se trata de otra cosa que de “domar” ideológicamente estructuras que ya de por sí, por su propia hechura y diseño, por su propio “código”, distan en mucho de lo que propone el capitalismo tardío.

Fashwave

Existe un caso de interés que nos permite entender cómo “ocupar” alguna de las redes sociales disponibles con contenido favorable a nuestra posición política. Sucede hoy en TikTok. Lamentablemente, en una forma de iteración molesta, la novedad “no nos pertenece”. Fue desarrollada y sigue siendo practicada por espacios de extrema derecha, y refiere al amplio campo del montaje audiovisual. 

En suma, hablamos de una técnica, de una forma específica, de un método operativo concreto de “presentar” un contenido particular. Lo interesante fue, y es, que esta “forma” de exponer un contenido específico se vehiculizó en un lenguaje “ya digerido” y aceptado por la cultura popular. Es decir, esta nueva táctica de montaje no se trató de una renovación estética radical, sino más bien de una redisposición y reconfiguración de los elementos disponibles de la cultura mainstream. De ahí su interés; de ahí también su astucia. 

La táctica de montaje fue bautizada por Michael Hann en una nota de The Guardian de 2016 como fashwave (abreviatura que reúne las raíces de “fascismo” y “wave”). En un principio no se refería sino a una obra musical titulada Galactic Lebensraum, subida a internet por el productor conocido con el nombre de Cybernazi. 

El nombre elegido por el productor deja pocas dudas respecto de su filiación política. A ello se suma en el título de la obra la palabra alemana Lebensraum,  que podría ser traducida como “espacio vital”, y que designó una teoría geopolítica germana nacida a principios del siglo XX y desarrollada por Friedrich Ratzel y Karl Haushofer, entre otros, y que afirmaba que, un pueblo, para asegurar su perdurabilidad, reproducción, supervivencia y prosperidad, debía expandirse territorialmente.  

El fashwave no fue ni es solamente un género musical. En TikTok, como dijimos, se ha vuelto una verdadera herramienta de montaje audiovisual. El vaporwave, el synthwave, y canciones “ralentizadas” a las que se les suma el efecto de “reverb” (sí, por eso volvimos a escuchar las aparentemente olvidadas “Dark Age”, de MGMT, “Thank you”, de Dido, “Desperado”, de Rihanna, “Skin of a Saint”, de Connor Jauffman, entre otras) funcionaron y funcionan como background sonoro de una cascada de imágenes. 

Los videos de popularidad masiva en TikTok son breves, de no más de un minuto, y muestran de forma hiperacelerada, frenética, cuasiesquizo, material de archivo de niños de la juventud hitleriana respondiendo a la venia del César, de los ejércitos alemanes de la Segunda Guerra Mundial en combate, de las marchas de los soldados de las Schutzstaffel como también iconografía fascista (desde la cruz gamada al sol negro, desde los fasces romanos al águila Parteiadler, desde el emblema del falangismo al hacha Labrys) e iconografía históricamente emparentada con el ocultismo (del heptagrama a los bastones islandeses, de los símbolos de Lilith a la cruz invertida, desde las Monas jeroglígficas de John Dee a la Cruz rosa y el Pentáculo).  

El fashwave ha logrado, de manera magistral, incorporar viejos-nuevos contenidos en una forma estética siempre atenta al llamado attention span (“lapso de atención”, “la duración de la atención”) del público joven de las plataformas contemporáneas. 

La técnica de montaje ha venido acompañada de una táctica de intervención política más que específica, similar a la de la guerrilla y el foquismo: las invasiones de contenido son diagramadas y programadas por usuarios anónimos que, una vez volcado el contenido, desaparecen. 

Esta táctica de intervención (que ha encontrado, además, una forma estética de presentación) viene alertando a ciertos intelectuales de medios respecto de TikTok como plataforma porosa y fértil para el volcado de contenido con claras intenciones de radicalizar sujetos políticamente desinteresados o poco atentos a través de discursos de odio, racistas y misóginos. “NazTok”, como la llaman Nathan Doctor, Guy Fiennes y Ciarán O'Connor, quienes denuncian, por ejemplo, y en el marco de lo que se conoce como la cognitive warfare (“guerra cognitiva”) que a pesar de que el Institute for Strategic Dialogue (ISD) ha denunciado de forma masiva cuentas abiertamente nazis, la plataforma no toma en serio el asunto. 

Por supuesto, esta técnica ha tenido derivas, a veces tanto más direccionadas (como el llamado Trumpwave, con contenido enfocado en exaltar la figura de Donald Trump), a veces tanto más jocosas (for the lolz, como ya hemos visto), que tienden a dispersarse en la globósfera digital y ser consumidas como mero entretenimiento.

En cualquier caso, renegar de TikTok y de las otras plataformas de las que venimos hablando es renegar de antemano de espacios todavía potables para ganar posiciones tácticas necesarias. Celebrar cualquier forma de cierre o clausura (como la que intentó ejercer Trump sobre TikTok después de que usuarios chinos empezaran a invadir la plataforma para mostrar cómo la vida en China distaba mucho de lo que los medios estadounidenses mostraban) es ir contra la dirección que está tomando el mundo en el campo de la comunicación política. El objetivo siempre va a estar, de acá en adelante, en encontrar dónde apalancarse sobre lo que ya existe, ya se me mueve, pero también sobre lo que sospechamos que se encuentra a la vuelta de la esquina. 

La respuesta de montaje de los espacios de izquierda a esta avanzada estética es, al menos al momento de la escritura de este texto, casi inexistente o nula. Esta conducta no indica sino una falta: nuevamente, una crisis de creatividad, de imaginación al momento de revisitar y recomponer nuestros métodos de comunicación política y nuestros mecanismos de difusión ideológica. Desconocer hoy la necesidad de artistas visuales, montajistas, guionistas, y en un sentido más amplio, community managers y programadores reunidos bajo rúbricas políticas simples pero claras es un traspié que no debemos permitirnos.  

Esta falta, esta ausencia, no es sino la circularidad operativa de los “agotamientos” vistos más arriba. En suma: desconocer quiénes somos y qué ha hecho de nosotros el nuevo mundo del capital nos hizo sentirnos cómodos en el refugio “politicista” autoconstruido, a partir del cual no sólo leímos el mundo que nos circundaba, sino también el tipo de sujetos políticos que lo habitaban; en este desfase de interpretación, que es también, y sobre todo, un desfase “vital” (es decir, dejamos de vivir el mundo tal como era, para retirarnos a “otro”, en donde las cosas continuaban funcionando de cierta manera), algunos de nuestros enemigos nos aventajaron en mucho.

AFK (Away From Keyboard)

Las tácticas utilizadas en el “mundo real”, por otro lado, son bastante más drásticas. Son más drásticas, más peligrosas y más arriesgadas puesto que, en el “mundo real”, el dispositivo con el que se interviene es el propio cuerpo militante. 

Un caso representativo de la política estadounidense fue el boicot en 2017 en Berkeley al escritor y orador Milo Yiannopoulos, editor para ese momento del medio digital de extrema derecha Breitbart News. Milo Yiannopoulos ya era para entonces una figura polémica: sus textos, enmarcados en el supremacismo blanco y el conservadurismo gay, causaban revuelo en redes; además, ya había sido acusado de apologista de la pedofilia luego de un filtrado de mensajería privada, y ya había participado activamente del Gamergate, una campaña de ciberacoso a las game-developers y game related content Zoë Quinn, Brianna Wu y Anita Sarkeesian, alegando que la industria de los videojuegos estaba siendo cooptada por el feminismo, el pensamiento marxista y la cultura woke. En 2016, la cuenta de Twitter de Milo Yiannopoulos ya había sido dada de baja fruto de denuncias masivas después de haber organizado un acoso masivo hacia la actriz Leslie Jones, protagonista de la remake de Ghostbusters (2016), movilizado por los mismos motivos conservadores y misóginos. En 2017, el caso que nos interesa, Milo Yiannopoulos se encontraba realizando una gira titulada Dangerous Faggot Tour. El gig se realizaría en la Universidad de Berkeley, California. Allí, muchos estudiantes, de diversas procedencias ideológicas, realizaron, individual y colectivamente, acciones de boicot, que terminaron en daños materiales, enfrentamientos violentos contra la policía, y la prohibición de realización del evento, cancelado por las autoridades. Berkeley se convirtió, momentáneamente, en un espacio de conflicto en el que se debatía el problema de la libertad de prensa y expresión, la seguridad de los campus universitarios, el multiculturalismo, la cultura machista y patriarcal y el antifascismo, entre otras cosas. Si bien durante un tiempo esta “cancelación” le sirvió a Yiannopoulos para aumentar su visibilidad, su carrera comenzó un franco declive: el mismo año, el contrato firmado con la casa editorial Simon & Schuster por su libro Dangerous cayó después de presiones masivas y digitales por parte de militantes organizados; fue obligado, posteriormente, a renunciar como editor de Breitbart News; su cuenta de Facebook fue dada de baja y muchas plataformas, como Patreon y Paypal, restringieron su capacidad para recaudar fondos de simpatizantes. 

Este tipo de intervenciones suelen provocar lo que el pensamiento liberal, bienpensante y acomodaticio llama el “efecto dominó”. Existe y es real. Lo conocemos también bajo el nombre de backlash, “retorno” o, en una expresión popular, “que nos salga el tiro por la culata”. No es necesario ser una rata de biblioteca para reconocer que por cada marcha o intervención en la calle de las organizaciones peronistas de base, movimientos populares o de izquierda, siempre va a aparecer el aparato mediático conservador deslegitimando cualquier reclamo. No es difícil tampoco reconocer que al día de hoy el feminismo, el movimiento LGTBQI+, el multiculturalismo y el pensamiento decolonial están sufriendo un backlash radical fomentado desde las redes sociales. Lo que tampoco puede negarse es que, gran parte de las veces, estas intervenciones llegan a ser exitosas. Muchas veces estas operaciones logran que se prohíba el acceso a mitines o a presentaciones de libros, logran que se cancelen eventos y se boicoteen encuentros, logran que se someta al ostracismo a figuras públicas nefastas, logran instalar en la agenda pública y en los medios problemas políticos acuciantes que sólo son debatidos en los espacios de base. En todo caso, se trata de un trade off que deberíamos estar dispuestos a pagar. Hay, sin embargo, un segundo conjunto de victorias, tanto o más importante que estas primeras, pero mucho más silenciosas. 

La presencia “corpórea” de agrupaciones militantes en espacios de conflicto suele hacer retroceder a ciertas agrupaciones neofascistas o de extrema derecha, como trabaja Steven Forti en Extrema derecha 2.0: Qué es y cómo combatirla (2021) y como aparece en muchos informes de la Anti-Difamation League (ADL), disponibles en su página web. El cuerpo militante de base (venga ya de movimientos populares, de ciertos sectores minoritarios del peronismo o de las izquierdas) sigue reservándose un “porte”, un “aura” que sólo existe en los cuerpos entrenados en la intervención concreta en las calles. Las tácticas de cuidado y control que hemos sabido desarrollar fruto de nuestra práctica militante son un activo que no podemos no reconocer como tal, que no podemos olvidar, y cuyos usos deberíamos reconvertir. Este “conocimiento práctico” de la intervención en las calles tiene todavía la capacidad de producir la sensación de “peligrosidad” en militantes simpatizantes de las ideas neofascistas y de las derechas alternativas circulantes; en el mismo sentido, tiene la capacidad de hacer reconocer a militantes de la extrema derecha que la comodidad de una cuenta anónima en las plataformas digitales no es lo mismo a la presencia del propio cuerpo en una calle atravesada por el disturbio, los destrozos y los enfrentamientos físicos.

Estos espacios de cibermilitancia, al menos en Argentina, no suelen “llevarse bien”, al menos hasta ahora, con la arena pública: las calles, las plazas, los anfiteatros. En este sentido, y bajo la premisa de que no es posible crear un movimiento de masas sólo desde el campo digital, es necesario darles coto, lo antes posible, en el desarrollo de su infraestructura “territorial”: esto es, cada vez que organizan manifestaciones de valor, que lanzan campañas públicas, que reparten propaganda en las calles, que abren centros y locales, que organizan talleres de formación o exposiciones. Quienes hemos militado sabemos, mejor que nadie, que no hay cosa más difícil que mantener encendido el compromiso “vital” de nuestros propios compañeros de organización —la “stamina”, tal como la conocemos en el mundo del gaming, es decir, el “aguante”, que marca los límites del “agotamiento”, el cansancio, el hambre, el frío, las ganas de dormir en una cama decente—. En este sentido, utilizar nuestro propio cuerpo para desestabilizar estos proyectos territoriales y forzar, posteriormente, el abandono de militantes organizados y simpatizantes es una tarea que nos debemos, y con cierto nivel de urgencia. 

Una “política pangeísta” no sólo supone “desarchipielaguizar” nuestras vidas; no sólo supone transgredir las dinámicas sociales de comunicación, intercambio y conexión a las que nos ha acostumbrado el capitalismo contemporáneo de plataformas. Supone también construir represas infranqueables respecto de islas que no deben jamás tocarse. Intervenir físicamente en mitines, exposiciones, presentaciones de libros, rallys y otras expresiones territoriales de las nuevas derechas es una forma concreta y hasta ahora efectiva de impedir que “cuerpos” fascistas, misóginos, racistas y supremacistas se pongan en contacto. 

Acerca de la violencia física

El ejemplo puede parecer desmedido, pero no deja de ser esclarecedor. En La donna nella Resistenza (1965), documental de Liliana Cavani que muestra entrevistas a militantes mujeres partisanas que lucharon y sobrevivieron la invasión alemana en Italia durante la Segunda Guerra Mundial, Maria Montuoro dice algo especial. Parafraseándola, sostiene que cuando uno descubre que la ferocidad humana no tiene límites —como tampoco tiene límites la pretensión expansionista del capital—, uno también descubre, desafortunadamente, que nuestro coraje sí los tiene, como también nuestra habilidad para soportar el sufrimiento; así, mientras anhelamos desesperadamente “volver a casa”, nos vemos obligados a fortalecernos contra nuestros propios sentimientos. Potencialmente, eso sirve, pero cuando se extiende al sufrimiento de otros, este coraje se convierte en cinismo, y la fuerza se convierte en indiferencia. Cuando uno entiende esto, lamenta Montuoro, se ve acechado por una sensación de capitulación y derrota, al punto en que más tarde, “vueltos a casa”, terminamos por preguntarnos si verdaderamente valió la pena resistir a este costo: el de nuestra propia sensibilidad. 

Esta reflexión nos lleva a un terreno escabroso, pero que no podemos, a esta altura, pasar por alto. Se trata del uso de la violencia física. Lejos de cualquier forma de apologismo, es evidente que sólo en ocasiones muy concretas y específicas la violencia es una parte de la militancia antifascista. Hay razones históricas para defenderlas: por un lado, a razón de la candidez de las propuestas de John Milton y John Stuart Mill, que terminaron por diseñar aparatos estatales e instituciones incapaces de frenar consistentemente el ascenso del fascismo; por otro, a partir del éxito concreto que han tenido ciertos enfrentamientos entre fuerzas de izquierda o de los movimientos populares contra rallys fascistas, impidiendo su desarrollo o demorando su maduración. Sin embargo, existen otras: tenemos que permitirnos, “darnos”, el derecho a defendernos de las agresiones en la calle, después de que todas las otras vías de cercamiento se han agotado. Mark Bray, en Antifa: el manual del movimiento antifascista (2018) cita a Murray, militante de Anti-Racist Action (ARA) de Baltimore, que dice: 

Se les hace frente escribiendo cartas y llamando por teléfono, para que no haya que darse de puñetazos con ellos. Se les hace frente con los puños para que no haya que hacerlo con navajazos. Se les hace frente a navajazos para que no haya que hacerlo con pistolas. Se les hace frente con pistolas para que no haya que hacerlo con tanques. 

No se trata, bajo ningún término, de exaltar formas de la violencia física. No se trata, tampoco, de alegar por una preparación física dispuesta, por sobre todas las cosas, al choque directo. Se trata, en todo caso, de no olvidarla ni pasarla por alto como recurso, en última instancia, todavía disponible. 

Existe una larga tradición de reflexión teórica que insiste en que son más efectivas las tácticas de “no violencia”, como la desobediencia civil, ingeniada primigeniamente por Étienne de La Boétie en 1552 en Discours de la servitude volontaire ou le Contr'un (Discurso sobre la servidumbre voluntaria o el Contra uno), y desarrollada en extenso por Henry David Thoreau en La desobediencia civil (1849) y Martin Luther King en Estados Unidos, Mahatma Gandhi en India y Desmond Tutu en Sudáfrica. Muchos estudios, como “Por qué la resistencia civil funciona. La lógica estratégica del conflicto no violento” (2008), de María J. Stephan y Érica Chenoweth, El coraje de la no violencia. Nuevo itinerario filosófico (2004), de Jean-Marie Muller, Acción política no-violenta, una opción para Colombia (2005), de Freddy Cante y Luisa Ortiz, entre otros, insisten en que cualquier acción física violenta suele tener resultados adversos. Insisten, por el contrario, que cada enfrentamiento físico suele “fortalecer” las posiciones fascistas. En ese sentido, estos backlashes no sólo repercutirían en los cuerpos mismos de los militantes revolucionarios, de los movimientos populares o de izquierda, sino también en sus ideas y en sus programas. Estos trabajos, si bien interesantes y serios, no dejan de funcionar como un gran dispositivo contrafáctico. La razón es simple: desconocemos verdaderamente qué tipo de cosas (qué tipos de matanzas, de “pogromos”, de operaciones de exterminio, de desarrollo territorial fascista, etcétera) han tenido la capacidad de frenar los enfrentamientos físicos. 

Las desconocemos porque, efectivamente, nunca ocurrieron. 

En cualquier caso, es necesario estar preparados. En el mismo sentido, se trata de reconocer, de una vez y para siempre, que es nuestro cuerpo, concreto, físico, material, el que forma parte de la política, y que es nuestro cuerpo el que tiene que ir en busca del encuentro, del conflicto y del resultado.

Una cuestión personal

Quisiera no tener que ser autorreferencial, no cambiar la estructura gramatical de mi exposición, una primera persona del plural, inclusiva, relativamente despersonalizada, pero no encuentro otra forma de referirme a lo que quiero expresar. 

Voy a hacerlo sólo dos veces a lo largo del texto. Esta es la primera. 

Tengo, sin más, un cuerpo. Un cuerpo que mis amigos reconocen por un nombre, el que me han puesto mis padres. Tengo bolsas debajo de los ojos, como toda mi familia paterna; y ojeras perpetuas, como toda mi familia materna. Por razones que no vienen ahora al caso, trabajé toda mi adolescencia y gran parte de mi adultez en dañar mi cuerpo, consciente e inconscientemente. Autolesiones, drogas duras, ideaciones suicidas. Soy paciente psiquiátrico hace más de ocho años. Mi diagnóstico muta a lo largo del tiempo: muto yo, muta mi aprendizaje y mis herramientas, pero también muta la enfermedad que tengo. Incluso hoy, tanto tiempo después, sigo sin encontrarle una salida. 

Lo cierto es que no hace mucho descubrí algo, algo que en verdad siempre supe, pero que negué sistemáticamente. Lo comprendí, terapia mediante, de la forma más simple posible, de la forma más vulgar existente, y con ciertos principios de la filosofía de tendencia materialista (en donde se encuentran, por hablar mal y rápido, Demócrito, Epicuro, Leucipo, Spinoza, Marx, y tantos otros), que leo desde joven y de la cual me considero un mero participante o adscripto. 

La revelación: mi cuerpo es la condición empírica, material, “cárnica”, de mi participación en el mundo. Sin mi cuerpo no hay un yo que pueda “participar” de nada. 

Mi cuerpo es, como se suele decir, el templo primero: son mis ojos los que leen, son mis manos las que escriben; es mi cerebro el que percibe patrones y ata cabos, es mi lengua y mi aparato fonador el que las comunica; son mis pies los que tocan el suelo. 

La separación radical que el mundo del capital nos invita a producir (la mente, el “espíritu”, por un lado; el cuerpo, por el otro) no hace más que dañar cualquier proyecto de cambio verdadero y perdurable en el tiempo. Entendí que el regreso a una forma de “monismo”, es decir, una voluntad individual que trabajase en la unión entre mi intelecto y mi cuerpo como un fenómeno de unidad, era necesario. 

Entendí que es mi cuerpo el que es amado y que es mi cuerpo el que ama a otros. Que mi cuerpo debe estar “listo” y presto: para dictar clases, para atravesar las marchas, para ejercitar la “política pangeísta”, para “unir islas”, para dar un beso o un abrazo, para correr cuando es necesario, para enfrentarme físicamente con otros cuando no haya otra salida, para dar un golpe certero.  

Entendí, por ejemplo, que debía dejar de drogarme, o que debía drogarme menos o que debía conocer más a fondo —como puede leerse en Un libro sobre drogas (2017) de Tagliazucchi y otros— las cosas que dejaba entrar en mi cuerpo. Que el “soma” (aquella droga que se le daba a los trabajadores en la distopía de 1932 Un mundo feliz, de Aldous Huxley, para que surfearan con calma las últimas horas del día), del que nos reíamos, siempre tan altaneramente, por ser una invención traída de la ciencia ficción, era tan real como el aire que nos circunda: que las drogas son, en efecto, experiencias que, ejercitadas de forma continua, nos “alejan” de la vida comunitaria que al menos en este texto intenta ensayarse. 

Entendí que debía reformular por completo mi conducta alimentaria. Que no difiero en mucho, si se me permite esta analogía bruta, de una planta, y que, como tal, estoy obligado a ofrecerle buenos insumos, para que sean fuertes sus raíces (las mías) y sus tallos (los míos) y sus terminales y sus flores y frutos. 

Entendí que debía trabajar contra y desde mi depresión. No mis “días tristes”, ni mis días románticos de nostalgia, sino mi depresión clínica. Que debía hacerme cargo de ella desde un aparato médico, y con ayuda de la ciencia y sus profesionales: así, que debía desarrollar herramientas concretas con y sin fármacos contra crisis agudas de ansiedad y ataques de pánico, que debía luchar contra formas nocivas y silenciosas del encierro y de la claustrofobización. Que la depresión funciona como una barrera aislante, de alguna forma antiséptica, que barre con la piel sensible de la que estamos fabricados todos. 

Entendí que debía habitar con cierta precaución formas de vida romantizadas por internet, siempre cercanas a la cultura del gaming, del pen and paper RPG, de la cultura del trading card game, del mundo otaku y la cultura de masas, como aquella del “incelismo” y de, más drásticamente, los hikikomori, palabra que designa un fenómeno social japonés que indica un síndrome de aislamiento social juvenil, en el que personas recién entradas en la adultez se retiran voluntariamente de la sociedad y evitan a toda costa compromisos sociales outdoor como la escolarización, las amistades y el empleo.

Entendí que debía ejercitarme. Volver a correr, volver a jugar, e ir al gimnasio. En suma: entendí que debía recuperar la fuerza que había perdido entrada la adultez; que soy varón, que fui criado en un ambiente en donde la violencia física era una moneda corriente, y que debo recuperar, sino la violencia en su manera bruta, al menos sí la capacidad de poder ejercerla, cuando y como yo lo desee o imagine, a mí gusto, y siempre llegado el caso, cuando no haya más salidas. 

Entendí que me era necesario insistir en controles médicos periódicos. Que mi piel, mis brazos, mis piernas debían ser objetos de análisis. Que mis muslos, mis caderas, mis lunares debían ser el objeto de mi ejercicio del tacto. 

Entendí que trabajar contra la “archipielaguización” se trataba de expulsar hacia afuera mi cuerpo, al exterior poblado, muñido de una canoa: es decir, expulsado a ultramar, con confianza y cariño, buscando la colisión con otros cuerpos, tan deseosos de “lo real” de la política como el mío. 

Entendí que, una vez rodeado el problema de las ideaciones suicidas, debía volver a abrazar la muerte, no ya como mero hecho biológico, sino como hecho político. Que cualquier forma de ateísmo o agnosticismo no puede sino pensar en la muerte como aquello que exalta la vida. En suma: que me era necesario tener el coraje suficiente de incorporar la muerte, mi propia finitud, a la cuenta de mi vida, para saberme no eterno, no retornante, no reencarnable. Que incorporar la muerte como horizonte, biológico pero también político, podía permitirme evaluar desde otra perspectiva —no anquilosante, no conformista— mis propios vínculos, amistosos y amorosos, mis propias relaciones laborales, mis propias ideaciones de futuro y mis propios deseos. 

Entendí que el deseo de eternidad practicado y ensayado por el “ahorismo” o el “porsiemprismo” era, de algún modo, adverso a mi capacidad de intervenir en el mundo. En suma, que el pasado es el pasado, que puedo volver a él, de forma fragmentaria y desde la nostalgia, para reconfigurar mi idea del yo, pero que no puedo verdaderamente “habitarlo”, como pretende uno de los proyectos de Amazon, que a través de Alexa replica las voces de seres amados que ya no están con nosotros. Que el futuro era y es algo todavía incierto y que su carácter de incertidumbre es, precisamente, un llamado a la acción y al movimiento de mi cuerpo. 

Saberse mortal, entonces: coraje indispensable. Es mi cuerpo, mortal, el que ocupa este espacio y vive este mundo; es mi cuerpo el que puede ejercer una victoria, por mínima que sea, en el mundo al que fui eyectado. La muerte es un frío pasivo: es verdaderamente infinita y hermosa, y es un estanque de agua clara y tranquila, pero es estática. 

Entendí que mi celebración, tal como el río de Heráclito, tenía que ser la del movimiento.

Así, entendí también que debía volver a ejercitar, con toda la seriedad de la que dispongo, alguna forma de espiritualidad. Cualquiera, la que encontrase a mano y la que mejor se adaptase a lo que creo y siento del mundo, que me ayudase a recomponer esta “unidad perdida” entre cuerpo y alma, entre materia y espíritu. 

Preservar el cuerpo es, por sobre todas las cosas, volvernos enemigos poderosos. 

Antihumanismo teórico, humanismo práctico

En los tiempos contemporáneos, desde la filosofía se alienta al ensayo de formas de vida posthumanas y el capital insiste en simbiotizarnos infinitamente a su propia lógica, para lo que habría, en un caso o en otro, que volvernos “otra cosa”. Hay algo que estamos insistentemente queriendo dejar de ser: humanos. 

Las narrativas contemporáneas del new weird, el terror y la ciencia ficción parecen indicar que las formas radicales de simbiotización con la naturaleza (en una forma de monismo políticamente lavado) o con la tecnología (bajo la figura del cyborg) no son sino el síntoma de un deseo que no nos animamos a exponer con el título que merece: que ya no queremos, que ya no nos sentimos a gusto con nuestros cuerpos y conciencias humanas; que vivimos vicariamente, al menos a través del arte, la “pulsión de muerte” y el deseo del regreso tanatrópico del que hablaba Freud, que a la vez que nos aleja de lo humano, nos aniquila como tales y nos convierte en otra cosa. 

Si nos encontramos en el umbral de un período histórico en donde se nos requiere, como sujetos, lavarnos de todo aquello que nos vuelve verdaderamente humanos, para rendirnos al “valor como forma social total” (Debord), para diluirnos en una alienación movilizada por una nueva Internacional capitalista, ¿es acaso el deseo de muerte y de regreso tanatrópico un deseo verdaderamente nuestro, o se trata más bien de un deseo exógeno, epocal, el del capital, que hemos incorporado como propio? En suma: si del lado de la academia y sus “cuestiones de labor filosófica”, con todas sus razones y sus buenas voluntades, la cuestión del posthumanismo —que apunta a una convivencia armónica entre lo humano y todas las otras formas de vida no humana— nos resulta hoy políticamente poco operativa, poco atractiva, poco aglutinante, un discurso cerrado y altamente moralizante que sólo le habla a los propios; si, del otro lado, la cuestión del posthumanismo landiano se nos muestra como la promesa de nuestra propia desintegración como especie y como la voluntad desquiciada que busca la simbiotización con la forma pura del capital; si todo esto, entonces, ¿no sería preferible, al menos por un momento, volver a pensar qué somos en cuanto que humanos, para luego elegir, verdaderamente elegir, qué tipo de posthumanismo y transhumanismo quisiéramos heredar y construir? ¿No sería táctico dar un paso atrás, para luego recién emprender dos hacia adelante?  

Muchos de los que atravesamos carreras universitarias humanísticas en el país en los últimos años fuimos intelectualmente criados en el marco del llamado “antihumanismo teórico”. Esta experiencia tiene que ver con algo que sucedió en el campo de la filosofía (otro “acontecimiento”) que terminó por trastocar por completo la forma del pensamiento occidental. Este “acontecimiento” lleva el nombre de “estructuralismo”. El estructuralismo, como corriente filosófica y como método de análisis, fue impulsado por el lingüista suizo Ferndinand De Saussure en su libro compilatorio y póstumo de 1916 llamado Cours de linguistique générale. En poco tiempo, su propuesta filosófica fue trasladada a múltiples disciplinas de las ciencias humanas: de la teoría literaria a la sociología, de la economía a la antropología. Dar cuenta de los principios fundamentales del estructuralismo en un ensayo de este tipo es un despropósito. Sin embargo, para quien se muestre interesado, algunos libros que pueden ayudar al lector a acercarse a esta corriente de pensamiento decisiva para el siglo XX son: El estructuralismo (1995), de Jean Piaget, Historia del estructuralismo (2004) de François Dosse, La cárcel del lenguaje (1972), de Fredric Jameson, Structuralism & semiotics (1977), de Terence Hawkes, El signo: Las fuentes teóricas de la semiología: Saussure, Peirce, Morris (1983), de Juan Ángel Magariños de Morentín, entre otros.

Lo que hizo el estructuralismo, y fuera del campo de la lingüística y la semiótica donde se desarrolló como tal y donde elaboró el grueso de su propuesta teórica y metodológica, fue insistir en una idea, sin lugar a dudas compleja y sin lugar a dudas atemorizante: la idea de que el sujeto, su concepto, había muerto. Esto no significaba que nosotros hubiéramos “desaparecido”; que nuestra carne, de repente, y por fuerza de un postulado filosófico, se hubiera vuelto espuma, mera bruma, nada. Este postulado apuntaba a otra cosa. Apuntaba, más bien, a que la categoría, la noción, el concepto de “hombre”, de “sujeto” que habíamos desarrollado como cultura occidental en la llamada Edad Moderna (entre el siglo XVI y el siglo XVIII) estaba en crisis. Por extensión, implicaba que lo que creíamos que era el “hombre”, al menos en términos filosóficos, ya no tenía el mismo nivel de eficacia (política, ideológica, cultural) que en otros siglos. En este marco, el hombre, como concepto o categoría, ya no era, como pretendía Protágoras, la medida de todas las cosas. El “sujeto”, para el estructuralismo, se volvía entonces una mera función, una entre tantas, un “lugar” posible en el juego infinito de las “estructuras” que ahora gobernaban lo real-histórico. El “sujeto”, el agente, perdía su “prioridad ontológica” sobre todos los otros seres vivos de la Tierra; del mismo modo, dejaba de ser la piedra basal de la filosofía para convertirse en el “efecto” construido por estructuras subyacentes, como las estructuras económicas, lingüísticas, sociales, culturales. 

Para quien no provenga académicamente del campo de la filosofía, este tipo de consideraciones pueden resultar un tanto ridículas, o inconducentes o irrelevantes. Tal vez algunos ejemplos concretos permitan entender por qué el estructuralismo sí produjo un cambio radical en nuestra episteme contemporánea.

¿Contra qué se reveló el antihumanismo teórico? No se reveló contra la idea vulgar que se tiene del “humanismo”, que aparentemente indicaría a aquellos que actúan “humanamente”, si es posible esa palabra: es decir, buenos samaritanos, ciudadanos con cierto nivel de empatía dispuestos a ofrecer su ayuda a un par. No. El antihumanismo no se reveló contra eso porque eso no es el “humanismo”. El “humanismo”, filosóficamente hablando, no se trata de ser “bueno”. 

Por el contrario, el antihumanismo teórico se reveló, en una recapitulación un tanto vulgar, contra todas aquellas propuestas de antropología metafísica que intentaban, siempre a través de postulados arriesgados y empíricamente poco comprobables, definir qué era “ser hombre”, cuál era su “esencia” espontánea, qué era verdaderamente el “humano” en su “estado de naturaleza”, qué características eran “inherentemente” humanas y previas a cualquier forma de dinámica social. 

Las conocemos. Muchas de ellas las hemos visto en la secundaria. Rousseau decía, por ejemplo, que el hombre era bueno “por naturaleza”, y que era la sociedad organizada (por caso, el Estado y sus instituciones) la que lo pervertía. Hobbes sostenía lo contrario: que el hombre era “el lobo del hombre”; que el “estado de naturaleza” del hombre es el de una guerra incesante por la subsistencia, y sólo la creación de un gran mediador (un gran monstruo llamado Leviatán, es decir, nuevamente, el Estado y sus instituciones) podía poner freno a ese combate sangriento.  

Además de conocerlas, al menos en sus presentaciones vulgares, solemos tener algún tipo de intuición respecto de cómo funcionan y de qué manera han estado a la base de múltiples proyectos políticos, ideológicos y filosóficos. 

Revisemos algunos casos, sólo a fines demostrativos. Uno histórico, uno ideológico, uno filosófico. 

Ninguno de ellos le hará verdadera justicia al tema que intentamos tratar, pero no dejan de funcionar, juntos y separados, como acercamientos humildes e introductorios a problemas de mayor complejidad.

Revisemos el primer caso, el de la historia. En el campo de la historia contamos con muchos ejemplos escabrosos. Tal vez, por nuestra propia historia latinoamericana, uno de los acontecimientos más representativos sea el de la Conquista española. La Conquista se desarrolla incluso antes de que el “humanismo” existiera como proyecto filosófico, que nace como tal en los siglos XV y XVI en Europa y de la mano de Francesco Petrarca, Erasmo de Róterdam, Leonardo Bruni, entre otros. Este primer humanismo, montado a los ideales de la Antigüedad grecolatina y relativamente opuesto a la filosofía medieval y su teología cristiana insistía, entre otras cosas, en una entronización de la razón por sobre la emoción y la fe y en la necesidad de una educación integral del individuo, a quien le correspondía un nuevo lugar en el mundo. 

Estas dudas, preguntas y afirmaciones se encuentran en el centro del problema de la Conquista. Su núcleo puede ser representado, de ambos lados y si se nos permite la simplificación, por dos personas que nunca tuvieron contacto verdadero: Cristóbal Colón (¿1451?-1506) y el Fray Bartolomé de las Casas (1484-1566). Colón, lo sabemos, fue enviado a conquistar territorios para la Corona española, de modo que su motivación era, fundamentalmente, expansionista, y con ello, económica. Su gestión de las Indias estuvo, entonces, atravesada por prácticas violentas, esclavistas y extractivistas. Del otro lado, se encontraba el Fray Bartolomé de las Casas, que llegó a América en 1502, y que sostenía que los aborígenes eran seres racionales, con intelecto y alma y, por tanto, con la dignidad suficiente para ser considerados hombres y mujeres libres de convertirse o no al cristianismo. 

El Fray Bartolomé de las Casas mantuvo más tarde una disputa teológica, muchos años después de la muerte de Colón, que se llamó la Controversia de Valladolid, en el bienio 1550-1551. Se trató de un debate filosófico, teológico y político convocado por el rey Carlos I de España, y versó sobre el estatus de los pueblos nativos de América: sus derechos de explotación, evangelización, educación y su posibilidad de incorporación a la sociedad europea. La Controversia de Valladolid es hoy considerada por algunos intelectuales como el primer debate institucional serio respecto de los derechos humanos. En esta disputa existieron dos vertientes diversas. Por un lado, la del Fray Bartolomé de las Casas, que defendía lo dicho más arriba, sistematizado en su libro póstumo Historia de Las Indias (1875) y en su conocidísimo y fundamental Brevísima relación de la destrucción de las Indias (1552); por otro, la de Juan Ginés de Sepúlveda, teólogo y jurista español, que defendía el derecho de España de conquista, explotación y sometimiento de América y sus pueblos bajo la premisa de que los aborígenes eran, sin lugar a dudas, bárbaros, y que, por su propio bien, y siguiendo de cerca la idea de la “esclavitud natural” de Aristóteles, debían ser sometidos y gobernados.  

La posición de Bartolomé de las Casas, también lo sabemos, no prosperó política ni filosóficamente, y gran parte de América fue arrasada y saqueada. 

El problema era y sigue siendo el siguiente: ¿quién o quiénes, de todos los homínidos que pueblan el mundo —y que comen, y se comunican, que se aman y trabajan—, pueden y deben ser justamente considerados como “humanos”? ¿Quién o quiénes se encuentran dotados de aquellos rasgos que hacen de un humano, valga la redundancia, un humano, y qué es lo que debería hacerse con las otras experiencias de vida que no comparten esos rasgos? ¿Cómo y por qué la “humanización” filosófica, política y económica de un cuerpo lo vuelve relativamente invulnerable a la violencia, mientras que una “deshumanización” permite aniquilarlo?

Este ejemplo, breve y cercano —cultural, no históricamente—, pero sobre todo esta pregunta (“¿quién está dotado de humanidad?”) se encuentra en la base de muchos otros episodios tristes de nuestra especie: del esclavismo transatlántico al apartheid sudafricano, del genocidio armenio por parte del Imperio otomano y el genocidio de Ruanda, a la “Solución Final” del Tercer Reich. 

No interesa aquí nuestro cariño por Bartolomé de las Casas. Importa entender que la pregunta por las “notas esenciales” que componen un cuerpo y un alma “humanas” ha sido, la gran mayoría de las veces, la antesala filosófica y teorética de proyectos políticos de exterminación: gran parte de las matanzas y de los proyectos aniquilantes, incluso los contemporáneos, se basa en una determinación política y filosófica de lo que es y no es “lo humano”, de lo que puede ser o no puede ser “civilizado”.

El segundo caso es el ideológico. A nivel ideológico, o de tradiciones vivas de pensamiento, el caso del “pensamiento mágico” es más que ilustrativo. Podría decirse que hoy asistimos a un revival de la cultura New Age de los 70: una cultura políticamente despreocupada, con intenciones genuinas de alejarse, y con razones, al menos por un momento, de nuestro mundo acelerado, violento y relativamente vaciado de sentido espiritual. El pensamiento mágico ha sido trabajado en extenso en The Magic of the State (1997), de Michel Taussig, Rituales de incertidumbre: Magia, probabilidades y decisiones modernas (2008), de Éric Brian, The Case for God (2009), de Karen Armstrong, entre otros. 

En el mundo contemporáneo el pensamiento mágico vive en la astrología, la numerología, la lectura del tarot, la biodecodificación, la apertura de los registros akáshicos, la homeopatía, la magnetoterapia, la terapia de cristales, la religión; vive en diferentes formas de superstición y creencias populares, en las cábalas, en las teorías conspirativas, en el uso de amuletos. También, y con cierto aggiornamiento, puede verse en las llamadas “ley de la atracción” y “ley de la manifestación” y en parte de la cultura crypto y de las finanzas, de a cabo a rabo dominadas por varones, y determinadas por el “análisis técnico” de los mercados, entendido como método protomágico de predicción.

Es un tanto irresponsable afirmar que todas estas formas del pensamiento guardan en su núcleo principios “humanistas”, pero no deja de ser cierto que siempre se operativizan en la práctica “como si” el humano fuera el centro innegable, radical e inalienable del cosmos. 

El pensamiento mágico suele realizar analogías y asociaciones simbólicas libres que no se encuentran determinadas por un orden causal, empírico, o científicamente verificable. En el mismo sentido, suele “antropomorfizar” objetos o fenómenos naturales, dotándolos de atributos característicamente humanos. El gesto del pensamiento mágico consiste, en definitiva, en colocar al hombre y a la mujer, en su propia individualidad, en el centro de toda la gran maravilla cósmica. El gesto ideológico suele ser, muchas de las veces, un gesto presocial; es decir, un movimiento ideológico que coloca al hombre en una instancia previa a la sociabilidad —¡una instancia previa a su propia existencia! ¡Un ser antes del ser!— y en contacto directo con fuerzas extrañas, sobrenaturales e invisibles, fuerzas a la vez plenamente conscientes de nuestra existencia y que pueden actuar a favor de nuestros propios deseos. En suma, y como se dijo antes, coloca al hombre o a la mujer “como medida de todas las cosas”. 

Ahora bien, ¿qué saben el carbono o el hidrógeno o las supernovas sobre el concepto de la “humildad”, qué saben sobre la “conmiseración”, el “arrepentimiento”, la “maldad”, todos ellos conceptos “profundamente” humanos? ¿Qué saben los enlaces covalentes de las características que se le achacan a los arianos, como su proactividad, su tendencia al liderazgo, su fogosidad amatoria? ¿Qué saben las estrellas distantes de nuestras “constelaciones familiares”? ¿Qué saben los agujeros negros de los deseos que nuestros antepasados no pudieron cumplir? ¿No es acaso profundamente pedante creer que toda esta maravilla lumínica que vemos en el cielo cada vez que cae el sol, que nos devuelve la imagen de millones y millones de soles y planetas, se configura con arreglo a nuestros deseos, nuestro pensamiento, nuestros trabajos, nuestros vínculos amorosos, nuestra historia familiar? ¿No es, también, profundamente violento someter el milagro cósmico de la naturaleza, verdaderamente inconmensurable, a nuestros propios cuerpos humanos, finitos, enfermos, pobres y dolientes?

El último caso es el de la filosofía. En este campo, los ejemplos son vastísimos. Muchos filósofos han sido humanistas: de Erasmo de Róterdam a Michel de Montaigne, en el Renacimiento; de Immanuel Kant a Voltaire en el pensamiento ilustrado; de Jean Paul Sartre a Martin Heidegger en el pensamiento contemporáneo. 

Hay un caso, sin embargo, que no deja de ser más que particular para este texto. Se trata de Ludwig von Mises, uno de los principales referentes de la Escuela austríaca en economía, y uno de los pensadores modelo del presidente Javier Milei. En 1949 Von Mises publica su obra maestra, titulada La acción humana: Tratado de economía. Es difícil afirmar abiertamente que Von Mises haya sido un “humanista”. Sin embargo, parte de su trabajo, al menos el esencial en este libro capital, se acerca, si bien no a sus principios concretos, sí a su modus operandi: la intención de “destilar” la “esencia humana” para, a partir de ella, construir un sistema filosófico. 

Von Mises utiliza un método, la praxeología. La praxeolgía intenta traducir a palabras de nuestro mundo (a sistema) la estructura lógica de la acción humana en clave apriorística; es decir, intenta presentar los axiomas o principios elementales, incuestionables e inmutables de la conducta humana. Su fundamento, vale decirlo, es menos científico, basado en observaciones conductuales empíricas, que metafísico. El individuo, el sujeto, para Von Mises, no sería, como pretendía el estructuralismo y el antihumanismo teórico, un “efecto” de las estructuras sociales, culturales, económicas, políticas e ideológicas; por el contrario, sería un ente siempre “transparente” y claro, relativamente predecible en su conducta, “idéntico a sí mismo”, que, aun con intereses variables, responde a una regla o a un conjunto de reglas “naturales” que le fueron dadas de forma previa (apriorísticamente) a su nacimiento y a cualquier dinámica de sociabilidad. 

Para el antihumanismo teórico, el humano “llega a ser” lo que contemporáneamente entendemos por “humano” después del trabajo que sobre él, y desde niño, realizan las estructuras (familiares, escolares, estatales, militares, sanitarias, etcétera). Para Von Mises, por el contrario, el humano es “siempre humano”. Así, en cuanto que “siempre humano”, su conducta responde a un conjunto de reglas esenciales, inmutables, ya incorporadas en su “genética conductual”. 

Independientemente de las preferencias mutantes y del contexto de incertidumbre que atraviesa cada humano a lo largo de su recorrido vital, y que Von Mises plantea, con justicia, en su introducción a La acción humana; independientemente de que, según Von Mises, los individuos, ahora llamados “Homo agens”, no siempre busquen maximizar una “función de utilidad”, es innegable que muchos de sus principios no se alejan de la categoría del “Homo economicus”. El “Homo economicus” es un concepto de antropología metafísica desarrollado en extenso por John Stuart Mill en Principios de Economía Política (1848) que puede ser rastreado a algunos párrafos de La riqueza de las naciones (1776) de Adam Smith. En suma, y al menos en su presentación hipostasiada, exagerada, el concepto indica que cada individuo se encuentra completamente informado respecto del contexto que habita, y que siempre busca, en una forma de tendencia natural y genética, maximizar la utilidad de cada una de sus acciones o transacciones en nombre de su beneficio personal. 

Esta racionalidad exagerada, que sería propia, inherente y natural de cada humano —siempre con poco espacio para todas aquellas conductas que no responden directamente a una lógica del costo/beneficio, como la caridad, el cariño, la empatía, el amor, entre otras—, se encuentra en la base de los modelos y sistemas más reconocidos de la economía y la economía política contemporánea. 

Que este principio se encuentre en la base de grandes modelos económicos implica un verdadero peligro: en caso de que estos postulados se desestimen como verdaderos —ya sea mediante la filosofía, ya sea mediante la ciencia—, los modelos económicos, al ver erosionados sus fundamentos filosóficos, trastabillan, entran en cortocircuito y pierden capacidad explicativa y ordenadora. En otras palabras, si las premisas de antropología metafísica sobre las cuales Von Mises y otros trabajan no son tomadas por válidas (es decir: “el hombre tiende espontánea y naturalmente, a pesar de su agencia relativa, a actuar de tal manera por sobre otra”), gran parte del modelo económico —al menos aquel que no refiere a cuestiones estrictamente técnicas— cae. 

Tenemos entonces tres avatares, tres demostraciones emparentadas con el “humanismo”, o más bien, con aquellos discursos que han intentado extraer la “esencia” humana y que han tendido a “antropomorfizar” la vastísima realidad que nos rodea. 

La primera, la definición de “humano” que excluye filosófica, ideológica y políticamente a otros “humanos”, otros individuos, aun siendo, cada uno de nosotros y respecto de este otro excluido, biológicamente idénticos (o al menos con una semejanza del 99 % de la cadena genética); exclusión que, en cuanto que operativizada políticamente, facilita y alienta dinámicas de segregación y exterminio. La segunda: la del “humano” como centro inalienable de la galaxia, como piedra basal de toda la maravilla cósmica que nos rodea; el “humano” que, amén de su finitud y pequeñez, recibe la atención completa de todos los átomos, moléculas, esferas celestes, supernovas y agujeros negros que componen nuestro universo. La tercera, la del “humano” ya fabricado, ya “humano” incluso antes de ser eyectado al mundo; ya humano antes de cualquier dinámica de sociabilidad, ya siempre presa de una genética conductual de la que no puede escapar.

En ninguna de estas tres variantes, y por raro que pueda parecer, es posible pensar en la “libertad”.

No se es “libre” frente al otro humano. Se es humano o no fruto de interpretaciones y lecturas filosóficas, políticas, ideológicas, económicas de aquellos sobre quienes recae el poder. Por mi propio nacimiento, por la propia cuadrícula en la que me coloque un discurso de poder, estaré determinado a ser extinguidor o extinguido. No se es verdaderamente “libre” tampoco frente al cosmos, que ya tiene un destino relativamente trazado para mi vida. No es mi voluntad, sino los astros (o mi constelación familiar, o mis registros akáshicos) los que determinan, en términos muy generales pero sin dudas distinguibles, mi pensamiento y mi conducta; del mismo modo, es mi propia voluntad y mi deseo el que puede “torcer” las fuerzas de lo natural (ya para conseguir trabajo, ya para que alguien me ame, ya para que un compañero tenga una visita exitosa al hospital), que, según esta lectura y desde el momento de su creación, parecen estar emparentadas con la maravilla de la especie humana. No se es, por último, “libre” frente a una determinación genético-conductual que va a determinar todas mis decisiones, siempre atravesadas por una lógica económica de costo-beneficio; por extensión, tampoco se es “libre” frente al orden espontáneo y de equilibrio al que tiende el mercado.

Estamos siendo demasiado duros con el “humanismo” filosófico o teórico. No es del todo justo de nuestra parte. Los ejemplos dados son, sin dudas, radicales. El “humanismo” fue y es una tradición de pensamiento que se ha colocado muchas veces de parte de las minorías excluidas, pero nunca ha logrado desembarazarse de “problemas de arrastre” filosóficos de valor, muchas veces en contra de ciertos avances claros en estudios contemporáneos de la neurociencia, la neurobiología, la genética. En todo caso, y siguiendo un motivo expositivo, nuestro interés fue destacar qué de esta tradición de pensamiento, con sus respectivos avatares, figura hoy como un obstáculo concreto para una “política pangeísta” de integración y articulación verdaderas. 

Sin embargo, para los tiempos que corren, es necesario reconocer qué del “humanismo” es preciso rescatar; qué del humanismo es hoy útil para nuestros proyectos políticos, para nuestra “política pangeísta”, para nuestra “aceleración terrena” y para nuestra motivación de desarchipielaguización; qué lastres del humanismo teórico necesitamos tirar por la borda y qué posibilidades existen de fabricar un “humanismo práctico”. Hoy, sin abandonar la crítica a la antropología metafísica, la crítica a los aparatos discursivos y filosóficos que entienden el universo en clave antropogenética, parece necesario volver a preguntarnos, tan al filo de lo radicalmente novedoso, qué fuimos en la Tierra, qué somos y, por sobre todas las cosas, qué quisiéramos ser. 

La discusión respecto del humanismo sigue hoy más viva que nunca. 

Se encuentra, particularmente, en aquellas tradiciones de pensamiento que se preguntan qué es hoy lo verdaderamente humano en el marco de las innovaciones tecnológicas (internet, los celulares, las plataformas, las casas inteligentes) que han cambiado radicalmente nuestra forma de vincularnos con el mundo. En cuanto discusión viva, atraviesa de cabo a rabo múltiples disciplinas: de la filosofía a la sociología, de la antropología a la etología o biología animal. En este barullo incesante, hay líneas de escape y vectores de pensamiento que avanzan hacia lugares opuestos y muchas veces contradictorios. Hay quienes creen que debemos volver a una forma antigua del vínculo con el mundo, en una forma de aislacionismo digital anticuado, con el objetivo de reponer la esencia del ágora griega (como pueden ser algunas de las ideas de Peter Sloterdijk). Hay quienes, por el contrario, creen que debemos acelerar de la mano y junto a los procesos del capitalismo, hasta convertirnos en otra especie capaz de automodificarse tecnológica y genéticamente (como puede ser el transhumanismo de Nick Bostrom). También se encuentran quienes toman como tarea esencial descentrar el concepto de “humano” de la filosofía y política occidental, para convertirlo en otro, y trabajar en su “ampliación”, ampliación que no se desentienda de los problemas ambientales y de las otras especies no-humanas que habitan la Tierra (como el posthumanismo de Rosi Braidotti, Donna Haraway, Cary Wolfe y Vinciane Despret, entre otros). 

Volver a la pregunta por lo humano no puede ser entendido como un horizonte meramente metafísico o gnoseológico. Hoy, debe ser entendido como un horizonte político, como una tarea política concreta de rebelión con la capacidad de oficiar de contrapeso al mundo constantemente cambiante del capital. La recomposición de la pregunta por lo humano tendrá la capacidad de generar los anticuerpos, los lazos y los mojones ideológicos y pasionales necesarios para adelantarnos política y espiritualmente al tiempo que se acerca. En todo caso, la pregunta por lo humano es aquello que hoy nos puede ofrecer respuestas operativas concretas, pero sobre todo anticipatorias, a un mundo que muta de forma  cada vez más acelerada, y que no va a dejar de ser, al menos por el momento, determinado por las relaciones de producción, las invenciones técnicas, las tecnologías y los modelos de negocios. 

La pregunta por lo humano se trata, entonces, de una disposición vital de rebeldía. 

El avance sin parangón ya no del capital, sino de su propia lógica estructurante, licúa toda especificidad identitaria (“¿Qué quiere decir ser humano?” “¿Qué tipo de humano quisiéramos ser?”) en nombre de un rasero violento que no ve en los cuerpos y las cosas del mundo nada más que objetos dispuestos a ser explotados. Siguiendo a Mariátegui, que en algún momento dijo “todo lo humano es nuestro, nos pertenece”, bien podría ser útil intentar establecer la distinción última respecto de este proceso: si lo humano es lo que nos pertenece y lo único que nos queda, es en esa búsqueda y en esa pregunta donde deberíamos volver a encontrar la palabra (los conceptos, las categorías) que nos encuentre intercomunicados y entrelazados. 

Si, como sostiene Fraser, la política de los movimientos sociales y las izquierdas se desarrolló en los últimos años a través del principio de la identidad atomizada y del “reconocimiento”, hoy la tarea parece ser la inversa: la de volver a “unir las cosas”, al menos bajo principios simples pero generales; la de volver a las bases, para entender en qué parte de esas identidades, y por debajo de las diferencias, emerge lo común; qué es lo que nos comunica verdaderamente a todos los que estamos de este lado; qué de esa multiplicidad hoy se encuentra disponible y abierta para una articulación honesta, no aislacionista, no separatista, no corporativista ni mezquina, con la capacidad de digerir la diferencia de la otredad para luego amplificarla y con el objetivo de desarrollar programas que apunten a construir un mundo digno de ser vivido. 

Respecto del tiempo, la pregunta por lo humano es, a la vez, una pregunta por el pasado, para sopesar lo que hemos hecho con lo que nos fue dado, lo que hemos hecho con lo que han hecho de nosotros; una pregunta por el presente, puesto que intenta definirse como una diferencia constitutiva respecto de su “otro interiorizado” (la lógica del capital); y, por último, una pregunta por el futuro, puesto que intenta edificar no una especificidad histórica, ontológica o metafísica de lo humano, sino las condiciones de las nuevas formas de humanidad a las que debemos tender y construir.  

Esta pregunta ya existe. Es una verdadera “cuestión de urgencia crítica” que estamos, obstinadamente y desde las academias, pasando por alto. 

El regreso del pensamiento mágico, la biodecodificación, la programación neurolingüística, las constelaciones familiares, la astrología, el tarotismo, la brujería, la santería, los infinitos altares a San la Muerte, al Gauchito Gil, a Maradona, las dinámicas parasociales, no son sino síntomas de una pregunta que todavía no ha sido producida con el peso que se merece; no son sino síntomas de una “ausencia”, de una constatación triste pero silenciosa de que hemos quedado sin padres ni madres; constatación de que ya no existe o no hemos podido fabricar una forma de entender, ejercer y vivir la política de la que todos podamos sentirnos apenas orgullosos, siempre desarmados frente a una maquinaria que pareciera entendernos mejor que nosotros mismos y que nos invita, muy seductoramente, a perdernos en un flujo tumultuoso. 

¿Dónde está la palabra justa, pero sobre todo necesaria, para volver a colocarnos todos dentro del ágora?

El regreso al mundo que nos debemos, el “qué” que tenemos que atravesar hoy, tiene que estar apoyado en la pregunta por lo humano. El regreso al ágora, la reinvasión al ágora (ahora sí, posthumana en cuanto que pregunta reconvertida) debe encontrar una “palabra”, un “signo”, entre muchas otras cosas, que pueda volver efectiva la idea de la “interseccionalidad”, es decir, aquella operación que licúa diferencias, que homogeneiza dolores, por decirlo de algún modo, no para alienarlos y separarlos unos de otros, sino para devolverlos multiplicados y convertirlos en verdaderas máquinas articuladas de intervención y guerra política.  

Así, una política pangeísta, una política humanista —al menos como la entendemos en este texto— no puede ser nunca una política de la “resistencia” y el “aguante”. 

La llamada “corrección política” tiene menos que ver con las interpretaciones que hizo de ella la cultura de derechas que con una forma muy específica de autoencorsetamiento que no ha sido para nadie más restrictivo que para nosotros. Lo mismo sucede con las respuestas reactivas, la organización por oposición y la táctica meramente coyunturalista o electoralista. El temor constante a tomar la decisión “incorrecta”, el miedo a “desviarnos del camino”, el resquemor por “soñar grande” siguen siendo efectivos, lamentablemente, por no poder liberarnos de nuestra mochila “politicista”. 

La equivocación, el paso en falso, la inexactitud tienen que volver a formar parte de nuestro hacer político. El error y la exploración deben oficiar así como el laboratorio científico que coteje nuestras tácticas, nuestros yerros y aciertos. Abandonar la figura de la “resistencia” es abandonar, en definitiva, esa representación nostálgica y romántica del pueblo trabajador como aquel fiel que soporta bajo sus espaldas el dolor del mundo. Que el pueblo trabajador, el proletariado, o como queramos llamarle, sea, en algunas tradiciones políticas, el sujeto de la historia no debería volvernos figuras prometeicas, sisifeanas. Debería volvernos, en todo caso, en agentes verdaderos y activos del cambio. Exploradores de un mundo que, en verdad, todavía no se encuentra definido. 

Este viraje supone, sin lugar a dudas, y como dijimos, volver a pensar qué de nuestro “yo” todavía es menester proteger y alimentar, qué de nuestro “yo” ya no nos pertenece ni debería pertenecernos, y qué de nuestro “yo” se nos ha vuelto vampírico, jekylliano, autofagocitante, autoalienante y autoaniquilante. Pero también supone volver a pensar el tipo específico (los tipos específicos) de violencias que estamos dispuestos a ejercer: para con nuestra propia megalomanía alimentada, para con nuestro propio delirio egocentrado, para con lo que hicieron de nosotros, para con las instituciones que nos regulan, para quienes funcionan como nuestros opresores, para quienes viven de nuestra explotación, etcétera. La trinchera, que muy cómodos nos acostumbramos a ocupar en los últimos años de una “ética de resistencia”, no debería ser el espacio donde debamos protegernos frente al avance sin paragón de la lógica del capital; debería ser, por el contrario, el lugar estratégico desde donde “volver” al campo de batalla, ya “más que humanos”, al ágora, al lugar desde donde se articule la “política pangeísta” dispuesta a tomar, verdaderamente y como nunca en los últimos veinte o treinta años, cartas en el asunto.

En preventa
El archipiélago$27.900$29.900

La extrema derecha avanza, pero no todo está perdido. Este ensayo nos llama a entender el presente y volver a reclamar el futuro. Una invitación, un llamado, un plan estratégico: regresar a un mundo del que no debimos habernos retirado.

216 páginas. Impresión a 2 tintas. Papel bookcel de 80 gr. 15x21 cm.

Sobre el autor:

Roberto Chuit Roganovich nació en 1992 en Córdoba, Argentina. Es Doctor en Letras por la Universidad Nacional de Córdoba. Es docente universitario y dirige talleres de escritura creativa. Forma parte de la banda de post-hardcore Ox en Mayo Alto. Es autor de la novela Quiebra el álamo, ganadora del concurso de Futuröck de Novela en 2022, y del todavía inédito libro de cuentos Todos los terneros y los pumas, ganador del concurso de Letras del Fondo Nacional de las Artes en 2023. Si sintieras bajo los pies las estructuras mayores, su última novela, mereció el Premio Clarín de Novela 2024.

Instragram del autor
X del autor

En preventa
Ebook El archipiélago$9.900$10.500

La extrema derecha avanza, pero no todo está perdido. Este ensayo nos llama a entender el presente y volver a reclamar el futuro. Una invitación, un llamado, un plan estratégico: regresar a un mundo del que no debimos habernos retirado.

Formato .epub y .mobi.

Sobre el autor:

Roberto Chuit Roganovich nació en 1992 en Córdoba, Argentina. Es Doctor en Letras por la Universidad Nacional de Córdoba. Es docente universitario y dirige talleres de escritura creativa. Forma parte de la banda de post-hardcore Ox en Mayo Alto. Es autor de la novela Quiebra el álamo, ganadora del concurso de Futuröck de Novela en 2022, y del todavía inédito libro de cuentos Todos los terneros y los pumas, ganador del concurso de Letras del Fondo Nacional de las Artes en 2023. Si sintieras bajo los pies las estructuras mayores, su última novela, mereció el Premio Clarín de Novela 2024.

Instagram del autor
X del autor

En preventa
El archipiélago + La máquina ingobernable$56.000$60.400

Dos ensayos sobre filosofía política, historia y economía para entender el presente e imaginar cómo seguimos. Capitalismo, extremas derechas, aceleración y batalla cultural en un mapa de la contemporaneidad que reclama nuestro futuro.

Tienda Banner

Conocé nuestros libros

Ir a tienda

¿Qué te pareció?