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Capítulo 5

La batalla cultural

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Crisis de la subjetividad

Con mucho tiempo de reflexión e intercambio de memes e ideas palpables sobre futuros posibles desarrolladas en el mundo digital y a la sombra del debate público, estos grupos entendieron lo siguiente: que las nuevas dinámicas del capital, las nuevas formas del mercado y los nuevos sujetos políticos hacían posible que el público general tendiese a aceptar y hasta incluso bregar, militar y votar propuestas políticas radicales miradas con recelo en Occidente al menos desde el fin de la Segunda Guerra Mundial.

Para estos grupos, el “reconocimiento” de la aparición de estas nuevas formas redefinió los mapas de la intervención política. Ellos percibieron bastante antes que nosotros —al menos en la arena política y sobre todo en los mecanismos comunicativos para interpelar a un otro— que atravesábamos una “crisis de identidad” o “crisis subjetiva” a la vez que una “crisis de la cultura” o “crisis de la imaginación”.

El reconocimiento anticipado de la “crisis de la subjetividad” de la clase trabajadora permitió a estos grupos oxigenar el viejo mito del self-made man, aquella cultura yuppie de la que se burlaba American Psycho (2000), de Mary Harron. El término (derivado del inglés young urban professional) refería a aquellos jóvenes ejecutivos con un trabajo de alto nivel, por lo general relacionado a las finanzas, y perteneciente a la clase media o media alta; el término, siempre despectivo, describía a los yuppies como engreídos, arrogantes, metrosexuales, frívolos y materialistas. La extensión de ese espíritu en los últimos años —condición ético-antropológica del revival libertario a la Von Mises, Hayek, Rothbard y Kirzner, entre otros— se volvió transversal a todas las clases sociales: incluso a quienes pertenecen a las clases populares se les insiste en que pueden ser emprendedores, que pueden ser sus propios jefes, pero siempre independientes de cualquier forma organizacional colectiva atravesada por intereses, deseos u objetivos comunes. La “libertad”, como fin abstracto, y entendida bajo este espíritu como el desacoplamiento total respecto del mundo colectivo, y también como la ausencia radical de cualquier forma de obligación hacia un otro, reconfiguró drásticamente el esquema clásico explotador-explotado. Ambos polos lograron entonces subsumirse bajo una misma figura, la del emprendedor, que abandona a conciencia cualquier sistema previsional, cualquier soporte legal laboral, cualquier sistema de contención colectivo, para emprender una vida laboralmente independiente, pero siempre subóptima.  

En el mismo sentido, este espíritu insiste también en despachar (como sostienen influencers como Andrew Tate, Amadeo Lladós y tantos otros) todas las “distracciones” que nos alejarían del perfeccionamiento físico y del crecimiento económico: desde el sexo al consumo del deporte, desde el gaming a la literatura, desde las fiestas y raves al mundo cinematográfico. Así, cualquier forma de goce, y en específico, cualquier forma de goce articulada sobre dinámicas colectivas, es interpretada por este nuevo espíritu como desviación y confusión, como conducta propia de los espíritus pobres, gregarios, vaciados en su identidad por la fuerza pobre de lo plural. 

Así, en los últimos años (producto, entre otras cosas, de los tres “acontecimientos” técnicos), hemos sido testigos de ciertas mutaciones radicales. Estas mutaciones, cuyo decantado todavía desconocemos si resultará positivo o negativo a nuestras propias posiciones políticas, han producido nuevos espacios de vacancia para la intervención y la participación política. 

Algunas de estas mutaciones son esenciales para apuntalar lo que venimos exponiendo. En una o dos palabras, enumeraremos aquellas que tuvieron como punto de fuga el problema del sujeto contemporáneo:

  • el intercambio de las experiencias religiosas aglutinantes occidentales —atravesadas por principios éticos si bien no colectivistas al menos comunitarios en un sentido amplio— por las experiencias del pensamiento mágico y su ética centrada en el individuo; 
  • el intercambio o la mutación de los relatos políticos colectivos de la justicia y la igualdad por los relatos individualistas de progreso y bienestar económico; 
  • la mutación de una cultura del entretenimiento que, si bien dominada por la necesidad del retorno capitalista, seguía intentando hasta principios de siglo XXI reformar modestamente las reglas estéticas del campo artístico, hacia una cultura de las producciones serializadas infinitas, del remake, del reboot, interesada por replicar fórmulas y fábulas que ya se habían mostrado efectivas en otros momentos de la historia;
  • la mutación de una cultura de consumo que pasó de la dinámica del ownership (en donde cada consumidor se hacía dueño de aquello que compraba) a una forma de “consumo de la suscripción”, presente en todas las plataformas que utilizamos, en donde el consumidor no es dueño de lo que compra sino a condición de renovar su pago de forma mensual; 
  • la mutación del objeto de explotación, que en el caso de las plataformas pasó del modelo de la commodity clásica, que intentaba extraer del sujeto un valor monetario mediante la compra, a nuevas experiencias inmersivas en donde lo que busca extraerse es el “tiempo” de visionado a través de la monetización del uso prolongado. 

Así, las estrategias sociotécnicas posibilitaron una inédita personalización de las estructuras ideológicas en las que nos inscribimos. La “personalización” del horizonte ideológico que habitamos, mediante la autoconfiguración consciente e inconsciente de los algoritmos que mediatizan nuestras interacciones con el mundo, favoreció una compartimentalización y desvinculación progresiva de las subjetividades. Hoy, como nunca antes, y al menos en el campo digital, tenemos la capacidad de “personalizar” nuestra propia experiencia del mundo: sólo consumimos aquello que nos interesa, sólo hablamos de aquello que nos toca de cerca sin nunca sentirnos verdaderamente afectados por la exterioridad del mundo, por la figura del otro, por aquello que sucede, concretamente, al interior de nuestras plazas, nuestros barrios, nuestras ciudades. Esta “autogestión identitaria” no sólo erosionó nuestra capacidad de comprender la multiplicidad intrínseca a lo político, sino que también, como dijimos, facilitó el terreno para la segmentación, estratificación y microtargeting del cuerpo social sobre los que se basan las nuevas disputas del sentido común. 

Paradójicamente, la “crisis de la subjetividad” —obstáculo fundamental que no nos permite entendernos como los genuinos productores de la riqueza del mundo, como el verdadero “sujeto de la Historia”, como pretendía cierta tradición marxista, es decir, el sujeto del cambio, el sujeto que terminaría por enterrar el capitalismo— se convirtió en el nido de estas nuevas cosmovisiones.

El desmantelamiento de toda forma colectiva de comunión trasluce un deseo tanático de regreso a un extraño “estado de naturaleza”. Este “estado de naturaleza” ya no estaría determinado por la especificidad ontológica del hombre en tanto que tal —como alguna vez sospecharon Locke, Hobbes y Rosseau—, sino determinado por una fuerza posterior al “nacimiento” del hombre; la fuerza creadora y aniquilante que nosotros mismos hemos fabricado a través de nuestra propia actividad en el mundo en los últimos siglos, y que hemos llamado “capitalismo”. 

Según estas lecturas, el “Homo œconomicus”, siempre hiperracionalista, egoísta, asimpático y enfocado en la maximización de los recursos, se posiciona, a la vez, como el pasado metafísico y verdadero al que deberíamos volver, pero también como el futuro que deberíamos heredar en cuanto especie. 

Así, en una extraña sustitución de la “proyección” que Feuerbach supo distinguir respecto de Dios —aquel concepto que después de “proyectar” los atributos humanos a una figura otra, en este caso divina, luego se vuelve en contra de sus creadores—, estas propuestas pergeñan una búsqueda y un destino. Este destino es el de la integración “sin mediaciones” —es decir, sin gremio, sin Partido, sin Estado, sin un “otro”— a la lógica pura y dominante del capital. En este nuevo panorama, la “alienación”, tal como la entiende el marxismo —es decir, el distanciamiento del ser humano respecto de su “esencia”, el no control sobre los productos que genera y produce, el no control de su actividad creativa asfixiada por la actividad del trabajo al que se lo obliga— no es la amenaza detrás de la morada del capital, sino su mero exterior, su piel, su canto de sirena, y nuestro espejo del futuro: el destino al que debemos acudir y que va a terminar por transformarnos. 

Esta “crisis de la subjetividad” se nos muestra hoy no sólo como una crisis meramente ideológica en donde hemos confundido a nuestros aliados, perdido nuestra identificación de clase y nuestra capacidad articulatoria. Además, se nos muestra como nunca antes en la historia moderna —y de aquí la novedad de nuestra coyuntura— como una verdadera “crisis del deseo”, en donde los mecanismos que contribuyen a nuestra alienación son celosamente buscados, protegidos y oxigenados por nosotros mismos en prácticas relativamente “consensuadas”.

Crisis de la cultura

El reconocimiento de la “crisis de la cultura” y la “crisis de la imaginación” permitió también redefinir los mecanismos de interpelación política de los sujetos políticos contemporáneos. 

Realizar un diagnóstico de la “crisis de la cultura” occidental en un ensayo de esta brevedad es un despropósito y una irresponsabilidad teórica. Mucho han dicho, respecto de la cultura llamada “posmoderna”, Fredric Jameson, Peter Sloterdijk, Alain Badiou, Slavoj Žižek, Jean Baudrillard, Mark Fisher, y, en los últimos años, Yuk Hui, Sara Ahmed, Donna Haraway, Nancy Fraser, Isabelle Stengers, Wendy Brown, Viveiros de Castro, entre otros. 

A pesar de las propuestas de estos autores, la tesis jamesoniana según la cual es más fácil pensar el fin del mundo que el fin del capitalismo es un buen punto de partida para desandar el problema de la “crisis de la imaginación” que atravesamos. Un ejemplo de la llamada “industria cultural” puede resultar paradójico en un ensayo que pretende hablar de “nosotros”. Sin embargo, no deja de ser en cierto punto esclarecedor. Se trata del cine contemporáneo de ciencia ficción.

Según Box Office Mojo, de las diez películas más taquilleras de la historia sólo tres no pertenecen al género de ciencia ficción/fantasy. La maravilla recaudatoria del cine de ciencia ficción contemporáneo se entiende incluso más cuando se contemplan otras variables igualmente determinantes: merchandising (desde remeras y medias a tazas y cortinas de baño), spin-offs en plataformas de streaming, libros, cómics, juegos (de PC, de consola, de mesa, de RPG Pen&Paper), entre muchas otras. En el caso de la década 2010-2020, y también según Box Office Mojo, sólo tres de las diez películas más taquilleras —Frozen II (2017), Furious 7 (2015) y The Lion King (2019)— no pertenecen al género ciencia ficción. 

¿A qué se debe tal éxito del género? Y más todavía: ¿por qué la ciencia ficción puede resultar efectiva para pensar la “crisis de la imaginación” o “crisis de la cultura” que atravesamos? 

Siguiendo al Fredric Jameson de Arqueologías del futuro (2005), la ciencia ficción, su trabajo, y su realización en obras artísticas concretas supone lo siguiente: que cualquier ideación del porvenir tiene como correlato directo e innegable nuestro propio presente, que funciona obligatoriamente como “pasado arqueológico” del futuro imaginado. En otras palabras: implica que cualquier ideación de futuro se operativiza como imaginación siempre desde un presente específico, un presente caracterizado por un conjunto de coordenadas históricas, culturales, sociales y políticas específicas que determinan grosso modo los límites de lo pensable, lo imaginable y lo decible. En este sentido, la ciencia ficción parece ser hoy —a pesar de lo que pueda pensar cierta academia preocupada por la llamada “alta cultura”— el modo más astuto que hemos encontrado para narrar las “fugas ideológicas” y las “invisibilidades topográficas” de nuestro propio presente, como así también nuestras “imposibilidades” y nuestros “puntos ciegos” políticos.   

En esta línea, en un trabajo que llamamos “Notas para el estudio del cine de ciencia ficción contemporáneo (2008-2022). Política: distopía, organización, revolución”, constatamos que en el período 2008-2022 se han producido en Occidente cerca de 432 largometrajes live-action. Del total de 432 películas de ciencia ficción indexadas en nuestra base de datos, cerca del 35 % tematiza diferentes expresiones de distopías políticas. Este 35 % se encuentra compuesto de 149 piezas cinematográficas. 

Estas 149 piezas muestran algo interesante: el cine contemporáneo de ciencia ficción “termina” a menudo cuando la utopía está a punto de comenzar. 

La utopía en estas expresiones se encuentra a menudo modelizada como un espacio neutro que supone simultáneamente: 1) la suspensión indefinida del mal provocado por una formación social específica y anterior, y 2) un vacío a futuro que, por su propia inespecificidad, posibilita una reflexión abierta —casi siempre extradiegética— acerca de qué mundo puede o está a punto de ser construido. El corpus construido para nuestro trabajo parecería estructurarse, pues, y a excepción de algunos casos ejemplares —Beyond the Black Rainbow (2010), The Zero Theorem (2013)—, como una narrativa de “hasta la acefalía” (política, económica, explotadora), hasta el fin de la crisis (ambiental, bélica, biológica), y poco más. Es poco el resto que queda después de la inversión del orden, después de la revolución o del trastocamiento radical de los regímenes de explotación. Aun cuando la acción política es restitutiva (es decir, cuando se organiza respecto de un regreso a un estado anterior al estado “del mal”), la información que las obras cinematográficas nos dan es más bien difusa y breve. Así, más del 90 % de las cintas que no tienen un final abierto cierran el arco narrativo con la destrucción del orden imperante anterior o con la victoria del movimiento revolucionario: en esta lógica, después de la muerte del líder antagonista, después de la desarticulación de los aparatos represivos dominantes, después de la suspensión de las normativas leoninas, los filmes cierran de manera abrupta bajo la figura de la esperanza y de la confianza de un nuevo mundo por construirse. Así, encontramos que el estado final de la nueva narrativa de ciencia ficción es una versión aggiornada del happily ever after (del “y vivieron felices para siempre”).

Lo que tenemos pues es, de vuelta, una “huida hacia adelante”: frente a la imposibilidad de figurar una utopía —tanto por parte de los protagonistas como por parte del aparato narrativo mismo—, los relatos finalizan abruptos antes de su comienzo. Ya por incapacidad gnoseológica o política, ya por holgazanería creativa, la utopía aparece siempre como muda, esto es, “no dicha”, y ciega, es decir, no “mostrada”. 

Tenemos pues que la “utopía muda” contemporánea, invisible y no lexicalizada, no es necesariamente creativa, sino, por el contrario, opositiva; no imaginativa sino reactiva; que se instituye como tal no por su propio valor ideante, por su propia capacidad resolutiva (en el plano de la acción, pero también en el plano de la creación), sino por su contrario: la superación del estado coyuntural (siempre negativo) de las cosas. En este marco, el utopismo contemporáneo en el cine de ciencia ficción es menos principista cuanto táctico: esto es, menos movilizado por consideraciones generales acerca de la forma esperable o deseada de vivir (el programa de una ética o de un “programa de transición”) cuanto por paliativos coyunturales del desastre que se vive (la negación en fuga de una coyuntura).

En el cine contemporáneo de ciencia ficción, toda actividad política se estructura a partir de un presente doliente y no de un ideario de futuro pleno. Así, la actividad política se encuentra casi siempre enfocada más en los programas de acción táctica que en cualquier estrategia. En el corpus construido abundan las dinámicas guerrilleras y terroristas —similares a lo que entendemos como foquismo y atentados—, sin ser nosotros, como espectadores, conocedores del plan estratégico que los comprende, de existir alguno. La máxima, en todo caso —cosa que no nos permite considerarla una estrategia—, se orienta a frenar el avance o remover de cuajo una dinámica de opresión establecida. En casi la totalidad del corpus la acción estratégica se encuentra ausente: no encontramos aquí programas de acción prolongados en el tiempo, ni críticas estructurales al orden imperante ni reivindicaciones ideológicamente unificadas opuestas al statu quo. Por el contrario, toda aparición de una visión de conjunto es solapada y minimizada por dinámicas de respuesta pragmática de “acción directa”: así, la política subalterna en el cine contemporáneo de ciencia ficción es una política coyunturalista, propia de la Realpolitik, a caballo de múltiples experiencias ideológicas, por incongruentes o contradictorias que puedan parecer.

En las películas producidas entre el 2008 y el 2022 el debate táctico, militar, estratégico y armamentístico solapa, oblitera o invisibiliza el debate ideológico, moral, programático o estrictamente político. El dinamismo casi exclusivamente táctico de esta forma de intervención (es decir, no estratégica) nos pone frente a una representación “espontaneísta” de la política subalterna. La intervención directa siempre nace y se articula no tanto por consideraciones ampliadas sobre un régimen político y económico específico, sino a partir de sus efectos concretos y palpables, como puede ser el hambre, el castigo físico, y otras expresiones de la violencia referidas al cuerpo. Aquí los héroes y protagonistas (individuos o grupos), que no pueden destacar más que en abstracto la injusticia de la formación social bajo la que viven, intervienen sobre el mundo de forma “desorganizada”, es decir, carente de “línea” y de “dirección”. En este universo táctico, pues, de la intervención “espontaneísta”, es entendible que los aliados —muchas veces tematizados como sujetos colectivos despersonalizados— establezcan con los héroes o con el grupo protagonista un vínculo empático, comunitario, identitario, pero sin la presencia de una sobreunificación filosófica, ideológica o programático-política. 

El cine de ciencia ficción contemporáneo muestra, principalmente, y al menos desde la perspectiva de los “vencidos”, dos cosas: un deseo pedestre, que no puede proyectarse verdaderamente hacia el futuro, que no puede articularse más que en la negación de aquello que es dañino, un deseo que no puede articularse como figuración de un futuro “mejor”, con otras formas organizativas, otras formas de producir bienes y servicios, otros vínculos; simultáneamente, una actividad política que no tiene la capacidad de entenderse estratégicamente (es decir, en clave ampliada, pensando en un futuro realizable, posible, y en oposición al presente doliente), sino sólo en su forma táctica, es decir, sólo en su forma acotada de “tareas” militarizadas concretas que habrían de ponerle coto a las formas explícitas de la opresión. 

La digresión fue larga, pero: ¿acaso no son estas dos imposibilidades planteadas en el cine de ciencia ficción —imposibilidad de pensar el futuro, imposibilidad de articular políticamente propuestas estratégicas no reactivas sino propositivas— nuestros propios límites contemporáneos? ¿Acaso no vemos que el cine de ciencia ficción no está modelizando anticipadamente formas resolutivas de los problemas que atravesamos sino, muy por el contrario, nuestros propios límites gnoseológicos, filosóficos y políticos contemporáneos? 

A menudo, la bibliografía especializada tiende a minimizar estos hallazgos. A menudo, más por la expresión implícita de un deseo que por una constatación empírica del material circulante, se dice que la ciencia ficción es hoy el espacio en donde ciertas formas de la insurgencia y ciertas figuraciones de futuros dignos de ser vividos se elaboran, se producen, se piensan; que es en la ciencia ficción en donde hoy verdaderamente habita la pregunta por la posibilidad de la llamada “respons-habilidad” y de la coexistencia conjunta y mancomunada con otras formas de lo vivo. No. El corpus muestra, por extensa mayoría, lo contrario: que toda “otredad” es amenazante, que no hay posibilidad de síntesis biomaquínica que no sea forzada o violenta, que no hay futuro digno de ser vivido, que no hay forma de producir articulaciones políticas estratégicas sino meramente tácticas. En todo caso, si existe una reflexión contemporánea acerca de la utopía en la ciencia ficción, esta existe siempre de manera subterránea, reducida a nichos específicos, y con un nivel de consumo y de pregnancia discursiva muy menor a las grandes obras de taquilla. 

A pesar de todo, ocurre algo muy diferente con las figuras antagonistas y enemigas. Por lo general, se trata de personajes, empresas o instituciones que, o bien ya tienen el control total de las sociedades imaginadas y trabajan para mantenerlo, o bien buscan un cambio radical sobre el orden de las cosas, al que también interpretan como subóptimo, pero habiendo ya decidido el futuro que desean. 

En el cine de ciencia ficción contemporáneo, las formas del antagonismo sí son propositivas, sí son imaginativas, y sí pueden expresar sus ideas en términos de protoeternidad. Las propuestas modelizadas no son necesariamente novedosas; por el contrario, ya se encuentran expuestas, desarrolladas y defendidas en la historia de la filosofía política occidental —desde la Antigüedad hasta los tiempos modernos—. Por nombrar algunas de las propuestas presentes en las películas más taquilleras del género, tenemos: el feudalismo parlamentario o cameralista de Coin en la saga The Hunger Games y del planeta Elysium en Elysium (2013), el ecofascismo de Thanos en la saga Avengers (2012-hoy), el supremacismo de Magneto en la saga de X-Men (2000-hoy) o en Loki, también de la saga Avengers (2012-hoy), en donde se sostiene que el Homo sapiens, al ser una raza inferior, debería someterse consensuadamente a una forma de gobierno interestelar. 

¿Acaso lo que sucede en el cine de ciencia ficción contemporáneo no es también lo que sucede, con pequeñas modificaciones, en Land y Curtis Yarvin, en Bannon y en tantos otros representantes de las nuevas derechas radicalizadas? ¿Acaso estos nuevos intelectuales no se han volcado a la lectura del pasado para redefinir —habiendo diagnosticado el presente y el futuro inmediato de formas peculiares, pero muchas veces afinada— sus propuestas políticas? ¿Acaso no vemos que el “antagonismo” en el cine de ciencia ficción contemporáneo es fácil de representar puesto que ya se encuentra allí afuera, es decir, acá, de este lado del mundo, en lo real? ¿Acaso no vemos que sí existe hoy un pensamiento de la utopía, un verdadero pensamiento del futuro, pero que nos excluye, que no nos pertenece y del que no somos ni autores ni responsables? 

En este marco, no es descabellado afirmar que la “crisis de la cultura” es un mal que sólo nosotros, de existir todavía un “nosotros”, de haber existido alguna vez, atravesamos. Las nuevas derechas parecen haber entendido, al menos “en la práctica”, como pretendía Lenin, esa máxima derrideana según la cual el porvenir también se “hereda”; en suma, que no es sólo el pasado el que pesa sobre nosotros con una carga política específica, sino que también es el futuro el que nos convoca a formas específicas de la acción política. 

Las experiencias de las nuevas derechas sí se encuentran hoy en el trabajo de preparación para ese futuro que se avecina: un futuro que interpretan, acertadamente, altamente determinado por las posibilidades que abre la técnica. Sobre la punta de sus sillas, esperan ansiosos lo que entendemos por “singularidad tecnológica”, es decir, el advenimiento de una inteligencia artificial general (Strong IA) de alguna manera indistinguible o superior a la conciencia humana, o al menos formas más modestas de su intervención. Así, la inteligencia artificial, los sistemas de información descentralizados, el desarrollo de los grupos mediáticos y think-tanks, la automatización de los procesos productivos aparecen como “elementos por venir” que, todavía invisibles, ya encuentran lugar operativo en sus ideaciones de futuro. 

El auspicio y la promesa de un “desacoplado” elemental respecto de lo que estábamos acostumbrados a entender como “lo humano” es para ellos tierra fértil. En este sentido, y contra todo pronóstico, las nuevas derechas son hoy quienes se encuentran recomponiendo los “grandes relatos” neofundacionales, ausentes en nuestra política hace al menos treinta años. Ya en la forma de cuentos, de ensayos, de videos, imágenes y memes, vuelven a oírse “grandes relatos”, sin dudas posthumanos, postcapitalistas, creciendo de manera acelerada, pero solitarios, sin contrincantes ni adversarios claros a la vista. 

En la misma línea, cualquier crítica a estas nuevas formas de interpretación de la historia y el futuro —que tienden a operativizarse en nuestros gobiernos en diversas formas del autoritarismo— que apunte sólo a marcar el nihilismo y la “irracionalidad” de sus fundamentos no es más que pobre. En su forma, se trata nuevamente, y como hemos hecho durante mucho tiempo, de enviar forzosamente una experiencia política real, un verdadero acontecimiento, una “cuestión de urgencia crítica” a nuestra “grilla” filosófica, interpretativa y hermenéutica de las “cuestiones de labor filosófica”. El gesto, de esta parte, es vulgar y perezoso: no hace más que denunciar el advenimiento del horror, siempre de forma pasiva y lastimera, romántica, a la vez que insiste en entronizar formas de la razón que, aparentemente y por motivos que no quedan del todo claros, pertenecerían a nadie más que a nosotros. 

En su contenido, el gesto es tal vez más drástico todavía, puesto que no se permite entender que existen hoy formas de la política y del pensamiento motivadas por otras secuencias y registros de la “racionalidad”, mucho más posthumanas de lo que jamás hubiéramos imaginado, mucho más posthumanas de las que nosotros intentábamos ensayar en nuestras “cuestiones de hecho”; “cuestiones de hecho” siempre modestas y tímidas, sin articulación institucional o política de envergadura, vehiculizadas en conductas exclusivamente individuales bajo el espíritu del “retiro” a las pequeñas granjas y comunidades aislacionistas, celosas de sus consumos antiespecistas, sumidas siempre en sueños “pastorales” moralizados y moralizantes. 

Como nunca vimos en la historia, la alienación capitalista no nos diluye meramente como sujetos hacia una “objetuación” de lo humano. Por el contrario, las dinámicas contemporáneas del capital nos han vuelto profundamente partícipes de nuestra propia transformación: la “alienación” ya no parece ser el proceso de deshumanización contra el que se combate, sino más bien el horizonte de nuestro propio deseo. 

La deshumanización a la que asistimos, pues, ya no debería atenderse como el “olvido” de la pregunta por aquello que nos convertía en verdaderamente humanos, sino como el actual horizonte de deseo: el de la integración protomonista, el de la licuación inconsciente de toda forma de subjetividad (muy diferente a la exaltación del individuo) en un único magma productivista, el de la simbiotización radical con la lógica interna del capital.  

Las mutaciones de las formas de racionalidad contemporánea deben ser entendidas, en extenso, como nuevas modulaciones no-modernas y no-ilustradas del pensamiento; como mutaciones de la racionalidad articuladas en formas ingeniosas del “deseo inconsciente aceleracionista”, relativamente extendido y generalizado.  

La “crisis de la cultura” supone no sólo nuestro trastabillar de una derrota política a otra, sino sobre todo que hemos sido “vaciados” de futuro. En otras palabras, implica al mismo tiempo que nuestras propias ideaciones respecto de la “respons-habilidad” (Haraway) de pensar nuestro pasaje a otras formas de existencia y de ser-en-el-mundo, que nuestra tarea titánica y autoimpuesta de make kin, not kind fueron también derrotadas, siempre momentáneamente, por la lógica ecuménica del capital. 

Estas nuevas formas de racionalidad ya no pueden ser entendidas como los dispositivos fascistas de irracionalidad generalizada que atentan contra el juicio crítico de los ciudadanos, y que organizan la manipulación masiva de los pueblos. Por el contrario, son maduraciones de otra idea, ya no de “comunidad”, sino de una forma extraña de “comunión”, de participación y de integración sin fisuras a la lógica expansiva del capital. Pensar la “crítica de la cultura” es pensar, en definitiva, nuestros deseos y, sobre todo, las pasiones que hoy, en esta coyuntura específica, se encuentran determinando el pulso del debate público.

Las pasiones

Nuestro campo de acción política, fruto del agotamiento simultáneo de la crítica y de nuestras formas de ejercer la política, no pudo reconocer la “ampliación” de la experiencia contemporánea del mundo. En todo caso, y bajo el espíritu “politicista” que habíamos adoptado, nos volcamos a la exaltación del pensamiento mágico y de ciertas formas de empoderamiento, la secularización irreflexiva de muchas de nuestras prácticas junto con la estigmatización de la fe religiosa, la celebración de la libertad de consumo, entre otras cosas.  

En esas mutaciones no pudimos percibir cómo nuestros sistemas estaban entrando en decadencia y qué tipo de “pasiones” comenzaban a determinar nuevamente el pulso del debate público. 

Así, en un aventajamiento sorpresivo de los movimientos de derecha, asistimos a una instrumentalización ajena de la ira, el enojo, el descontento y la violencia, todas ellas pasiones que históricamente le habían pertenecido a la militancia de izquierdas y a los movimientos populares. Más tarde que temprano, terminamos por reconocer que la rebeldía, tal como dijo Angela Nagle en Kill all Normies (2017), que la posibilidad de enojarse respecto del mundo contemporáneo y del estado de excepción constante en el que vivíamos se había vuelto monopolio del discurso de las derechas.

En La época de las pasiones tristes. De cómo este mundo desigual lleva a la frustración y el resentimiento, y desalienta la lucha por una sociedad mejor (2020), François Dubet insiste en que las “pasiones tristes” como la frustración, el resentimiento y la indignación juegan un papel fundamental en la formación de los populismos. Independientemente de lo que este autor entienda por “populismo”, se supone siempre que estas emociones, exacerbadas por la experiencia individualizada de las “desigualdades múltiples”, no encuentran hoy ningún cauce en las vías tradicionales de la acción colectiva y la representación política. En su lugar, y bajo el desamparo de la orfandad, son capitalizadas por proyectos políticos que ofrecen un discurso simplista y maniqueo a menudo anclado en el binarismo pobre “el pueblo” versus “la élite”. 

Según Dubet, el desgaste o la directa ausencia de canales institucionales y comunitarios con la capacidad de encauzar el malestar generalizado, sumado a la “distancia” y el anonimato que ofrecen internet y las redes sociales, alientan a que la indignación, el desahogo y el resentimiento comiencen a figurar como las respuestas inconscientes, colectivas y automáticas a las crisis económicas, financieras, sociales y políticas que atravesamos. 

Hace lo propio también William Davies en Estados nerviosos. Cómo las emociones se han adueñado de la sociedad (2019), con una propuesta diferente pero igual de interesante. En la gran primera parte del libro, el recorrido por algunos de los nombres más destacados de la filosofía moderna intenta apuntalar una tesis fundamental: el conocimiento crítico, su exaltación, y la protección y oxigenamiento de su “efecto” en el mundo intentaban organizarse como represa táctica y primordial contra el desarrollo de la guerra entre naciones. Cada vez que Descartes se refería a las sensaciones físicas y sensibles como interrupciones en el proceso de pensamiento, cada vez que Bacon se refería a los “ídolos” (de la Tribu, de la Caverna, del Foro, del Teatro) como obstáculos en el camino claro de la reflexión; cada vez que Hobbes hacía del Leviatán, el Estado, el responsable de la unificación ideológica de la población bajo principios no moldeados por doctrinas filosóficas, religiosas o científicas pobremente fundamentadas, la filosofía moderna exaltaba la razón, sus procesos, su método, siempre basado en la observación y la evidencia empírica. Alejado de cualquier tendencia subjetiva —mediada por esquemas volitivos, de expectativas y prejuicios— (la Tribu), alejado también de la ambigüedad a la que nos tiene acostumbrados el sistema de la lengua (el Foro), y fundamentado en métodos científicos y racionales, la construcción de un modelo general de pensamiento crítico debía ser, para gran parte de la filosofía moderna, la condición inalienable de la construcción de las comunidades. Bajo la premisa de que un mundo en desacuerdo epistemológico no podía asegurar su reproducción, su perdurabilidad en el tiempo, su progreso, para parte de esta tradición, la “verdad” aparecía como condición gnoseológica de la “paz”. 

La segunda parte del libro es diferente. De Carl von Clausewitz a Friedrich Von Hayek y a Peter Thiel, Davies reconstruye una tradición alterna a la de la filosofía moderna institucionalizada que, a través de la exaltación del coraje, la astucia, la dispersión, el arrojo, la muerte por un ideal, logró sintetizar la razón y las pasiones, que hasta entonces parecían separadas, para poner este maridaje al servicio de las naciones, las empresas y sus “guerras”. En este marco, y al igual que a Eliseo Verón en Construir el acontecimiento (1981), lo que le interesa a Davies es  indagar sobre el modo a través del cual nuestros conglomerados de medios, nuestros Estados e incluso nuestras instituciones educativas “fabrican” los hechos del mundo contemporáneo, lo vuelven inteligible en cuanto que “cosa” a la comprensión de la sociedad; de qué manera lo nombran y a través de qué mecanismos y estrategias retóricas; de qué forma lo presentan como un producto de consumo y cómo se estructura.

Hoy, sostiene Davies, sin la razón como experiencia y como práctica entronizada, encontramos que las pasiones son la fuerza fundamental que le da forma a nuestra política global. Las razones de este swift, de este cambio, no sólo responden a una crisis generalizada de legitimidad institucional, sino también al trabajo activo que realiza parte del sector privado pero también público —como es el caso de los gobiernos de extrema derecha que hoy pueblan el mundo—, que ha reconocido en las pasiones, paradójicamente, la condición de su perdurabilidad.       

Al igual que De Dubet, Davies sostiene que en coyunturas atravesadas por las crisis, las nuevas derechas tienden, por lo general y entre otras cosas, a “individualizar” las desigualdades, a culpabilizar a un enemigo común fantasmático, a deslegitimar cualquier forma de disidencia, a instrumentalizar el miedo y la inseguridad, a exaltar la percepción de la amenaza, a difundir rumores y teorías conspirativas. La personalización del conflicto, la denuncia constante, el odio y la violencia se vuelven entonces herramientas políticas fundamentales. Así, la erosión del contrato social se presenta para estos proyectos de forma doble: como el objetivo táctico-político buscado y como condición de posibilidad de su acceso a cargos ejecutivos de relevancia. Sin embargo, muchas veces —y a diferencia de otras expresiones revolucionarias que hicieron uso en el pasado de estas mismas lógicas operativas—, el odio instrumentalizado sin un programa o proyecto político claro puede conducir, al menos de nuestra parte, a la regresión política y la parálisis, y con ello, al recrudecimiento del cinismo, a la desesperanza y a la desconfianza hacia las instituciones democráticas. 

En latitudes nacionales, Emanuel Biset ha ido un tanto más lejos. En el artículo “La nueva guerra de religiones” sostiene:

Mi hipótesis es que el antagonismo contemporáneo adquiere la forma de una guerra de religiones. Una guerra de religiones se produce cuando grupos tienen creencias inconmensurables entre sí y están dispuestos a luchar a muerte por imponer su versión del mundo. Hay guerra de religiones cuando no hay un tercero o instancia que pueda resolver el conflicto entre las partes. Sin un tercero que resuelva, estamos en una guerra de todos contra todos. La posibilidad de resolver esta guerra encontró hace algunos siglos dos modos de resolución: el contrato político y la certeza científica. El lenguaje de la verdad y el lenguaje de la política. Estos dos lenguajes responden a la misma pregunta por la legitimidad. En un caso, la pregunta sobre por qué es legítimo obedecer se responde porque hacemos un contrato para delegar la autoridad; en el otro caso, la pregunta sobre qué versión del mundo es objetiva se resuelve mediante una metodología que garantiza un acceso racional a la realidad. El conocimiento racional construyó un saber experto que pudo decir legítimamente cómo era el mundo. El saber político construyó un orden legal que administraba un modo de resolver los conflictos. En los dos casos, la certeza del mundo estuvo garantizada por un árbitro que puede resolver el conflicto: los expertos, los hechos, el mundo; el contrato, la ley, el soberano.

En el ya citado Estados nerviosos, William Davies sostiene que la caída de este mundo se produjo porque había dos diferencias que organizaban nuestra realidad: la diferencia entre mente y cuerpo y la diferencia entre guerra y paz. La finalización de la guerra de todos contra todos —la paz— fue posible porque la razón permitió generar un contrato político para construir una autoridad legítima y garantizar una versión del mundo compartida. Las creencias se derivaron al ámbito privado, cada uno con su vida podría hacer cualquier cosa, pero un orden público formal garantizaba la posibilidad de una paz duradera. Este mundo ya no existe porque precisamente se destituyeron la certeza de un mundo común y la creencia en una razón que pueda ordenarlo. Sin otorgarle creencia a los expertos, sin confiar en los hechos, sin contrato social, el único lenguaje posible es el de la guerra. Porque ya no hay modo de resolver la disputa mediante una instancia externa. De allí que, sin hechos, sólo hay tendencias donde se trata de saber hacia dónde van las cosas. De allí que, sin saber, sólo hay emociones con eficacia política. De allí que, sin la certeza del mundo, estamos en un estado de alerta permanente. El mundo contemporáneo lo definen quienes pueden sincronizar atención y emociones: una guerra en los cuerpos. 

La parte tercera encargada de oficiar como fiel regulante del debate público hoy se encuentra desdibujada. El carácter etéreo del debate público nos pone entonces frente a dos tareas: primero, la de trazar un “esquema” del discurso político contemporáneo, que veremos más adelante, para entender cómo y por qué decimos lo que decimos, cómo y por qué se nos habla de cierta forma y qué esperan de nosotros los discursos circulantes; segundo, y que lo veremos en la Parte V, la de preguntarnos verdaderamente si es necesario volver a exaltar a la Razón, al menos tal como era entendida por la filosofía moderna, como eje regulador de las prácticas del hacer y del decir, o si es necesario avanzar en el trabajo sobre pasiones otras, no negativas ni disfóricas, sino que propicien el territorio para nuevos encuentros políticos atractivos y perdurables. 

El tiempo, el espacio

En su último libro traducido al español, Porsiemprismo (2024), Grafton Tanner explica que gran parte de la cultura política y la industria cultural contemporáneas intentan extinguir la nostalgia (percibida históricamente por autores conservadores como una afección negativa que produce sujetos tristes, sin interés en el desarrollo de su comunidad y anclados en un pasado ya perdido e irrecuperable), para luego sacarle rédito económico. 

El “porsiemprismo”, fomentado por muchas empresas, implica eliminar o condicionar cualquier forma de emoción basada en la contemplación o el enamoramiento genuino y activo del pasado que opere en algún punto en contra de los mandatos de trabajo y producción del capital. En este marco, que “nunca nada termine” (cuando cada saga es rebooteada, cuando cada estética es renovada y puesta en el mercado; en suma, cuando todo “lo viejo” no es “preservado”, sino reactivado, revivido, reactualizado bajo las lógicas sociales contemporáneas) implica anular los sentimientos asociados directamente a los “finales”: 

tanto los sentimientos positivos como la satisfacción y el alivio que se experimentan tras terminar algo, pero a veces también la pena y por supuesto la nostalgia, que sentimos especialmente cuando algo que no queríamos que terminara termina. 

En el mundo capitalista en donde los finales son vividos como “shocks”, toda forma de continuidad es celebrada. Así, lo que la industria cultural hoy crea es contenido consumible, pero virtualmente inagotable: desde Pokémon a Star Wars, desde el Universo Cinematográfico de Marvel (MCU, por sus siglas en inglés) a Ghostbusters y a la nueva serie de Harry Potter que se encuentra preparando HBO. 

El objetivo general de esta estrategia de producción cultural es impedir la nostalgia. Tanto el “porsiemprismo” como el “ahorismo” (entendido como el efecto concreto que el “porsiemprismo” tiene sobre nuestras subjetividades) no sólo impiden que las cosas desaparezcan en cuanto tales —es decir, terminen—, sino que, además, nos disuaden de sentir nostalgia por algo viejo al reemplazarlo por “algo viejo, pero modificado”, es decir, “algo nuevo”.

La fundición, la sutura o juntura entre el pasado y el presente, como una continuidad incorruptible, nos coloca frente a la idea de un futuro ya diseñado, ya determinado, sobre el cual poco podemos hacer. La idea, la sensación de “continuidad perpetua” nos lava, al menos inconscientemente, de cualquier forma de deseo futuro que suponga, justamente, un quiebre, un acontecimiento, un cambio radical. Esta percepción de “continuidad infinita” nos ubica de cara a una posición un tanto triste: nada puede verdaderamente mutar, pensamos, nada puede verdaderamente cambiar puesto que ya todo se encuentra predestinado; el pasado, el presente y el futuro se funden en una línea recta, espontánea, “natural”, que no podemos más que padecer pasivamente. Así, el “olvido” de las razones por las cuales nuestras condiciones materiales de existencia son estas y no otras (plusvalía, explotación, colonialismo, imperialismo, etcétera) nos devuelve una “existencia tautológica” atrapada en el presente, como sostiene F. J. Bonnet en After Death (2020), que no puede “expandirse”, ni filosófica ni políticamente, sobre un futuro que consideremos, al menos de forma imaginaria, verdaderamente digno. 

Todo parece acontecer hoy, como insiste Slavoj Žižek en El sublime objeto de la ideología (1989), como una forma de inversión de aquella máxima popular de Lucas 23:34, que reza “Perdónalos, padre, no saben lo que hacen”. Puede que hoy sí sepamos, al menos lateralizadamente, qué es lo que hacemos: sabemos cómo funciona la ideología, entendemos el rol que tienen los medios en nuestra propia opinión, el modo en el que el mundo que habitamos se funda en formas muy sofisticadas de la explotación, el problema del 1 % contra el 99 %, etcétera. Lo innegable, en todo caso, es que estamos vaciados de herramientas, de voluntad y de deseo como para exigir que el “tiempo”, como categoría, deje de presentarse a nuestros ojos como una continuidad inalienable, con el fin de convertirse en un flujo mutante y maleable sobre el que sí caben rupturas, quiebres y modificaciones. 

La nostalgia se ha vuelto en el último tiempo una gran herramienta política. Respecto de Donald Trump, Tanner dice: 

Durante su mandato acusó de debilitar el poder de estadounidenses blancos a los inmigrantes, a las personas LGTBIQ+, a las personas de color y a todo el Partido Demócrata. Según Trump, los hombres blancos en particular lo habían perdido todo: sus trabajos, sus tradiciones, sus legados y —tal vez lo peor— su historia. Y él prometía devolver aquello que supuestamente les habían quitado.

Make America Great Again es el eslogan que representa, por sobre todas las cosas, el síntoma de una pérdida. Trump “necesita” para la victoria de su plataforma política que el hombre blanco sienta “nostalgia” por un pasado construido “desde” el presente; pasado que —por acción de la magia y la imaginación, sea verdadero o no, esté basado en datos empíricos concretos o no— habría sido más fructífero y pacífico que el presente en el que estamos insertos. 

Sin muchas diferencias, la instrumentalización de la nostalgia (de vuelta, de la idea abstracta del pasado) fue una de las grandes herramientas discursivas de la plataforma electoral de Javier Milei. La idea libertaria de que la Argentina fue, a principios de siglo XX, una de las grandes potencias mundiales organizó una maquinaria política y discursiva utópica (y por tanto, atractiva y contagiosa) particular. Para la victoria electoral de Javier Milei, era necesario que el “hombre de a pie”, el “argentino de bien” reconociera que algo había perdido en el camino del siglo XX y en las primeras dos décadas del siglo XXI, y que el responsable de esa pérdida era la “casta” política. Los datos, sin embargo, (desde El estado de las clases obreras argentinas de Bialet Massé, publicado en el año 1904, a los trabajos contemporáneos de Roy Hora) y como ya es sabido, no respaldan en absoluto esta premisa. 

El tema, a pesar de todo, y por lo menos para el problema que nos interesa, sigue siendo otro. A la instrumentalización del pasado y del presente para asegurar la reproducción de las relaciones de producción del sistema capitalista, siempre con estrategias más que sofisticadas respecto de las cuales pareceríamos no tener respuesta, se le suma una visión a menudo negativizada del futuro, no necesariamente distópica pero sí triste o entristecida, y que parece dominar el pensamiento espontáneo que tenemos de los tiempos venideros. Tanner lo expone claro en un dicho popular que parece haberse vuelto carne en nuestro sensorium ideológico: “el problema no es que todo va a empeorar, el problema es cuándo”. No se trata sólo de la máxima según la cual “es más fácil pensar el fin del mundo que el fin del capitalismo”, ni de lo ya dicho respecto del cine de ciencia ficción; tampoco de nuestra incapacidad en los últimos lustros de promover proyectos políticos atractivos al público general que proyecten un futuro amable y digno de ser vivido. Es algo más serio: pareceríamos incapacitados para pensar, ejercer y fabricar un futuro que se adivine, al menos por una hendija, como “idílico”.

Este plano emotivo en el que hemos sido educados, y cuyo efecto no es otro que el de la parálisis política, no es compartido por toda la población. Como vimos, existen hoy grandes empresas e intelectuales que, a diferencia de nosotros, sí se encuentran “sentando las bases” teóricas y materiales para un nuevo futuro. En muchos de estos casos, por el contrario, la aceleración radicalizada del capital y la “deshumanización” necesaria que este promueve —fruto del desarrollo espiralado y demenciado de la técnica y del deseo de optimización del flujo de recursos, energía e información— es celebrada. Nick Land, por ejemplo, es uno de ellos. Para él, el capitalismo es una fuerza inhumana, verdaderamente autónoma, y que opera como un virus. Esta fuerza, ya separada, escindida de los hombres y mujeres que le dieron nacimiento, fagocita en su interior y luego diluye cualquier diferencia o anomalía con la capacidad de poner en jaque su desarrollo y supervivencia. El capitalismo, a sus ojos, y en cuanto que potencia autónoma, es irreversible: es ya “demasiado tarde” para que tengamos la capacidad de controlarlo o moderarlo. “Resistirse” al capitalismo es, bajo su perspectiva, no sólo fútil, sino opuesto al natural desarrollo de las fuerzas productivas, contrario al propio proceso histórico.  

Así, el capitalismo, sostiene Land, tendrá consecuencias irreversibles para la humanidad: en cuanto que vector de lo posthumano, es decir, en cuanto que fuerza que opera obligatoria e independientemente de nuestras voluntades, el capitalismo va a llevarnos a “ser” otra cosa, a “convertirnos” en otra cosa, cada vez más alejada de lo que la filosofía moderna o lo que pedestremente entendemos por “humano”. En el futuro, las IA y otras formas de tecnología van a cruzar el umbral de la llamada “singularidad”, haciendo que superen en mucho todas las capacidades computacionales humanas hasta ahora conocidas. Estas nuevas formas de existencia nos empujarán a un nuevo horizonte: ya no plagado de “gadgets” o herramientas útiles para nuestro trabajo, divertimento o consumo, sino un horizonte verdaderamente drástico que nos hará mutar como especie. La fragmentación de la subjetividad y de la individualidad que propicia el capitalismo, según Land, abre el espacio para la desaparición del “yo humano” y para la emergencia de nuevas entidades maquínicas colectivas, no atadas a las limitaciones y restricciones biológicas humanas, y cercanas a la idea del hive-mind (hive: colmena; mind: mente; por lo tanto, “mente-colmena”, espacio en donde el trabajo en conjunto ofrece siempre mayores resultados que la suma total del trabajo individual, concepto caro a la ciencia ficción y que puede apreciarse, por ejemplo, en la película Al filo del mañana, de 2014, o en el capítulo “Asimilación autoerótica” de la serie animada Rick and Morty). Para Land, cualquier intento de resistir o regular el capitalismo no sólo es inútil, sino contrario al espíritu del propio proceso histórico. Así, según su lectura, nuestro futuro es diluirnos en cuanto especie a la forma pura del capital. 

Peter Thiel, fundador de PayPal, es otro de los grandes celebradores del capitalismo como vector hacia lo posthumano. En Zero to One: Notes on Startups, or How to Build the Future (2014), y en su capítulo del libro Tools of Titans: The Tactics, Routines, and Habits of Billionaires, Icons, and World-Class Performers (2016), publicado por Tim Ferris, Thiel aborda un conjunto de problemas estrictamente empresariales y creativos. Para él, el progreso se presenta de dos formas diversas: en su variante horizontal o en su variante vertical. La variante horizontal es aquella que replica, expande y multiplica globalmente aquello que ya ha mostrado su valía y éxito en ámbitos locales. Es un movimiento del “1 al 0”, interpretado por Thiel como “expansivo”, y China es el epítome de esta forma de avance. En el otro lado del espectro, se encuentra la variante vertical, de la que Silicon Valley sería la heredera directa. Se trataría de un proceso de “0 a 1”, “intensivo”, en donde se promueve el desarrollo de tecnologías innovadoras que terminan por trastocar radicalmente las reglas del juego. Adentrarse en lo desconocido a través del proceso intensivo del descubrimiento y producción de tecnologías radicalmente diferentes implica, naturalmente y para Thiel, la desaparición del Estado. 

El capitalismo aquí, al igual que en Land, es un sistema autónomo de innovación disruptiva constantemente encorsetado por los Estados nacionales y sus políticas. Un “libertarianismo tecnológico” verdadero debe desembarazarse de las ataduras estatales y de las presiones culturales enraizadas en nuestro inconsciente ideológico para empujar al humano a su horizonte superador. El desacople entre capitalismo y Estado tiene que ser tal que, por ejemplo, las seasteading (ciudades flotantes independientes que navegan en aguas internacionales con bajas regulaciones) son para Thiel, y por el momento, el modelo urbanístico ideal del siglo XXI.

El futuro transhumano en el que piensa Peter Thiel no deja de estar basado, sin embargo, en el “principio de escasez”. Así, bajo esta óptica, deberá existir un momento de transición en donde humanos “mejorados”, capaces de acceder monetariamente a ciertas innovaciones o actualizaciones biotecnológicas, deberán convivir con meros Homo sapiens, todavía obligados a vender su fuerza de trabajo al mercado laboral estándar del capitalismo tradicional. Las “mejoras” que Peter Thiel pretende edificar, los proyectos en los que invierte y las startups que fomenta, al menos en su contenido, parecen extraídas de films de ciencia ficción. Estas “mejoras”, estas “actualizaciones biológicas”, no son evaluadas como posibilidades diferidas de un futuro lejano, sino como realidades concretas de los años venideros: el uso de la inteligencia artificial y la biotecnología para la reeducación y conversión del cuerpo humano (como por ejemplo a través de los incentivos a los Enhanced Games, competiciones similares a los Juegos Olímpicos en donde se les permite a los deportistas someterse a experimentos biotecnológicos para mejorar su rendimiento deportivo), el trabajo en la redefinición del concepto histórico de la muerte y la finitud a través de la extensión de la vida, el sueño “criogenético” y la idea de la inmortalidad tecnológica (vía empresas como Unity Biotechnology).

Todo sucede hoy como si se nos hubiera robado el tiempo. Tanto en un sentido concreto (con lo que diremos más adelante respecto de la “soberanía cognitiva”, con la necesidad de “recuperar” nuestra atención sobre el mundo y la atención sobre nuestros deseos genuinos) como también en un sentido filosófico. 

Todo sucede como si hoy el “tiempo” fuera una categoría extraña, a menudo inasible, incomprensible y monstruosa; una categoría que, a pesar de su profundidad, su operatividad y de su utilidad, estuviera ya “ocupada” en el sentido más estrictamente militar del término, es decir, “invadida” por formas discursivas, por proyectos políticos y por expresiones estéticas de algún modo siempre adversas a lo que esperamos que el mundo, finalmente, sea. 

Elon Musk, Peter Thiel, Curtis Yarvin, Nick Land, Steve Bannon, y otros: aquellos que, por “adelantarse” (ya con sus empresas, ya con el pensamiento), capitalizaron un concepto, una idea. 

Al mismo tiempo, todo sucede como si no tuviésemos la capacidad de pensar en otra cosa que no sea en el “tiempo”; como si hubiésemos entrado tarde a un debate que se encontraba, silenciosamente, ya “dominado” por las voces más astutas del capital. Este problema plantea un nuevo panorama. ¿Acaso es el tiempo la categoría definitiva que debería llevarse toda nuestra energía reflexiva y política? ¿Qué sucede acaso con el “espacio”? 

El discurso del capital parece habernos hecho olvidar que “también” vivimos “en” un mundo: que transitamos sus campos y sus calles con nuestros propios pies o nuestros propios vehículos; que es imposible llegar a nuestro puesto de trabajo sin una “traslación” geográfica concreta; que el encuentro al balcón por parte de Romeo, presto a comunicarse con Julieta, tiene como condición obligatoria una “reubicación” espacial. Tal vez una de las victorias ideológicas más radicales del capitalismo, al menos a nivel discursivo, es haber hecho del conjunto tiempo-espacio no un continuum, sino más bien un binomio: dos órdenes completamente diferentes, que no llegan nunca a tocarse y que no entran en contacto sino en momentos específicos de nuestras vidas cotidianas y nuestras experiencias como humanos. Desde el capítulo XXIV de El capital (1867) de Karl Marx, en donde se habla de la acumulación originaria del capital, descubrimos que no hay capitalismo posible sin enclaves concretos y geográficos, es decir, sin el elemento, la categoría específica y concreta del “espacio”. No hay capitalismo sin la extracción concreta, directa, del “espacio” latinoamericano, africano y asiático. El oro, como material de cambio indispensable para el desarrollo de cualquier economía de mercado o intercambio, no es sólo una abstracción teorética que se proyecta sobre el tiempo (puesto que su valor es relativamente estable y tiende a no cambiar, puesto que todos aceptan fiduciariamente su valor, etcétera), sino también un “objeto” de nuestro propio mundo, nuestro propio espacio, que existe en pepitas en los ríos y en las montañas y minas, úteros de la Tierra. 

La propuesta categorial de Tanner, el “porsiemprismo”, no puede ser nunca una experiencia verdaderamente “trascendental” (es decir, “desacoplada” del mundo en el que vivimos). Nunca puede ser “inmaterial”, por más que el discurso del capital pretenda vender esta ilusión, puesto que siempre se encuentra enquistada, anclada en procesos vinculados a la tierra, el espacio, los combustibles fósiles, la energía y el trabajo forzado. Las repercusiones del “ahorismo” y del “porsiemprismo” en los recursos naturales, entendidas como filosofías productivas, no son sino otra de las formas de la infinita caja de herramientas del extractivismo capitalista. Tanner parece olvidar esto, y por eso no puede “ver” que también existe el espacio.

Hay ciertos ejemplos que son profundamente esclarecedores. Respecto, por ejemplo, al uso de las IA, un estudio muy interesante es “Making AI Less ‘Thirsty’: Uncovering and Addressing the Secret Water Footprint of AI Models” publicado en octubre del 2023 por Pengfei Li, Jianyi Yang, Mohammad A. Islam y Shaolei Ren. En este artículo, los autores muestran que los modelos de inteligencia artificial se entrenan en centros de datos que consumen una cantidad significativa de energía. El agua, por caso, es utilizada en estos centros para refrigerar servidores y evitar sobrecalentamiento, pero también para mantener en actividad plantas termoeléctricas. Así, el consumo de agua de los modelos de inteligencia artificial, sobre todos aquellos más grandes y masivos (como GPT-3 y GPT-4), tiene un impacto significativo en la escasez mundial de agua dulce. Según los autores, sólo los centros de Google utilizaron, en 2021, 25.000 millones de litros de agua, número que ascendió en un 20 % para el año 2022; Microsoft, por su parte, y en el mismo período, observó un incremento de uso de agua del 34 %. Para ponerlo en términos menos abstractos: una sola y única respuesta de GPT-3 (“¿Cuál es el nombre del capítulo de Seinfeld que transcurre en el hall de un restaurante chino?”) puede consumir el equivalente a una botella de 500 ml de agua, dependiendo del país en donde se ejecute. Las estimaciones a futuro no son para nada alentadoras. Para el 2027, la demanda global de IA podría llegar a consumir entre 4200 y 6600 millones de metros cúbicos de agua, lo que equivale al consumo anual total de agua de 4 a 6 países como Dinamarca; simultáneamente, los autores esperan que para el 2030 sea probable que casi la mitad de la población mundial experimente alguna forma de estrés hídrico severo.  

¿Qué supone abandonar el espacio como, valga la redundancia, espacio de problemas? ¿Qué supone abandonar el espacio como conflicto teórico si de lo que se trata hoy, como veremos en la Parte V, es de “ocupar” nuevas trincheras, “terraformar” nuevas dinámicas comunicativas, “crear” nuevos espacios que apunten a la desarchipielaguización de las interacciones sociales? Supone, en principio, y si somos desprevenidos, aceptar resignadamente los términos del debate que nos son planteados de forma exógena; aceptar que lo único que “interesa”, al menos a nivel político, es el pasado, el presente y el futuro, tres categorías caras a la filosofía política contemporánea, y de las que deberíamos hacernos cargo.

Para un esquema del discurso político contemporáneo

El discurso político existe. Dentro de cada familia, en las charlas de ascensor y supermercado, en las aulas, en las redes sociales y los diferentes medios de comunicación, en nuestros representantes políticos, en las salas de espera del hospital. La enorme cantidad de formas del discurso político hace casi imposible cualquier simplificación. Sucede como en las ciencias naturales: decir que un bosque es un conjunto de árboles es una afirmación verdadera, pero imprecisa o vaga. Cualquier tipo de diagrama nunca va a dejar de ser apresurado, insuficiente y, en cierto punto, poco legítimo. Sin embargo, para poder entender el terreno en el que nos encontramos hoy, es necesario organizar mediante generalizaciones provisorias el mapa del discurso político contemporáneo.

Caben, entonces, algunas aclaraciones. La primera: la cantidad de formas del discurso político es tan abrumadora y su constancia tan omnipresente que más que hablar de “discurso político”, en singular, deberíamos hablar de “discursos políticos”, en plural. A pesar de esta magnitud, afirmar que existen tantos discursos políticos como enunciadores (digamos, un discurso político por cada habitante) es un tanto descabellado. Por más especiales que a veces sintamos que somos, incluso nuestros más profundos deseos se encuentran “organizados” por pulsiones sociales estandarizadas y reguladas que nos determinan en una amplia medida independientemente de nuestras voluntades. La segunda: todo discurso es un conjunto de enunciados organizados en algún soporte, ya sea oral, escrito, gráfico o visual. Los discursos hacen uso de esas formas conocidas para decir cosas acerca del mundo y proponer nuevas aristas de interpretación de nuestra realidad cotidiana. En esos lenguajes conocidos (en esos soportes orales, escritos, gráficos y visuales), se encuentra el material empírico donde deberíamos buscar respuestas a nuestras preguntas.

En este marco, las preguntas que deberíamos hacernos son las siguientes: ¿qué es lo que se está proponiendo en los discursos políticos populares contemporáneos? ¿Cómo es que lo proponen? ¿Existen acaso diferencias con el discurso político de hace unos años o hay algunos elementos novedosos que valga la pena destacar? Y para ser más específicos, ¿qué tipo de relación tiene el discurso político contemporáneo con el futuro de nuestro país? ¿Cómo lo imagina? ¿Cómo tiene pensado crearlo?

Hoy, en el discurso político circulante en redes, hay tres estructuras, núcleos u operadores que aparecen como dominantes. Estas tres estructuras son, para ponerles un nombre vulgar pero efectivo: la “estructura solemne”, la “estructura cínica” y la “estructura de avanzada”. Ninguna de estas estructuras se presenta nunca de forma “pura”. No existe un discurso que sea puramente solemne o cínico o puramente acelerado. Por el contrario, todo discurso es siempre una mezcla de principios retóricos y de múltiples operadores o pivotes de sentido. Sin embargo, en cada discurso que encontremos, sí es posible discernir cuál de las tres estructuras planteadas es la “dominante”, la que se encuentra más a la vista o la más expuesta en la superficie.

Este nuevo diagrama, para nada perentorio ni definitivo, pretende estar a tono con un cambio de período histórico nacional, del que algunos de sus indicadores son: el agotamiento del modelo kirchnerista, el fracaso del modelo macrista, el posterior fracaso de la gestión de Alberto Fernández, el ascenso meteórico de Javier Milei a tono con el ascenso de las nuevas derechas apalancadas en gobiernos electos democráticamente (como Trump, Bolsonaro, Zelenski, Meloni, AfD, entre otros), y el discurso antiintelectual, antiestatista y anticolectivista en boga.

La "estructura solemne"

La “estructura solemne” pertenece, en su mayoría, a lo que las nuevas derechas llaman la cultura woke (“despierta”). En ella participarían los SJW, o Social Justice Warriors (los “guerreros de la justicia social”), los débiles snowflakes (“copos de nieve”) y la mal llamada “generación de cristal”. Si bien amparada en investigaciones concretas de las ciencias sociales y en acuerdos históricos de la cultura de izquierdas, la cultura woke se trataría según las derechas de un conjunto de sobrerreacciones negativas a cualquier expresión política o cultural que atente, por lateralizada que sea la forma, al nuevo conjunto de identidades que han cobrado mayor visibilidad en las últimas décadas (el colectivo LGTBQ+, el ecologismo, el veganismo y sus derivados, el activismo gordo, las identidades afrolatinas, etcétera).

La diferencia entre esta forma de hacer política y las formas de las viejas organizaciones de izquierda y los movimientos populares la vimos explicada más arriba por la intervención de Nancy Fraser en “¿De la redistribución al reconocimiento? Dilemas de la justicia en la era ‘postsocialista’”, a tono con nuestra lectura sobre las anteojeras “politicistas” que hoy gobiernan nuestras filas militantes y con lo ya dicho sobre las “cuestiones de labor filosófica” y las “cuestiones de urgencia crítica”. 

Este viraje no fue ni es del todo bien recibido ni por parte de las derechas internacionales ni por parte de ciertos sectores de la izquierda y los movimientos populares. ¿En qué radica el descontento? La estructura solemne —que arrastra consigo, por ejemplo, la presunta necesidad de que la protagonista de La Sirenita pertenezca a la comunidad afro, la incorporación de modelos plus size al mundo de la moda, la incorporación de los sanitarios no binarios, entre otras cosas— es leída, por un lado y siempre por las derechas, como una forma ideológica policial y persecutoria basada en la corrección política y la llamada “cultura de la cancelación”. Por otro lado; por ciertos movimientos populares y de izquierda, es leída como una nueva forma ideológica que exalta la “identidad” y el “reconocimiento” en detrimento de las reflexiones acerca de la explotación de clase.

En un caso o en otro, y como ya dijimos, los discursos solemnes se instituyeron como estructuras aleccionadoras de cualquier expresión que corriera por fuera de algunos de los principios inalienables de la cultura mal llamada “progresista”. En el campo popular, este control a veces asfixiante produjo una reacción espontánea que tendió en los últimos años más a la depuración ideológica y a la expulsión que al engrosamiento de todas las filas militantes.

Ahora bien, ¿qué vínculos mantiene esta estructura con el futuro? En principio, podría decirse que mantiene una relación escueta. Si bien útil en su momento, esta estructura parece haber perdido, al menos en su faceta operativa, cierta eficacia: ya no parece tener la capacidad de prefigurar un futuro posible o deseable, ni parece tener interés en proponer modelos de Estado y de gobierno suficientemente atractivos para la mayoría de la población. En un mundo donde la depresión en la población joven asusta, donde el sueño de la casa propia se encuentra cada vez más postergado, donde la estabilidad económica parece una imposibilidad, la estructura solemne no parece prometer ni asegurar un cambio estructural significativo en las sociedades en las que vivimos. Por el contrario, parece estar anclada de algún modo en el pasado, en su propio recinto seguro, en su casa universitaria, en sus medios gráficos, en sus “cuestiones de hecho”, como diría Latour, en sus “cuestiones de labor filosófica”, como diríamos nosotros.

Frente al avance de las derechas internacionales, que acceden al poder bajo la promesa de destruir lo poco que queda de los Estados de bienestar, la “estructura solemne” parece encontrarse a gusto en la protección y conservación de algunas victorias históricas, sin dudas necesarias y válidas, pero hoy por hoy insuficientes. En ese contexto, las izquierdas y los movimientos populares parecen estar más ocupadas defendiendo posiciones conquistadas que proponiendo formas novedosas de organización política, de eficientización estatal, de fortalecimiento de los vínculos democráticos y nuevos programas de crecimiento y distribución económica.

Como dijimos, esta estructura discursiva no pertenece “por derecho” a ningún espacio político, puesto que también se encuentra en las derechas alternativas y el neofascismo. Sin ir más lejos, el propio discurso hitleriano se anclaba en un “pasado perdido” que debía ser restituido: un anterior idílico en el que la raza aria no había entrado en mixtura con otras culturas y etnias consideradas inferiores. En la actualidad, las nuevas derechas y el neofascismo han revitalizado este discurso a partir, por ejemplo, de lo que se llama “el Gran reemplazo” (la idea según la cual la población europea está siendo diezmada por la migración árabe) y el ecofascismo (que considera necesarias la regulación de la producción humana, la reducción de la población mundial y los planes de ingeniería social).

La "estructura cínica"

La “estructura cínica”, por su parte, pertenece en su gran mayoría al tipo de discursos que produjeron los grupos de las nuevas derechas nacidas a mediados de la década del 2000. Sus principales áreas de influencia fueron, en un comienzo, las redes sociales y los foros públicos. Las nuevas derechas tuvieron la capacidad de reproducirse y afianzarse a la sombra de la opinión pública en plataformas como 4chan, 8chan y Reddit, para luego saltar a la masividad, en estos últimos años, en Instagram y Twitter. La relativa oscuridad en la que transcurrieron sus primeros años fue una condición excepcional para su conformación, diseño y desarrollo: el anonimato, la incorrección política contra la cultura woke y la libre circulación de opiniones y manifiestos racistas, xenófobos y misóginos crearon un nuevo sentido de comunidad.

Un slang sajón nacido en estas plataformas suele decir que algo se hace “para las risas” (“for the lolz”). La expresión apunta a alguien o a un grupo de gente que hace o dice algo sin sentido (alocado, inapropiado, fuera de lugar) sin ningún propósito real más que la diversión. En el mismo sentido, suele ser usado por gente que, en una especie de embriaguez dionisíaca, lleva a cabo acciones altamente peligrosas con el objetivo de exprimir la felicidad de la vida hasta sus últimas consecuencias. Ahí el cinismo. El mayor antecedente de esta estructura discursiva, al menos por sus efectos, fue el caso Trump-QAnon, del que hablaremos en profundidad más adelante. Se trató, en suma, de un proceso espiralado de afianzamiento de principios neofascistas y de producción de fake news y teorías conspirativas. En estas plataformas se sostuvo, por ejemplo, que Hillary Clinton, junto a gran parte del partido demócrata, pertenecía a una secta que secuestraba y abusaba niños en los sótanos de una famosa cadena de pizzería (Pizza Gate); también que el Estado norteamericano respondía a una estructura perversa llamada “Estado profundo” (Deep State) que sólo Donald Trump, en una representación mesiánica, podía desarticular.

La relación de esta estructura discursiva respecto a la verdad es deficiente. En esta estructura, siempre importa menos la veracidad de la enunciación que su efecto. A diferencia de la “estructura solemne”, que intenta buscar las coordenadas de su acción política en la historia de las izquierdas y los movimientos populares, como así también en los aportes del marxismo, el feminismo, el ecologismo y los estudios decoloniales, la “estructura cínica” no tiene un interés marcado ni en las tradiciones políticas ni en la historia del saber occidentales. Opera, por el contrario, en un presente continuo: un presente considerado caótico, irreparable, triste, que sólo nos empuja a encontrar por nuestra propia cuenta la forma de divertirnos o de hacer el viaje menos doloroso. De ahí la relación de la estructura cínica con el futuro, siempre pobre y tangencial. Acá, el futuro aparece la mayoría de las veces como catástrofe y pesadilla; también, cada tanto, como imposibilidad y como incógnita.

Esta estructura, como todas, y por más lavada que pueda presentarse, es siempre permeable a posiciones ideológicas. Si bien en su faceta más generalizada se acerca más a formas desfachatadas de atravesar la vida, en su faceta ideológica, al menos en muchas plataformas, suele ser abiertamente fascista.

Esta estructura no sólo pertenece a los espacios de derecha. Es también moneda corriente en streamers y divulgadores de “este lado de la vereda”, cada vez que se interpreta el pasado reciente, el presente y el futuro cercano como una consecución infinita de derrotas políticas, como si la vida fuera poco más que la contemplación de oleadas cíclicas del desastre. Esta sensación de abatimiento y de desgano, que es la condición del pensamiento cínico y que Mark Fisher intentó explicar a lo largo de toda su vida, parece responder a un espíritu epocal: el de los más jóvenes, que han ingresado a la adultez en un mundo que no parece haber encontrado respuestas para sus propios padres; el de los adultos recientes, que ofrecen su fuerza de trabajo sin promesas claras de estabilidad económica o sin la posibilidad de acceder a vivienda propia; el de los adultos ya asentados, que viven cada crisis como un lamento cíclico del cual es imposible escapar.

La "estructura de avanzada"

La “estructura de avanzada” es, sin dudas, diferente. Su pertenencia a una línea política particular no es clara. 

En el caso nacional, tenemos dos representantes de este tipo de discursos: el actual presidente Javier Milei y el díscolo militante peronista Guillermo Moreno (al que se podrían sumar también en menor medida Juan Grabois y el menos conocido y mucho más estrafalario Martín Ayerbe).

Ambos comparten ciertas formas de la elocución. Sus expresiones suelen ser taxativas y determinantes, y no ofrecen espacio a la duda. Suelen ser vehementes y a veces violentos, única forma aparente de divulgar una verdad supuestamente autoevidente y de la que se sienten representantes. Suelen exaltar sus propias facultades, destrezas y valores. Su mensaje lacónico, breve y contundente (siempre amparado en conceptos absolutos, como la “libertad” y el “amor”) los vuelve rápidamente replicables en reels y en plataformas como Instagram y TikTok. También suelen contagiar un fuerte sentido de la seguridad, al punto que Milei es visto por sus defensores como un “intelectual”, mientras que Moreno es visto por los propios como un “soldado”.

En el plano del contenido, su emparejamiento con lo que cada uno de ellos entiende por “verdad” es total: tanto Milei como Moreno se configuran públicamente como poseedores de una verdad ética, moral y científica olvidada con la capacidad de transformar el mundo.

Ambos encuentran en el pasado un anclaje de sentido: Milei en la presunta Argentina “potencia” de finales del siglo XIX y principios del siglo XX; Moreno en el primer peronismo, en los principios justicialistas que hablan de una Argentina socialmente justa, económicamente libre y políticamente soberana. Ambos entienden el presente como un llamado a la acción: de reorganización, de redefinición de los esquemas organizativos y de diseño de los cambios estructurales necesarios en el sistema político y productivo argentino.

Pero sobre todo, ambos encuentran en el futuro, a diferencia de los solemnes y los cínicos, el terreno real de la disputa. En cuanto relatos fundacionales de la etapa postkirchnerista, ambos diagnostican, por un lado, el agotamiento del modelo socialdemócrata, y prometen, por el otro, el nacimiento de un mundo nuevo. El futuro aparece entonces como peligro y urgencia: en un presente decadente y plagado de guerras, pandemias, caída generalizada del salario y estancamiento del crecimiento, la acción política es un deber ético.

Por supuesto, y puesto que no hay formas “puras”, esta estructura no pertenece a ningún hombre ni movimiento en particular. Si bien parte del discurso “de avanzada” se ha afincado en estos dos personajes, la última elección presidencial en Argentina ha mostrado algunos ejemplos de valor. Previo a las elecciones presidenciales de 2023, en las redes sociales asistimos, por ejemplo, a un combate de memes entre las llamadas “fuerzas del cielo” y las llamadas “fuerzas de la patria”. La disputa se trató, como pocas veces vimos en la política argentina reciente, de un conjunto de intervenciones relativamente espontáneas y llevadas a cabo por adherentes o simpatizantes no necesariamente militantes y no necesariamente ordenados bajo una dirección política central. Cada una de estas “fuerzas” intentó representar mediante videos, imágenes y recortes televisivos una figuración idílica no sólo de la Argentina futura, sino de cada uno de sus candidatos. El saldo fue, además de cómico e ingenioso, estéticamente novedoso y políticamente cargado: desde un Milei con armadura templaria tecnologizada castigando a demonios bíblicos a un Sergio Massa montado como comandante soviético sobre fondo solar punk.

En un contexto internacional de crisis, los discursos del advenimiento, del acontecimiento singular y del mesianismo parecen ser aquellos con mayor capacidad de pregnancia. Lamentablemente, y como dice Angela Nagle en Kill All Normies. Online Culture Wars from 4chan and Tumblr to Trump and the Alt-Right (2017), la organización del descontento, que históricamente había sido tarea de las izquierdas y los movimientos populares, hoy tiende a ser capitalizada por diferentes expresiones de la derecha.

Producir un esquema del discurso político es el producto de un rastreo de patrones. Si bien para nada perentorio ni final, si bien para nada inflexible y sometido a reversiones, no deja de basarse en la observación y posterior sistematización y reconocimiento de las posiciones discursivas que hoy, al menos en Argentina, se encuentran “disponibles”. 

Las estructuras “solemnes”, “cínicas” y “de avanzada”, en estricto, constriñen: no “prohíben” decir, sino que obligan a decir según ciertas coordenadas formales y de contenido muy específicas. Y aquí la ventaja verdadera de diseñar una topología tentativa del discurso político contemporáneo: importa tanto reconocer los espacios en los que hoy el discurso circula como también los “efectos” que “producen” estas estructuras del decir. Importa tanto reconocer el diagrama, el territorio en donde se desarrolla lo dicho, como los límites concretos, gnoseológicos, epistemológicos y discursivos de lo enunciable que dibujan. Para decirlo de la forma más lacónica posible: estas estructuras configuran los regímenes discursivos que determinan los límites de lo contemporáneamente decible y lo pensable. Tal como en un tablero de ajedrez, con casilleros finitos, el diagrama de lo pensable y de lo decible ya se encuentra, de algún modo y al menos para estos tiempos, trazado. 

Es una miopía teórica y política no identificar que la condición de la reproducción de esta topología, de este mapa discursivo es, justamente, seguir ocupando las “posiciones” o “estructuras” disponibles. Otra forma de la ceguera, verdaderamente fatal, es no identificar que el nacimiento de otra forma de ejercer, entender y practicar la política tiene que venir acompañada de “otra forma de decir el mundo”, otra forma de nombrarnos y nombrar lo otro.

Gran parte del periodismo, del mundo del streaming, de los influencers políticos en Twitter, TikTok, Reddit y otras redes sociales parece no reconocerlo. Así, en nuestro panorama discursivo parece importar más “viajar” hacia la “posición” discursiva que se encuentra “libre” o “no ocupada” que encontrar o fabricar en el estudio y en la práctica política una forma “otra” de decir las cosas, de nombrar el presente y el futuro, de organizar discursivamente propuestas políticas novedosas. 

Algunos ejemplos se vuelven necesarios. 

Por un lado, tenemos a los voceros y los militantes digitales de la Libertad Avanza, con un deseo radical de ser “leídos”, interpretados por el público general como “hombres duros”, pertenecientes a una derecha aggiornada, pero igual de violenta que la Schutzstaffel. La performance que ensayan es, cuando menos, infantil. No negamos que puedan ser o sean fascistas, o que muchos de ellos puedan tener cierta simpatía con la figura del “pintor”, como se lo llama en clave a Adolf Hitler en TikTok y que, por extensión, puedan ser verdaderamente peligrosos. Pero lo cierto es que buscan imitar, representar, replicar la imaginería hitleriana-mussolinista, muchas veces en clave criptofascista, montados siempre en estructuras del decir “disponibles” del mapa del discurso político argentino contemporáneo. En este contexto nos encontramos con sobreactuaciones de masculinidad violenta y segura de sí, que afirma estar dispuesta a exterminar con sus “propias manos” a los “zurdos hambreadores”, pero, ridículamente, plagada de sobreactuaciones de la genealogía “blanca” a la que pertenecerían y que los obligaría a reproducir los principios propositivos del “Gran reemplazo”, siempre con eslogans al borde de la agramaticalidad o mal traducidos en latín, con flyers rojos y dorados de mal gusto que emulan los colores del Imperio romano, entre otras cosas. 

Lo que preocupa es, sobre todo, y para los objetivos de este texto, la respuesta de “este otro lado”. Sin ser inmunes a las lógicas que hoy gobiernan las dinámicas de la comunicación política, encontramos también “más acá” un deseo igual de radical de “ocupar” espacios de “vacancia” discursiva. Los efectos son, tal vez, más tristes todavía.  

Hablamos de usuarios de Twitter, TikTok, streamers e influencers políticos que han “ocupado”, en los últimos tres, cuatro, cinco años de debate público, y simultáneamente, absolutamente todas las estructuras del decir posibles, acomodándose a retóricas prediseñadas y a contenidos digeridos siempre de forma previa a su interlocución concreta. 

De “este lado” (si algo así puede ser dicho), los saltos son tan acrobáticos y tan espectaculares, y se suceden de forma tan acelerada, que uno nunca termina de entender si se trata verdaderamente de un cambio de parecer del enunciador, producto de reinterpretaciones profundas de nuestra cultura política, o si se trata del mero funcionamiento y operatividad de las “estructuras” de las que venimos hablando: de un peronismo progresista que consideraba atendibles las demandas feministas y de la comunidad LGTBQI+ a un peronismo autoritario y verticalista, sin dudas violento, que, con la Doctrina bajo el brazo, pretende dominar con “puño de hierro” cualquier disidencia política; de un centrismo que se concebía como desarrollista y centrado en el sujeto, en sus facultades y sus libertades naturales, a un ciberiluminismo que considera necesario licuar cualquier forma de identidad bajo la fuerza autónoma y autoacelerante del capitalismo; de una izquierda moderada, republicana y a menudo testimonial, a un monarquismo imperial literario, trasnochado y metafísico. 

Ese juego de cambios infinito, ese “teatro” del pensamiento político, es síntoma, al menos en nuestro campo, de tres cosas. 

La primera, y a tono con el problema del “agotamiento de la crítica”, síntoma de que no hay “de este lado” un reconocimiento del “juego” propuesto en el campo discursivo. No reconocer dónde se nos invita a hablar (con sus respectivos contenidos, formas, gestualidades, etcétera) como espacios de coordenadas prediseñadas —con conductas, gestos y takes reconocibles y esperables— vuelve nuestras formas del decir, nuestras estrategias locucionarias, nuestros tropos, parte del problema, y no parte de la solución. 

La segunda, y a tono con el problema del “agotamiento de la política”, síntoma de que por encima de la preocupación genuina de volver a construir una comunidad, por encima de la voluntad verdadera de que las cosas cambien, hay otra inconsciente, otro deseo, teóricamente más pobre y éticamente más triste, y para nada alejado de las conductas que el mundo capital espera de nosotros: el deseo de volverse un comunicador “independiente”, pero altamente remunerado, reconocido y “exitoso”, con retornos de lo que el sociólogo francés Pierre Bourdieu entendía como “capital simbólico”. 

La tercera, y a tono con el problema de la “crisis de subjetividad” y la “crisis de la cultura”, es síntoma de que existe un pensamiento generalizado de que en verdad “no hay nada sucediendo”, que la historia efectivamente ha terminado, que ya no hay nada que precise nuestra intervención, que ya no hay posibilidad de comunidad a corto plazo y que, por ello, sólo resta jugar al juego discursivo al que nos obliga la política “rosquera” y del chiquitaje, de cabo a rabo espectacularizada, que esconde bajo una performance de seriedad y solemnidad lo que a veces no son más que debates gremiales a cielo abierto entre influencers.  

Ocupar cualquiera de estos espacios, cualquiera de estas estructuras, sin reconocer ni entender su nacimiento, su operatividad y su función en el debate público argentino, es cualquier cosa menos creativo. Y si hay algo que necesitamos hoy para volver a interpelar verdaderamente a un público amplio es la creación efectiva, esto es, política, como también la creación imaginativa, esto es, discursiva y estética. A la vez, ocupar cualquiera de estos territorios, que trazan de antemano quiénes serán mis contendientes en la arena del debate público, sin reconocer quiénes son los principales beneficiados de las rupturas y cismas sistemáticas es un error de diagnóstico fatal. 

Las estructuras del decir han diseñado formas muy sofisticadas de encorsetamiento, no sólo en lo que refiere al plano discursivo, sino también al plano de la acción política concreta. La primera cárcel es no reconocer que estamos (pensamos, hablamos) dentro de una; la segunda es no reconocer que estas estructuras del decir han convertido a formas todavía válidas de ejercer la política en meros gestos faranduleros, plásticos; la tercera cárcel es vencernos nuevamente a la desviación “politicista”, al olvidar la pregunta por la historia, por la acción concreta y organizada, política en suma, y la pregunta acuciante por la construcción de una comunidad verdadera.  

Resta preguntarse qué estructura deberíamos capitalizar  nosotros y por qué. Si bien volveremos sobre esto más adelante, hasta ahora, todo parece indicar que es necesaria una estructura intermedia, o que participe de alguna manera en todas las que observamos: solemne para no olvidar de dónde venimos, cínica para vivir cada victoria progresiva como un carnaval, para volver a hacer de la práctica política un verdadero potlach, una verdadera fiesta, y de avanzada, para poder construir en conjunto ideas de futuro atractivas para la mayoría de la población argentina. 

Fascismo y libertad de expresión: aceptación por silencio

Existe hoy una estructura discursiva, política, militante e idiosincrática que parece, de unos años a esta parte, estar ganando terreno a pasos agigantados. No es este el espacio para definir teórica o políticamente si se tratan de neofascistas, neorreaccionarios, meros conservadores, liberales antidemocráticos —por extraño que resulte el sintagma—, o lo que fuera. Lo cierto es que hay algunos hechos históricos respecto del fascismo que no pueden ser soslayados. Algunos de ellos son trabajados por Mark Bray en Antifa: el manual antifascista (2018). Uno de los más relevantes es que las insurrecciones fascistas clásicas nunca triunfaron por sí solas. Por el contrario, sostiene Bray, el fascismo siempre ha accedido al poder por medios legales. Los casos más representativos son los de Mussolini y Hitler (el primero, que a pesar de la marcha espectacular sobre Roma, accede al poder al ser nombrado presidente del Consejo de Ministros Reales en 1922, desde donde logra disolver el Parlamento; el segundo, a partir del cancillerato que le es otorgado por Hinderburg, y de forma posterior, por la Ley Habilitante aprobada por el Parlamento). Históricamente, el fascismo jamás logró ingresar a los salones de poder por mera prepotencia, sino que, a la inversa, logró que el mismo sistema político imperante —siempre en crisis de legitimidad, económica o social— le brindase las herramientas necesarias para hacerse con el control absoluto del Estado. 

Esto nos pone frente a otra verdad histórica: no es necesario que existan demasiados fascistas para que haya, efectivamente, fascismo. 

El fascismo es una forma de la política que sólo aparece en condiciones sociales, culturales, económicas y políticas críticas y específicas, en connivencia no sólo con la clase política, empresarial y eclesiástica, sino también con la propia sociedad civil.  Para acceder al poder, el fascismo precisa, por decirlo de algún modo, tanto de la venia de la clase política como del ciudadano que “nunca dice nada”, y que siempre parece moverse “al margen” del debate de lo público. 

Si este ensayo se trata de un “nosotros”, como dijimos, siempre difuso y en mutación, y que busca incorporar a ciertos sectores minoritarios del peronismo, de los movimientos sociales y de las izquierdas, es poco lo que podemos decir respecto del trabajo que resta hacer sobre nuestro empresariado, nuestra clase política, nuestras respectivas dirigencias, y nuestra estructura eclesiástica. Ese problema es, sin lugar a dudas, material de otro tipo de investigaciones. Sí cabe, sin embargo, decir una o dos palabras respecto de esta sociedad civil a veces “muda”, que parece moverse “al margen” del debate de lo público, y cuya aceptación por silencio es fundamental para el ascenso de las nuevas derechas al poder. Este colectivo se compone, ni más ni menos, de nuestros propios coprovincianos, nuestros propios compañeros de ciudad o barrio, nuestros compañeros de club, de trabajo, de talleres y nuestros propios familiares. 

¿Cómo opera el fascismo y las nuevas derechas con estos sujetos? ¿Qué dispositivos discursivos utilizan para llegar a ellos y hacer efectiva la “aceptación silenciosa”? ¿Qué tácticas y estrategias se dan? Y sobre todo, ¿qué podemos hacer, si es que es posible hacer algo, con ellos —desde ellos, hacia ellos— tan cercanos a nuestra cotidianeidad, tan presentes en nuestro día a día? Para entender qué es posible hacer con los sujetos que nos circundan, nos rodean, los sujetos con quienes mantenemos vínculos amistosos, amorosos, laborales, es necesario volver al problema de la libertad de expresión, la libertad de prensa y la batalla por la construcción del “sentido común”. 

La libertad de expresión se ha mostrado históricamente como un derecho inalienable de los Estados contemporáneos. Los artículos 14 y 32 de nuestra propia Constitución Nacional, por ejemplo, lo trabajan y amparan. En cuanto que principio constitucional inalienable, suele ser defendido, al menos “en los papeles”, por la “sociedad civil” en su conjunto y por todas las fuerzas políticas que se disputan el poder ejecutivo. Este principio, sin embargo, a veces un tanto poroso, de límites difusos y borrosos, ha sido y es utilizado más de una vez para resaltar los rasgos aparentemente autoritarios de algunos gobiernos democráticamente electos.

Ahora bien, ¿es la “libertad de expresión” la desregulación total de la palabra y del decir? Algunos ejemplos rudimentarios parecen contradecir este principio: ¿qué es para nuestro país un médico de renombre afirmando en una plataforma de amplia llegada que “el consumo de cigarrillos salva vidas”? ¿Qué es una figura pública afirmando en televisión abierta que la ingesta de lavandina es “buena para la salud”? ¿Qué es un electricista matriculado afirmando que sería inocuo introducir una tijera de metal en una boca de enchufe? En un nivel más específico, ¿qué es la figura legal de la “apología” —ya a las drogas, al delito, a la violencia, al exterminio racial o étnico en sus diferentes variantes—, sino diferentes formas de regular la palabra? ¿Qué es la figura legal de la “difamación”, la “amenaza”, la “turbación”, el “atosigamiento”, la “instigación”, el copyright sino maneras que hemos diseñado para regular el decir?

La pregunta que resta por hacerse entonces es qué tipo de libertad específica es la que verdaderamente facilita el principio de la libertad de expresión. Este principio liberal no ha permanecido idéntico a sí mismo a lo largo de la historia. Ha mutado su comprensión y su aplicación a la par del mundo en el que vivimos. John Milton, poeta y ensayista inglés, insistía en su Areopagítica de 1644 (Areopagítica: Un discurso del Sr. John Milton al Parlamento de Inglaterra sobre la libertad de impresión sin censura) que la libertad de expresión y de prensa debían entenderse a la forma de un mercado de ideas. Allí, en ese mercado, y en una forma de optimismo un tanto infantil para nuestra época, Milton sostenía que la verdad siempre triunfaría por sobre la mentira; que, en cierto punto, era inocuo e inofensivo darle lugar al error sistemático y la mentira puesto que, tarde o temprano, la verdad terminaría por prevalecer. Este optimismo se encuentra fuertemente fundado en convicciones filosóficas propias de la época, cercanas a problemas de la lógica y la ética, y que pintan de modo bastante peculiar el espíritu de la Ilustración: en suma, la idea de que el hombre común era un individuo verdaderamente autónomo, capaz por sí mismo de razonar y sopesar argumentos, pero sobre todo, relativamente incapaz de permanecer en el error o la falsedad durante largo tiempo. 

A pesar de tratarse de una lectura un tanto pobre de un problema filosófico de gran envergadura, esta tradición permanece, de algún modo, viva hasta el día de hoy, al menos en su faceta testimonial y meramente predicativa. Nosotros mismos, lo veremos más adelante, no estamos liberados de este supuesto epistémico-político. El optimismo del pensamiento de la espontánea prevalencia o primacía de la verdad sobre la mentira no toma como elementos variables ciertos problemas caros a la política contemporánea. Es, en todo caso, el propio optimismo o inocencia con la que Milton entiende el “mercado de ideas” el que no le permite entender que siempre es posible instrumentalizar la propia verdad, la propia mentira y las pasiones de la población general vía las dinámicas monopólicas desarrolladas por grupos políticos y empresariales que trabajan para construir como “sentidos comunes” su propia visión del mundo. Las ideas en el mundo contemporáneo, vueltas productos de consumo, no dejan de participar de la lógica del mercado: monopolización, competencia desleal, integración vertical, cartelización, etcétera. En este sentido, las grandes concentraciones de capital parecerían ser más nocivas que cualquier otra cosa, al menos en los países con principios democráticos y constitucionales básicos cubiertos, para el desarrollo pleno de la idea abstracta de la libertad de expresión y prensa. 

Hoy, por caso, el problema de la libertad de expresión y de prensa, al menos como la entendía Milton, se encuentra en jaque. Por un lado, puesto que históricamente la libertad de prensa y de expresión se organizó como una barricada legal del individuo o de ciertos grupos de individuos contra la persecución estatal, habiéndole restado relevancia a la relación entre los individuos y los grandes conglomerados empresariales, informativos o tecnológicos. Por otro, debido a que en esta nueva era de la información, las redes sociales, siempre amparándose en diferentes avatares de la Primera Enmienda de la Constitución de los Estados Unidos (aquella que, entre otras cosas, prohíbe la restricción de la libertad de expresión y de prensa), cuentan con una libertad casi absoluta para alojar, promover o viralizar virtualmente cualquier forma del discurso posible. Digamos: ¿qué es la compra de Twitter por parte de Elon Musk sino una estrategia de control de la circulación de ideas por parte de las nuevas derechas? ¿Qué son las prácticas obscenamente permisivas de foros de internet (4chan, 8chan, 2channel y otros) respecto de discursos misóginos, supremacistas, pedófilos y negacionistas sino dinámicas “triggereadas” por el principio de la viralización y, por tanto, de la mercantilización de las ideas, que poco tienen que ver con una defensa, por diferida que sea, de la idea de la verdad? A un nivel tanto más regional, ¿qué significa la historia del nacimiento y desarrollo del grupo Clarín sino cómo la connivencia entre grupos empresariales y gobiernos de facto hicieron posible desarrollar el monopolio mediático más importante de nuestro país? ¿Qué significa y qué supone la compra de acciones del grupo La Nación por parte del expresidente Mauricio Macri?

Existen muchos documentales interesantes que trabajan estos temas, sus problemas y sus implicancias. Hay tres que son particularmente esclarecedores. Trabajan temas referidos a la cultura política estadounidense, recomendación que, al menos para la perspectiva de este ensayo, no es en absoluto casual. Los tres pertenecen a la cadena HBO. El primero es QAnon: Into the Storm (2021), que sigue de cerca el acontecimiento de QAnon, usuario anónimo de foros de internet que incentivó el desarrollo de teorías conspirativas como las del Pizza Gate, en la que una pizzería del centro de Washington DC era el centro neurálgico de una red de trata de menores, impulsada por hombres de la farándula estadounidense; las teorías de The Great Awakening (“El gran despertar”) y The plan (“El plan”), que hacían de Donald Trump y su equipo de trabajo una especie de “salvadores” que vendrían a restituir la verdadera posición del hombre blanco en la cultura estadounidense; y otras, como el movimiento antivacunas, que sostenía que las vacunas contra el COVID-19 contenían microchips que les permitiría a las élites mundiales controlar a la población mundial; el terraplanismo; y el Great Reset (“Gran reinicio”), un plan del FMI para reestructurar la economía global en beneficio de las élites mundiales. QAnon terminó por volverse un movimiento político ciberdigital que luego salió a las calles. Como movimiento, fue uno de los responsables directos en el ascenso de Donald Trump como figura política. 

El segundo es Four Days at the Capitol (2021), dirigido por Jamie Roberts, que se acerca a la toma del Capitolio después de que Donald Trump y algunos de sus más fervientes divulgadores insistieran en que las elecciones que dieron por ganador a Joe Biden habían sido fraudulentas.

El tercero es The Truth vs. Alex Jones (2024), dirigido por Dan Reed, que sigue a los familiares de las víctimas del atentado a la secundaria Sandy Hook, en el que murieron veintiséis personas, y la posición que tomó el comentador político Alex Jones al respecto, alegando que el atentado no había existido y que no se trataba sino de una mentira diseñada por los medios liberales. 

En todos los casos, los documentales muestran cómo el carácter desatado de ciertas dinámicas comunicacionales y la falta de regulación sobre el decir tienen la capacidad de generar en el mundo contemporáneo lo que en la sociología estadounidense se conoce como moral panic o satanic panic (“pánico moral”).

El neofascismo y las nuevas derechas entendieron como ninguna otra fuerza política contemporánea que parte de su vector de crecimiento y desarrollo se encontraba en los límites porosos del decir de internet. Entendieron, por un lado, que estos límites difusos les permitían exponer, sin acalorarse y sin prurito alguno, relecturas históricas apócrifas, teorías conspirativas no amparadas en ningún aparato empírico de valor, y propuestas políticas radicalizadas. Entendieron, por otro lado, que la forma más efectiva de llegar a un público despreocupado, aquel “que nunca dice nada”, y que se encuentra siempre al “margen” de las discusiones de la polis, era a través de la parodia, del meme y de la ética de la distensión y la despreocupación. En suma, entendieron, por un lado, cómo construir “nuevas tribunas” en el mundo digital, alejados del ojo estatal y de las estructuras políticas y partidarias clásicas; por otro, entendieron, incluso antes de que fuera formulada, la llamada “ley de Poe”, formulada por Nathan Poe en la página web christianforums.com alrededor de 2005, que sostiene que en el mundo de internet, suele ser difícil o incluso a veces imposible distinguir entre una parodia y una declaración seria cada vez que se trata de temas absurdos o extremistas.

Además de los ya nombrados, hay muchos divulgadores que han construido una sólida fanbase sobre críticas a menudo laxas y teóricamente pobres, pero encendidas y violentas, cómicas y delirantes, a la llamada “cultura woke”, al movimiento LGTBIQ+, a la población africana, a ciertas dinámicas estatales, etcétera. Nick Fuentes (líder del movimiento “Groyper”), Owen Benjamin (un comediante que defiende ideas supremacistas en sus stand-ups y apariciones en streaming), Tim Gionet, aka Baked Alaska (que obtuvo un peso de relevancia durante la toma del Capitolio en enero del 2021), Patrick Casey (líder del movimiento supremacista blanco “Identity Evropa”), Matther Q. Geber, entre otros, son hoy figuras públicas de altísima relevancia política.

A menudo estos acontecimientos —la desregulación drástica de las prácticas del decir y el ascenso de formas políticas cercanas al fascismo— parecen pasar inadvertidos frente a nuestros ojos. ¿Por qué?

La concepción generalizada que se tiene del fascismo es sin dudas maniquea. Lo que se cree espontáneamente sobre qué es el fascismo es un mero filtro que no permite espacios intermedios ni grises. De este modo, para gran parte de la población, el fascismo es reconocible sólo a condición de que se manifieste abiertamente en sus avatares más ridículos y evidentes: parafernalia belicista, desfiles de demostración de potencia de guerra, presencia constante de grupos paramilitares de choque, oscurantismo, magia y esoterismo, estética homogeneizada cercana a simbología históricamente reconocible.

Esta percepción no habilita matices: hace “reconocible” al fascismo sólo a condición de que se presente imaginaria, simbólicamente, en su demostración más ridícula y evidente. Esta percepción representa uno de los errores fundamentales al momento de interpretar esta nueva avanzada conservadora, neofascista, populista de derecha o como sea que debamos llamarla, y que Corey Robin destaca en La mente reaccionaria: El conservadurismo desde Edmund Burke hasta Donald Trump (2019). En suma, nos vacía de herramientas para reconocer qué tácticas y estrategias políticas contemporáneas se acercan sin ningún tipo de temor a viejos esquemas de difusión de ideas y cooptación propios de los proyectos políticos fascistas; qué tácticas utilizadas por estos grupos se muestran, a medida que los tiempos cambian, más eficaces, y qué tipo de respuesta podemos ofrecer nosotros, desde nuestra propia vida cotidiana a nuestras formas organizacionales masivas.  

El temor de Robin es el siguiente: bajo la influencia de un delirio megalómano, sin dudas “ilustrado” (similar al de John Milton), en donde el “nosotros” sería la expresión siempre “sana” de la política en el mundo, en suma, la expresión de “la verdad”, los conservadores no parecen mostrarse, al menos para nosotros, “dignos” de nuestro trabajo de lectura y formación. El espacio conservador, tomado en su generalidad, parecería ser siempre y cada vez tomado como la expresión más cínica, irracional, irresponsable, bruta, maligna y dañina de toda la oferta electoral. Así, es leída espontáneamente por el público “bienpensante” como una fuerza operativa que avanza sola, sin conciencia de sí, sin ninguna clase de formación, sin ningún tipo de reflexión respecto del mundo que habita.

¿Por qué procedemos de este modo? ¿De qué se trata este “obstáculo epistemológico” de lectura e interpretación? ¿Acaso no es el conservadurismo esa flexión de la política que, después de la corta primavera “socialista” latinoamericana, volvió a hacerse del control de los aparatos del Estado? ¿Acaso no es el conservadurismo —sus ideas, sus propuestas, su forma de dirigirse al electorado— el nuevo “fantasma” que recorre Europa? ¿Qué es lo que verdaderamente “ganamos” en minimizar a los conservadores en cuanto que figuras del pensamiento y de la acción, en cuanto que hombres y mujeres con principios, que también se forman, que tienen una visión concreta del futuro que desean? ¿Qué de esto nos regresa a la oposición entre “cuestiones de labor filosófica” y “cuestiones de urgencia crítica”? En el caso latinoamericano, ¿qué son entonces los argentinos Agustín Laje y Álvaro Zicarelli, el chileno Axel Kaiser, los brasileños Olavo de Carvalho, Ana Carolina Campagnolo y Bruno Garschagen sino verdaderos intelectuales cada vez más abiertamente de derecha, produciendo best sellers con propuestas concretas y plausibles de mundos futuros? ¿Por qué son ellos hoy quienes utilizan las herramientas teóricas y políticas que históricamente han producido los movimientos populares y de izquierda, pero reconvertidas? ¿Por qué ellos sí, tan despreocupadamente, y a diferencia de nosotros, reconocen un valor en “nosotros” y en nuestras producciones culturales, filosóficas y organizacionales?

Quitarle al libertarianismo nacional y a otras expresiones de las nuevas derechas regionales e internacionales el valor de haber producido algo “nuevo” nos lleva indefectiblemente a permitirles “procrearse”. Nos lleva, bajo el supuesto altanero e infantil de que “la verdad siempre triunfa”, a no intervenir como debiéramos en el debate público. Nos lleva a bajar las defensas y permitir que se cuelen, por encima y por debajo, discursos, tácticas y estrategias políticas verdaderamente adversas a lo que creemos que debe ser el mundo.

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Sobre el autor:

Roberto Chuit Roganovich nació en 1992 en Córdoba, Argentina. Es Doctor en Letras por la Universidad Nacional de Córdoba. Es docente universitario y dirige talleres de escritura creativa. Forma parte de la banda de post-hardcore Ox en Mayo Alto. Es autor de la novela Quiebra el álamo, ganadora del concurso de Futuröck de Novela en 2022, y del todavía inédito libro de cuentos Todos los terneros y los pumas, ganador del concurso de Letras del Fondo Nacional de las Artes en 2023. Si sintieras bajo los pies las estructuras mayores, su última novela, mereció el Premio Clarín de Novela 2024.

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Roberto Chuit Roganovich nació en 1992 en Córdoba, Argentina. Es Doctor en Letras por la Universidad Nacional de Córdoba. Es docente universitario y dirige talleres de escritura creativa. Forma parte de la banda de post-hardcore Ox en Mayo Alto. Es autor de la novela Quiebra el álamo, ganadora del concurso de Futuröck de Novela en 2022, y del todavía inédito libro de cuentos Todos los terneros y los pumas, ganador del concurso de Letras del Fondo Nacional de las Artes en 2023. Si sintieras bajo los pies las estructuras mayores, su última novela, mereció el Premio Clarín de Novela 2024.

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