Agotamiento de la filosofía
Hubo una oxidación de la crítica, o de lo que comúnmente entendemos por “filosofía”.
Siguiendo la intuición de Bruno Latour en una conferencia dictada en Stanford en 2003 y llamada “¿Por qué la crítica se ha quedado sin fuerza?”, podemos afirmar que parte de nuestras universidades —los lugares en donde, en concreto, se “produce” “la” filosofía— tendieron a cerrarse sobre sí mismas, a abroquelarse, a convertirse en espacios altaneros y herméticos, preocupados fundamentalmente por los “objetos de estudio” que ellas mismas “construían”, que figuraban como verdaderos desafíos intelectuales y que podríamos llamar “cuestiones de labor filosófica”. Simultáneamente, estos espacios —el universitario, el académico—, cada vez más cerrados al acceso público y la participación democrática, desgastados en sus tareas y deberes de “extensión”, enfrascados en sus “cuestiones de labor filosófica”, desatendieron un gran conjunto de problemáticas políticas contemporáneas que nos atravesaban como comunidad y que podríamos llamar “cuestiones de urgencia crítica”. En aquella conferencia, Bruno Latour sostuvo que la crítica nos había invitado históricamente a pensar que, por decirlo rápido y mal, los “hechos” del mundo real, palpable, empírico, son siempre culturalmente “inventados” (Nietzsche), construidos, que no existe el acceso natural, no mediado, imparcial a la “verdad”, sino que siempre se encuentra, de algún modo “mediado” (Kant); que siempre somos “prisioneros” del lenguaje que hablamos (el giro lingüístico), o de nuestro propio cuerpo, o de ciertas instituciones, que siempre hablamos desde un punto de vista particular y específico, etcétera. Hay memes que explican con soltura este gesto de la crítica. En una conversación de sobremesa nunca falta quien dice “tal cosa del mundo real es en verdad una ‘construcción social’” o “esto, en realidad, es más complejo”. Sobre estas “cuestiones de hecho”, la crítica desarrolló, siempre según Latour, dos posiciones: la “posición de realidad” y la “posición de fantasía”. La “posición de fantasía” es usada una y otra vez por muchos científicos sociales que asocian la crítica con el antifetichismo. El papel del crítico es mostrar que lo que los creyentes ingenuos están haciendo con los objetos es simplemente una proyección de sus deseos en una entidad material que no hace nada por sí misma (los “ídolos” de Bacon, “Dios” en Feuerbach, el “sueño” en Freud, etcétera). La “posición de realidad” opera en sentido inverso, pero con la misma eficacia: la tarea del crítico es la de afirmarle al sujeto común, “de a pie”, que su comportamiento se “explica” mediante efectos poderosos de las indisputables “cuestiones de hecho” mostrando que, piensen lo que piensen, su comportamiento está determinado por la acción de poderosas causalidades que provienen de la realidad objetiva que ellos no ven, pero que nosotros, académicos, sí (la deriva economicista del marxismo, las “reglas” del campo bourdieuano, ciertas expresiones del conductismo y el constructivismo, etcétera).
Estos dos polos —las “cuestiones de labor filosófica” y las “cuestiones de urgencia crítica”— no son en absoluto contradictorios. Se complementan, sin lugar a dudas, al punto de que no puede haber una acción política en el mundo, una línea de operación sobre una “urgencia crítica” sin la existencia de una “labor filosófica”. Sin embargo, y puesto que se trata siempre más de transformar el mundo que de meramente comprenderlo, es necesario revisar nuestra balanza.
La conducta de “repliegue” hacia un campo en el que nos sentíamos cómodos pero imperturbables —el académico, el universitario, plagado de “cuestiones de labor filosófica”— tuvo y tiene dos efectos concretos.
Uno de los efectos fue disciplinar. Hoy, la crítica tradicional se encuentra tan enquistada en nuestras academias y planes de estudio, en nuestros congresos, ponencias y papers, que toda intervención, por noble que pretenda ser, no apunta a otra cosa más que a engordar y especializar las “cuestiones de labor filosófica” que nosotros mismos, a partir de nuestra teoría, hemos “construido”. Así, funcionamos como un monstruo que se reproduce a sí mismo, y con un nivel tal de atomización que, a veces, por más que nos encontremos cara a cara, se nos hace imposible comunicarnos.
Con el tiempo, y al haber naturalizado estas prácticas, nos volvimos, al menos disciplinariamente y por contradictorio que resulte, ágrafos: entrenamos el balbuceo de una lengua otra, la académica, y dejamos de hablar la lengua propia de la polis. Casualmente, nos convertimos en idiotas (del griego idiotés), que señala a aquellos que, tan enquistados en lo propio, lo individual, no tienen un interés verdadero por “lo común”.
Pero en esta forma de ejercer la crítica también hubo un efecto político. Como dijimos, la crítica se volcó de lleno al estudio de las “cuestiones de labor filosófica”, desarrollando una conducta paternalista que intentaba explicarle al hombre común que o bien se equivocaba al producir una “fantasía”, o bien que no era dueño de sí mismo puesto que había un conjunto de externalidades que determinaban matemáticamente su conducta. En el centro de ese trabajo —seductor como pocos puesto que sólo de ejercerlo nos convertíamos, al menos a nuestros ojos, en seres preclaros, una suerte de monjes capacitados para leer “la palabra” divina— creció un pacto suicida: nos volvimos, en mayor o menor medida, camaristas, y terminamos por eyectar de nuestro campo, tal vez sin quererlo pero con sumo éxito, a todos aquellos sobre quienes en verdad hablábamos en nuestras profesiones y que no se dedicaban “profesionalmente” a “entender” el mundo.
Ejercimos —ejercemos— lo que se conoce como “gatekeeping”: nos ungimos a nosotros mismos como protectores de “la puerta” del Sentido, filólogos de la cultura, destinados por nadie más que nosotros mismos y las instituciones a las que pertenecemos a ser los únicos capaces de explicar el mundo que nos rodea. En contrapartida, no sólo excluimos a otros teóricos, pensadores y lectores provenientes de otras áreas de estudio o disciplinas —en suma, aliados posibles—, sino que también, y al exterior del campo académico, oxigenamos renovadas formas de antiintelectualismo en la sociedad y cercamos la posibilidad de diálogo real entre nuestras herramientas y producciones intelectuales y los agentes verdaderos del cambio político.
Tal como Perry Anderson había advertido años antes en Consideraciones sobre el marxismo occidental (1976), nuestra forma de ejercer la filosofía —al menos la filosofía política— perdió, olvidó o expulsó al polo social que le daba sentido a la práctica: la comunidad abierta, el espacio común. De esta forma, por acción u omisión, nos quedamos “solos” e hicimos de la crítica ese “Zeus que reina absolutamente, seguro, pero sobre un desierto”, igual que el Dr. Manhattan de Alan Moore (1986) en su castillo en Júpiter, y sin mucha diferencia de ese monumento del que habla Percy Bysshe Shelley en su poema “Ozymandias” (1818): apenas unas piernas, o el recuerdo de unas piernas monumentales, protegiendo, diciendo proteger, reinando sobre un páramo desolado y vacío.
Estos dos efectos, el disciplinar y el político, podrían haber sido morigerados en cuanto que síntoma del adormecimiento de la crítica si todavía “en” la filosofía, “dentro” de ella, como en otros tiempos de la historia humana, se hubiera estado desatando una batalla intelectual decisiva. Pero no era el caso. El vaciado de la crítica, por el contrario, era doble: ya no sólo se había extraviado en la fabricación de juegos del intelecto endógenos, en las “cuestiones de labor filosófica” y ya no sólo no incorporaba ni pretendía incorporar a los comunes, sino que, además, se trataba de un espacio que, tardamos en reconocer, el enemigo había decidido abandonar, no “ocupar”.
Descubrimos de forma aplazada, es decir, muy tarde, que los grandes poderes contemporáneos (Estados y empresas, por nombrar los más evidentes) habían abandonado también la filosofía, y que ya no necesitaban de la tarea ideológica que le habían encomendado en tiempos pasados para asegurar la perdurabilidad de su hegemonía. La filosofía ya no funcionaba como parte constitutiva de aquella gran superestructura ideológica cuyo objetivo central era, mediante múltiples procedimientos e instituciones (como el propio Estado, la familia, la escuela, el cuerpo militar, etcétera), asegurar la reproducción de las relaciones de producción o, dicho en un lenguaje más coloquial, asegurar la reproducción del “estado de cosas”, sin cambios drásticos en la estructura general del poder. La filosofía, su institución y trabajo, ya no funcionaba tampoco, como supo decir Althusser en Iniciación a la filosofía para los no filósofos (2015), como aquel conjunto de enunciados “de la garantía”, ese tipo de discursos que ayudaban intelectivamente a los “comunes” a sobrellevar y soportar el día —el maltrato, el dolor, la discriminación, la explotación y la pobreza—, bajo la promesa de un venidero mundo mejor, sea este la vida estable en nuestros Estados y comunidades o sea este el Paraíso eterno de Dios.
La filosofía ya no era, ni es, como dispositivo, como práctica y como forma del pensamiento, un activo necesario del poder contemporáneo reinante. El principio necesario de la reproducción de las relaciones de producción y de la perdurabilidad del sistema en el que vivimos, empezó, por el contrario, y en el mundo contemporáneo, a resolverse mediante otros mecanismos, otros dispositivos y discursos.
En este estado de soledad cómoda, y sin enemigos a la vista, nuestra crítica se volvió pobre: se hizo constatativa e ideológica, meramente interpretativa y testimonial. Renegó de no ser el monumento autolegitimado de interpretación del mundo y construyó así una “neolengua”, pero desarticulada, para luego excluir de ella —y de todo debate intelectual— no sólo a quienes no tenían la capacidad de “reconocerla” como lengua, sino también a aquellos que no la hablaban propiamente. De nuestra parte, no democratizamos ni su reconocimiento ni su uso.
Lo que en algún momento habían sido los universalismos ingenuos y abstractos de ciertos sectores anticapitalistas se convirtieron con el tiempo en consignas de la atomización y la dispersión. Desarrollamos entonces un conjunto de sobrerreacciones negativas a cualquier expresión política o cultural que atentase, por lateralizada que fuera la forma, contra nuestra idea fosilizada del Estado, contra lo que creíamos respecto de ciertos derechos obtenidos, contra el nuevo conjunto de identidades que habían cobrado mayor visibilidad en las últimas décadas, contra nuestra propia idea de intervención política, etcétera.
Este viraje no fue del todo bien recibido. Fue leído por las derechas —que empezaron a llamarnos snowflakes (“copos de nieve”), Social Justice Warriors (“guerreros de la justicia social”), wokes (“despiertos”)— como una forma ideológica policial y persecutoria basada en la corrección política y la llamada “cultura de la cancelación”; por otro lado, y por ciertos movimientos populares y de izquierda, fue leído como una nueva forma ideológica que glorificó la “identidad” atomizada y el “reconocimiento” ante la ley en detrimento de las reflexiones acerca de la clase y la explotación.
En un caso o en otro, es indiscutible que nuestra forma de hacer crítica —independientemente de las diferencias entre un mero “académico” y un “intelectual”, que son muchas y no vamos a mencionar ahora— se volvió una máquina aleccionadora de cualquier expresión que corriese por fuera de la mal llamada cultura “progresista”. En el campo popular, este control a veces asfixiante produjo una reacción espontánea que tendió más a la depuración ideológica y a la expulsión que al engrosamiento de las filas militantes. De este modo, nos quedamos sin los sujetos con quienes nos sentíamos espontáneamente aliados, y también sin gran parte de los nuevos sujetos que la dinámica cultural contemporánea producía.
A medias empujados, a medias convencidos, a medias equivocados, nos retiramos del mundo, o lo que es peor, nos desplazamos a un mundo “otro”, construido bajo los límites filosóficos, de caracterización y de programa de nuestra propia visión ideologizada de la cultura, el Estado y la coyuntura.
A estas “cuestiones de labor filosófica” le oponemos las “cuestiones de urgencia crítica”, de las que hablaremos más adelante. Latour, en el ensayo citado, hace el mismo gesto: opone las “cuestiones de hecho” a las “cuestiones de interés”. Estas cuestiones, las “cuestiones de urgencia crítica”, apuntan al ágora, en donde emerge la conexión múltiple de la experiencia del mundo. Es el espacio de lo común, de lo compartido, de la polis; el espacio en donde se jugaba y se juega efectivamente el pulso de la ideología y la política contemporánea; el espacio en donde cuerpos e intelectualidades distantes, diferentes, diversas (desde el filósofo al carpintero, desde quien preside un sindicato a quien vende verduras, desde un cineasta a un barrendero) se ponen de acuerdo para actuar sobre el mundo en una línea y en una dirección concreta.
Esta discusión es necesaria, porque ¿cómo es posible intervenir en un mundo al que no pertenezco y del que, voluntariamente, me he exiliado? ¿Cómo es posible caracterizar el país que me pertenece desde la comodidad de las academias y las plataformas de comunicación habiendo olvidado, o nunca habiendo sabido, de qué se trataba el barro? ¿Es posible hablar de “futur-habilidad”, de “animalidad”, de “posthumanismo”, tan livianos de cuerpo, sin ser, nosotros mismos, por ejemplo, ya militantes, ya veganos, ya escritores de divulgación, ya educadores, ya sindicalistas? ¿Es posible hablar verdaderamente de marxismo sin intervenir en políticas organizativas anticapitalistas? ¿Es posible hablar verdaderamente de interseccionalidad sentándose en la puerta que divide a los justos de los pecadores?
Si la filosofía es un “proceso sin sujeto”, como diría Althusser, proceso que intenta borrar la individualidad escrituraria para ponerse siempre al servicio de la revolución y del cambio efectivo de nuestras condiciones materiales de existencia, ¿qué son los ladridos de quienes pisan fuerte en nuestras academias y centros de redacción, en nuestros streams y posiciones favorables de comunicación, aparentemente más preocupados por el retorno, la retribución de capital simbólico y monetario que sienten que les debemos como comunidad, que por el “uso” concreto y efectivo, político, de sus aportes, que podrían marcar una mínima diferencia?
Las preguntas que se derivan, entonces, son las siguientes: ¿son la academia, la filosofía, la crítica, y otras tantas tradiciones, verdaderas máquinas de producción de principios éticos, morales y políticos que movilizan verdaderamente nuestras prácticas? ¿Se tratan de formas del pensamiento que defendemos a condición verdadera de nuestra convicción o convencimiento? ¿No se han vuelto, acaso, si no lo fueron siempre, meros “juegos” intelectuales, del lenguaje, celebraciones formales de la capacidad del pensar? ¿No se han vuelto formas de trabajo no muy diferentes a otros que circulan en el mercado, y con cuyos contenidos no comulgamos a un nivel profundo, es decir, espiritual y político? ¿No se han convertido en la infinita rutina de “cumplir horas”, vaciada de cualquier perspectiva real de cambio histórico como horizonte verdadero y movilizante de nuestra acción?
Agotamiento de la política
Hubo también una oxidación de la política.
Las tesis “politicistas” a lo Hobsbawm con las cuales interpretamos el rumbo del siglo XX fueron, en un ejercicio irresponsable de la teoría, trasladadas sin revisión a nuestra reflexión sobre el siglo XXI. Así, la filosofía idealista de la historia que proponía Fukuyama se convirtió menos en una tesis académica que incendiaba las aulas universitarias que en un virus que comenzó a apoderarse de nuestra forma “espontánea” de interpretar lo real histórico.
Esta filosofía idealista de la historia —que no se basa en “rupturas”, sino en diferentes modulaciones de la “continuidad” (puesto que nada puede ser diferente a sí mismo, puesto que el capitalismo se trataba, según este entendimiento, de la expresión natural y lógica de la desenvoltura del Espíritu)— se volvió, inexplicablemente, en el a priori hermenéutico e interpretativo con el cual leímos la nueva época. La “continuidad” de nuestro pensamiento, esto es, el traslado de las tesis “politicistas” a un nuevo período histórico sin una revisión teórica exhaustiva, nos hizo creer que “también el mundo” se encontraba anclado en un proceso de “continuidad”.
El análisis de la situación que entonces desarrollamos no nos permitió entender que el mundo había cambiado, y que sí habían tenido lugar ciertas “rupturas” o “acontecimientos” radicales. Al no poder advertir el tipo de “corte” que produjeron los tres “acontecimientos” de los que hablamos más arriba (nuevos sujetos, nuevos mercados, nuevo capital), al no darles su verdadera tesitura y su verdadero peso, terminamos por practicar una política bajo el trasfondo no explicitado, inconsciente y compartido, del “como si” la historia se hubiera acabado.
¿Qué significa este “como si”? Que terminamos por internalizar el relato que el capital había hecho de la historia, de sí, y de nosotros mismos. Así, la “continuidad” abstracta de la historia (es decir, el orden lógico y sucesivo entre el modo de producción esclavista, feudalista, y finalmente capitalista) hizo que, frente a la imposibilidad de un futuro otro (puesto que todo ya se encontraba de alguna forma predestinado), abandonáramos ciertas tácticas y estrategias que en algún momento del siglo XX nos habían hecho creer que era posible generar, desde los sectores dominados y subalternos, una especie de “ruptura” verdadera y superadora.
Al no desprendernos de nuestro “politicismo” —nuevamente, al reducir el complejo de lo real a la “rosca” y no a las condiciones materiales de nuestra existencia—, al no podernos liberar tampoco de la sospecha de que la historia había terminado, entendimos que, de repente, habitábamos en una supuesta y relativa “estabilidad” globalizada. Una estabilidad plagada aquí y allá de malestares, sí, pero estabilidad y al fin y al cabo, propia de cualquier sistema con cierto grado de sanidad. En ese marco, comenzamos a sospechar que las “anomalías” emergentes (desde revueltas civiles en países remotos del África a guerras en Medio Oriente, desde las nuevas identidades que cobraron peso político a las novedosas demandas de la clase trabajadora en los tiempos del llamado “capitalismo 4.0”) podían ser reencauzadas en el flujo ahora “homogéneo” de la dinámica capitalista sólo con el trabajo de la política gubernamental e institucional.
Si la historia había terminado, entonces no quedaba más trabajo que reformar pequeña pero quirúrgicamente nuestros Estados para mejorar estadísticamente las condiciones de vida de nuestros representados, pero sin nunca volver a poner en tela de juicio el conjunto de estructuras que verdaderamente regulaban nuestra vida.
La diferencia entre esta forma de hacer política y las formas de las viejas organizaciones de izquierda y los movimientos populares es explicada por Nancy Fraser en “¿De la redistribución al reconocimiento? Dilemas de la justicia en la era ‘postsocialista’” (2011):
La “lucha por el reconocimiento” se está convirtiendo rápidamente en la forma paradigmática del conflicto político a finales del siglo XX. Las reivindicaciones del “reconocimiento de la diferencia” estimulan las luchas de grupos que se movilizan bajo la bandera de la nacionalidad, la etnicidad, la “raza”, el género y la sexualidad. En estos conflictos “postsocialistas”, la identidad de grupo reemplaza al interés de clase como motivo principal de movilización política. La dominación cultural reemplaza a la explotación en tanto injusticia fundamental. Y el reconocimiento cultural reemplaza a la redistribución socioeconómica.
Nos volvimos entonces grandes defensores del Estado, aceptadores resignados de que efectivamente vivíamos en el “mejor de los mundos posibles”, e incapaces de pensar formas de ejercer la acción política por fuera de sus instituciones. El Estado se convirtió, por un lado, en la garantía absoluta de los derechos de la comunidad, el único espacio que podía y debía albergar nuestras inquietudes, incomodidades y fastidios y, con ello, el punto de fuga de cualquier forma organizativa popular y masiva; por otro, y en la medida en que la historia se negaba por su propia dinámica natural a hospedar nuevas formas de organización, en nuestro límite político y gnoseológico último.
Las tesis “politicistas” con las que leímos el siglo XXI —sumadas al límite político y gnoseológico que hicimos del concepto, de la forma y del contenido del Estado— confluyeron en un efecto aniquilador: quedamos vaciados de cualquier ideación de futuro. Al perder la capacidad de prefigurar un futuro posible o deseable, perdimos el interés y la capacidad de proponer modelos de producción y de Estado suficientemente atractivos para la mayoría de la población. Fuera de pensar en el futuro, quedamos atascados en una nostalgia triste que exaltó el pasado.
La disputa por el “reconocimiento” impidió de algún modo que volviéramos a reclamar para nosotros la infinitud, si es que alguna vez nos había pertenecido en cuanto que sujetos históricos del cambio. Nuestra percepción del tiempo se acortó drásticamente: nos contentamos con limitar nuestra idea de los tiempos venideros a las dinámicas institucionales de comicios y elecciones (nuevamente, la “rosca”). Esta visión estrechada, reducida del futuro, que no podía superar el límite de los cuatro o seis años de cada mandato presidencial, se convirtió en un verdadero “punto ciego” de nuestra forma de hacer política. De forma repentina, nos volvimos ejecutores y actores del “teatro” de la democracia espectacularizada: sin propuestas, nos quedamos sólo con nombres, hombres y mujeres de la política institucionalizada que poco tenían que ver con nuestros intereses comunes, y cuyas figuras públicas terminamos por exaltar en cruzadas ideológicas y espirituales virtuales lavadas de peso verdadero.
La institucionalización del “politicismo”, que se sintió en el propio Estado, en muchas de nuestras empresas, en nuestras propias organizaciones y debates, pero también en los dirigentes que decidieron sumarse a esta espectacularización de la democracia, institucionalizó también una extraña “metafísica del presente”. En suma, una forma de entender y de experimentar el mundo que, bajo la sospecha de que el cambio es imposible, sostiene que lo único que verdaderamente existe es este presente líquido, que se renueva a cada segundo, en procesos de centrifugación cada vez más acelerados.
Esta especie de carpe diem herético, completamente lavado de reflexión política, nos instó a desarrollar una gimnástica de la “pose”. Si el futuro ya no era una posibilidad histórica, si ya no había ideas que pudieran torcer el diagrama trazado del tablero político, si las cartas estaban dadas y no podíamos otra cosa que jugar con la mano que nos había tocado en suerte, entonces la única posibilidad restante era ejercer un contorsionismo ideológico esquizofrénico.
La única tarea que nos quedó —muy por fuera de aquellas que considerábamos históricas, como proponer nuevos debates, reconquistar el futuro, cambiar efectivamente el mundo— fue ocupar el espacio que nos ofrecía como disponible el mismo mercado de las ideas de la espectacularización de la democracia. En ese proceso, perdimos cierta forma de identidad y de definición política positiva para desarrollar una política espástica y mutante que sólo se definía por negatividad y por exclusiva diferencia con lo que se encontraba al frente. Así, siempre en nombre del juego, y siendo ciegos a que nos encontrábamos hacía ya mucho tiempo ocupando los espacios que la política esperaba que ocupásemos, terminamos defendiendo candidatos miserables, justificando formas calamitosas de la miseria, minimizando dinámicas cristalizadas de violencia institucional, posponiendo ideológicamente el dolor de la pobreza y la indigencia, entre otras cosas.
Montados en una nueva lengua por demás hermética que nos alejaba del polo social que le daba sentido a nuestra práctica, habiendo pasado por alto la necesaria recaracterización del tipo de nuevos sujetos que queríamos interpelar, y con unas anteojeras “politicistas” que nos hacían leer lo real como el mero producto de las disputas gubernamentales, parlamentarias y palaciegas, terminamos por entrar en una nueva fase de existencia de los movimientos sociales y las agrupaciones de izquierda. En el mismo sentido, y por derivación, con la militancia profesional farfullando una lengua incomprensible, con una articulación desgastada entre las bases y las dirigencias, con una precaria recepción por parte de los espacios de poder de las preocupaciones civiles, con una crisis de representatividad en ascenso, la clase trabajadora —y claro, nosotros— entró en lo que podríamos llamar una “crisis de identidad” o “crisis subjetiva”.
¿De qué se trata esta “crisis de identidad”?
La crisis de 2008 —que poco tuvo o tiene que ver con los movimientos sociales o los grupos minoritarios que insisten en una redistribución más justa del ingreso o en formas más sanas del “reconocimiento”— encontró, para su propia comodidad, una clase trabajadora dispersa y desarticulada. Esta clase trabajadora, a medias asfixiada económicamente, a medias insatisfecha por las políticas públicas que no parecían estar mejorando considerablemente sus condiciones materiales de vida, a medias habiendo olvidado ciertos espacios obligatorios y naturales de participación política (como los gremios y sindicatos), comenzó a sufrir un proceso de transformación bastante particular y que al día de hoy no ha sido estudiado con atención.
Desde hace un tiempo, gran parte de la clase trabajadora se ha encontrado propensa a endilgar su estado de congoja y creciente miseria a sus propios compañeros de clase, haciendo énfasis y foco en aquellos grupos que los medios e influencers de derecha no tardan en estigmatizar (como la comunidad afro, el colectivo LGTB+, los pueblos originarios, los inmigrantes). Si para principios del siglo XX pertenecer a la clase trabajadora era casi una confesión automática de antifascismo, el siglo XXI nos encuentra sin dudas diferentes: en los tiempos que corren todo indica que hemos empezado a confundir el enemigo, y que hemos intentado apuntar nuestros cañones contra nuestros respectivos compañeros y nuestra respectiva conciencia de clase. En este contexto, y como nunca antes, las nuevas experiencias de la derecha internacional (Trump, Bolsonaro, Milei, Le Pen, Vox, AfD, entre otros) se encuentran disputándole a los movimientos sociales y de izquierda no sólo la capitalización política del descontento, sino también la movilización de masas, a través del fino trabajo sobre el “sentido común” y un amplio conjunto de prejuicios ideológicos fuertemente naturalizados en los trabajadores.
Lo que ha sido de nosotros
Si bien relativamente conscientes de aquello que hemos intentando hacer del mundo, hemos pasado por alto el modo en que las nuevas dinámicas de construcción de sujetos, la nueva conformación del capital y el nuevo panorama del mercado mundial nos han convertido a nosotros mismos en otras personas, en otras cosas, en otras mercancías.
Existen, al menos, dos alteraciones fundamentales que a futuro es necesario tratar con la tesitura que corresponde.
En primer lugar, no parece que nos hayamos mostrado imperturbables a las lógicas de la razón neoliberal. Esa fuerza ideológica se nos ha filtrado como un goteo lento pero constante: el nuevo mundo del coaching, del llamado “emprendedurismo”, de las finanzas, de la productividad económica como forma auténtica y única de realización humana —y con ello, el olvido repentino de otros espacios de sociabilidad fundamentales, como los grupos de amigos, la familia, los espacios barriales— han trastocado nuestra idea de comunidad.
En el abandono de algunas de las formas clásicas de la comunicación y el intercambio político, hemos encontrado la manera de subsistir e insistir en nuestros principios y convicciones a través de nichos digitales. Las redes sociales, los clubes selectos, los guetos culturales y las plataformas de streaming se encuentran hoy, en su extensa mayoría, fomentado dinámicas autonomistas, abstencionistas y megalómanas de la política, negadas al debate genuino y concreto de la problemática política contemporánea. Estas formas, ya no de comunicarnos, sino de meramente “ponernos en contacto”, han oxigenado conductas autosatisfactorias, circulares, que nos han vuelto más cínicos e individualistas que de costumbre.
Desde hace no mucho tiempo, habitamos en realidades múltiples en donde la interfaz humana se encuentra duplicada hasta el paroxismo. Las redes, las diversas plataformas de intercambio de información, las IA, las “nubes”, aparecen hoy como “extensiones” o replicaciones digitales de la propia subjetividad contemporánea. Esta “res digital” (que se acoplaría a la “res cogitans” y a la “res extensa”, las dos sustancias que conformaban lo existente según el dualismo cartesiano) diseña un nuevo mundo, ya posthumano, en donde poco podríamos decir verdaderamente sobre nuestra identidad sin la presencia y la mediación total de la técnica. Nuestra propia identidad (nuestro cuerpo y su “reflejo”, nuestro cuerpo y su pensamiento, nuestro pensamiento y su “pensamiento de sí”) se encuentra en un proceso de mutación acelerado. Así, nuestras identidades se han vuelto dobles, triples, quíntuples, y todavía no tenemos herramientas, al menos no herramientas teóricas ni políticas altamente democratizadas, para entender verdaderamente dónde estamos y qué somos. Respecto de estos fenómenos digitales, no somos meras presas, sino también agentes activos y constructores: la “avatarización” de la subjetividad (ya en la forma de un “interaccionismo simbólico” como pretendía Erving Goffman, como en un gran teatro digital, ya en la forma del anonimato, ya en la forma de la mera exposición de la vida cotidiana) es hoy también una forma estabilizada de sociabilidad, y debería ser abordada en cuanto tal. La complejidad paradójica que supone esta duplicación de la subjetividad humana ha sido tomada lamentablemente, casi de forma unilateral por la filosofía, con cierto pavor tecnófobo. Sin embargo, y por suerte, siempre todo es “un poco más complejo”.
La relación de estas formas discursivas y de estas plataformas respecto de lo que podemos llamar “articulación política” es sin dudas deficiente. Estas dinámicas hicieron posible una customización radical del consumo y una customización nunca antes vista de la ideología. Hoy es posible, como sostuvo alguna vez Lev Manovich en El software toma el mando (2013), “personalizar” el mundo ideológico en el que habitamos. La educación consciente e inconsciente que cada uno hace de nuestros respectivos algoritmos no nos devuelve sino “cajas de resonancia” y sesgos de confirmación (this is so relatable, “soy ese”, “soy esa”) cada vez más compartimentalizados y cada vez más alejados del pulso ideológico efectivo de lo real. Esta nueva forma de fabricar nuestras propias identidades no sólo nos quita la capacidad de entender verdaderamente la multiplicidad propia de un colectivo político, que requiere “atravesar” los matices y las diferencias tácticas siempre existentes en nombre de estrategias más generales y comprehensivas, sino que, además, allana el camino para las campañas de segmentación, estratificación, targeting etario y de intereses, y del diseño de las fake news por parte de las empresas y espacios políticos que se disputan nuestro sentido común, nuestro tiempo, nuestro dinero y nuestro voto.
En esa línea, lo mismo puede decirse de la relación que estas formas discursivas o estas plataformas mantienen con lo que entendemos por “verdades históricas” o “científicas”. Las plataformas digitales contemporáneas, en su extensa mayoría gratuitas, cambiaron radicalmente el objeto a ser explotado respecto del diagrama clásico del capitalismo de la commodity, el capitalismo del consumo y el capitalismo del ownership. Como tal vez nunca en la historia del capitalismo, hemos dejado de ser dueños de “las cosas”, de ciertas, algunas cosas; así, y como tal vez nunca habíamos visto, el valor de cambio que estas empresas comenzaron a disputarse fueron nuestros propios tiempos de visionado, esto es, la cantidad de horas de conectividad que cada usuario “gastaba” en cada plataforma. En estas dinámicas, dominadas por la lógica algorítmica, terminó entonces por importar menos la veracidad de las enunciaciones cuanto su efecto concreto; menos la verosimilitud de lo enunciado, la adecuación de lo dicho respecto de lo real cuanto la posibilidad de ciertos contenidos de expandirse como un virus, con un ciclo de vida corto, pero que asegurasen, por sobre todas las cosas, la atención.
La “hiperaceleración platafórmica” y el bombardeo constante de contenido operan siempre en un “presente continuo”. La lógica temporal del consumo platafórmico (breve, viral y explosivo, pero de ciclo corto) se ha vuelto, insospechadamente, la forma a través de la cual interpretamos nuestro propio tiempo histórico. Este “presente continuo”, esta “exaltación del presente”, convida la idea de un presente caótico, irreparable, triste; por extensión, termina por popularizar cierta idea cercana al hedonismo que nos empuja espontáneamente a encontrar por nuestra propia cuenta la forma de divertirnos y hacer el viaje menos doloroso. El empobrecimiento de la categoría del tiempo, esto es, la concepción de un tiempo fugaz y corto, o de un presente que no puede imaginar un futuro, tiene efectos nocivos para la política, que nos remontan obligatoriamente al problema del “fin de la historia”: aquí, el futuro, siempre interpretado con apatía, desgano y cinismo, aparece la mayoría de las veces como catástrofe y pesadilla; también, cada tanto, como imposibilidad y como incógnita.
En segundo lugar, el fracaso de los modelos progresistas de principios de siglo XXI ha abierto en nuestras propias filas un revival de lo que la escuela de pensamiento althusseriana llama una desviación “economicista” —históricamente presente en la ortodoxia marxista y en parte de los nacionalismos populares—. Esta desviación es entendida como aquel reflejo del pensamiento que reenvía cualquier conflicto de lo real a la contradicción básica entre el capital y el trabajo, que se sienta en las bases de las relaciones de producción capitalistas; en otras palabras, entendida como aquella postura ideológica que sostiene que cualquier cuestión identitaria —ya de etnia, género, de las ideas del cuerpo o la alimentación, etcétera— debe resolverse siempre después de los conflictos estrictamente económicos.
Esta desviación “economicista” no sólo pondera por sobre todas las cosas la instancia económica de la coyuntura, sino que, además, en una forma de efecto residual, termina por sobreactuar viejas posiciones conservaduristas referidas al sexo, la familia, la patria y la iglesia. In nuce: si sólo la economía, bajo esta lectura, nos hace libres, si sólo el sujeto productivo es el responsable de la creación de un mundo verdaderamente habitable, entonces todas las nuevas experiencias identitarias (de “raza”, etnia o género) terminan por mostrarse o como regresivas al desarrollo de un futuro o como obstáculos que necesitan ser programática y estratégicamente aplazados.
El “economicismo” ha regresado de la mano de ciertos dirigentes de los sectores nacionales y populares y sus respectivas filas militantes. Se trata de sectores que han lanzado una caza de brujas hacia los espacios llamados “progresistas” bajo la sospecha de dos responsabilidades: la del descalabro económico reinante y la de la emergencia de nuevas experiencias políticas neofascistas con alto nivel de pregnancia discursiva. Y aquí lo paradójico: aquellos que defienden tanto diagnósticos “economicistas” como programas “economicistas” a corto y mediano plazo parecen incapaces de comprender algunas de las razones fundamentales (ellas mismas, económicas) de la crisis global del capital.
Lo que la caza de brujas hacia el progresismo decide no entender es que el fracaso de ciertos procesos políticos de inclusión de principios de siglo XXI ha tenido menos que ver con la “ideología inclusiva” cuanto con la crisis más grande que sufrió el capital desde el crack del 29 (crisis de las hipotecas del 2008) y con un evento de salud pública de escala global (la pandemia de SARS-CoV-2): como pocas veces pudo verse en la historia contemporánea, los años 2009 y 2020 supusieron una caída y contracción global del PBI del -1,4 % y del -2,9 %, respectivamente. Incluso en países económicamente estables y más igualitarios que los latinoamericanos —o con grandes políticas estatales de inclusión— las expresiones neofascistas siguen a cada día sumando adeptos.
Hablamos entonces de dos alteraciones fundamentales (las nuevas formas de construcción de identidades políticas y el nuevo “economicismo”). En ambos casos se trata de haber confundido el problema, y en ambos casos se trata de una herida ejercida, entre otras cosas, sobre el sujeto político que creíamos haber construido durante el siglo XX o sobre el sujeto político que pretendíamos ser.
No haber caracterizado como tales las nuevas formas de vida que tomaba el capitalismo, no haber reconocido el capital en sus mutaciones, no ver en los acontecimientos técnicos una reformulación radical de nuestro mundo, no reconocer que el capital había logrado interpelarnos de una forma novedosa y hasta entonces poco vista (a través de las redes y las plataformas y lo que ellas demandaban de nosotros) resultó catastrófico. No sólo nosotros mismos —de la mano de nuestra crítica y nuestra forma de ejercer la política— emprendimos una retirada falsamente airosa del mundo, sino que también el propio mundo, aquello que se encuentra “fuera” de este aparente “interior”, es decir, el capital y su lógica, nos convenció de dar el salto al exterior.
Con el tiempo, sin necesariamente quererlo, sin saberlo o sospecharlo, mutamos, y nos convertimos en lo que la lógica del capital requería de nosotros, no sólo para reproducir las relaciones de producción, sino también para neutralizar de antemano cualquier forma de anomalía desestabilizante. Nos volvimos “sujetos de la Modernidad”, aquella categoría que tanto habíamos combatido, sujetos que experimentan el mundo mediante la pretensión instrumentalizadora, productiva y extractiva; sujetos “autopoiéticos”, que se construyen a sí mismos, autónomos, monádicos y autosuficientes, aislados de cualquier forma verdadera de sociabilización expansiva; sujetos intelectual, espontánea e inconscientemente “economicistas”, lo que nos llevó a sustituir nuestras viejas, dispares, incongruentes pero aún así relativamente efectivas ideas de comunidad, por otras formas menos amplias de articulación, siempre individualistas y falansterianas.
Esta “crisis subjetiva” o “crisis de identidad”, que se construyó de forma conjunta entre los nuevos cantos de sirena del capital y nuestras formas de ejercer la crítica y la política, se conjuga, a su vez, con otra crisis, que es la que hoy nos desarma frente al presente: una fuerte “crisis de la cultura” o “crisis de la imaginación”, de las que hablaremos más adelante.
Balance tardío
Hasta aquí hemos dicho, más o menos, lo siguiente: que nuestras anteojeras “politicistas” no nos permitieron entender que el comienzo del siglo XXI estaba de algún modo atado a innovaciones técnicas (las redes sociales y el bitcoin, por un lado) y a una falla interna del capitalismo financiero (la crisis del 2008); a su vez, que estas anteojeras no nos permitieron reconocer que las innovaciones técnicas habían producido un nuevo mundo; que al no entender a los nuevos sujetos, los nuevos mercados y las nuevas formas del capital, comenzamos a sospechar que la historia había “terminado” y, por ello, terminamos por replegarnos a posiciones tanto más reformistas o estatistas que las que habían caracterizado a los movimientos populares y de izquierda en el siglo pasado; que en esta conducta de repliegue moralista, dos de nuestras mejores herramientas, la crítica y la intervención política, tendieron a oxidarse; y, finalmente, que en esa oxidación, nos alejamos del mundo, y comenzamos a contagiarnos de las lógicas que nos proponía la razón neoliberal, para finalmente volvernos contra nuestros propios compañeros y contra nosotros mismos en una “crisis de identidad” y “crisis de la imaginación” ya desbocadas.
Este panorama nos permite sacar, por el momento, algunas conclusiones preliminares.
Respecto de los diagnósticos que hemos realizado, es necesario comprender que siempre existe y puede existir un “afuera” de la política y de la economía; que en nuestra coyuntura específica no fue sino un acontecimiento vernáculo de la técnica el que tuvo la capacidad de “vectorizar” de forma muy particular las instancias de la política y la economía. Incorporar la reflexión de la técnica a nuestros análisis parece ser de una obligatoriedad absoluta frente al mundo nuevo que habitamos y que va a ver acelerado su proceso de tecnologización.
En esa línea es menester preguntarse qué nuevos sujetos van a comenzar a producirse y de qué manera la estructura del capital y los mercados pueden llegar a mutar de cara a las posibilidades de la computación cuántica, la Inteligencia Artificial General (AGI, en inglés), la fisión nuclear, el transporte autónomo, las interfaces neuronales, la biotecnología avanzada, etcétera.
Respecto de las herramientas que supimos construir —la crítica y la política—, también podemos decir una o dos cosas.
De la crítica debemos concluir que es necesario ensayar una renovación radical. Una nueva forma de crítica debe colocarse en el centro de las “cuestiones de urgencia crítica”, tomando como punto de partida las preocupaciones populares contemporáneas y de urgencia vital. Desde la inestabilidad anémica, emocional y psicológica a la depresión de los sujetos del mundo de hoy; de la pregunta por la ética y el concepto de comunidad al movimiento masivo que podemos observar en el revival del pensamiento mágico; desde los efectos que la cultura patriarcal ejerce en cada uno de nosotros a la pregunta sobre la especificidad de la “vida” en sociedad. Sólo en una lectura atenta y sistemática, rigurosa en sus planteos y en sus objetivos, la crítica puede volver a convertirse en una herramienta de valor para la práctica política; sólo en una entrega no individualista, no camarista, no gatekeeper, que intente subvertir las dinámicas académicas establecidas y que intente hablar una lengua común, abierta y dispuesta a “contagiarse”, la crítica nos permitirá evitar los espacios que el “mercado de ideas” nos propone como predefinidos, para quebrar los límites preestablecidos de lo pensable, lo sospechable, lo decible y lo realizable.
De la política, otro tanto. En una lectura benevolente, y siguiendo el ejemplo de la ametralladora Maxim, es posible sostener que no nos equivocamos en el “contenido” de las políticas públicas que logramos impulsar en el último tiempo, sino en la “forma” en la que ejercimos propiamente la política. Si nuestro objetivo, al menos de mínima, sigue siendo todavía el de mejorar las condiciones de vida de los hombres y mujeres con quienes compartimos un barrio, una ciudad, una región, un país, entonces, poner en tela de juicio la importancia radical de la despenalización del aborto, del matrimonio igualitario, de la identidad y el cupo trans es un despropósito. El problema, en todo caso, fue que nuestra “forma” de llevar a cabo ciertas transformaciones se desarrolló, en su programática, planeamiento, y ejecución, “por arriba”, es decir, en las formaciones gubernamentales y alejadas de los intereses y preocupaciones cotidianas y concretas de la sociedad civil y de los sujetos que prometíamos representar. Esta burocratización de la política nos obliga a pensar otras estrategias de articulación más verdaderas y perdurables, volviendo a reconocer quiénes somos y a quiénes nos debemos, regresando al lugar del que no deberíamos habernos ido, y abandonando prácticas sectarias, exclusivistas y excluyentes, o prácticas de filología exhaustiva y trasnochada, que nos empujan improductivamente a la reflexión sobre quién entiende de manera más fina las doctrinas de los que nos consideramos herederos.
Este diagnóstico, por el momento breve y laxo, y que ya tendremos tiempo de revisar, nace, sin embargo, de una constatación dolorosa.
Es la siguiente: cuando quisimos emprender un regreso al mundo frente al temor que representaban nuevos proyectos políticos nacientes, descubrimos que el mundo ya no nos pertenecía, que el mundo ya no hablaba el lenguaje que nosotros habíamos cultivado con recelo y, peor, que el mundo se había atomizado como nunca antes. ¿Y qué con la atomización del mundo? ¿No era acaso esa máxima del subcomandante Marcos que, en mayor o menor medida, tomábamos como encomiable? ¿No habíamos entrado en una fase, nuevamente, “politicista”, en donde habíamos construido “un mundo en donde cabían todos los mundos”? Evidentemente, no. Percibimos, tarde, siempre tarde, que ya no había un mundo comprendiendo otros, en un juego de matrioshkas infinito, sino que había múltiples mundos, múltiples planetas, distantes en su composición, en su caos compositivo, en su fundación y en su forma de crecer en tanto que organismo.
¿Qué implicaba esta atomización? Entre otras cosas, que ya no era posible pensar en un mundo en donde cupiera el sueño de una “democracia ampliada”. La idea de las “políticas de la naturaleza” y del “acuerdo general” que critica Latour en el ensayo citado, ideas también “politicistas”, también escatológicas y del “fin de la historia”, y que cimentaba la esperanza republicana de “acordar en disentir”, ya no era la forma apropiada de entender la realidad política.
Ahora bien, el problema verdadero, sin embargo, era tanto más profundo. El problema no era que el mundo hubiese cambiado (como lo hace siempre), que el mundo ya no se tratase de una exterioridad pura, sin dudas dinámica pero relativamente estable, que podíamos dejar tranquila, ahí fuera, hasta que tuviéramos el tiempo de reformar nuestros aparatos críticos y de intervención política. El problema no era, en estricto, nuestra “demora”, y el hecho de que el búho de Minerva (la filosofía, la práctica del pensamiento) se “despierte” siempre por la tarde, caída la noche, a reflexionar sobre lo que ha sido del día inmediatamente anterior, es decir, “después” de que acontezca la Historia. El problema, en todo caso, era que este nuevo mundo, estos nuevos mundos superpuestos, ya en confluencia, ya en contradicción, estaban reclamando —por las crisis, por la aceleración desatada de nuevas formas del capital y de mercado— una nueva sobreunificación ideológica, una nueva dirección, un nuevo norte, un nuevo aglutinamiento político que nosotros, por pereza, adormecimiento o pedantería moral, no estábamos en condiciones de ofrecer.
Si bien en la disputa ideológica y de poder por la hegemonía nunca jamás estuvimos solos, en los últimos tiempos, y en una experiencia de novedad y originalidad inhóspita, han aparecido nuevos espacios de pensamiento, sin dudas difusos, porosos, a menudo inclasificables, que parecen llevarnos la delantera. Una caracterización de estos espacios es necesaria para pensar cómo debemos modificar nuestros propios programas.





