Crónica 2

Perseguir al dragón

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Imagen de portada
Ilustración titulada 'Perseguir al dragón' que muestra una composición artística con elementos como un autobús, un tocadiscos, una navaja de afeitar, edificios y patrones abstractos en cuadros. Los colores predominantes son azul, rosado y negro, creando un estilo visual contrastante y dinámico.

El porro en los setenta era una bandera que, salvo un hippie, nadie quería levantar. “No somos putos, no somos faloperos, somos soldados de FAR y Montoneros”, se cantaba al mismo tiempo que López Rega declaraba que los mayores consumidores de drogas eran los guerrilleros y que, por lo tanto, la campaña antidrogas sería una campaña antiguerrilla. Para el ala guevarista del peronismo, la marihuana te hacía burgués, para el ala derecha, te volvía comunista, y para los militares, como puede verse en la película Los drogadictos, de 1979, era sinónimo de ser subversivo. En medio de todo ese quilombo, Miguel tenía que elegir entre militar o drogarse. 

Militar o drogarnos. Ese fue el dilema que le planteó Angélica cuando empezó la dictadura del 76. Eran compañeros en la Facultad de Medicina de la UBA y fue ella, que era hija de un militar, la que puso en palabras una dicotomía que Miguel venía transitando desde hacía años. “Militar o drogarnos, son las únicas dos cosas que podemos hacer ante esta situación”, le dijo ella. 

Para Miguel, los dos caminos habían empezado casi en simultáneo. Sus primeros porros, a los diecinueve años, lo dejaban mareado y contento. Escuchaba Deep Purple en la casa de los padres y pensaba que ya no quería combatir sus rulos con gomina, como había hecho toda su vida, sino que ahora quería dejarlos crecer. Por esa época, había empezado a ir a algunas reuniones de la JUP, la Juventud Universitaria Peronista, el brazo estudiantil del movimiento, ideológica y operativamente ligado a lo que luego sería Montoneros.

Pero ¿por qué la frase de su compañera planteaba la necesidad de elegir? ¿Por qué “militar o drogarnos” y no “militar y drogarnos”? Porque para gran parte de la militancia setentista, pero sobre todo para sus dirigentes, la marihuana era una especie de somnífero que te alejaba del movimiento y corrompía tus convicciones revolucionarias. Cuentan Marcelo Larraquy y Roberto Caballero en su biografía no autorizada de Rodolfo Galimberti, el exlíder montonero, que en 1968 Luis Alberto Spinetta militaba en un frente artístico de JAEN, la agrupación que lideraba Galimberti y que luego también sería parte de Montoneros. En un plenario interno decidieron que ningún militante de JAEN podía consumir sustancias prohibidas. Cuando escuchó esa decisión, Spinetta se paró y prendió un porro al lado de la ventana. El ambiente se puso tenso y algunos le dijeron que se fuera, que consumir drogas no era una actitud contestataria al sistema. Luis no respondió, pero cuando un compañero suyo saltó a defenderlo, el responsable del plenario fue tajante: “Un tipo que hoy fuma porro, mañana nos vende por un porro”. Spinetta se fue. Entre militar y drogarse, el flaco eligió la segunda, y no volvió a asistir nunca a una reunión de la organización. 

Según un informe sobre drogas y militancia setentista que publicó la revista THC, la JUP de la Facultad de Medicina era una de las agrupaciones más transgresoras con respecto a la marihuana, tanto que la situación terminó derivando en que la dirección de la organización impusiera a una interventora para supervisar el tema. En ese contexto, Miguel, que ya militaba orgánicamente y había sido nombrado delegado de la JUP en la materia de Psicología Médica, fue a una reunión con organizaciones de la izquierda. Llegó muy fumado, a veces le gustaba ir re loco a la facultad. Pero la buena onda se cortó cuando, durante el debate, alguien lo olió y decidió frenar la charla para ponerlo en evidencia. Todos se lo recriminaron. Le dijeron que cualquier comportamiento de evasión no era compatible con el compromiso político. Miguel, igual que Spinetta, se levantó y se fue. 

Llegué a Miguel por mi viejo. Se hicieron muy amigos en sus años de facultad y, aunque mi papá no militaba orgánicamente, fueron juntos a Ezeiza a recibir a Perón en el 73. Durante mi infancia y adolescencia no llegué a conocerlo, pero escuché mil veces esa historia porque es una de mis favoritas: los dos tirados cuerpo a tierra, a metros de la emblemática bandera de Montoneros y cagados en las patas de comerse uno de los tiros que venían desde el palco. 

—Solo acepté esta charla porque lo quiero mucho a tu padre —me dice Miguel mientras nos sentamos en una mesa de la pizzería Kentucky de avenida Corrientes y Paraná, el corazón más corazón de Buenos Aires. Tiene 72 años, es médico especialista en medicina nuclear y sus rulos definitivamente vencieron en la pelea contra la gomina. 

“En ese momento quizás te fumabas un porro por mes o cada dos meses”, cuenta y se seca la frente con una servilleta por el calor que largan las estufas eléctricas. No era fácil conseguirlo. Él y su grupo recurrían a la amiga de una amiga que trabajaba de azafata en Avianca y traía de Colombia la punto rojo, la cepa más famosa de aquel entonces. Para Miguel, ese porro era muchísimo más potente que el que se fuma ahora. Y aunque hoy se sabe que las variedades actuales, muchas veces modificadas genéticamente, son hasta diez veces más fuertes, entiendo lo que me quiere decir, aquello no tenía que ver con la química, sino con otra cosa: “Uno sentía un despegue de la realidad. La marihuana me dio el poder para despegarme de tanta oscuridad”.

Para Miguel, lo que pasó en Ezeiza esa tarde del 20 de junio de 1973, mientras él y mi viejo se agarraban la cabeza tirados en el piso, dejó un claro mensaje: el regreso de Perón no sería tan rosa como ellos pensaban. 

—La cosa se fue poniendo complicada y estar militando en ese momento era estar enfrentando la situación —me dice—. Entre los compañeros estaba mal visto fumar porque te decían que era escapar de la realidad. ¡Y era verdad! Uno lo hacía para poder escapar un ratito de todo eso. 

Militar en los 70 era una actividad que difícilmente podía hacerse a medias. La persecución y el peligro eran tan grandes que las organizaciones exigían una entrega total a sus militantes, incluso a aquellos que no habían pasado a la clandestinidad. Por eso, más allá de las diferentes argumentaciones que pudieran tener —algunas con una raíz más católica, otras más marxista—, el rechazo de los dirigentes de las agrupaciones al porro era una forma más de extender el poder de la organización por sobre la vida del militante, en la búsqueda de una construcción colectiva que se antepusiera al desarrollo individual. En esa misma línea estaba, por ejemplo, la condena a los militantes que fueran infieles con sus parejas. Podía tener una argumentación moral, sí, pero en el fondo era una política que castigaba el engaño entre compañeros. La lógica era que si no eras capaz de ser fiel a tu novia, menos lo serías con la organización. Y si no podías resignar el porro, entonces tu espíritu revolucionario era débil. Eran pocos los espacios en donde la marihuana y la lucha podían convivir. Pero como la JUP de medicina era uno de ellos, Miguel no se veía demasiado afectado más que por algún reto que se comiera cada tanto. 

En octubre del 73, algunos meses después de aquella travesía militante a Ezeiza, Miguel recibió el golpe más fuerte de su vida. Un hecho que desarticuló su identidad, sus convicciones, su militancia y sus consumos: el asesinato de su hermano. 

—Fue tanto el desorden que me generó, que a veces siento que es lo único que me pasó en toda la vida —me dice mirándome a los ojos y despedazando de a poco una servilleta—, nada fue tan fuerte como eso. A partir de ahí, dudé mucho de mi militancia y me empezó a pintar el porro. Y cuanto más matanza, más porro.

Carlos, el hermano de Miguel, era secretario general de la Unión de Tranviarios Automotor (UTA) de Mar del Plata, que estaba alineada ideológicamente al dirigente sindical Juan Ignacio Rucci, quien también fue asesinado en septiembre de ese mismo año. Rucci era parte de la Unión Obrera Metalúrgica (UOM), y pertenecía a un sindicalismo peronista que estaba enfrentado a muerte con la juventud revolucionaria. Por eso, cuando Miguel se enteró de que algunos le adjudicaban el asesinato de su hermano a Montoneros, el desorden fue total. No estaba confirmado que hubieran sido ellos, pero ¿y si era cierto? ¿Y si habían sido sus propios compañeros de agrupación los que habían matado a su hermano?

Frente a esta situación, la marihuana pasó a ser algo importante en su vida. Y la evasión y la distracción se convirtieron en estados deseables. No es poco que algo te saque un rato de la mierda en esos momentos. Y el fumo, como se le decía al porro en esos años, lo ayudaba a abstraerse y lo acercaba a ambientes artísticos y bohemios en donde cada vez se sentía más cómodo. Según Miguel, en un momento empezó a notarse cada vez más la diferencia entre los que fumaban y los que no. Y según el informe de la revista THC, en el 74 hubo una división dentro de la JUP: muchos jóvenes, críticos a la conducción de la orga, usaban la frase “nos fuimos de fumo a casa” para abandonar la agrupación.

—Cuando empezaron los crímenes previos a la dictadura y después con los crímenes durante la dictadura, uno fumaba con la sensación de que si estaban matando a tanta gente, lo menos que podían hacer era dejar que uno se fumara un porro —dice y agarra otra servilleta para seguir arrancando papelitos—. Yo ya estaba angustiado, pero la angustia sin fumar era mucho peor que la angustia fumado. Porque fumado por lo menos podía llorar por mi hermano. Encerrarme a llorar y estar conmigo, o con él, de alguna manera.

Ahora se entiende mejor el peso de aquella dicotomía planteada por Angélica: militar o drogarnos. Drogarse no era solo drogarse, sino también mostrarse frágil y conservar cierta autonomía sobre su vida privada, sobre su tiempo libre, sobre sus consumos y sobre algo que no era para nada menor en la vida de Miguel: su sexualidad. Ser gay no era fácil en aquel entonces, “la militancia tenía todo un rollo con la homosexualidad”, me dice y yo recuerdo otra vez aquella canción de “no somos putos, no somos faloperos”. Sin embargo, del otro lado del binomio también había argumentos fuertes. Militar era pelear por una patria más justa, dar la vida por un sueño colectivo y asumir el riesgo que eso implicaba. Y de alguna forma, fue el riesgo lo que terminó inclinando la balanza. 

Para elegir, Miguel pensó en su familia. El asesinato de su hermano había significado demasiado sufrimiento para todos. Era suficiente. 

—Ahí me encerré en mis libros, los que no había quemado, me enfoqué en mi carrera universitaria y me puse a fumar mucho porro para poder seguir enfocado. Fumaba porro, lloraba mucho y estudiaba Medicina. No más que eso, porque había que estudiar una barbaridad. 

Para esas maratones de estudio, muchos en los 70 consumían anfetaminas. Era un consumo operativo, que no tenía nada de placentero. Incluso muchos de los que tomaban este tipo de drogas eran personas muy alejadas de la marihuana o de cualquier otra sustancia psicoactiva.

—Lo comprábamos en la farmacia. A veces anfetaminas, a veces otro estimulante, Pemolina Magnésica. Mucha gente ni de casualidad se fumaba un porro, pero esto sí lo hacía, para poder estudiar muchas horas —en su cara percibo que se acaba de dar cuenta de algo—. Porque quizás esa era una tercera opción: enfrascarte en tu carrera. Pero eso tiene que ver con cuánto uno siente que el mundo lo toca. Después de todo, uno no tiene por qué reaccionar ante las cosas, salvo que las cosas le interesen.

Una tarde, en el 77 o 78, Miguel se juntó con sus amigos en la casa de un compañero de la facultad, uno de los que fumaba. Se habían prendido un porro, conversaban de la vida y escuchaban música. Primero Deep Purple y después un disco nuevo de Yes que acababan de conseguir. En eso llegó el padre del anfitrión. Atorrante, mujeriego, porteño, tanguero y merquero son las palabras que elige Miguel para describirlo. Tenía cerca de sesenta años y, cuando sintió el olor de la marihuana, se acercó riéndose.  

—¡Ay, pero qué pendejos! —les dijo—, yo tengo otra cosita para ofrecerles si les interesa —el tipo sacó un papelito doblado en varias partes, se lo dio al hijo y se fue a cambiar porque, según él, había una mina que lo estaba esperando.

En esa época la merca no era una droga que consumieran los jóvenes, tenías que tener guita para pagarla. Por eso la tomaban los ricos y los tangueros. Miguel no venía de familia de plata, pero sus tíos eran amigos de Troilo y Goyeneche, quizás los dos tangueros más asociados a la cocaína, así que en el momento en el que el padre de su amigo sacó el papel, no le pareció demasiado extraño. 

—No es que en mi casa se hablara abiertamente del tema. Pero viste cómo es el ambiente del tango. Mis tíos eran dos atorrantes amigos de todos esos y caían los domingos a las comidas familiares siempre con una mina distinta, que a veces también estaba medio pasada. 

La relación entre el tango y la cocaína empezó a principios de siglo, por los años 20. Son muchos los tangos que hablan del cocó, que en aquel entonces era un polvo misterioso que traían las prostitutas en sus carteras desde París. Por eso Miguel dio por sentado que sus tíos la consumían y por eso cuando el padre de su amigo les ofreció, no dudó en decir que sí. 

—Fue maravilloso, no me lo voy a olvidar jamás. Creo que lo que lo perpetúa a uno como drogadicto es la búsqueda de esa primera vez. Todo lo que viene después es el intento por volver a alcanzar ese estado inolvidable. 

Hay un término, con orígenes en la China del siglo XX, que se refiere exactamente a esto: perseguir al dragón. En ese caso eran los fumadores de opio los que, al ir desarrollando tolerancia a la forma clásica de consumir, pasaban a inhalar los vapores de la sustancia persiguiendo al dragón de sus primeros subidones. En el caso de Miguel, lo que sintió esa tarde fue que el mundo era maravilloso, que todo era maravilloso. Se quedó con sus amigos, charlaron toda la noche sobre música, arte, política. Por un par de horas, la oscuridad del contexto no importó. Era como haberse dado una inyección de euforia y alegría. Ese fue su dragón.

—Ese primer contacto orgánico es espectacular. Es algo que tiene que ver con la biología. 

Cuando Miguel habla sobre la biología se refiere a cómo la cocaína ayuda a inundar de dopamina el cerebro y aumentar los niveles de serotonina y norepinefrina. A eso se debe la euforia y la energía. La merca altera el comportamiento de las proteínas que transportan este neurotransmisor de modo tal que impide que la dopamina que libera el cerebro se recicle, y por eso se va acumulando en el espacio entre neuronas, amplificando sus efectos tanto en intensidad como en el tiempo. 

Después de esa noche, no volvió a tomar por mucho tiempo. Aquella había sido una aventura muy divertida, pero pertenecía a un mundo ajeno. Además, no podía pagarla. Mantuvo su rutina de estudio, porro y anfetas hasta terminar la carrera y en el 80 se fue del país. 

—En Argentina ya no se podía vivir, no había nada que se pudiera hacer y hasta te daba culpa de que no te pasara nada.

Ese fue el primer escape de su vida, el que salió bien. Llegó primero a Barcelona, tuvo un amor catalán que lo invitó a viajar a Venecia y tiempo después consiguió una beca para especializarse en Medicina Nuclear en la Universidad Católica de Lovaina, en Bruselas. 

—Fueron años tranquilos, lo máximo que hacía era tomar el tren a Ámsterdam para conseguir el hachís afgano, que era maravilloso. Una Navidad, un fotógrafo francés nos invitó a su casa a tener una noche de champagne, ostras y cocaína que fue muy divertida, pero nada más —me dice mientras amontona todos los pedacitos de servilleta que fue rompiendo—. Bueno, nada más… lo que pasa es que a fines de los 80 sentí que tenía que volver a casa y viajé a Buenos Aires. Y bueno… los 90 en Argentina fueron el apogeo del reviente. 

En Argentina los 90 fueron la década de la cocaína. Cualquier persona que se haya movido en la noche durante esa época lo reconoce, había por todos lados. Ya desde fines de los 80, la merca había dejado de pertenecer exclusivamente al ámbito tanguero y ahora era la droga de los famosos de la tele, de los rockeros, de los futbolistas y con el tiempo, la de todos los estratos sociales. Para que esto sucediera hubo una serie de hechos importantes en la fabricación y distribución del producto, que originalmente se terminaba de fabricar en Colombia con materia prima de Bolivia y Perú, después viajaba a Europa y recién ahí llegaba al Río de la Plata. Ese circuito cambió en los 80 cuando algunos carteles colombianos se mudaron a Santa Cruz de la Sierra. Bolivia dejó de ser un simple proveedor de materias primas y pasó a exportar la droga ya lista. Desde Argentina llegaban varios de los químicos necesarios para el proceso de fabricación del clorhidrato de cocaína y este contacto ayudó a tender los puentes para que el país durante los 90 se convirtiera en un territorio no solo de tránsito, sino también de cocción y exportación. Eso hizo que la oferta aumentara, que los precios bajaran y que Miguel tuviera sus años de reviente. 

—Volví a una Argentina apaleada a morir, con una democracia que hacía lo que podía y una sociedad que poco a poco se iba abriendo a las drogas. Especialmente a la marihuana, pero también a la cocaína, que cada vez se conseguía más fácilmente. 

El reencuentro con la merca, en palabras de Miguel, fue precioso. Había conseguido un trabajo como director médico de una obra social y tomar le permitía trabajar durante diez horas de excelente humor, salir de fiesta y volver a su casa a escribir su primer libro, un ensayo sobre la teoría de la evolución titulado El filo de cada día. Una mirada sobre Darwin

Mientras tanto, sus propios días eran interminables, pero interminables bien. Como uno de esos libros largos en los que uno no quiere pasar de página para no llegar al final. Dormía poco, se sentía físicamente excelente y mentalmente muy creativo. Como viviendo una plenitud porteña que le habían prohibido por ser puto y peronista, porque gran parte de esa plenitud tenía que ver con darle rienda suelta a su sexualidad.

—Lo que hace la cocaína es destruir cualquier tipo de barrera moral y llevarte por lugares sexuales desinhibidos —me dice, sin terminar de entender si yo sé algo del tema o si me tiene que explicar todo desde cero—. Me he encontrado en situaciones que nunca podría haber imaginado, ni deseado, ni supuesto. Era salir a la calle y que pase cualquier cosa, lo que venga.

Su proveedor era un italiano, dueño de un anticuario de San Telmo. En esa casa oscura, Miguel y un grupo de gente, que con el tiempo se convertirían en sus amigos de la noche, se juntaban a tomar cocaína durante varias horas. Empezaban cerca de las nueve de la noche y terminaban a eso de las diez de la mañana, y en el medio pasaban varias botellas de whisky, paquetes de puchos y charlas interminables sobre todos los temas del mundo. Eran hombres cultos, bohemios y drogados, así que la conversación podía no terminar nunca. 

Aquella casa era muy sombría. Una construcción antigua, típica del barrio de San Telmo, a la que casi no entraba la luz del sol, y en donde uno podía encontrar objetos de cualquier tipo y en cualquier estado. Antigüedades en reparación, amontonadas por todas partes, desde una silla vieja hasta una tetera de porcelana. Algunos tesoros muy valiosos y también chatarra, igualados por el gris del polvo, que cubría y opacaba todo como un filtro de fotografía. En el fondo, el anticuario tenía su taller de restauración, lleno de máquinas, viruta y productos químicos. Y en el salón principal, en una mesa de madera robusta con forma de óvalo, los invitados peinaban la merca y charlaban hasta el otro día.  

El tano, que como era un tipo grande, simpático y muy intelectual, aparentaba ser solamente un bohemio pícaro, en realidad era mucho más pesado de lo que Miguel creía. Una noche, mientras charlaban en su casa, escucharon los cascos de varios caballos sonando contra los adoquines de San Telmo. El tipo miró por la ventana y se puso blanco. Era la policía montada, que se había parado justo enfrente de su puerta. Casi corriendo se fue hasta un armario que tenía en su habitación y sacó siete ladrillos de un kilo de cocaína. “Tengo que sacar esto de acá”, les dijo mientras enrollaba los bultos en ropa para tratar de descartarlos por ahí. Pero cuando estaba a punto de salir, los caballos volvieron a hacer ruido y encararon para otro lado. 

—A uno le parecía que estaba todo bien. De nuevo, no había ningún tipo de distinción entre el bien y el mal. Pero no el mal filosófico, no quiero ser moralista. Sino el daño, el bienestar es tan grande que uno pierde noción del daño. Todo era placentero y divertido.

Placer y diversión. Dos estados que le había costado muchísimo alcanzar y por los cuales estaba dispuesto a pagar el precio que fuera. Porque al otro día, cuando se despertaba después de dormir un par de horas, se sentía morir. El bajón de la merca y el sexo aleatorio le dejaba una sensación de vacío atemorizante. Pero bastaba con un café doble y un par de saques para estar bien de nuevo y listo para volver a trabajar y después a salir. Con la merca ya no importaba lo que pensaran los demás. No había argumentación moral posible, porque su propia moral estaba mucho menos clara que antes. Todo lo vivía en un estado de excitación constante, en una especie de promiscuidad perpetua muy acorde a la estética noventera clásica: vida de noche, drogas, alcohol y gastos fuera de control. 

—Los gastos estrafalarios que uno hace en ese estado terminan siendo más importantes que la cocaína en sí. Yo gastaba mucho en pagarle por sexo a algún chico trasnochado. Y en alcohol, muchísimo en alcohol —dice y se interrumpe a sí mismo con el primer sorbo de café—. Era hermoso. Son cosas que uno no dice, pero lo que se siente cuanto uno está así de merca es maravilloso. 

“Gasté mucho dinero en autos, alcohol y mujeres, y el resto lo malgasté”, dijo George Best, el histórico delantero irlandés del Manchester United. Cuando me acuerdo de esa frase y se la digo a Miguel, larga una carcajada. “Tal cual, tal cual”, repite. 

De todas formas, la plata fue el primer indicador de que todo se estaba yendo un poco a la mierda. Su sueldo de director médico de una obra social era alto, pero no infinito, y en un momento, el margen se empezó a terminar. Guita que entraba, guita que gastaba. Y todo iba a ahí, a la fiesta, al alcohol y a la merca. 

—Los solterones tenemos una relación con el dinero diferente a la del resto. Si tenés hijos, estás obligado a una organización. Pero cuando uno está solo y le gusta divertirse, está perdido, porque se quiere gastar todo lo que hace y un poco más. 

Pero esa alarma no sonó lo suficientemente fuerte. “Mientras siga ganando guita, voy a seguir tomando”, pensó en ese entonces. Y guita ganaba, porque en el trabajo le iba muy bien. En la oficina se sentía ágil, enfocado. Cada tanto iba al baño a tomarse un tiro y volvía fresco y encantador para todo el mundo. O al menos así fue durante un par de años. Por lo general, el merquero con el tiempo se vuelve conflictivo y se aleja de los que no toman. Es como si de golpe dejaras de compartir todos los códigos con amigos históricos, como si sus chistes no te hicieran reír, como si tu imagen empezara a borrarse de sus fotos del futuro. 

—Todo mi círculo se fue armando de gente muy reventada, que estaba en la misma que yo. Y con el tiempo, lo que era divertido y espectacular se volvió bastante nefasto. La promiscuidad es terrible, cuando entrás en ese espíritu de encamarte con cualquiera es un horror, te genera un gran vacío cuando uno despierta de la fiesta y se encuentra con las ruinas a su alrededor. 

Aunque el problema no era solo espiritual. Su vida nocturna se fue poniendo cada vez más peligrosa y en tres ocasiones distintas estuvo a punto de ser asesinado. Las tres veces pasó lo mismo: chongos que se había levantado en la calle y que al llegar a su casa terminaban siendo homofóbicos que lo único que querían era cagar a trompadas a un puto. Situaciones a las que una persona trans o gay estaban tristemente acostumbradas en los 90 y diría que ahora también. “No tengo idea de cómo sobreviví”, me dice Miguel, que a veces todavía se lo pregunta.

Mientras los autos pasan al lado, el ruido de Buenos Aires por momentos es más fuerte que nuestra conversación. Aunque pedimos café solo, los dos tomamos café con leche porque la moza nos trajo lo que quiso. En la mesa, las servilletas que fue rompiendo Miguel ahora son una pequeña montaña de bollitos de ese papel de mierda con el que hacen las servilletas de pizzería. Él habla sobre lo que llama “el prójimo del drogadicto”, sobre su entorno. 

—A veces pienso que todos miraron para el costado en ese momento. A algunos les parecía muy simpático, otros se alejaron por indiferencia, otros no se metieron por respeto. Pero por otro lado, lo cierto es que, cuando uno está tan pegado, se le hace difícil al prójimo ayudarte, entonces no se puede hacer ningún reclamo.

En esa misma época alojó en su casa a un amigo suyo que acababa de separarse y no tenía dónde vivir. Y aunque pasaba pocas horas en el departamento, no más que para bañarse o dormir un rato, a Miguel le gustaba tenerlo cerca porque era uno de los pocos amigos de antes que le quedaban. Una noche, durante esos meses de asilo, Miguel se quedó solo tomando merca y escribiendo. Pasaba horas dedicado a la escritura y a la lectura. Los textos fueron su refugio cuando la fiesta y el descontrol perdieron el brillo de los juguetes nuevos. La cocaína lo inspiraba, le despertaba curiosidades que solo podían saldarse leyendo y que solo podía canalizar escribiendo. Entonces estaba horas tomando y exprimiendo el placer de una de las pocas actividades que todavía no se había manchado con el polvo de lo patético. 

Pero esa noche, cuando quiso bajar del entrepiso en donde tenía el estudio, su cuerpo falló. Primero sintió un mareo, después le erró al escalón y terminó cayendo hasta abajo de todo. No tenía ninguna lesión pero estaba inmóvil. No tiene claro si no quería o no podía moverse, pero lo cierto es que se quedó dormido en el piso hasta que tres o cuatro horas más tarde lo despertó el frío. 

Cuando su amigo volvió, Miguel, que recién estaba reincorporándose, le describió la situación tratando de volverla graciosa. La primera reacción al escucharlo fue el silencio. Pero un silencio corto, parecido al tiempo que marca el director de una orquesta justo antes de mover la batuta y dar inicio a la obra. Solo que acá no había música, sino una explosión de llanto e impotencia. 

—No puede ser, no te puedo ver más así —le dijo—, yo me quedo a ayudarte, pero tenés que tirar la merca a la basura. 

—Yo me puse a llorar —me dice Miguel—, pero no la tiré. 

Más o menos al quinto año de consumo fuerte, su situación económica dejó de ser mala para pasar a ser dramática. Por más que fuera alto, el sueldo de la obra social no alcanzaba para cubrir los vicios, y esa vida de galán holgado de a poco se fue convirtiendo en la de un busca que vive emparchando agujeros. Una vez Andrés Calamaro dijo que por lo único que alguien deja de comprar merca es porque se queda sin plata, pero que como a él eso no le pasaba, entonces le costaba mucho más. Y como Miguel no era Calamaro, un día la plata se le empezó a acabar. 

Estaba a punto de fundirse, y sin embargo su ingenio de tomador siempre hizo que le encontrara la vuelta a inventar un mango extra para llegar a comprar una bolsa o para pagarle a un chongo por sexo. —Me las arreglaba. He hecho cosas… algunas no puedo decirlas —me dice cuando le pregunto sobre esas técnicas de emergencia para ganar plata—. No llegué a robar pero porque no me hizo falta, lo hubiera hecho sin problema porque como ya te dije, la moral no existía. Sí, cuando se podía, he cobrado demasiado caros los honorarios de mis consultas privadas.

Hay un momento, dice Miguel, en el que se quiebra la relación interna con la cocaína y ya sos consciente de que todo está mal, pero no podés parar. Mientras lo escucho, pienso que se trata de una pulsión autodestructiva que no solo tiene que ver con la adicción física a la sustancia, sino también con la demolición de cualquier cosa que hubiera podido construir en su vida: sus vínculos, su carrera, su economía. Y todo en soledad, cavando su propio pozo, tomando hasta su último peso, dejándose caer por las escaleras.

La última alarma que sonó fue la de su familia, compuesta por su madre y sus sobrinos, los hijos que tuvo su hermano Carlos algunos años antes de ser asesinado en Mar del Plata. Si bien hacía varios meses que la relación venía difuminándose, hubo un hecho que fue importante para que Miguel sintiera que su núcleo duro se estaba enfriando. A su mamá la había mordido un perro y le había dejado varias heridas en la piel. Cuando fue al hospital, le dijeron que tenían que darle algunas inyecciones y llamaron por teléfono a Miguel, su hijo médico, que apenas colgó, se olvidó por completo de la situación. Cuatro semanas después, en un almuerzo familiar, alguien hizo un comentario sobre el tema y le cayó la ficha. 

—Uno va perdiendo registro de la realidad, me sentía totalmente indiferente a las cosas que pasaban.

Esa fue la alarma definitiva. Hasta ahí, era consciente de que todo estaba mal, pero no podía parar. Pero entonces se encontró con el mismo límite que se había encontrado en los primeros años de dictadura: el sufrimiento de su familia. Solo que esta vez no alcanzaba con dejar de militar, no podía entregar una parte de su vida nada más, tenía que cambiarla por completo. Y para eso necesitaba tiempo. Tiempo y soledad.

—Decidí escapar. Volví a Bélgica a hacer una especialización en HIV, pero todo era una excusa para irme a un lugar en donde no pudiera tomar.

En Bruselas, comprar merca sería mucho más difícil y mucho más caro. No conocía a nadie y tenía que cumplir con un montón de horarios de la universidad. Además, allá se reencontraba con un viejo amor que había dejado en su primer viaje: el hachís afgano de Ámsterdam, a solo un tren de distancia. 

Durante los años de cocaína, Miguel, al igual que la mayoría de los merqueros, no fumaba porro. “Son incompatibles, están en diferentes órbitas”, dice. El que toma mucho no fuma, suele ser así. Por eso en Bélgica el hachís iba a ser tan importante, era una especie de puente al Miguel de antes. Una herramienta que, como en los años de dictadura, usaría para tratar de despegarse de la oscuridad, que esta vez no estaba afuera, sino adentro.

—De todas maneras, en Bélgica la pasé terriblemente mal. 

A la distancia, Miguel reconoce que fue un error pensar que tomarse un avión y fingir demencia serviría de algo. La abstinencia era doblemente dolorosa estando lejos de todo, y ni el hachís, ni las ocupaciones pudieron tapar el vacío que le había dejado la cocaína. 

—Nada me dejó tan vacío en mi vida, algo totalmente indescriptible. Nada me golpeó tanto. Fueron ocho meses de una carencia espantosa, hasta que decidí volver a Buenos Aires, conseguir un laburo cualquiera y empezar de cero. 

Empezar de cero, sí. Porque en Bélgica sintió que se iba a morir, o que se estaba muriendo, o que se había muerto. 

Volvió a Buenos Aires sin guita y con más angustia que antes. La estadía en Bruselas había resultado terrible, y el regreso a casa terminó convirtiéndose en el escape del escape. Pero acá todo estaba igual que como lo había dejado. Los ocho meses limpio se cortaron apenas empezó a reunirse con amigos y alguien le ofreció cocaína. Si Mahoma no va la montaña, la montaña va a Mahoma, y en ese sentido la Argentina de mediados de los 90 era una cordillera gigante: no importaba en qué dirección avanzara Miguel, siempre estaba yendo hacia la montaña. “Quizás la mejor manera de no tomar sea terminar de fundirme, quedarme en la ruina de una vez”, pensó en aquel entonces. 

—Por supuesto que fue una mala idea. Cuando finalmente ocurrió, no solo estaba como el orto, sino que estaba como el orto y en la ruina. 

Siempre le costó pedir ayuda, así que no tocó ninguno de los timbres que tenía a mano para conseguir el laburo que lo sacara de esa situación. Finalmente, entró a trabajar como médico clínico haciendo guardias en un sanatorio de Ezeiza, un puesto para el cual estaba ampliamente sobrecalificado. 

Una noche, cuando ya la guardia estaba más calmada, Miguel se metió en su cuarto a terminar el papel de merca que le había sobrado del día anterior. Era algo que solía hacer. Como aquella era una clínica bastante chica, por las noches solo quedaban él y un sereno, con quien solía sentarse en silencio a mirar televisión. El hombre no se daba cuenta de que Miguel estaba duro. Casi no cruzaban palabra. La habitación de la guardia era muy pequeña, toda pintada de blanco y sin ningún adorno, ni foto, ni nada que le agregara un toque personal. Un espacio inhabitado, que solo usaba para tomar cocaína o para dormir, las pocas veces que dormía. Era raro que llegara alguien a atenderse a esa hora, casi nunca pasaba. Y sin embargo, armaba las líneas rápido y se las tomaba en el momento para volver a estar disponible. 

Esa noche, justo después de abrir el papel y ver la merca picada y lista para tomar, el tiempo se detuvo. Fue un segundo, un detalle, una mirada. El paquetito que tenía en las manos, que pesaba menos de un gramo, pasó a sentirse como una bola de hierro macizo a la que estaba esposado.

—Creo que fue el hecho concreto de verme al espejo y desconocerme. Nada físico había cambiado, pero sentí un gran rechazo hacia mí, hacia mi hacer. Estaba harto de mí mismo, sentí que era un estúpido y que estaba haciendo demasiadas estupideces al mismo tiempo.

Miguel se sentó, miró de nuevo el papel abierto sobre su mano, enrolló un billete y se convenció a sí mismo de que nunca más lo volvería hacer. Un segundo más tarde agachó la cabeza y aspiró. Tenía que despedirse bien, como se despiden los amores fuertes, los amores que te destruyen, te desgarran, te enseñan y te cambian para siempre. 

—El recuerdo de la cocaína no me deja jamás. Pasaron más de veinte años y no hay un día en el que no piense en ella. 

Salió de la habitación y se sentó en la sala de espera. El sereno miraba la tele, él también. Aunque sus ojos estaban desenfocados y todo pasaba adentro de su cabeza. Solo podía pensar en su decisión y ratificarla: no iba a tomar nunca más. 

Después de esa noche, dejó de atender el teléfono y de salir, y se sumergió en una pesadilla necesaria que duraría algo más de un año. Una batalla contra sí mismo y la vergüenza que le daba toda la situación. No asistió a reuniones de adictos ni a ningún tipo de programa especializado. Fue él solo contra sus demonios. 

Ya es de noche, estamos sentados en ese Kentucky hace más de una hora y Miguel me recuerda que solo aceptó hablar conmigo sobre esto porque lo quiere a mi papá. Sin embargo, a diferencia de la primera vez, que había sido recién al principio de la conversación y en un tono casi de advertencia, ahora lo hace en clave de confesión. 

—Estuve pensando mucho estos días en qué decir hoy, no sabía cómo me iba a afectar. No es fácil hablar de esto. Yo engancho una película en donde hay cocaína y cambio de canal inmediatamente.

Generalmente, el discurso más visto en los canales de televisión y en las campañas “antidroga” es el del arrepentimiento total del consumo. Un exadicto que confiesa las cosas más terribles que ha hecho por la droga y que recomienda a todos los que lo están mirando que no la prueben. Desde el lugar de quien recibe ese mensaje, lo que se ve es a un tipo que solo perdió: a sus amigos, su pareja, su trabajo, la vida fabulosa que tenía antes de empezar a tomar. Y entonces me surge la pregunta: ¿por qué lo hizo? ¿Por qué ese hombre que tenía una vida y una familia espléndidas, ahora está en la tele contando que entregó todo a cambio de nada?

—Uno se droga para sentirse bien, no se droga porque sea un estúpido —me dice Miguel—. Las drogas en un principio son la búsqueda de un bienestar. Por eso supongo que en algunos lugares en donde se vive muy mal, la gente se droga más. 

—Y vos, ¿sentís que también las usaste para salir de situaciones en donde estabas viviendo mal?

—Mirá… para mí la cocaína no fue una droga de evasión, sino de diversión. Yo hubiera podido transcurrir con felicidad esos años. Tenía cuarenta años, era bonito, ganaba muchísimo dinero, tenía buenos amigos…

—Y, ¿entonces?

—Lo que pasa es que yo soy inagotable en la búsqueda de mi felicidad —dice, y los dos nos reímos.— En mi caso no fue buscar la felicidad porque era infeliz, fue buscar la felicidad porque es un tránsito que hago en la vida sin detenerme. Porque, como dice Aristóteles, buscarla es una obligación moral. Pero bueno, lo hago donde puedo y en aquella época encontré ese eje en donde hacerlo. 

Su relato sobre sus años de adicción es mucho más complejo que los que se escuchan en las campañas clásicas de la tele. Ambiguo. Como si en el infierno a veces se disfrutara un poco el calor, como si el éxtasis que se siente al llegar a la cima pudiera ser un tanto agotador a veces. En los 90, Miguel destruyó su economía, dañó muchos de sus vínculos, leyó muchísimos libros, escribió otros tantos, cogió con cientos de tipos, se despertó para ir a laburar, tomó whisky en cantidades exorbitantes, viajó, se encerró, fue muy feliz y estuvo muy triste. Todo al mismo tiempo. 

—De la cocaína aprendí muchas cosas, fue una forma de experimentar cosas que no había podido vivir. Me hizo interesarme por la filosofía, la poesía, me puso en una órbita de mucha apertura mental, me desinhibió mucho sexualmente. También vi cómo uno puede perder interés por el prójimo. Fue una experiencia brutal. La pasé divinamente y también fue terrible.

En esos años, Miguel desarrolló como nunca su faceta de escritor y poeta. “Cuando volvía de garchar, me pegaba un par de pases y empezaba a escribir”, me dice ya con mucha más confianza. Este es uno de los poemas que todavía conserva, escrito a máquina en una hoja arrugada y firmado a mano: 

Voy a dejarte atrás.
Un día, vas a tirar del hilo 
y no va a estar la mueca ni la angustia.
Porque al fin me cansé,
                                       sabés amor...
Al fin el corazón fuga hacia dentro 
y prefiero el paisaje verde,
la primavera que pasa, 
el suceder del mundo, 
esta fraterna soledad de las cosas.
Me cansa  tu mordaza y tu promesa,
                                                            sabés amor…
Prefiero tomar trenes. Subir. Bajar.
Borrarte. Disolverte. Perderte.
Despertarme y gritar
                                                "Estoy solo. Qué bueno!"...
No más el beso que se muere,
                                                 ni el abrazo dudoso.
Solo por fin!...
                          Mortal con todo!...
Sin amor.
                 Sin dinero.
                                     Sin excusas.


Así vivió Miguel sus años de consumo, o al menos así los cuenta hoy. Sabiendo que pagó caro el precio, pero que no fue a cambio de nada. Porque, como él mismo dice, uno no se droga porque sea estúpido.

—La cocaína tiene lugares maravillosos, por algo la gente la toma. Lo terrible es la adicción —dice—. Si yo pudiese tomar para escribir, no lo dudaría ni un segundo. Si pudiese tomarme un saque y no chuparme diez whiskies o salir a la calle a buscar a un muchachito, lo haría. Pero no lo puedo hacer. 

El lema más conocido que usan en los grupos de rehabilitación es “solo por hoy”. La lucha de todos los días. Asumir que la adicción no se cura. Y Miguel, aunque nunca fue parte de estos programas, está de acuerdo.

—Uno es adicto para siempre. La adicción no es negociable, lo negociable es no consumir —me dice mientras va sacando todas las herramientas necesarias para armarse un tabaco—. A mí me quedó una sensación fantasmal, una vacuna eterna. No hay ninguna posibilidad de que vuelva a tomar. Pienso en la cocaína entrando por mi nariz y me corre como un escalofrío por todo el cuerpo. 

Toda adicción tiene varias aristas que analizar. De hecho, dice el Dr. Ricardo Pautassi en el capítulo que escribió para Un libro sobre drogas, que “las adicciones a las drogas (todas) son el producto de la interacción de una sustancia con potencial adictivo y un sujeto con una predisposición genética sumergido en un entorno psicosocial desfavorable”. Por eso, aunque la cocaína es una de esas sustancias con potencial adictivo alto, es importante saber que la mayoría de sus consumidores regulares no son adictos y que entonces, como se dice en ese mismo capítulo, “la problemática de las adicciones no reside simplemente en el consumo de una determinada sustancia, sino en el vínculo que una persona sostiene con ella en una sociedad y un momento histórico determinado”.

—Por supuesto que hay algo genético —dice Miguel—, pero hay algo que yo llamaría el terreno, el entorno, la historia personal. Los homosexuales éramos candidatos ideales por ser puestos al margen. Sentirte marginado te debilita. Sentir que la sociedad no tiene un lugar para vos te debilita. Y ahí uno busca la droga para salir de ese pantano.

Ya van veintilargos años sin tomar. No recuerda las fechas porque aquello es parte de una gran nebulosa en donde pasó de todo y de la que le costó mucho sufrimiento y mucho esfuerzo salir. Pero, por suerte, las heridas cicatrizaron sin dejar rastros en su cuerpo. 

—Me hice los estudios hace poco y tengo el hígado de una persona que no tomó alcohol en su vida, soy muy afortunado —me dice después de terminar el tostado de jamón y queso que pedimos hace un rato. 

La cocaína no se metió con su cuerpo, fue más como una experiencia fantasmal. Como si existiera la posibilidad de sentarse en la playa a disfrutar lo sublime de un tsunami mientras el agua se lleva puesto todo, incluso a uno.

La merca en la vida de Miguel fue la diversión después de la represión, fue la destrucción después de la construcción, y fue la toma de decisiones justo antes de la pérdida del control. Y así la vivió: sin amor, sin dinero, pero por sobre todas las cosas, sin excusas.

Los primeros mensajes que intercambié con Miguel para coordinar el encuentro fueron super formales. Mi papá me había advertido que no le mandara audios porque, no sabía cómo, había cambiado algo de la configuración del celular y no los podía reproducir.  Así que fueron todos mensajes escritos a los que él respondía con textos cortos que daban cuenta de que no tenía demasiado interés en concretar la entrevista. Finalmente, pude llamarlo por teléfono para tratar de explicarle por dónde iba la cosa. 

—Okey, te veo el jueves que viene cuando salgo del consultorio. A las cinco de la tarde en Paraná y Corrientes —me dijo cuando le terminé de contar sobre el proyecto.

—Dale, buenísimo, ahí nos vemos.

—Un momento. Paraná y Corrientes tiene cuatro esquinas ¿Cómo pensas encontrarme? Te espero en la esquina en donde está la farmacia.

Cuando nos sentamos en la pizzería, Miguel era un tipo serio y lejano, uno de esos que pueden fastidiarse con una pregunta o decirte que de tal o cual tema no quieren hablar. Pero ahora que estamos por terminar, casi dos horas después, su actitud es totalmente diferente, y entiendo que todo lo anterior solo fueron nervios. Con el correr del tiempo empezó a reírse, a encontrar complicidad conmigo en algunos de sus comentarios sobre el reviente, a usar palabras informales como garchar, a entrar en confianza.

—¿Vos nunca tomaste merca ni fumaste porro? —Es la primera pregunta que me hace él a mí.

Después de dejar la cocaína y el alcohol, Miguel tardó varios años en volver a fumar marihuana. Había un motivo principal, que era que no podía pagarla porque estaba totalmente fundido y viviendo de prestado, pero lo cierto es que había quedado un poco asustado. Es frecuente que el que logra dejar atrás el consumo problemático de una sustancia psicoactiva deje todas las demás, al menos por un tiempo. Es el miedo de que una cosa lleve a la otra. Pero un par de años después, ya parado de otra manera, el porro volvió a su vida de a poco. 

—Ah, ¿vos cultivás marihuana? —me dice—. Me tenés que ayudar a conseguir semillas y enseñarme un poco a plantar porque estoy gastando demasiada guita por mes en porro. 

A los 72 años, la marihuana es parte de su cotidiano. Se prende uno a eso de las siete u ocho de la noche y se sienta a escribir o a tocar el piano. “En vez del alplax que se toman muchos de mis amigos, yo me fumo mi porrito”, me dice. Lo usa como herramienta para desconectar de la rutina, para despejar, según sus palabras. Ya no fuma para evadirse. Es que es probable que haya menos que evadir por estos días. A diferencia de lo que le pasaba en los 90, que la escritura era la única forma de canalizar la efervescencia y la oscuridad de la merca, hoy el porro se convirtió en un puente hacia un estado de introspección y producción artística en donde se mueve cómodo y sin urgencias. Flota entre sus ideas mientras elige qué rescatar en palabras. 

—Estoy escribiendo un libro sobre la historia del teatro griego, un tema que vengo estudiando desde los 90. Fumarme un porro me permite entrar ahí y quedarme un rato dando vueltas y trayendo posibles —me cuenta con mucho entusiasmo mientras mueve las manos como si literalmente pudiera encontrar las palabras en el aire—. La escritura tiene la desventaja de que uno trabaja con el mismo elemento con el que vive todos los días: el lenguaje. En el francés, por ejemplo, hay palabras o verbos que se usan solo para escribir, pero en el castellano, si uno no se esfuerza, termina utilizando las mismas palabras que usa para pedir un café con leche. En esa situación la marihuana permite ir por lugares diferentes, acceder a la imaginación verbal. Por eso a los escritores nos gusta el porro. 

—¿Qué fue lo que hizo que la marihuana dejara de ser una droga de evasión para vos y pasara a ser esto que es ahora? —le pregunto.

—Creo que eso lo hizo la marihuana por sí misma, no fue una intención mía. Este tipo de drogas producen cosas interiores, cosas profundas —dice, y hace una pequeña pausa para chupar el pegamento del papelillo y terminar de armar su cigarro—. Y ese cambio, debo decir, me parece que se debe más a la sustancia que a mí. No creo haber logrado un desarrollo por mi parte. 

Cuando nos paramos, él sonríe como si hubiera pasado la prueba. “Me gustó hablar de esto porque me di cuenta de que me siento fuerte”, me dice mientras acomoda la silla en su lugar. Cuando le aviso que lo voy a volver a llamar, contesta que cuando quiera, que no hay ningún problema. Son las siete de la tarde y hace mucho frío en Buenos Aires. Pronosticaron lluvia, pero todavía no cayó ni una gota, y por eso Miguel se va con su paraguas largo cerrado y debajo de la axila. Encara para la parada del colectivo. Ya está oscuro, ideal para llegar a casa, prender su porro y flotar un rato. 

Desde la vereda se escucha que alguien está tocando el piano. Es una pieza de música clásica que no puedo identificar, pero estoy seguro de que ya la escuché alguna vez. El pianista cada tanto se equivoca, frena, insulta y retoma. Es un día de esos que uno elegiría para explicar qué es la primavera. El cielo muy celeste y con pocas nubes, un sol radiante que no calienta demasiado, y todos los árboles de esa vereda en el barrio Versalles están florecidos. Cuando le mando el mensaje para avisarle que ya llegué, la música se corta instantáneamente y la puerta de calle se abre unos segundos después.

—¡Marcos, querido! Qué alegría verte —dice Miguel caminando para abrir la reja. Pasaron dos meses desde nuestro encuentro en Kentucky.

El primer ambiente al que uno accede es un cuarto en donde solo está el piano que tocaba hasta recién. Cuando pasamos por la cocina, me pide que sigamos rápido porque está en obra y le da vergüenza el desorden. En el living, la mesa está puesta con mantel, dos tazas, platos y una bandeja enorme de sanguchitos de miga y facturas. En el mueble de al lado de la ventana hay dos fotos en blanco y negro: “mi padre y mi hermano”, dice señalando con el dedo primero a uno y después al otro. La foto de Carlos en el medio del living me recuerda a eso que me dijo Miguel cuando me contó su historia por primera vez: que a veces siente que el asesinato de su hermano fue lo único que le pasó en la vida. 

—Te traje las semillas, una bolsa de tierra abonada, un kit de fertilizantes y unas flores para que puedas fumar mientras crecen las plantas —le digo.

—¡Uh, qué emoción! Tengo muchas ganas de engancharme, no sé nada de jardinería, pero esto me entusiasma mucho. 

Nos sentamos y Miguel llena las dos tazas de café. Mientras me cuenta sobre la época en la que vivió en Bélgica y la historia de la universidad a la que fue, a mí me dan muchas ganas de charlar sobre su hermano, pero me da un poco de miedo que sea quebrar su confianza, meterme en un terreno en el que no habíamos acordado entrar. Pero esas fotos están ahí, demasiado cerca de nosotros, y ya no puedo seguir fingiendo que no me importan. 

—Lo de tu hermano, ¿en algún momento se supo qué pasó?

Miguel se ríe un poco. 

—Es del orden de lo increíble… Hace cinco meses ocurrió algo totalmente fuera de lo común. 

El hermano de Miguel, que fue asesinado en Mar del Plata en el año 73, tuvo dos hijos en su primer matrimonio y dos hijas en el segundo. Uno de los varones que, como su padre, también se llama Carlos, hoy vive en Barcelona y maneja una empresa chica de mantenimiento de edificios en donde, en palabras de Miguel, él hace las contrataciones y los demás laburan. Hace cinco meses, Carlos fue a ver un departamento para presupuestar un trabajo y se encontró con que la dueña era una mujer argentina y de Mar del Plata, como él. Eso no debería haberle llamado demasiado la atención en Barcelona, una ciudad repleta de sudamericanos, pero en la casa, además, estaban de visita una amiga de la dueña y su padre, también argentinos y marplatenses. 

Las conversaciones sobre puntos en común son un clásico entre los migrantes. Se suele armar una especie de juego implícito en donde se va achicando el rango de especificidad de los datos para ver si finalmente esas dos personas, que se encontraron de casualidad y muy lejos de casa, coinciden en barrio, colegio o jugaron al fútbol con el primo de un amigo de ambos. Pero aquella no fue una de esas charlas. Cuando Carlos dijo su apellido, al padre de la chica le cambió la cara. De repente, para aquel turista argentino que estaba de visita en Barcelona, parando en lo de una amiga de su hija, la conversación se volvió trascendental. 

—¿Cómo se llama tu viejo? —le preguntó. 

—Igual que yo —dijo Carlos—, pero lo asesinaron hace muchos años, antes de la dictadura. 

El turista se largó a llorar. De cero a cien, en un segundo, sus ojos empezaron a derramar lágrimas tan saladas como el Mar Argentino.

—Yo estuve el día que mataron a tu papá, militábamos juntos. Se quién lo mató porque lo vi. 

Al hermano de Miguel no lo mataron los montoneros, lo mató un compañero de su mismo espacio político por un conflicto interno de la UTA. Y este hombre, que ahora llora frente a su hijo en un departamento de Barcelona, hace 49 años estuvo ahí. 

—Toda mi vida me lamenté por no tener la plata suficiente para contratar a un abogado que me ayudara a resolver el caso —me dice Miguel—, y viene a resolverse de esta manera, es de no creer.

Después del shock y de las lágrimas, el hombre en Barcelona le comentó a Carlos que un historiador de Mar del Plata recopiló muchísima información de los crímenes de esos años y tiene un informe de más de cincuenta páginas sobre el caso de su papá. También le dijo el nombre del asesino y le confirmó que aún vive en la ciudad. 

—Voy a ir a Mar del Plata a agradecerle al historiador —dice Miguel con un sanguchito en la mano—, y a veces pienso en imprimir el informe y llevárselo al asesino para que sepa que yo sé lo que hizo, pero mi sobrina dice que es una locura y que es peligroso. 

—¿Te sorprendió que lo haya matado un compañero? —le pregunto.

—No tanto. Yo en su momento tuve que reconocer el cuerpo y vi que tenía dos balazos en el corazón, a un centímetro de distancia uno del otro. Era demasiado cerca como para haber sido un enfrentamiento. Pero bueno… no estaba seguro y la duda de que hubieran sido los montoneros no me dejaba en paz, te imaginarás la contradicción que se me armó en la cabeza. 

—Las madres, las abuelas… siempre remarcan la importancia de saber qué pasó como una pieza fundamental de la construcción de la identidad ¿Te cambió algo internamente tener la certeza de saber cómo fueron las cosas?

—Cambiaría más si yo pudiera meter preso a este hombre, pero no puedo porque los homicidios prescriben a los veinticinco años. Pero… sí, te iba a decir que no, porque la verdad es que no cambia lo central, que es que mi hermano está muerto, pero creo que sí, algo cambió. Hay algo que se liberó, ahora que lo decís… no sabría definirlo. Saber cómo fueron los hechos, ese es el punto. Da alguna cosa del orden de la tranquilidad. 

—Cuando fumás marihuana, ¿a veces vas hacia ese momento?

—He ido toda mi vida. Pero ya no. Pocas veces cuando fumo voy hacia mí. Ahora que estoy con la historia del libro en la cabeza, fumar es conectar con ese paisaje, eso es muy liberador. En la vida cotidiana sí vuelvo a él. Pero no vuelvo a dolores ni sufrimientos cuando fumo, al contrario. Justamente, creo que es encontrarme con un lugar de mí que no tiene todos estos quilombos. 

Cuando terminamos la merienda, le pido a Miguel que me dé un tupper y papel de cocina para poner a germinar las semillas. Le explico que en un par de días van a empezar a salir los brotes y le muestro un video de YouTube para que vea cómo va a tener que ponerlas en la tierra una vez que estén listas. Él está fascinado. Hace preguntas, lee las etiquetas de los fertilizantes, chequea y rechequea que la tapa haya quedado bien puesta. 

—Bueno, oíme, y vos… ¿Cómo es tu relación con las drogas? —me pregunta dándole una fuerza especial a la palabra tu y tomando un rol paternal.— Porque uno pasa de divertirse a irse al carajo. El tema es saber por qué lo estás haciendo.

Es una pregunta que me hice varias veces a lo largo de mi vida y a la que le fui cambiando la respuesta. Por qué me drogo. No me sale nada inteligente en el momento, así que le cuento a Miguel sobre mis primeros porros y mis primeros ácidos en la adolescencia, que tenían como único objetivo divertirme y volver a jugar como si fuera un niño, sobre la importancia que tuvieron esas drogas en mi concepción adulta del mundo. Sobre los psicodélicos, sobre la cocaína. Pero después de dar un par de vueltas por mi biografía, encuentro una idea que me deja conforme para responder su pregunta y que creo que es transversal a todas las etapas.

—Me parece que tomar la decisión de vivir la experiencia por sobre preservarse a veces es una elección valiente —le digo, y él se empieza a reír afirmando con la cabeza.— Quizás no siempre, pero al menos hay que buscar un equilibrio.

—Y yo creo que tenés razón. 

Hay una frase de Hunter Thompson que me gusta mucho. Dice que la vida no debería ser una viaje hacia la tumba con la intención de llegar a salvo y con un cuerpo lindo y bien conservado. Que él prefiere llegar derrapando de costado con el auto, envuelto en una nube de humo y gritando “¡Qué viaje!”. Yo estoy bastante de acuerdo con él. Y Miguel también. 

—¿Qué era lo que tocabas en el piano cuando llegué? —le pregunto cuando estamos saliendo de la casa.

—Un preludio de Beethoven que me tiene loco. Ahora me voy a fumar un porrito de ese que me trajiste a ver si me sale mejor. Te voy mandando fotos de las plantas para que me ayudes.

La tarde sigue super primaveral. Versalles es un barrio verde y luminoso, o al menos así se ve hoy.