La muerte

25min

La pausa. Capítulo 9.

La puerta parecía inexpugnable. La armadura de hielo se abrazaba a las rejas y a la madera, se hacía particularmente gruesa en el marco y no ofrecía puntos de apoyo claros. Dieron una vuelta completa a la comisaría, buscando otra entrada, pero las ventanas eran altas y, de todos modos, ofrecían el mismo problema que la puerta. 

Al pasar por atrás, Leila alcanzó a ver, colina abajo, un tramo de ruta que se alejaba hacia el sur. 

—¿Esa es la misma ruta por la que veníamos? 

—Sí. Sigue por ahí —dijo Guillermo. Había abierto la mochila y buscaba algo adentro.

—¿Y qué hay más allá?

Guillermo sonrió. 

—¿Qué pasa? ¿No te alcanza con esto? ¿Más frío querés?

—Pregunto por curiosidad nomás. 

—No hay nada —respondió—. Esa ruta se mete en el desierto. 

—¿Y después?

—¿Qué hay o qué había? 

—Qué hay. 

—Sos vos la que parece una nena ahora, pregunta que te pregunta. No hay nada. En serio. Cien kilómetros de desierto, después cien más, después trescientos más. Y así. Hielo. Nada. ¡Lo encontré!

Sacó un piolet de la mochila y fue hasta la puerta. Llevó el brazo hacia atrás y descargó un golpe. Unas pocas astillas de hielo saltaron y en la superficie quedó una marca.

La examinó de cerca. Leila se acercó. 

—Tiene gusto a poco —dijo. 

—Qué criticona. Parecés Cristina. 

—Ah, pensé que era así conmigo nomás.

—Olvidate, es así con todos. Vieja de mierda —dijo, y descargó otro golpe. Saltaron más astillas. Volvió a golpear una, dos, tres veces. Después, una cantidad indeterminada, uno atrás de otro, furioso pero constante, hasta que tuvo que parar para recuperar el aire. El resultado era una concavidad irregular de dos o tres centímetros de diámetro y medio dedo de profundidad, un ojo hecho de estrías cortas, con varias marcas alrededor, otros golpes que no habían dado en el blanco.

Leila se empezó a reír.

—¿Cómo puede ser que no hayamos pensado en esto? 

—Bueno, yo lo pensé. —Levantó el piolet—. Lo pensé mal. Pero lo pensé. 

—¿No tenías una barreta?
—No encontré. 

—Un taladro de esos que usan en las construcciones teníamos que traer.

—Un martillo neumático, sí. Lástima que acá no hay ciervos porque se lo enchufábamos en el culo a un ciervo y lo hacíamos andar. 

Leila sacó un vaso térmico de su mochila y le dio un trago, después se lo alcanzó. El té estaba tibio, pero les calentó el pecho y les dio ánimo. 

Dieron otra vuelta completa alrededor de la comisaría, buscando alguna fisura, algún indicio de dónde golpear para empezar a romper el cascarón. Pero el lugar era una fortaleza. Si había munición ahí dentro, lo mismo daba.   

—¿Ya está? ¿Se acaba el mundo acá? —preguntó Leila. 

—Un poco sí.

Rascó la nieve con la punta del borcego, dejando un surco. 

—Pensé que había más —dijo.

—¿Cómo más?

—Más. Pensé que había más. Que si cruzaba la pausa encontraba el pueblo, que si encontraba el pueblo encontraba la comisaría. Que la comisaría tenía balas. Que las balas mataban al perro y así. Una cosa llevaba a la otra. Como una cadena. Pero no hay nada más. Se acabó acá. Es esto. —Hizo un gesto hacia la comisaría—. Y es una mierda.       

Guillermo la rodeó con un brazo y ella se dejó abrazar, pero había tantas capas de ropa entre ambos que el abrazo se convirtió en una coreografía torpe, inútil, y se soltaron de inmediato. 

—Ya fue, volvamos —dijo Leila. 

—Tenés razón. Me parece que está refrescando —dijo, y la hizo sonreír un poco.  

Desandaron el camino hasta la calle principal. Antes de doblar, Leila pidió ver la iglesia. 

—¿Para qué?

—¿Cómo para qué? Para verla. Nunca vi un pueblo congelado. 

—Se nos va a ir el sol. 

—No deben ser ni las tres de la tarde —dijo Leila, sin dejar de caminar—. Es un segundo. Además, recién estabas dispuesto a picar hielo con el piquito ese que trajiste andá a saber por cuánto tiempo. Esto son cinco minutos. 

Guillermo protestó: lo otro valía la pena por la munición. 

—Mirá si tenemos suerte y encontramos munición en la iglesia —dijo Leila—. No va a ser la primera vez que pase. 

—Lei, ya está. Vinimos, vimos, nos volvemos. Dale.  

Pero Leila no lo escuchó o eligió no escucharlo. Había ganado la plaza y la cortaba a campo traviesa. Ahora podía ver las hamacas y el tobogán. Las hamacas, inmovilizadas, parecían haber sucumbido a una suerte de cáncer. Los tumores de hielo que había visto en las otras, las que estaban la noche anterior junto a la escuela, acá habían hecho metástasis. Crecían en todas direcciones y aprisionaban las cadenas, chorreaban de los asientos y los estaqueaban al suelo. Cada molécula de humedad que entraba en contacto con la estructura había ido agrandando el cáncer, haciéndolo crecer hasta deglutir a su huésped.

El tobogán, en cambio, parecía más funcional que nunca. Los espacios entre los escalones se habían reducido y apenas quedaba lugar para meter las manos o los pies, pero Leila se las ingenió para trepar. 

—¿Qué hacés? 

—Juego —dijo, y se tiró. Pero el hielo resultó ser menos resbaladizo de lo esperado. Bajó de a tramos cortos, moviendo los glúteos para despegar la tela del pantalón, que insistía en adherirse a la superficie—. Esta cosa no anda. Vení. 

Cuando llegaron hasta la iglesia, Leila se tomó un minuto para admirarla. Era una construcción vieja, de estilo jesuita pero con arcos en punta y vitrales. Parecía la obra de una comunidad modesta que hubiera colocado todo su esfuerzo en sumar algunos lujos, hacer una casa digna de Dios dentro de un presupuesto limitado, sin necesidad de por eso celebrar una austeridad absoluta. 

El hielo que la apretaba crecía desde el suelo, adherido a los vértices, pero perdía fuerza a medida que ganaba altura. El campanario estaba expuesto casi por completo. Se veía todavía la pintura color crema y la cruz que, ahora sí, Leila corroboró que estaba torcida. 

—Bueno. Todo un espectáculo —dijo Guillermo—. Vamos, por favor. Me estoy muriendo de frío. 

—Pará. 

 Una escalinata borroneada por la nieve conducía a la entrada principal, pero una enorme masa de hielo la bloqueaba. 

—Es una camioneta —dijo Leila—. ¿Qué hace una camioneta subida a la escalera?

—Andá a saber. Cuando saltó la ficha de que la pausa se iba a comer el pueblo, esto fue un caos. La gente entró en pánico. Muchos se fueron de la noche a la mañana. 

—¿Y se fueron sin la camioneta? 

—Capaz chocaron. Vamos. 

—Esperá, te digo. ¿Qué te pasa?

Leila empezó a bordear la iglesia. Seguía la línea de edificación, buscando puertas alternativas. Atravesó un portón de rejas abierto y dio al patio. Desde el lateral podía ver otra cara del campanario, la que lindaba con la nave principal. Estaba ennegrecido. 

Otra masa de hielo bloqueaba otra puerta. Era un poco más chica que la anterior, pero también parecía algún tipo de vehículo. Un auto, probablemente. 

—¿Por qué están bloqueadas todas las puertas?

—No te terminé de contar la historia. La de cuando me quebré. 

—Contame —dijo Leila, pero su atención seguía fija en la iglesia. Mientras él reanudaba el relato, ella seguía bordeando el predio, examinando los signos. Se frotó las manos, pero era un gesto inútil: el poco calor que la fricción generaba no podía penetrar el material aislante de los guantes. Además, a la sombra de la iglesia, la luz del sol retrocedía y el frío se volvía una presencia oscura y letal.

—El primer día, Miller se quedó al lado mío todo el tiempo. Estábamos mayormente a oscuras, excepto por una fase que seguía funcionando. Miller fue y habló con Pietro y la chica y consiguió que nos cambiaran de habitación. La de ellos tenía electricidad. ¿Sabés qué les dijo? Ustedes pueden coger a oscuras, les dijo. Me acuerdo perfecto porque yo estaba con la puerta abierta y recién hacía poco había aprendido más o menos qué significaba esa palabra. Así que eso me quedó marcado, imaginate. Cuestión que nos mudamos. La habitación de ellos olía a un perfume así medio cítrico, como naranjas. Hasta el día de hoy siento olor a naranja y pienso en sexo. Imaginate cómo me sentí metiéndome en esa cama. Igual después me acostumbré. ¿Me estás escuchando?

Leila hizo un sonido que significaba que sí, pero Guillermo no estaba muy seguro. 

—Miller me tomaba la fiebre. Me daba de su propia comida. No dejaba la habitación más que para debatir planes de acción. Yo lo veía pensar. Las viejas querían visitarme pero él no dejaba entrar a nadie. Me revisaba la pierna cada media hora pero no me decía nada. Yo no preguntaba.  

Leila se alejó unos pasos. Una parte del techo de la nave parecía haber cedido en algún momento, pero no alcanzaba a ver bien. Guillermo la siguió hasta la parte de atrás del edificio y ahí sí, por fin, encontraron algo parecido a un acceso. El techo se había desmoronado, con parte de una pared. Los escombros junto a la nieve y el hielo formaban un terreno escalable que culminaba en una boca negra, un cráter abierto en la piel de la iglesia. 

—Para ese momento ya habían intentado todos comunicarse con el exterior. No había señal, no había forma de salir, no se escuchaban ruidos. En situación normal, alguien se habría dado cuenta de que en la montaña faltaba una hostería. Pero todo el mundo tenía los ojos puestos en el avión estrellado. Después, de grande, busqué los diarios. Días tardaron en reportar la avalancha. Días que yo me pasé quebrado, medio a oscuras, comiendo con culpa raciones que tenían que alcanzar para todos. Y como Miller no me hablaba mucho, yo pensaba que sólo había malas noticias. Me la pasé durmiendo, con la esperanza de que cada vez que abriera los ojos el tiempo hubiera pasado en bloques grandes y estuviéramos más cerca de salir de ahí. Creo que Miller tenía la preocupación opuesta: que el tiempo pasara muy rápido. Que todo el asunto con el sol se resolviera mientras nosotros estábamos atrapados ahí abajo y no pudiera verlo. No sé. Sólo sé que en el culo se tenía que meter el telescopio y eso lo enfurecía. Nunca me lo iba a hacer sentir, pero él sufría por eso. 

Leila se decidió. Sacó la linterna de la mochila y se la puso en un bolsillo grande de la campera. Después dejó la mochila en el suelo y empezó a trepar hacia la boca negra.

—No hagas eso. 

—Quiero ver. 

—¡Pará!

Leila se dio vuelta y le clavó una mirada de piedra. Guillermo se obligó a bajar el tono. 

—¿Qué hago si te lastimás? 

Tenía un punto. El problema era que, si se quedaba quieta, se enfriaba. Si se dejaba de mover, la pausa iba a estaquearla al piso como a la hamaca de la plaza. Le había pasado antes, cuando estuvo estaqueada al Ministerio. Y después, de nuevo, cuando estuvo estaqueada a Jonás, a la vida en la ciudad. Ahora se había puesto en marcha y no tenía sentido parar. ¿Todo esto por un perro? No, por un perro no. El perro era un eslabón más de la cadena. Lo que ella quería era seguir avanzando. Si no era la comisaría, que fuera la iglesia. 

—Yo no te pedí que vengas —le dijo. Y siguió trepando. 

El agujero daba a un cuarto. Había una cama cubierta de escarcha, una mesa de luz, un armario abierto y poco más. Si bien la pendiente no se terminaba de formar del lado de adentro, Leila evaluó que el regreso iba a ser posible, y saltó.

El piso de madera retumbó bajo sus pies. Algo de hielo se desprendió de la abertura y cayó como una escarcha breve. 

Encendió la linterna y la paseó para ver mejor. Sobre la mesa de luz, soldada a la mesa de luz, había una biblia. Sobre la cama, un crucifijo. El armario estaba casi vacío. Dos camisas, una sotana, un cajón abierto con ropa de verano revuelta y congelada, detenida como una foto de la superficie del mar durante una tormenta.  

Fue hasta la puerta. Estaba cerrada, también soldada con hielo, pero valía el intento. Leila agarró el picaporte y presionó hasta que giró con un crujido. Después tiró con todas sus fuerzas. Al cuarto intento, el hielo se rajó y la puerta se abrió de golpe. Leila cayó contra el armario. Un golpe duro en la espalda, amortiguado por la campera, le sacó el aire. Tuvo que sentarse en la cama hasta recuperarlo, pero fue como sentarse en un banco de cemento. 

—¿Qué pasó? —La voz de Guillermo le llegaba clara, haciendo vibrar el aire por el agujero de la pared. No le respondió. Se puso de pie y cruzó la puerta.

Salió a un pasillo que daba a otras habitaciones y una cocina. Ahí adentro, la intemperie no había logrado posar su mano blanca y las cosas conservaban bastante de su color original, teñido apenas por una capa de escarcha semitransparente. Todo estaba quieto y mudo. Pero su sola presencia parecía tener el poder de resucitar espíritus antiguos, despertar las puertas, poner a funcionar de nuevo la pava. Sobre la mesa de la cocina, incluso, había un diario. Leila se acercó. La portada era ilegible. 

Retomó el pasillo, los dientes afilados de los crampones arrancaban chillidos de la madera helada, como si estuviese caminando por un campo sembrado de ratones. Dio con una puerta trabada. Habían amurado dos soportes de hierro, cruzados por un durmiente de madera maciza. El trabajo era desprolijo pero firme. De ninguna manera formaba parte de la infraestructura del edificio. Alguien lo había agregado como un elemento de seguridad rudimentario de último momento para aislar las dependencias de lo que hubiera del otro lado. 

Tuvo que hacer toda la fuerza que tenía disponible para levantarlo, pero la madera cedió. La dejó caer con un estruendo y por un momento esperó, escuchando atenta, sin saber bien por qué. Silencio. 

Abrió la puerta y salió a una antecámara. Un cuarto con bancos dispuestos a cada lado y decorado con figuras religiosas. Un espacio para seminarios, clases particulares, actividades de la iglesia. Desde ahí se veía el altar y el comienzo de la nave principal.

Leila subió una escalinata pequeña y pasó junto a una serie de candelabros altos. Salió al altar del mismo modo que si fuera a presidir una misa. Dispuestos como si hubieran ido a escucharla, paralizados en éxtasis religioso, doscientos fieles la miraban.

Entraba una luz amortiguada por los vitrales. Por el agujero del techo, en cambio, una cascada brillante, una bendición particular sobre los escombros de un derrumbe. Era el sol que había quedado posicionado exactamente en la abertura de la bóveda, como una divinidad alumbrando un naufragio. Alrededor del agujero, marcas de hollín negro impregnaban la pintura anteriormente blanca. 

Leila bordeó el altar, bajó unos escalones y caminó entre las hileras de bancos, llevando el haz de la linterna a un lado y al otro. Aquel lugar se había prendido fuego, indudablemente. Al menos en parte. Pero no parecía que los fieles se hubiesen enterado. Seguían genuflexos sobre la breve tarima adosada al banco de adelante en cada fila. Las bocas o las frentes apoyadas sobre el nido de dedos entrelazados. Algunos se habían caído para morir en otras posiciones. Algunos estaban abrazados en grupos de dos o tres, buscando darse calor, darse fuerzas. La mayoría había logrado mantener el paroxismo hasta el final y ahora sus cuerpos seguían en diálogo con su dios, perpetuados como momias secas pero devotas.

Leila se acercó a la puerta principal. A un lado, los escombros del techo formaban una montaña y arriba brillaba el sol. Entre los escombros, vio un brazo que asomaba. Alguien había muerto aplastado de bruces contra la puerta. Alguien se había hecho un ovillo en un rincón.  

Cerca de la zona más afectada por el incendio, había un confesionario. Las llamas lo habían lamido y uno de los ornamentos superiores estaba consumido como un fósforo usado. Pero la estructura aún se sostenía en pie. Leila abrió la puerta de madera: una mujer con dos niños en brazos. Un niño y una niña. El niño hundía la cara en el pecho de la mujer. La niña miraba hacia la puerta, con la cabeza caída hacia un lado en un ángulo insoportable. Leila le buscó los ojos. Estaban grises, cubiertos por una telaraña interior. Una mala idea, pensó, refugiarse en una caja de madera en medio de un incendio. Después se le ocurrió que la mujer no intentaba escapar del destino, sólo ahorrarle a sus hijos el espectáculo de horror que se desataba afuera. El fuego. El humo. ¿El derrumbe había ocurrido en el momento o un tiempo más tarde, cuando el hielo se acumuló y acabó por vencer la estructura debilitada por el fuego? De cualquier modo, ella habría hecho lo mismo. Habría hecho cualquier cosa por no ver a esas personas rezando ante un altar vacío mientras crecían las llamas. Esas otras personas intentando abrir una puerta bloqueada, esforzándose en vano porque del otro lado había una camioneta, Leila no se olvidaba de eso. Creía escucharlas gritar. Habían gritado por encima de los rezos los que golpeaban la puerta. Habían rezado en silencio los que se arrodillaron a aceptar su destino en los bancos. O capaz no, capaz rezaban en voz alta. Bien alta. Para que se escuchara desde arriba, para que les fueran abriendo las puertas del cielo. 

Se inclinó sobre el cuerpo de la nena. Un collar le colgaba adherido al pecho. Una S plateada, plomiza, poderosa. Enmarcada en un escudo. El símbolo de un poder superior. 

Guillermo aguantó todo lo que pudo. Cuando cruzaron el portón de rejas, dijo:

—¿No me vas a hablar? 

—¿Dónde vivías vos?  

—En Primeros Pobladores.

—Antes. Me dijiste que vivías al sur, más al sur. ¿Dónde vivías? ¿Acá, en Karü? 

—Sí, cuando vivía con Miller, vivíamos acá.

—Y no sabés qué pasó. 

—No sé. 

—Pero algo sabés.  

Estaban de nuevo en la calle. El sol ya empezaba a bajar y soplaba una brisa suave pero insoportablemente helada. 

—Leila… 

—Algo sabés. Es obvio que algo sabés, y me rompe el corazón que quieras fingir que no. Primero me insistís para que no entre, me esperás afuera y ahora estás a la expectativa a ver si te tiro algo de información. A ver qué vi. Cuánto tenés que admitir y cuánto no. Dame el piolet. 

—¿Qué?

—¡Dame el piolet te digo!             

Guillermo se sacó la mochila, lo buscó y se lo dio. 

Leila fue hasta la masa de hielo que bloqueaba la entrada de la iglesia, buscó el punto exacto a la altura del pecho y empezó a golpear. Al principio el bloque de hielo parecía tan indiferente como la comisaría. Pero al séptimo u octavo golpe se oyó un ruido de cristales y un agujero se abrió en el bloque, dejando ver el interior de la camioneta, intacta, mancillada apenas por los restos de hielo y vidrios rotos sobre el tapizado. 

—Vení, mirá —dijo Leila—. Tiene el freno de mano puesto. Un accidente no es. Tiene el freno de mano puesto, Willy. 

Tiró el piolet al piso, se colgó la mochila y empezó a volver. 

Guillermo la alcanzó cien metros después, cuando ya había pasado la plaza y encaraba la calle principal. 

Primero caminaron en silencio. Después, mucho después, él habló:

—Al tercer día de estar sin comida, sin poder comunicarnos con el exterior y sin que mi pierna pareciera mejorar, hubo otra reunión.

Leila intentó no reaccionar, siguió adelante, en silencio, pero lo escuchaba. 

—Habían hecho una ronda de sillas en el hall, para debatir. Yo no quise quedarme en la habitación. Ya nos habíamos quedado sin analgésicos y el dolor era como una cosa asordinada, una presión en la pierna que se acompasaba con la que tenía en la cabeza. Pedí estar en la reunión. No me quería alejar de Miller. Así que ahí estaba yo también, en la ronda. Me acuerdo que una de las señoras tenía un librito de crucigramas. Andá a saber por qué me acuerdo de eso, lo lógico sería que me acuerde del hacha. Pietro tenía un hacha. De esas grandes. La parte pesada en el suelo y las dos manos apoyadas sobre la punta del mango. Jugaba a moverla para un lado y para el otro, como si fuera una palanca o un timón. Y cuando la movía hacía un ruido el metal en el piso, un ruidito, no sé cómo reproducirlo pero me lo acuerdo. Y me acuerdo del crucigrama. Y que había una vela en el medio de la ronda. Una sola, para no gastar. 

Paró para tomar aire, para ordenar mentalmente lo que seguía. La llama de la vela fluctuaba en la imaginación de Leila e iluminaba las caras de un Miller joven, un Guillermo niño, mujeres de expresiones borrosas. Ese Pietro, agarrado al mango del hacha. La recepcionista pequeña, no sabía por qué la imaginaba pequeña, un ratón en la penumbra. La mujer de Pietro, silenciosa. 

—Se hablaron cosas. Algunas que no entendí. Cosas prácticas. La posibilidad de excavar un túnel, cómo gestionar la mierda para que no nos invadiera el olor. La cañería no andaba y teníamos que usar todos un mismo baño pero a mí Miller me traía una pelela para que no camine. Cosas así. Después, alguien sacó el asunto de la comida. Se había acabado. Pero Miller dijo que podíamos estar tres días más sin comer, y dio por terminado el asunto. Entonces Pietro dijo lo de la pierna. 

—¿Qué dijo?

—Hay que cortarle la pierna al pibe. Así lo dijo. —Guillermo se rió. Una risa corta y triste que sonó como una moneda tirada al hielo—. Las viejas pusieron el grito en el cielo pero él hizo un gesto, así, para que lo dejen hablar. Dijo que mi pierna ya estaba perdida. Que si la cortábamos antes de que se echara a perder, la podíamos congelar en la nieve y en el peor de los casos comerla cuando hiciera falta. Una de las viejas le dijo que cuando se murieran ellas del hambre se las podían comer a ellas. Por la cara que puso, a Pietro la idea de comerse a las viejas le daba asco. Pero mi pierna lo tentaba. Así que entraron en una discusión. No sé qué dijeron, yo miraba el hacha. Era como de hierro oscuro, pero el filo era plateado. Y el mango de madera era tan largo como mi propia pierna. 

—¿Y Miller?

—Miller se levantó despacio, en etapas. Como una montaña. Lo miró nomás. En esa época tenía los dos ojos. Pietro no se movió. Le sostuvo la mirada, sin dejar de jugar con el hacha. Entonces Miller me alzó y me llevó al cuarto. Me acostó, cerró la puerta y se sentó.

Empezaban a salir del pueblo, las construcciones se volvían más escasas y adelante yacía el terreno extenso y plano, que a lo lejos empezaba a elevarse para ir al encuentro de las nubes.

—En algún momento me quedé dormido. Muy dormido. Me desperté a la mañana siguiente y vi a Miller en su cama. Le hablé pero no me respondió. Tuve que concentrarme para ver que inflaba el pecho con cada respiración y tranquilizarme. Tuve uno de esos momentos de egoísmo que tienen los chicos, viste, como que me decepcionó que no siguiera firme, custodiando que nadie viniera a cortarme la pierna. Pero claro, tarde o temprano, había tenido que caer. 

»Me levanté porque del otro lado se escuchaban voces. Pensé que capaz, incluso, habían llegado a rescatarnos. Miller protestó. No quería saber nada, pero después golpearon a la puerta y tuvo que levantarse también. Era una de las señoras… ¿cómo puede ser que no me acuerde el nombre? Yo me quedé sentado en la cama, esperando. Miller le abrió. Escuché que le preguntó algo en voz baja. Miller dijo que no sabía nada y la vieja le pidió que fuera a ver. Pero él se negó y le cerró la puerta en la cara. A mí eso me molestó, ella se había portado súper bien con nosotros. Así que cuando Miller se durmió de nuevo me levanté y, con todo el dolor del mundo, saltando en una pata, fui a ver lo que pasaba. 

Leila se dio vuelta. Ahora tenían las nubes encima y el pueblo había quedado atrás. El campanario volvía a ser una torre negra y melancólica, a la espera de que el atardecer la devorara.

Empezaron a subir y el relato de Guillermo se hizo más pausado a medida que el esfuerzo le consumía el aire.

—Escuché llanto en el pasillo cuando pasé por una puerta. Estaba entreabierta y los vi a todos alrededor de la mujer de Pietro. Era ella que lloraba, pero no me quedé. Seguí de largo antes de que me vieran y llegué a la pileta. El agujero del techo estaba tapado de nieve, eso es lo primero que vi. No sé cómo no se caía, la verdad. Y abajo el agua ya no estaba verde. El agua estaba roja. Pietro flotaba ahí boca arriba, la cabeza abierta a la mitad, destrozada, y el hacha ondulando en el fondo. ¿Me entendés ahora? 

Leila no respondió. Trepaba en silencio, un silencio que era más un vacío, porque quería decir algo pero no encontraba qué. Las palabras simplemente la habían abandonado. 

Guillermo, ahora, en cambio, no podía dejar de hablar:

—Yo era chico pero me acuerdo. Tardaron seis días más en venir a rescatarnos. Todos esos días que pasamos ahí encerrados me quedé con las señoras. Miller me dejó en paz. Me dio mi espacio. En el medio supongo que se habrá encargado él del cuerpo, eso no me lo contó nunca. La primera vez que volví al hotel, el año pasado, fue para ver si el cuerpo seguía ahí. Pero no. No lo encontré. Así que fui a encararlo. Tomé whisky antes, ahí tenés, esa fue la única otra vez que tomé whisky en mi vida. No estuvo bueno, pero necesitaba envalentonarme. Y después fui y lo encaré. Le hice un montón de preguntas. Quería saber por qué nunca nadie había venido a buscarnos, por qué no lo habían metido preso. Ahí me contó, pero poco. Me contó muy poco.   

El terreno ahora subía en un ángulo difícil y tenían que ayudarse con las manos para trepar, cuidar que el peso de la mochila no los tirara. Tenían por lo menos una hora de pendiente hasta llegar al filo y cruzar de nuevo al otro lado. 

Recién cuando hubieron pasado la neblina, Leila se animó a preguntar:

—¿Qué es lo que te contó? 

—Que Pietro figuraba como que se había ido antes de la avalancha. En el libro de entradas y salidas. Miller fue y lo anotó como que se había ido. Y que al resto los convenció. No me dijo cómo, pero los convenció.

—Los amenazó.

—No, no. Los hizo entrar en razón. Él hace mucho eso. Estoy bastante seguro de que no los amenazó. Yo creo que los hizo razonar, de verdad. Tuvo seis días para hacerlo. Seis días encerrado con Miller, te puede convencer de cualquier cosa. Cuando nos rescataron en helicóptero, nos hicieron salir por la escotilla por donde entramos vos y yo ayer. Salimos todos por ahí, con la cara desencajada. Miller salió adelante y la mujer de Pietro, última. ¿Queda alguien?, le preguntaron. Yo estaba ahí, escuché los gritos, tenían que gritar porque el helicóptero hacía mucho ruido. No queda nadie, dijo. Ella lo dijo.

Leila pensó en la terraza, la nieve, los pies que asomaban de la manta corta. Pensó en la iglesia y en los fieles. Y ahora también en Pietro. 

—¿Lo seguís viendo? Al cuerpo, digo. 

—Cuando duermo. A veces sueño que estoy al borde de la pileta y él me mira desde abajo, con la cabeza abierta y los ojos abiertos. A veces intento sacarlo. No quiero, pero igual lo intento. Pero cuando lo agarro se disuelve en el agua como una cucharadita de azúcar. 

Guillermo dejó de trepar. Se sacó el pasamontañas para respirar mejor y Leila lo miró, le miró la cara, como si fuera la primera vez que la veía y quisiera aprenderla.

El viento parecía haberse calmado. Cruzaron el filo sin mayores inconvenientes y empezaron a descender el terreno pedregoso en dirección a la camioneta. El frasco que habían dejado a la ida seguía en el mismo lugar. Algunas hormigas lo recorrían excitadas, buscando cada pedacito de comida que hubiera quedado adherido al vidrio. 

Ahora que estaban del otro lado, podían prescindir del abrigo extra. Aligeraron cabezas y manos, incluso parte del cuello. Sentían los cuerpos hervidos adentro de tantas capas de tela térmica, los olores atrapados, la necesidad de liberar presión. 

La camioneta seguía, azul y fiel, donde la habían dejado.

—¿Qué hacemos ahora? —dijo, mientras abría la puerta del acompañante. 

—Sobrevivir —respondió Guillermo—. ¿Qué otra cosa se puede hacer? Trabajar. Cuidar de los nuestros. Conseguir comida. Mantener al lobo lejos de la p… 

La frase quedó amputada en el aire. Un borrón blanco y de pronto Guillermo rodaba envuelto en el perro, las fauces cerradas en el cuello, un gorgoteo de piedras y sangre, barranca abajo.

Los músculos del perro tensados al extremo. 

La ceguera furiosa de un único mandato: no soltar, no soltar, no soltar.