El 14 de abril de 1912 a la noche, el RMS Titanic, que navegaba desde Southampton a Nueva York, chocó contra un iceberg y se hundió, llevándose alrededor de 1500 vidas. Ese mismo año salieron tres libros, dos películas y casi cien canciones sobre el tema, inaugurando una mega franquicia que dura hasta nuestros días y que llevó a un crítico norteamericano a decir que es el tercer tema sobre el que más se ha escrito en su país, luego de Jesucristo y la Guerra Civil. La radiación cultural del Titanic es tan intensa que parece funcionar retroactivamente: en 1889 Morgan Robertson había publicado Inutilidad, una novela que relata el hundimiento del Titán, un barco bastante parecido al Titanic (alrededor de 250 metros de largo, tres hélices, dos mástiles, 25 nudos de velocidad, fama de insumergible y pocos botes salvavidas) que también zarpa en abril y choca contra un iceberg en el Atlántico Norte. Robertson no era un visionario: había trabajado durante veinte años en la marina mercante y sabía de barcos y de riesgos. Algunos explicaron su hiperstición a partir del zeitgeist del propio Titanic: un arrogante producto industrial que sale desde el centro del capitalismo cargando a una humanidad dividida en clases y choca para hundirse, una alegoría casi obvia de Occidente dos años antes de la Primera Guerra Mundial. El problema con las lecturas simbólicas es que los símbolos son arbitrarios por definición y, en una sociedad saturada de cultura como la nuestra, cualquier cosa puede simbolizar a cualquier otra.
Otra opción sería leer al Titanic como un producto de la industria 1.1. Seguramente fue fabricado con el mejor acero de la época: el clásico Bessemer británico, o mejor aún, el moderno Siemens-Martin. Si bien el último es menos quebradizo, ambos tenían una proporción de manganeso sobre azufre mayor que el acero actual, lo que los hacía menos dúctiles a cierta temperatura. Por ejemplo los -2°C del Atlántico Norte una noche de abril. Al chocar, las planchas de acero de la cubierta no se abollaron, se quebraron. A eso se suma que no estaban soldadas, sino remachadas, y no con los mejores remaches, por falta de provisión. ¿Qué simboliza el Titanic como objeto técnico? ¿A Gran Bretaña perdiendo la delantera industrial que tuvo durante el siglo anterior? ¿a una sociedad que ya no dominaba su escala técnica? ¿o sencillamente a la «mala suerte», esa mezcla de contingencias y pequeñas decisiones que escalan, teniendo en cuenta que el Olimpia, barco gemelo del Titanic, cubrió quinientas veces el mismo trayecto sin hundirse? O todo eso: hegemonías en crisis, cambios tecnológicos, contradicciones sociales, contingencias y decisiones agregadas llevaron al capitalismo entre las décadas de 1870 y 1970 a transformarse, dislocar a la sociedad, derrumbarse y erigirse de nuevo con el mismo software perfeccionado.
Del mercado al antimercado
En 1873 los precios internacionales iniciaron un ciclo a la baja tan largo y pronunciado que los hombres de negocios empezaron a hablar de una «Gran Depresión». Si vemos los números de la época no parece para tanto: la producción industrial crecía, el comercio de materias primas también y la inversión extranjera alcanzó un pico. Pero no hay contradicción: los precios caían porque la oferta crecía, y con ellos caían los beneficios del capital. Siempre estaba la posibilidad de ampliar los mercados, pero también había un agotamiento del modelo de negocios. Las innovaciones del capitalismo 1.0 se habían difundido y sus ventajas se habían diluido dentro del funcionamiento general de la producción y el comercio. La máquina que en 1830 permitía monopolizar una ventaja, en 1870 era un costo obligatorio para cualquiera que pretendiera hacer negocios a cierta escala. Y su uso generalizado abarataba los bienes. Buenas noticias para el consumidor, malas para el productor. Lo mismo pasaba en el mercado de productos agrícolas con la aparición de nuevos países exportadores. Tampoco era fácil ajustar los costos laborales: los trabajadores se habían organizado en sindicatos y los salarios tuvieron un piso más alto que la mera subsistencia, sea por motivos de mercado (países escasos de mano de obra como Estados Unidos o Argentina tenían que ofrecer salarios tentadores para inmigrantes) o de antimercado (países con élites paternalistas como Alemania pretendían atajar la revuelta social con bienestar obrero). En ese contexto de ganancias desinfladas, los beneficios se refugiaron en el sector financiero y cualquier tropezón fue caída: cuando la deflación de los 70 parecía terminar, un ajuste recesivo en Francia contagió al resto; y en 1890, como ya vimos, el default argentino casi hizo quebrar al Banco Baring de Londres. Con el bote financiero lleno y agujereado, los empresarios buscaron nuevos negocios y los gobiernos implementaron viejas políticas. La combinación de ambas capas dio origen a una nueva versión del capitalismo. Pero esos cambios no fueron coherentes y el capitalismo 2.0 de principios del siglo XX fue una especie de versión beta, inestable y contradictoria. La incongruencia entre los desarrollos tecnológicos y empresariales (α-β), por un lado, y las instituciones nacionales e internacionales (γ-δ) que debían regularlos, por otro, se fue agravando hasta arrastrar al mundo a una crisis de treinta años de la que saldría la versión definitiva del capitalismo 2.0.