Crisis energética / Gentrificación
Precariedad / Informalidad / Bimonetarismo / Nuevas capas empresariales: emprendedorismo
Siembra directa + OGM / Soja transgénica / Glifosato / Informatización rural
Energía subsidiada / Servicios públicos subsidiados
1. Ajuste provisorio del capitalismo 3.1 / Tipo de cambio competitivo / Redistribución del ingreso / Default
2. Proyecto político sobre el ajuste
3. Agotamiento del ajuste / Asignaciones no salariales / Cierre comercial / Déficit
Integración a la crisis
Aquí y ahora
La historia del presente argentino se narra en tiempo pasado porque el “presente” que empezó en 2001 está terminando en el momento en el que escribo esto. El capitalismo 4.0 en Argentina consistió en hacer sistema de una crisis, estirar un acontecimiento pasado en un presente continuo. Y ahora que ese presente colapsa, Argentina se transforma en el laboratorio a cielo abierto de un posible capitalismo 4.1 por venir. El pasado y el futuro se encuentran y se mezclan en un presente mal definido.
Lo que llamamos “la crisis del dos mil uno” ocurrió esencialmente en 2002. El 20 de diciembre de 2001 fue el desemboque violento y espectacular de un ciclo recesivo que había empezado en 1998. Entre enero y julio de 2002 se tomaron las decisiones que perfeccionaron el precario e insustentable capitalismo 3.1 argentino. Fue una crisis esperada, sino deseada, por jugadores muy distintos del capitalismo 3.1: los sojeros e industriales, que necesitaban un tipo de cambio más competitivo; los desocupados y perdedores del sistema, que querían salir a romper todo; y una buena parte de la dirigencia, que quería reconstruirlo a su modo: en el gobierno provisional de 2002 participaron peronistas y radicales, industriales y sindicalistas. Fue un espantoso momento de unidad nacional. Y también un momento de condensación histórica. Con la crisis de 2002 maduraron tendencias que se venían cocinando de la década anterior: la soja y los piqueteros, la clase media radicalizada y el asistencialismo social que muchas provincias llevaban adelante desde los saqueos de 1989. Todos elementos que asociamos fácilmente con la Argentina posterior a la crisis pero que parecen haber estado ahí, esperando a la sombra para integrarse a un sistema.
La crisis de 2002 fue el kairos, la maduración natural del neoliberalismo imposible en Argentina. Sin embargo, se terminó imponiendo un relato de ruptura: “el fin de los años 90”, una espada justiciera que cayó sobre la Sodoma neoliberal y cortó la Historia en dos. El momento en que la ilusión cedió al país real que esperó diez años en las catacumbas. Paradójicamente, con el relato de ruptura llegó también el vicio colectivo de reproducir constantemente aquel momento. La dirigencia política del siglo XXI, de una u otra manera, le debe su suerte política al dos mil uno y sólo puede avanzar reviviendo ese pasado fundacional de una u otra manera. Pero también a nivel de la sociedad civil pareciera que en el fondo de cada corazón argentino siguió latiendo el oscuro deseo de un estallido que solucionara todo rápidamente. Por eso siempre pareció racional apostar al caos, siempre pareció buen negocio esperar que las crisis madurasen. Todos queremos ser Alemania Federal o Corea del Sur, pero nadie quiere ser alemán del 47 o coreano del 61, ¿para qué esperar una generación si con un verano en llamas y un par de cascotazos los mejores días llegan igual? El catastrofismo también es una zona de confort. Así ateridos al pasado, después del “dos mil uno” pareció haber sólo “dos mil uno”: tarifas subsidiadas, piquetes y cacerolas, política de la antipolítica. Durante veinte años, los problemas fueron los mismos y las soluciones también, pero ya no solucionaban nada. El “dos mil uno” no terminaba, se estiraba y se estiraba porque había un pacto invisible de todos los argentinos para seguir viviendo ahí adentro. Como dice Hamlet luego de ver al fantasma de su padre: “El tiempo está dislocado”.
Pero ahora todo eso parece terminarse. Después del trauma de la pandemia, maduró una voluntad colectiva de resetear un capitalismo inerte de la manera más drástica posible y acelerar hacia cualquier cosa distinta. Pero no es tan fácil: los softwares son globales y los hardwares, duros de doblar. La historia de los capitalismos en Argentina así lo demuestra. El capitalismo 1.0 era totalmente compatible con un hardware local dado, fácilmente adaptable a la exportación de alimentos gracias a su pradera regenerada, su baja densidad demográfica y al poco lastre colonial y precolombino. Los términos de intercambio resultaron favorables a pesar de una gestión monetaria tan irresponsable como todas las que le siguieron. El capitalismo 2.0 también se instaló bien en nuestro hardware combado por la prosperidad anterior, que llegó a tener lo más parecido a un Estado de Bienestar en la región. Pero cada tanto había que resetearlo debido a los recurrentes cuellos de botella del mercado interno y a la falta de un ecosistema industrial competitivo. En cambio, el capitalismo 3.0 nunca logró instalarse del todo: desde 1975 Argentina no pudo mantener un modelo económico por más de diez años e incluso aquello que funcionó relativamente bien, como la “convertibilidad”, terminó definitivamente mal. Más allá de la poca simpatía que el neoliberalismo despierte en algunos lectores, sería un acto de pereza intelectual achacarle todos nuestros males: de los casi 50 años que nos separan del Rodrigazo, sólo los cinco de Martínez de Hoz y la larga década de 1990 a 2002 tuvieron políticas deliberadamente neoliberales. Desde entonces, el capitalismo 3.1 alcanzó su punto óptimo para luego extinguirse en un hardware de precariedad.
Software de naufragio
La crisis de 2002 fue el ajuste más espectacular que haya conocido el siglo XX argentino: la economía sencillamente explotó sin que haya habido gobierno alguno para ponerle la firma. A eso le siguieron una serie de gobiernos de emergencia feos, sucios y malos que tuvieron que pilotear sobre decisiones ya tomadas por la fuerza de los hechos: un presidente de una semana que defaulteó 132.000 millones de dólares de deuda ante el aplauso de toda la Asamblea legislativa, y un gobierno de unidad nacional que devaluó la moneda un 64 % anual, con dos saltos cambiarios de 300 % en marzo y en junio que llevaron el dólar a 4 pesos. En un planeta en llamas, sin más compromisos internacionales que el de sobrevivir, Argentina tuvo el tipo de cambio competitivo necesario para venderle soja al mundo. En especial a China, recién admitida en la OMC, cuya demanda empujó el precio de la leguminosa de 160 dólares la tonelada en 2001 a 232 en diciembre de 2002. Mientras tanto, en Nueva York, el recién jubilado juez Thomas Griesa tomaba las primeras denuncias de tenedores de bonos argentinos defaulteados que pretendían cobrarlos; otros, con menos paciencia o esperanza, los malvendieron a fondos de inversores como Elliott, cuyo negocio es comprar deudas baratas y emplear su inmenso poder de lobby para cobrarlas caras. Eran los holdouts, a los que en 2001 Cavallo ya había bautizado como “buitres”. No había dejado de sonar el mix Verano 2002 de D-Mode, cuyo CD se vendía pirateado en las veredas de la Costa Atlántica, cuando ya estaban instalados todos los elementos del futuro capitalismo 4.0 local: una renta agraria, un mercado cerrado al flujo tecnofinanciero global y un hardware sedimentado de informalidad.
El costo social del ajuste de 2002 fue enorme, incluso comparado con un año tan recesivo como 2001: la pobreza pasó del 39 % al 53 %, en el caso de los menores de 14 años alcanzó el 70 %. Los salarios no recuperaron el nivel (bajo) de 2001 hasta 2004. Las ganancias de las empresas (que durante la convertibilidad habían promediado un 39 %) alcanzaron un 52 % en los rubros exportadores: petróleo, agropecuarios, alimentos, acero y vehículos. Para enmendar mínimamente esa distribución del ingreso brutalmente regresiva, el ministro de Economía Jorge Remes Lenicov congeló las tarifas de servicios públicos (electricidad, gas y transporte, todos ellos privados), y estableció retenciones del 20 % a las exportaciones petroleras; del 10 % al 20 %, a las agropecuarias; y del 5 % a las industriales, y con ese ingreso financió un sistema de asignaciones no salariales: el Plan Jefes y Jefas de Hogares.
Del naufragio había emergido un software mejor. El país había heredado del capitalismo 3.1 una industria más compacta y equipada, una infraestructura modernizada y una moneda estabilizada que resistió una devaluación del 64 % sin disparar la inflación (luego de arañar el 41 % durante el chubasco, el índice de precios al consumidor bajó al 13 % en 2003 y al 4,4 % al año siguiente). El ajuste de 2002 suplementó ese software con un tipo de cambio competitivo y un sistema de redistribución del ingreso. A esas decisiones fundamentales las había tomado un gobierno provisorio eficaz y multipartidario pero de muy baja legitimidad, fácilmente desechable. Eso fue lo que hizo el nuevo gobierno electo en 2003: heredó un software perfeccionado y sin costo político. El ajuste había reducido el consumo de bienes importados, valorizado las exportaciones y aumentado la recaudación, de manera que el gobierno contaba con superávit comercial y fiscal para afrontar una serie de demorados gastos sociales.
Sin embargo, el impacto traumático de la crisis —el empobrecimiento acelerado, las protestas masivas, la represión desbocada y la sensación de que cualquier gobierno se puede tumbar con una protesta callejera— llevaron al naciente kirchnerismo a priorizar la racionalidad política (reconstruir el liderazgo después de una crisis de autoridad) por sobre la racionalidad económica (reconstruir un sistema productivo y fiscal sustentable): el consumo primó sobre la productividad, y desajustes como los servicios subsidiados o la inflación no sólo no se corrigieron, sino que se agravaron con tal de mantener el crecimiento. Como los chicos de El señor de las moscas, el kirchnerismo transformó al naufragio en un sistema.
El capitalismo 4.0 argentino
Pese a su astucia para construir poder, el nuevo gobierno pareció no entender o no querer entender el capitalismo que gobernaba. El kirchnerismo percibía con un ojo a la política como espacio autónomo con un horizonte de creatividad ilimitada, y con el otro, a la economía que lo fondeaba, una caja negra de recursos repudiable por la insensibilidad social e “ideología neoliberal” de sus agentes, sin ser capaz de integrar ambas imágenes en un solo campo visual de profundidad. Cuando los superávits económicos se perdieron, no encontró mejor solución que inflamar el lóbulo político: estatizar, transformar la gestión gubernamental en movilización social y negar toda restricción.
El 3 de julio de 2008 la tonelada de soja alcanzó un pico de 609 dólares. Para captar esa renta, unos meses antes el gobierno había diseñado de apuro un sistema de retenciones móviles que generó protestas entre los productores agropecuarios. Las partes del conflicto se endurecieron y este escaló hasta incluir al multimedios Clarín, el poder judicial y los servicios de inteligencia. La soja mantuvo precios al alza hasta 2015 pero la inversión privada se planchó. Y el financiamiento externo siguió cerrado. Entre 2005 y 2010 Argentina había logrado canjear los bonos defaulteados al 93 % de los bonistas acreedores a cambio de quitas que fueron del 60 % al 45 %. Pero el 7 % de los bonistas que se negó a canjear sus bonos mantuvo sus litigios y así aisló a la Argentina del crédito internacional casi regalado que siguió al crack de 2008.
Luego de 2008, el software heredado del 2002 se fue desvirtuando pieza por pieza: las retenciones se tornaron sociopolíticamente inviables, los superávits gemelos que alimentaban planes y subsidios se agotaron, y los fondos buitres comenzaron a volar bajo. Se repetía el drama de un país con la energía suficiente para defender su derecho al consumo pero sin la energía necesaria para aumentar su producción. Las salidas posibles eran o bien recalibrar el modelo hacia la austeridad, devaluando la moneda y reduciendo el gasto público, en especial los subsidios a los servicios públicos del AMBA; o bien seguir como si nada hubiera pasado y ratificar el compromiso político con el empleo y el consumo. El gobierno optó por lo segundo. Pero la insistencia en mantener el mismo software en condiciones diferentes los obligó a parir un sistema nuevo.
En sus orígenes el kirchnerismo había intentado transformar los parches económicos de 2002 en un sistema social peronista: pleno empleo industrial y distribución del ingreso a través del salario, una rueda keynesiana de demanda, inversión y empleo. Luego de la crisis de 2008, los planes fueron fundidos en una Ley de Asignación Universal por Hijo, la distribución ya no se hizo sólo a través del salario, el consumo se desprendió de la producción, la rueda keynesiana salió volando sin eje por la autopista. Fue una revolución invisible, tapada por un discurso de continuidad: la transición entre una economía que valorizaba su producción exportable con un tipo de cambio alto a otra que alimentaba su consumo interno con un tipo de cambio bajo y absorbiendo lateralmente una renta sojera que ya no controlaba.
Casi toda la historia posterior a 2008 se puede explicar por este cambio: la inflación debida al déficit fiscal y a un consumo que crecía por encima de la productividad; el reemplazo de un modelo económico de “burguesía nacional” a otro claramente estatista; la caída en desgracia de dirigentes tradicionales (gobernadores y gremialistas) en favor de organizaciones sociales y movimientos militantes; el paso de un intento de reconstrucción de la vieja sociedad salarial a otro modelo de asignaciones no salariales; y el Programa de Consultas de Operaciones Cambiarias del 31 de octubre de 2011, también conocido como “cepo”, que fue restringiendo el acceso a divisas aun para importaciones. Y también el creciente déficit energético, probablemente la causa principal de los problemas económicos postcrisis.
El fin de la soberanía energética
Si la conflictiva política agraria del kirchnerismo se puede entender como un conjunto de contingencias y decisiones que fueron escalando, su política energética fue un plan concebido desde el principio. Desde 1998 YPF estaba en manos de la española Repsol. Luego de la devaluación y las regulaciones de precios de 2002, Repsol buscaba reducir sus operaciones en Argentina. Y a Néstor Kirchner le interesaba “argentinizar” YPF: aumentar la participación de capitales argentinos, más cercanos a la situación y necesidades locales y, de paso, permitirle al gobierno ser parte de las decisiones sin necesidad de poner plata. La propia Repsol propuso al Grupo Petersen, de la familia Eskenazi, dueños de una red de bancos en el interior del país.
En 2007 el Grupo Petersen adquirió el 25 % de la petrolera en dos tandas, gracias a un conjunto de créditos internacionales y de la propia Repsol. El núcleo del acuerdo era la posibilidad de aumentar el precio de los combustibles con anuencia del gobierno, distribuir el 90 % de las ganancias entre los socios y cubrir las inversiones con deuda. Así, Petersen podría pagar sus créditos y Repsol, girar utilidades al exterior. Este esquema endeudaba a la empresa, desincentivaba la inversión y encarecía el combustible justo en un momento de alta demanda por la reactivación y de aceleración de la inflación. Sin embargo, el gobierno lo toleró hasta 2011.
Desde que Petersen entró a YPF hasta diciembre de 2011, el precio de las naftas había subido entre 142 % y 167 %, muy por encima de la inflación. En 2011, Petersen y Repsol aumentaron un 16 % la distribución de dividendos que giraban al exterior, dólares ganados en vender combustible caro que salían del país y no se reinvertían en producir más. Ese mismo año la producción primaria de gas y petróleo cayó más de un 50 % y el país se vio obligado a importar energía por 9400 millones de dólares, el equivalente a dos puntos del PBI. Un récord histórico de gasto en algo que el propio país podía producir. De esa manera, el giro al exterior de las divisas de YPF se sumaba al déficit comercial que generaba la importación de combustible y al déficit fiscal alimentado por los subsidios a los servicios públicos, que incluían la electricidad y el gas natural. A una década de la crisis, y en medio de una transición energética global, Argentina había configurado un régimen energético que desestimulaba la inversión, estimulaba el consumo con tarifas artificialmente bajas, generaba inflación y perdía divisas. Argentina había perdido su soberanía energética y ataba todos sus problemas macroeconómicos a una sola política aplicada conscientemente.
En 2012 el gobierno decidió cambiar de estrategia. Por un lado, la dinámica política se desplazó del “capitalismo de amigos” o “burguesía nacional” que propiciaban Néstor Kirchner y Julio De Vido al estatismo duro y puro de Guillermo Moreno y Axel Kiciloff. YPF fue expropiada y el país se embarcó en un largo litigio internacional que, al momento en que escribo esto, está costando 16.000 millones de dólares mientras el valor bursátil de la empresa es de 5151 millones. Por otro lado, en 2011 YPF anunció el descubrimiento de un enorme yacimiento de hidrocarburos no convencionales en Vaca Muerta, provincia de Neuquén. La apuesta fue usar el nuevo hardware para el mismo software: reemplazar la soja por el shale gas como cuerno de la abundancia para sostener el consumo bien arriba sin revisar ninguno de los problemas que iba acumulando el capitalismo postcrisis.
Pero el nuevo hardware traía más cosas. En la medida en que el software posterior a 2002 entraba en un cuello de botella y sedimentaba sus problemas y rutinas, se formaba el entorno de precariedad que aún habitamos.
El peso muerto de un hardware vivo
El capitalismo 4.0 argentino fue una fiesta popular sobre una falla geológica. Pese a la recuperación del empleo, el consumo y la producción para el mercado interno, había estratos enteros de la economía que nunca se recuperaron de la crisis. Empresas liquidadas por deudas, ausencia de crédito, estancamiento de la inversión privada y un piso de pobreza que no bajó del 20 %. En esas condiciones, buena parte de la economía se aclimató a un entorno precario y prácticas informales. La propia recuperación económica se recostó sobre la informalidad: la prioridad del pleno empleo y la redistribución salarial toleró, sino fomentó, formas de trabajo irregulares, al punto de que el propio Ministerio de Trabajo tenía empleados no registrados. La informalidad drenó por toda la economía, adaptando modelos de negocios y prácticas de consumo hasta sedimentar en un sistema estable, un paisaje social: el nuevo hardware de la precariedad.
La informalidad hecha sistema
Podemos mapear el hardware postcrisis usando la tripartición clásica de los sectores de la economía: primario (agro), secundario (industria) y terciario (comercio). Empecemos por el último. En los años 80 y 90, el comercio minorista se modernizó y concentró gracias a la llegada de cadenas internacionales de supermercados como Carrefour o Jumbo, además del crecimiento de cadenas locales como Coto o La Anónima. La crisis pegó en el pecho de ese “canal moderno de retail”, y no sólo por los saqueos de 2001. Primero, la recesión de 1998 a 2003 redujo la demanda; luego, cuando la recuperación económica cuadriplicó las ventas y empezó a calentar la inflación, apareció un nuevo tipo de consumidor fogueado por la crisis: estratégico, proclive a compras diarias en comercios de proximidad y dispuesto a visitar hasta cuatro canales distintos de comercialización en busca del mejor precio. En las nuevas condiciones las grandes cadenas perdieron terreno ante el “canal tradicional” de los almacenes de barrio, las tiendas de descuento como Eki o Dia% y, sobre todo, los autoservicios de familias chinas, que cuentan con las ventajas de una distribución capilar por todas las geografías sociales posibles y una informalidad que les permite evadir todo tipo de normativas. El mapa del comercio 4.0 en Argentina quedó conformado como un enclave moderno de hipermercados y discounts concentrado en un puñado de jugadores grandes (Carrefour, Cencosud, Coto, La Anónima, Walmart y Casino) acechado por un extenso tejido de almacenes y minimercados informales y territoriales, de los cuales el 80 % pertenecen a familias de origen chino.
En el caso de la industria, el dato que define su adaptación postcrisis es el proteccionismo. Ya vimos que durante los años 90 el tejido industrial argentino se replegó y eficientó. La devaluación del 2002 lo protegió de hecho de los productos importados, las posteriores políticas mercadointernistas prolongaron el proteccionismo y el tejido industrial se expandió dentro de un coto de mercados cautivos y privilegios fiscales. Hoy el sector abarca desde Techint hasta la fábrica de productos de limpieza La Gauchita, en Arrecifes, con todos los matices de productividad y tecnología posibles. Es difícil emitir un juicio sobre un tejido tan heterogéneo. Pero es posible tomar el caso de un par de nudos sintomáticos de esa trama industrial sedimentada bajo el proteccionismo. Uno de ellos es la industria textil. Argentina está completamente excluida de la cadena global textil, que se divide entre los países clase A, dedicados al diseño y el marketing con alta capitalización y experticia, y los países clase C, dedicados a la confección con salarios de 150 dólares mensuales en promedio. La industria textil argentina quedó estancada en una cómoda clase B: encerrada en un mercado protegido y reducido, sin escala y con capacidad subutilizada (si se fabrican 60 metros de tela por día pudiendo fabricar 100, esos 60 metros cuestan más), y costos altos que descargan en el precio. La sonda de supervivencia de esa industria no son sólo los aranceles aduaneros, sino un sector informal de confección textil precarizado al punto de emplear trabajo forzado, que desvía parte de su producción a mercados informales como la calle Avellaneda o La Salada.
El otro nudo es Tierra del Fuego, un territorio privilegiado por un régimen de promoción (exenciones fiscales) y protección (aranceles) que requiere de una logística tortuosa con altos costos económicos y ambientales. Las partes de los bienes, muchas veces importadas, viajan por tierra y mar desde la región central del país hasta el parque industrial de Río Grande, donde son ensambladas para desandar el mismo camino hasta su principal mercado: la región central del país. Este invernadero industrial está dominado por dos gigantes: Mirgor, fundada en los años 80 como autopartista de Sevel y más tarde ensambladora de Samsung, LG, Microsoft Mobile y Whirlpool; y NewSan, fusionada en los 90 como licenciataria de Noblex, Atma, Braun Philco, Sanyo, JVC, Pioneer y Compaq. El sustento político de ambas empresas es inocultable: el fundador de Mirgor, Nicolás Caputo, fue amigo y socio de Mauricio Macri y primo de Luis “Toto” Caputo; Rubén Cherñajovsky, dueño de NewSan, pertenecía al entorno de Néstor Kirchner y se autodefine así: “una persona de mentalidad progresista, me identifico con el pensamiento del Papa Francisco”. En 2023 financió la campaña electoral de La Libertad Avanza.
La informalidad agroexportadora
La precariedad y la informalidad también se escurren por el sector más dinámico e integrado al capitalismo global de la economía argentina: el complejo agroexportador. Los productores agrarios crecieron en medio de la crisis y fueron el pilar de la recuperación posterior a 2001, sin ningún tipo de articulación amable con los sucesivos gobiernos. Quizás por eso no están dispuestos a seguir más reglas que las de la supervivencia. Como yuyos salvajes del capitalismo global, se sienten crecer solos en el medio de la pampa, abstraídos de cualquier relación con la sociedad y el Estado, y así se vuelven ingobernables.
Desde la aprobación de los cultivos de OGM, la superficie cultivada en Argentina creció un 50 % y el consumo de agroquímicos, un 1000 %. Los productores fumigan sembrados a menos de 500 metros de viviendas y colegios, lavan bidones de veneno en desagües y ríos, o los dejan goteando a la vera de las rutas, si no es que transportan a los fumigadores hasta depósitos en medio del pueblo, chorreando veneno por calles y veredas como ocurrió en Monte Maíz, Córdoba. En la pampa agrícola se siguen empleando fitosanitarios como el Endosulfan (prohibido en Argentina desde 2011), el Clorpirifós (prohibido desde 2009), incluso reliquias como el Paration (prohibido desde 1991), el DDT (prohibido desde 1990) y el Phostoxin (prohibido desde 1983).
La fumigación excesiva dio lugar a una generación de malezas que resisten al glifosato. Darwin funciona. Muchos agricultores abandonaron la rotación de cultivos para maximizar las cosechas y reemplazaron la regeneración de materia orgánica con fertilizantes sintetizados. El suelo se va haciendo adicto a químicos sintetizados y pierde su capacidad de reactor biológico. Por un proceso de retroalimentación positiva, las consecuencias nocivas de estas prácticas agrícolas incentivan más innovaciones. Las semillas BT de maíz, algodón y soja incorporan proteínas de Bacillus thuringiensis, una bacteria pariente del Bacillus antracis, más conocida como Anthrax, que arrasa con el sistema digestivo de los insectos sin necesidad de usar insecticidas. Más importante es el trigo HB4, resistente a la sequía, un OGM patentado en 2004 por un equipo dirigido por Raquel Chan, investigadora del CONICET y de la Universidad Nacional del Litoral, en conjunto con Bioceres. El evento introduce al trigo genes de girasol que retardan el envejecimiento de la planta y le dan tiempo para esperar el retorno de una disponibilidad normal de agua. Con el trigo HB4 la innovación busca enfrentar la más severa fuente de precariedad: el cambio climático. Pero su cultivo requiere de glufosinato de amonio, un herbicida cinco veces más tóxico que el glifosato, de manera que promete más conflictos y precariedades.
Lejos de ser marginales, las prácticas informales son parte de la expansión e innovación del sector agroexportador. Un caso claro es la “bolsa blanca”. Por su valor agregado, las semillas transgénicas son caras. Una práctica tolerada de productores sojeros, trigueros y arroceros es guardarse parte de la cosecha para uso propio y resembrarla para ahorrarse el costo de una nueva bolsa de semillas. Otra práctica común y ya abiertamente ilegal es multiplicar esas semillas cosechadas y venderlas, sin marca ni patente alguna, en una bolsa blanca, como una camiseta “no oficial” del Manchester City comprada en La Salada. Fue precisamente la “bolsa blanca” la que permitió introducir la soja transgénica desde Argentina a Brasil, donde su cultivo fue ilegal hasta 2006. A esa planta petisa, robusta, rendidora, llegada de Argentina, los productores brasileños la llamaron “Maradona”.
Otra innovación que se adaptó a la inestabilidad local fue la silobolsa. Patentada en 1968 como Silopresse por la constructora alemana Eberhard, llegó a la Argentina recién en los años 90 desde Estados Unidos como un búnker de plástico para que el forraje triturado mantuviera la humedad. Para adaptarlo a las necesidades pampeanas, en 1994 Zacarías Klas y Carlos Puiggari, dos expertos en polímeros que ya habían creado el sachet de leche para abaratar la logística de la industria láctea, desarrollaron un megasachet desplegable de 2 metros de altura para guardar cereal entero, húmedo o seco. Lo patentaron dos firmas argentinas, M&S e Ipesa —la empresa de Klas y Puiggari que opera en Río Grande, Tierra del Fuego—, que lo exportaron y siguieron perfeccionándolo. A partir de 2002, con buenos precios internacionales y retenciones locales, la silobolsa permitió retener el grano, negociar el precio y presionar a los gobiernos, siempre necesitados de las divisas por exportaciones.
Niveles de precariedad sobre el suelo
Si hay una porción del hardware que sintió la precarización del capitalismo 4.0, esta es la ciudad. Ya vimos sus vectores globales, veamos ahora su dinámica local. La crisis de 1998-2002 gatilló un nuevo ciclo inmobiliario. Pasada la disparada del dólar, los ahorros volvieron a encontrar en los desarrollos inmobiliarios una reserva de valor confiable, el valor del suelo aumentó aceleradamente y arrastró los alquileres. El rezago de los salarios con respecto a la recuperación económica y la desaparición del crédito hipotecario redujeron el acceso a la propiedad. Este ciclo alteró las pautas de asentamiento en todos sus niveles.
En el nivel más bajo, crecieron tanto el alquiler informal como los asentamientos precarios. El 40 % de las viviendas del país presenta situaciones de déficit habitacional, una tercera parte del cual se concentra en el Gran Buenos Aires. En el norte del país las situaciones de déficit son menos numerosas pero más duras. En las villas miserias del AMBA predominan las casas: frágiles construcciones de altura y piezas de alquiler en la ciudad de Buenos Aires; casas de material precario y casillas en la provincia de Buenos Aires. Entre 2003 y 2015 el gobierno llevó adelante una intensa política habitacional que solucionó más de un millón de casos de déficit, la mitad de ellos mediante el mejoramiento de la vivienda existente. Pero fueron políticas segmentadas y limitadas por la dinámica del mercado inmobiliario.
Por encima de la vivienda informal predomina el alquiler en grandes centros urbanos. En la ciudad de Buenos Aires el 40 % de la población menor de 35 años alquila su vivienda porque no puede comprarla, y un tercio de los hogares porteños gastan la mitad de su ingreso en alquiler. La aceleración de la inflación y la fallida Ley de Alquileres provocaron una caída de la oferta, que aumentó aun más los precios.
Un poco más arriba, en el mundo de la propiedad formal, la ausencia de crédito y la inestabilidad de la moneda fomentaron formatos como los fideicomisos y los fondos de inversión. Para los desarrolladores, el negocio es invertir poco, producir poco y ganar poco, pero muy rápido y muchas veces; para los compradores e inversores, la gama de oportunidades va desde acceder a una vivienda autofinanciada con fondos familiares, hasta preservar el valor de sus ahorros en ladrillos o blanquear capitales de origen ilegal.
Finalmente, en la cúspide habitacional, están los barrios privados, que luego de la crisis se montaron en el nuevo ciclo inmobiliario, gracias al abaratamiento del trabajo: en 2003 se construyeron más de 4000 casas en urbanizaciones cerradas; al año siguiente se lanzaron 18 nuevos desarrollos entre chacras, náuticos y countries. En 2005 serían 23; en 2007, 45. Se abrieron nuevos corredores de barrios privados en el sur de la provincia de Buenos Aires y en el interior del país. Aquí también hay vivienda autofinanciada, ahorro no monetario y lavado de dinero.
Este ciclo alcista terminó con el cepo de 2011. Sin embargo, el límite de este tipo de desarrollos es físico: su modelo de urbanización dispersa derrocha suelo. Entre 1990 y 2015 la extensión urbana del Área Metropolitana de Buenos Aires pasó de 134.000 hectáreas a 196.000, mientras la población creció a un ritmo menor, de 10,6 millones de habitantes a 14,1. La frontera de los barrios privados bonaerenses se va cerrando. “No vemos que exista la cantidad de hectáreas necesarias a menos de 45 kilómetros de la Capital Federal”, dice Eduardo Costantini, creador de Nordelta y Puertos del Lago. El modelo de negocios seguramente virará hacia emprendimientos de menor escala, intersticiales, como minibarrios o dúplex y edificios de departamentos dentro de los barrios cerrados ya existentes. O a la Patagonia, en donde el propio Costantini, que ya está cerca de los 80 años, proyecta nuevos barrios privados.
Por otro lado, están los límites ambientales. La construcción de urbanizaciones de lujo sobre cuencas y humedales provoca inundaciones en los barrios aledaños, o consume una cantidad excesiva de agua en zonas de estrés hídrico, como los desarrollos en las sierras de Córdoba y San Luis. Es la tragedia del Antropoceno: la irrupción planetaria por debajo del primoroso mundo que construimos sobre él. Y la conciencia de que nuestra condición es inevitablemente precaria. El urbanista Mauricio Corbalán observa que “las villas de CABA y los barrios cerrados comparten muchas veces la misma tecnología constructiva: estructura de hormigón armado y cerramientos de ladrillos cerámicos. Lo que difiere son las instalaciones, el valor del suelo y la inscripción legal. Ya no existe el salto de calidad constructiva de principios del siglo XX, cuando en Belgrano convivían mansiones construidas con materiales europeos y el ‘barrio de las latas’: casillas armadas con bidones metálicos de kerosene rellenos de tierra y apilados. Quién sabe si además esta estrategia no es más flexible, se adapta mejor a los cambios (económicos y climáticos) y puede ser ampliada y reparada con más rapidez y menor costo”. En la cúspide del nuevo hardware se impone la precariedad de la base. Antes y después que vecinos, ciudadanos, villeros o nordelteños, somos habitantes de un suelo.
La ciudad ciberfísica
El otro vector del capitalismo 4.0 global, la disrupción digital, también formateó el tejido urbano local. Las apps de reparto y el ride-hailing de Uber, Didi y Cabify reemplazan servicios como el transporte público o el polo gastronómico, usan infraestructuras como calles, bicisendas o locales comerciales reconvertidos en centros de despacho de e-commerce o en dark stores, locales a puertas cerradas que no están destinados al consumidor, sino al repartidor. Otras formas de intermediación digital, como las “áreas de interés” en Google Maps, las recomendaciones de influencers o las Google reviews, el rediseño de espacios comerciales alrededor de la consumer experience o la estética de Instagram, modifican y condicionan los modelos de negocios en un contexto de estanflación local, donde los comercios luchan por sobrevivir.
La cuarentena de 2020 aceleró la disrupción digital y la reconversión urbana. Todavía no sabemos adónde terminarán, sólo podemos apuntar los efectos de la digitalidad sobre un hardware urbano dado. Las compras online y el trabajo a distancia se masificaron, el corredor corporativo que va de Retiro a San Telmo se vació de transeúntes y clientes; una parte de los usuarios de transporte público se volcó al automóvil particular, el volumen de tránsito creció un 40 % con un parque automotor en gran parte obsoleto, y Buenos Aires se transformó en la décima ciudad más ruidosa del mundo, y la primera de América Latina; las plataformas de reparto reclutan a jóvenes, mujeres, estudiantes y migrantes excluidos del mercado laboral formal, que se amuchan en las veredas esperando un nuevo pedido; el trabajo a distancia, según cómo se combine con el siempre fluctuante tipo de cambio local, puede atraer a nómades digitales —Buenos Aires lidera las ciudades latinoamericanas en cuanto a negocios, capital humano e intercambio de información, incluyendo la actividad cultural— así como captar a trabajadores locales calificados que comienzan a trabajar para el exterior. La ciudad va congregando a una comunidad ciberfísica con identidades, valores y horizontes colectivos nuevos y potencialmente disruptivos para la cultura política tradicional.
Los dueños del futuro
Los modelos de negocios y prácticas empresariales que dinamizan un software capitalista con el tiempo se integran a las instituciones y prácticas estables hasta sedimentar en el hardware social y económico. En Argentina podemos distinguir tres generaciones de empresarios sedimentados o en vías de serlo. A la primera ya la vimos: es la de Rocca, Bulgheroni, Macri, Bunge & Born y Eurnekian, entre otros menhires que crecieron al calor del desarrollismo 2.1 como contratistas del Estado o industriales diversificados bajo diferentes sistemas de promoción, especularon con la inflación de los 80 y aprovecharon las privatizaciones de los 90.
A esa le sigue una segunda generación, formada bajo la crisis del capitalismo 2.1. Individuos y familias que entraron al mundo de los negocios a fines de los 70, surfearon la ciclotimia de los 80 y 90 y se consolidaron en plena crisis de 1998-2002. Eduardo Costantini y Eduardo Elsztain en los desarrollos inmobiliarios, las familias Bartolomé y Grobocopatel en los agronegocios, el matrimonio Sigman-Gold en la industria farmacéutica y Alfredo Coto en el comercio minorista son algunos de los que, con toda justicia, pueden ser llamados “emprendedores”: nacidos bajo las crisis, aprendieron a adaptarse y desarrollaron productos y negocios novedosos. Incluso un heredero de sangre azul como Federico Braun tuvo que reestructurar violentamente el imperio centenario de La Anónima para garantizarle vida en el siglo XXI.
Finalmente, hay una tercera camada de empresarios surgidos a partir de la crisis de 1998-2002. Una generación de capitalistas que vio pasar el auge y caída de las puntocom para retomar el legado del e-commerce y desarrollo de software. Marcos Galperin, de Mercado Libre, es la figura más representativa de este grupo, que también integra Globant. Además de su vocación por la disrupción digital y los modelos de negocios 4.0, a esta generación X la define una ideología, casi un desmarque identitario: no quieren ser “empresarios”, quieren ser “emprendedores”. Los “empresarios” son locales y opacos, especialistas en las prácticas y roscas corporativas del capitalismo 2.1, usan corbatas de seda con nudo ancho y toman scotch sobre un sillón Chesterfield; los “emprendedores” son globales, transparentes, innovadores, hacen deportes extremos y escuchan pop rock internacional.
En los años 90, Linda Rottenberg, CEO estadounidense en viaje de negocios por Buenos Aires, se tomó un taxi y charlando con el conductor descubrió que era ingeniero. Le preguntó entonces por qué no se había convertido en un entrepreneur. “¿Un empresario?”, le respondió el taxista con sorpresa y desprecio. Linda entendió en ese momento que en el idioma castellano no existía una palabra para diferenciar a los entrepreneurs de los “empresarios”, más identificados con los businessmen como Franco Macri o Carlos Bulgheroni. En 1997 Linda se reunió con Peter Kellner, que venía de un viaje de negocios de China, e idearon la ONG Endeavor, destinada a difundir la figura y virtudes del emprendedor como motor de la economía.
Ese credo hizo carne en la tercera generación de capitalistas argentinos, muchos de los cuales participan de Endeavor Argentina. Si bien ninguno de ellos le debe su fortuna a un contrato estatal, tampoco ninguno logró hacer negocios a espaldas de la sociedad y el Estado argentinos, sus crisis, vacíos legales y vicios morales, todas oportunidades que supieron aprovechar. Y en la medida en que las empresas crecían y ocupaban espacio en el hardware argentino, contribuyeron a combarlo y formatearlo, pocas veces corrigiéndolo, algunas veces transformándolo y muchas veces consagrando sus defectos.
De emprendedores a empresarios
En 2004 cuatro rollizos argentinos especialistas en finanzas e ingeniería en sistemas desembarcaron en el aeropuerto de Heathrow, en Londres. Eran Martín Migoya, Guibert Englebienne, Néstor Nocetti y Martín Umarán. Llevaban una libreta donde habían apuntado potenciales clientes y contactos. Poco tiempo después lograron cerrar un contrato con la compañía de pasajes aéreos baratos lastminute.com. Era el primer cliente importante de Globant, la empresa que los cuatro emprendedores habían fundado en 2003 intentando aprovechar los bajos costos locales en dólares para ofrecer servicios informáticos y desarrollos de software al exterior. Todavía es un misterio de dónde salió la inversión inicial: la leyenda habla de un fondo bursátil secreto que otorgó grandes retornos después de la crisis de 2002. En 2006, Google decidió que iba a comenzar a adquirir software de otras empresas y la primera elegida fue Globant. Desde entonces la firma fue contratada por Disney, Coca-Cola, Nike, Ferrari, LinkedIn, National Geographic, American Express, Telefónica, BBVA y la multinacional de videojuegos EA Games. Abrió oficinas en el interior de Argentina, Uruguay, Colombia, Inglaterra y Estados Unidos, mercado al que destina el 80 % de sus servicios. En 2013 Globant salió a la Bolsa de Nueva York, hoy sus fundadores y directores poseen menos del 6 % de la compañía, cuya sede legal está ubicada en Luxemburgo y deben rendir cuentas ante un board de fondos internacionales.
Como tantas startups, Globant tiene más clara su misión que su producto. Según Migoya, es una empresa que ofrece una mezcla de software y marketing cuyo propósito es crear “viajes digitales que son realmente importantes para millones de consumidores. Ayudamos a que las marcas interactúen con sus clientes generando fuertes conexiones emocionales”. Como observó Hernán Vanoli, el marketing tradicional, con sus encuestas y focus groups, va dejando lugar a senderos, parques y puntos de abastecimiento virtuales sustentados en el procesamiento algorítmico de datos. Maneras de dar forma a la existencia digital. El libro manifiesto de Globant se titula The never ending digital journey: creating new consumer experiences through technologies (El interminable viaje digital: creando nuevas experiencias de consumo a través de las tecnologías); el capitalismo 4.0 como el producto emergente del diseño centrado en el usuario en el entorno virtual.
“Hoy en día —dice Englebienne— la tecnología nos permite trabajar más en red y apalancarnos en la motivación de cada uno de nuestros empleados para generar y explorar ideas. No podemos olvidar que los millennials que hoy nacieron en un mundo digital están acostumbrados a tener voz, a desafiar la autoridad y quieren hacer un impacto. También tienen el sentido de urgencia de un mundo que cambia rápido y donde ellos quieren desarrollar rápidamente sus carreras. Nuestra filosofía en Globant es la de crear un entorno que saque lo mejor de nuestra gente”. En 2013, Globant perdió un contrato con EA Games porque no llegaron a cumplir con los plazos de entrega. En respuesta, la empresa ofreció retiros voluntarios y trabajos on the bench, a la espera de que la actividad aumentara, y despidió a unos trabajadores que pretendían sindicalizarse. En 2016 compró otra firma en India para reclutar ingenieros allí.
En mayo de 2017 Mercado Libre alcanzó una cotización de 12.000 millones de dólares, y superó a YPF, que, ya expropiada, cotizaba en 9700. La empresa fundada por Marcos Galperin había salido a la Bolsa de Nueva York en 2007 y luego entró en Nasdaq, en reemplazo del caído en desgracia Yahoo! Ahora estaba entre las 50 páginas más visitadas del mundo y tenía más de 166 millones de usuarios.
Por esas vueltas de la vida, Galperin había trabajado en YPF entre 1994 y 1997, de donde se fue para probar suerte en los negocios digitales. Con más experticia en finanzas que en informática, como casi todos los emprendedores digitales, probó suerte con un sitio de finanzas online que abandonó ante la competencia de Patagon.com. Se enfocó entonces en el e-commerce. Con el financiamiento de un conglomerado de fondos de inversión en 1999 fundó Mercado Libre. Luego llegarían capitales de Goldman Sachs, Banco Santander y un partnership con el sitio de subastas Ebay, que posee el 18 % de Mercado Libre y que selló su suerte con la competencia. Desde 2008 fue adquiriendo o desplazando a DeRemate.com y OLX —ambas fundadas por Alec Oxenford— entre otras e-commerce latinoamericanas.
A sabiendas de que su expansión continental lo llevará a competir con el gigante Amazon, Galperin amplió sus negocios. El comercio electrónico tiene dos talones de Aquiles: la logística y los pagos. A través de Mercado Envíos y de Mercado Pago, Galperin logró superarlos. Mercado Pago es un sistema de pagos online que financia al consumidor mientras el vendedor cobra el monto total en el acto a través del teléfono celular, y es también el salto de Galperin a los servicios financieros. Ya logró la inclusión financiera de buena parte de la economía local además de coparles la parada a las tarjetas de crédito, ahora apunta directamente a los ineficientes bancos argentinos, un rival más fácil que Amazon. “El modelo financiero tiene fallas estructurales —dice Galperin a tono con el humor local post 2001, o el humor global post 2008—. Las ganancias siempre son privadas, pero cuando hay una crisis las pérdidas son de la sociedad. Tienen que pagar más impuestos a las ganancias para generar fondos anticíclicos, no puede ser que cuando ganen se la lleven y cuando pierden hay que salvarlos para que no se arme una crisis catastrófica como la de 2001”. Totalmente cierto. Tanto como que, a diferencia de Mercado Pago, los bancos están sujetos a la regulación del Banco Central en materia de liquidez y solvencia.
En el acto de expandirse, Galperin aterrizó en el siempre intimidante hardware local. Con la bajada a la logística, Mercado Libre se enfrenta a los conflictos del capitalismo tangible: sueldos bajos, tercerización y conflictos sindicales. Con el salto a los servicios financieros, debe mirar a los ojos del Estado y las corporaciones. Galperin dejó de ser emprendedor para comportarse como empresario: se acogió a un régimen de promoción (la Ley de Productores de Software y Servicios Informáticos, que bonifica más de la mitad de las contribuciones patronales y el impuesto a las ganancias) sin cumplir los requisitos; en 2017 solicitó una línea de financiamiento por 4000 millones de pesos a tasa fija subsidiada al Banco Nación; y más tarde logró quedarse con el sistema de billeteras virtuales para el pago de asignaciones sociales desarrollado y abandonado por el mismo Banco Nación. La sedimentación ha comenzado, el capitalismo 4.0 argentino ya tiene a sus “empresarios”.
La industria argentina del software emplea actualmente a más de 150.000 profesionales. A julio de 2023, representó el 2,7 % de las exportaciones totales de bienes y servicios de Argentina, y superó en investigación y desarrollo al resto de las industrias. Globant y Mercado Libre tienen bien ganada la cucarda de “emprendedores”: desarrollaron negocios novedosos aprovechando el capital circundante, alteraron el funcionamiento de sus ramas de negocios y se globalizaron desde el principio. Pero también merecen llamarse “empresarios”: interactúan con el hardware dado y en el acto de modificarlo se integran a él, compartiendo su destino.
Dos salidas
En 2023 China redujo sus importaciones de soja en 9 millones de toneladas. Según el gobierno, forma parte de una estrategia para garantizar su seguridad alimentaria, dado que la oferta de soja se concentra en regiones muy específicas, de las cuales sólo Brasil representa el 60 %. Por otro lado, es esperable que el desarrollo acelerado del capitalismo chino altere sus pautas de consumo. Puede desplazarse desde la carne de cerdo (el verdadero consumidor de soja) hacia el beef, como hizo el Reino Unido hacia fines del siglo XIX. O puede desplazarse hacia un menor consumo de carne, como están haciendo todos los países desarrollados en el siglo XXI. En todo caso, el “mundo” que se abrió en 2001, con el ingreso de China a la OMC, está cerrándose, mientras se abre otro, más precario y conflictivo en torno a recursos escasos y transiciones tecnológicas y energéticas. El capitalismo 4.0 está demandando cereales, agua, tierras raras, metales estratégicos, electricidad y los hidrocarburos que queden. Probablemente, la versión 4.1 seguirá esa tendencia.
Para Argentina, el “dos mil uno” llega a su fin por dentro y por fuera: la acumulación de problemas sin resolver del software inaugurado en 2002 coincide con el fin de las condiciones internacionales que lo hicieron posible. Y en esta hora crítica, busca una salida. O dos: una es encontrar entre los recursos naturales un nuevo cuerno de la abundancia; otra es refundar el país una vez más. Escarbar en el fondo del hardware físico o resetear el software con tal violencia que supere todos los lastres del hardware social.
El nuevo hardware de la abundancia
Mal que le pese al presentismo millenial, no descubrimos Vaca Muerta. La estructura geológica de unos 30.000 km² es conocida desde 1931, cuando recibió su nombre actual. A pesar de que abarca cuatro provincias, pertenece a la Cuenca Petrolera Neuquina. Por ese motivo, también era conocida por la industria petrolera presente en la zona desde hace casi un siglo: Vaca Muerta era una maldición, un macizo rocoso de 3000 metros de profundidad que había que esquivar. Todo cambió con el fracking, que hizo posible sacar esquisto de las piedras. En 2007 Repsol-YPF inició exploraciones, y cuatro años después descubrió reservas de hidrocarburos no tradicionales que hoy se estiman en 27 millones de barriles. En el medio, el Estado expropió YPF, el país perdió su soberanía energética, llegando a gastar 2 puntos de su PBI en importaciones de hidrocarburos, y los sucesivos gobiernos adoptaron una panoplia de medidas para incentivar la producción: subsidios a la oferta de gas en 2010, precios atractivos para los inversores en 2016 y más subsidios en 2020.
La explotación de Vaca Muerta cuenta con ventajas y desventajas. Por un lado, la cuenca es una zona petrolera histórica que dispone de infraestructura logística y productiva, muchos pozos ya están localizados, la tecnología de fracking lleva veinte años de maduración que redujeron sus costos y hay un ecosistema de 18 petroleras nacionales y multinacionales operando en la zona, con YPF a la cabeza seguida por Chevron, Shell, Total, Pan American Energy y Pampa Energía, entre otras. Por otro lado, Vaca Muerta sufre los cuellos de botella propios de un país subdesarrollado, sin acceso al crédito y con escasez crónica de divisas: falta de equipos de perforación y fractura, e infraestructura insuficiente para sacar el petróleo y el gas de Neuquén. Habría que rehabilitar el Oleoducto Trasandino, cerrado desde 2006, duplicar la capacidad de Oleoductos del Valle, que transporta el crudo a Buenos Aires, construir un tercer oleoducto hacia la zona atlántica, y ampliar la capacidad del Gasoducto Presidente Néstor Kirchner, que conecta Vaca Muerta con la provincia de Buenos Aires. La falta de recursos también limita las políticas de incentivo, que no van más allá de subir tarifas (política impopular) o extender subsidios (política deficitaria: en 2022 el gobierno debió retirar los subsidios aprobados en 2017 por restricciones presupuestarias).
El otro cuerno de la abundancia es el litio. El noroeste argentino integra, junto a Chile y Bolivia, el llamado “triángulo del litio”, una región que concentra casi dos tercios de todo el litio del planeta. En rigor, el litio es un metal superabundante que se encuentra hasta en el agua de mar, pero no siempre es posible extraerlo. Y aun donde es viable, su extracción es compleja. De los salares hay que bombear salmuera, una solución acuosa compuesta mayormente por sal, y pasarla por diversos piletones para que la evaporación vaya decantando las sales de sodio, potasio y magnesio hasta alcanzar la concentración deseada de litio. Para el proceso de decantación es necesario el carbonato de sodio, también conocido como “soda ash”. El proceso puede llevar de uno a dos años, según el clima y la calidad de la salmuera. El producto final es el carbonato de litio, que se emplea en las baterías.
Así, en los salares de litio se entrelazan el hardware planetario y el software capitalista: el “litio natural” de la tierra es una cantidad fija, pero las “reservas” son un número que crece según el flujo tecnofinanciero que lo explota. Por eso no hay que confundir disponer de volumen de litio (donde Argentina ocupa el segundo lugar mundial, detrás de Bolivia) con reservas de litio comprobadas y extraíbles con las tecnologías existentes (donde Argentina ocupa el tercer lugar y Bolivia no figura ni en el top 5) ni con la producción efectiva de carbonato de litio (donde Argentina ocupa el cuarto lugar con el 5,9 % de la producción global, después de Australia con el 52,2 %, Chile con el 22,4 %, y China con el 12,5 %). En 2022 las exportaciones argentinas de litio triplicaron su valor respecto al año anterior, y constituyeron la quinta parte de las exportaciones mineras del país. La producción está concentrada en dos proyectos: Salar de Olaroz, en Jujuy, una joint venture entre la australiana Allkem, la japonesa Toyota y la minera estatal Jujuy Energía y Minería; y Minera Fénix, en el Salar del Hombre Muerto, Catamarca, operado por la estadounidense Livent, que exporta el mineral extraído a sus plantas productoras en China, Europa y Estados Unidos. En 2022, Fénix recibió la visita de ejecutivos de Tesla, la automotriz eléctrica que tiene a Livent como uno de sus proveedores. Luego, hay una plétora de proyectos en diferentes estados de maduración. Muchos de ellos terminaron dentro de Arcadium Lithium, el consorcio que formaron Allkem y Livent, y que hoy es el tercer productor del mundo.
Los límites y la complejidad del software argentino para explotar recursos quedan a la vista en un proyecto subsidiario del litio. En noviembre de 2023 un tren de diez vagones cargados con 250 toneladas de soda ash salió de Río Negro y recorrió 2300 kilómetros hasta Catamarca. Un récord histórico en Argentina, más aún después de 60 años de repliegue y abandono del sistema ferroviario. La maniobra requirió la participación de tres ferrocarriles distintos (Patagónico, Ferrosur Roca y Nuevo Central Argentino). El cargamento salió de Alcalis de la Patagonia, la única empresa productora de soda ash de Sudamérica, propiedad de Cristóbal López, empresario del juego, dueño de C5N y miembro conspicuo de la “burguesía nacional” amiga del primer kirchnerismo. La empresa fue estatal hasta 2004, cuando López la compró para proveer fábricas de vidrio y de detergentes. Con el auge del litio, aprovechó el filón y empezó a abastecer a los centros productores de Chile y Bolivia, mientras los dos proyectos litíferos en Argentina importaban soda ash a 300 dólares la tonelada. Un contrasentido que se explica por falta de infraestructura, poca coordinación (incluso competencia) entre los países del triángulo y rencores políticos locales que pesan más que las razones económicas. Un software de mierda que puede malograr hasta el mejor hardware.
El “mejor hardware” sería una despensa estable de recursos esperando que venga la mano sabia de la humanidad a explorarlos. Una fantasía que sólo existe en la literatura económica, porque la ciencia ficción, el romanticismo y el horror cósmico tienen una idea mucho más realista del entorno natural. El hardware se mueve, responde de manera no lineal en sus capas orgánicas e inorgánicas. El fracking puede generar actividad sísmica, emite gases y genera residuos que requieren de un tratamiento costoso y complejo. Y, al igual que los piletones de litio, consume agua dulce en zonas de estrés hídrico. La imagen de un país pletórico de recursos es tan falsa y complaciente como esos gauchos de poncho rojo y botas lustrosas que sólo se ven en Cosquín: cualquier mapa del acuífero Guaraní nos muestra otra realidad. La Argentina es una bay biscuit larga y seca cuyo borde nordeste está sumergido en una taza de té. Esa taza es el acuífero y ese borde es la cuenca del Plata. En el resto del territorio el agua es escasa y la minería la disputa con agricultores, en muchos casos de autosubsistencia o de mercados de proximidad. Esa gente es mucho menos productiva y necesaria que el litio o el gas, pero ya está ahí. ¿Qué vamos a hacer con ella?
En otros casos, la cuestión es más compleja: los viñateros de Catamarca se quejaron de que la minería paga mejores salarios y los deja sin trabajadores. El capitalismo es tan antimercado. En sus doce años de fracking, Neuquén, una provincia con medio millón de habitantes, recibió 200.000 migrantes. La mayor parte de ellos son hombres solos del norte del país, que llegan a la capital neuquina sin saber qué hacer. Los salarios petroleros son altos pero el trabajo es volátil. La gente va y viene o se queda. La Patagonia lo sabe bien: los nacidos y criados son una minoría en su propia tierra. En Añelo, un pueblo sobre el acceso a Vaca Muerta en donde los 1500 habitantes todavía se calefaccionan quemando leña, vive la comunidad mapuche Campo Maripe. La Loma Campana pertenece a su lof y también es parte de las operaciones petroleras. En 2016 la comunidad impidió dos veces el paso de camiones y excavadoras a la loma. No se oponen a la explotación ni defienden un lugar sagrado, quieren una consulta y seguramente una compensación económica. El peor error sería considerar a los mapuches como soldados de la Pachamama o “verdaderos dueños de la tierra”. Muchos de ellos trabajan en las propias petroleras o en la Dirección Provincial de Vialidad, sus organizaciones tienen robustos lazos urbanos y globales. Son sencillamente parte del enjambre de intereses que se asienta sobre cualquier hardware.
Desarrollismo y ambientalismo
Estos conflictos generaron un debate, quizás el debate económico más importante de la Argentina en 60 años. Un salto de madurez respecto al “dos mil uno”, cuando la dirigencia optó por culpar en bloque al “neoliberalismo” y apostarle todas las fichas a la soja. Hoy se discute un modelo de país, un nuevo software para un hardware ampliado, en torno a dos posturas que, para simplificar, llamaré desarrollismo y ambientalismo. Estoy siendo injusto con la tradición de esos movimientos y los matices que existen entre ambas posiciones, pero estos fueron los términos partisanos de un debate público en el que se expresaron funcionarios, militantes y medios de comunicación al menos desde la pandemia en adelante. Los desarrollistas dicen que el país no crece hace años y necesita exportar e ingresar divisas. Una verdad irrebatible. También una excusa para prorrogar un antipático ajuste fiscal gracias a un nuevo cuerno de la abundancia. En algunos casos, el propio producto impone la urgencia: los especialistas en litio proyectan que en quince o veinte años pueden aparecer nuevos materiales que reemplazarán el litio o al menos mermarán su demanda. Pero la desesperación no es buena consejera. No se trata sólo de explotar todo lo explotable, sino de darle una dirección, establecer prioridades, montar un sistema sostenible, resolver conflictos que no son transparentes y, sobre todo, generar un marco regulatorio a la medida de actividades de alta complejidad e impacto planetario, en un entorno de precariedad en el que los “accidentes normales” están esperando detrás de cada piedra. Sin esa idea integral de un software capitalista que caracterizó al viejo desarrollismo, esta nueva y algo desesperada versión del desarrollismo parece más bien una versión del mercantilismo del siglo XVII. Asumen que la riqueza mundial, esta vez medida no en oro y plata, sino en litio y agua dulce, es escasa y hay que pelearla a codazos. El daño que no hagamos lo van a hacer otros. En su premura y su menosprecio por cualquier manifestación local ambientalista, parecieran entender al país y sus habitantes como un mero territorio a explotar con una población encima que debe desplazarse a otro lado.
Por el lado del ambientalismo hay tendencias de todos los colores, entre ellas una global y radicalizada que entiende que el crecimiento económico tal como se mide actualmente es insostenible, injusto e incontrolable, y que la solución es reducir el metabolismo social, vivir con menos hasta neutralizar el efecto humano sobre el planeta. A esta altura del libro no tiene sentido explicar que eso es imposible, sólo diré que puede llegar a ser una hoja de ruta para países y regiones que consumen muy por encima de la regeneración de los recursos naturales, como Estados Unidos, China o Arabia Saudita. No es el caso de Argentina ni de América latina. Y si hay un movimiento político e intelectual que debe estar situado, aun para sus horizontes más universales, es el ambientalismo. Vivimos en el mismo planeta pero no vamos a pagar la cuenta de los demás. El decrecionismo es insostenible e injusto. Durante la pandemia varios de sus referentes saludaron el lockdown, con todo el sufrimiento que causó, como una “oportunidad para decrecer”.
El punto de partida de Argentina hacia la transición energética es una macroeconomía desordenada; una matriz energética mayormente gasífera, es decir, fósil pero con menos emisiones que el promedio global; un menú variado de fuentes energéticas efectivas (nuclear e hidroeléctrica) y potenciales (eólica y fotovoltaica); y una acumulación de capacidades científicas, tecnológicas y productivas. La explotación de los recursos naturales no se va a resolver con posturas partisanas ni con medidas unilaterales, sino con política y cierta cibernética social: combinar la deliberación con la decisión soberana mediante la retroalimentación entre los diversos intereses y la autoridad legítima. No vamos a encontrar una voluntad popular: los sanjuaninos quieren minería, mal que les pese a los ambientalistas; y los fueguinos no quieren salmoneras, mal que les pese a los desarrollistas. La palabra del pueblo no tiene punto final, sino que retroalimenta nuevos proyectos y nuevos debates. El resultado no será plenamente satisfactorio para nadie, pero tampoco el desastre que nos prometen tanto el ambientalismo decrecionista como el desarrollismo mercantilista.
Llegó el momento de hablar de política.
El viejo software refundacional
El 28 de diciembre de 2018, mientras el jefe de Gabinete Marcos Peña, el ministro de Hacienda Nicolás Dujovne, el ministro de Finanzas Luis Caputo y el presidente del Banco Central Federico Sturzenegger anunciaban en conferencia de prensa que renunciaban a las metas de inflación que había fijado el último, un amigo me mandó un whatsapp: “Argentina fue el WeWork de Macri: un modelo de negocios viejo con parafernalia innovadora y un CEO canchero, con costos fijos e ingresos temporales, que se atoró de deuda y demostró ser insolvente. Y ahora queda en manos de algún viejo lobo de Wall Street”. Mi amigo es cruel y certero. Ese año, la ambiciosa startup de coworking WeWork no había podido salir a la Bolsa por sus irregularidades y terminó quedando bajo control del SoftBank.
Quisiera empezar el final de este libro con una pequeña nota autorreferencial: no voté por Mauricio Macri en 2015 y sí voté por Alberto Fernández en 2019. De ninguno de los dos esperaba mucho y aún así los dos resultaron peores de lo que imaginaba. Pero con la perspectiva que brinda la distancia, me atrevo a decir que el proyecto de Macri era racional: corregir gradualmente las distorsiones del capitalismo 4.0 local para minimizar el daño social de tal ajuste y darle viabilidad política. El “gradualismo” esperaba desregular el mercado laboral (en gran parte, blanquear la desregulación de hecho que venía provocando la informalidad desde 2002), abrir el comercio exterior y el ingreso de capitales (que implicó arreglar con los holdouts y eliminar las retenciones), y reducir la inflación bajando el gasto público. Este último punto encerró al gobierno en una cuadratura del círculo: bajar la inflación requería reducir el déficit fiscal; reducir el déficit fiscal, eliminar subsidios a los servicios públicos; eliminar los subsidios provocaría aumentos en las tarifas y aceleraría la inflación. Esa manta corta se agravaba por las propias decisiones del gobierno: eliminar las retenciones redujo la recaudación fiscal, arreglar con los holdouts se llevó una parte importante de las reservas, mantener la paz social aumentando asignaciones no salariales y, sobre todo, sancionando una demagógica reparación jubilatoria se llevó otra parte del ingreso. Por otra parte, el flujo de inversiones privadas que se esperaba para reactivar la economía nunca llegó: al gradualismo reformista del gobierno los empresarios le respondieron con un gradualismo inversor. Los capitalistas argentinos, criados en el stop and go, no estaban dispuestos a acelerar más que el gobierno. Y el gobierno prefirió ofrecerles la gobernabilidad que garantizara las reformas aun a costa de las mismas reformas.
Para salir de ese laberinto, el gobierno se reconectó al flujo financiero internacional. Caputo diseñó una compleja ingeniería de bonos en dólares para fondear gastos corrientes. Era jugar con fuego. En mayo de 2018 la Reserva Federal de los Estados Unidos decidió subir las tasas de interés y la compleja ingeniería de “Toto” Caputo se vino abajo como las Torres Gemelas. Siguió un auxilio extraordinario del FMI y una larga renegociación de la deuda que al momento de escribir esto sigue en curso.
El impacto del fracaso en el presidente y en una parte de sus votantes fue profundo. Durante la campaña presidencial de 2019 en la que buscó su reelección, el mismo Macri que se había emparejado con Obama, Macron, Merkel y otros referentes del liberalismo globalista se acercó a Trump y las nuevas derechas. En una cena organizada ese año por la libertaria Fundación Libertad dijo: “Si ganamos esta elección vamos a ir en la misma dirección, lo más rápido posible”. No ganó. Lo derrotó una coalición de pedazos de peronismo que tuvo que hacer frente a la pandemia, a la deuda externa, a su incapacidad de ponerse de acuerdo y, sobre todo, de gobernar. En el ballotage de noviembre de 2023 se impuso un partido libertario de derecha sin antecedente alguno en gobernar nada. Contaron con el apoyo tácito de Macri, y ya en el gobierno, con el acompañamiento de varios de sus exfuncionarios, empezando por Caputo y Sturzenegger. Efectivamente, quieren ir en la misma dirección pero más rápido.
Desde entonces hasta el momento en que escribo esto (10 de marzo de 2024), estuve ocupado con este libro. Es muy difícil mantenerse indiferente a un gobierno sin precedentes en la Historia argentina, integrado por gente tan inexperta, extravagante y agresiva, con un plan radicalizado, un estilo de gestión improvisado y autoritario, y una estrategia de comunicación basada en saturar a la opinión pública con constantes anuncios, provocaciones, gestos e intervenciones en redes sociales. Paradójicamente, escribir un libro sobre el capitalismo argentino me abstrajo de la reestructuración más ambiciosa del capitalismo argentino que me tocó vivir. Y también de un nuevo intento de refundar la Nación, uno de los tantos que me tocó vivir.
Todo lo que pueda escribir, mandarlo a los editores, y esperar a que se imprima y distribuya está condenado a la obsolescencia. Pero este es un libro sobre el capitalismo y esto forma parte de su historia, así que voy a limitarme a recoger algunas de las piedras que fui encontrando en el camino para arrojarlas hacia el futuro, con menos ánimo de acertarle a algo que de ver qué ruido hacen, contra qué impactan. Qué hay más allá de lo que podemos ver.
CAPITALISMO Y ANTICAPITALISMO. Hace 50 años que el capitalismo argentino oscila entre una destrucción creativa que no crea nada y un potlatch de consumo reparador: 1975, 1989, 2001 son los hitos refundacionales de tres softwares capitalistas locales que envejecieron antes de terminar de construirse. Esa esquizofrenia moldea la conducta y los valores de los consumidores, los trabajadores, los administradores y los empresarios. “La Argentina es antimperialista, anticapitalista. Yo lo fui en mi juventud. No me extraña nada —dijo Federico Braun, hijo, nieto y bisnieto de empresarios capitalistas—. Hemos vivido en este país un capitalismo no genuino. Entonces, es lógico: hay razones culturales e históricas que llevan a este fracaso”. Los sucesivos colapsos y frustraciones fueron alimentando esa ideología: los empresarios son garcas, lo privado es malo, lo nacional es mejor. No era un anticapitalismo programático, Argentina nunca fue revolucionaria, era más bien el sentido común de una sociedad amigada con todas y cada una de las prácticas del capitalismo, pero instintivamente desconfiada de la mayor parte de sus instituciones. El peronismo, el radicalismo, el alfonsinismo y el kirchnerismo apelaron y apuntalaron esa doxa en diferentes momentos de sus gobiernos.
Ahora un gobierno logró el voto de todas las clases sociales con una promesa de capitalismo total, existencial, casi estético. Es una novedad radical: como ya vimos, los libertarios son los primeros en décadas en hablar explícitamente bien del “capitalismo”. Pero ¿de qué capitalismo hablan?
MERCADO Y ANTIMERCADO. El mercado es una práctica espontánea y universal. El capitalismo es un sistema antimercado. Y el neoliberalismo requirió de mucho Estado para ser posible. Quizás el reiterado fracaso del neoliberalismo en Argentina se deba precisamente a esa debilidad de su Estado. Desde mediados del siglo XX el aparato estatal fue desgarrado por la inestabilidad e ilegitimidad política, la crisis fiscal y la consiguiente falta de consenso acerca de su rol y su forma. Muy pronto dejó de crecer para simplemente engordar, distribuyendo un poco de Estado en cada parte para terminar gobernando nada. El remanido concepto de “Estado presente” terminó siendo involuntariamente sincero: un Estado que hace “presencias” como las de una celebridad en un boliche, mostrándose sin hacer mucho y cobrando caro por eso.
Ahora el gobierno se embarca en la construcción de un software capitalista que requiere de un afinadísimo orden social. Las nuevas derechas son paleolibertarias: pretenden reducir la autoridad estatal confiando el orden social a instituciones tradicionales casi preestatales como la familia, las iglesias, los valores religiosos, la autodisciplina colectiva y la obediencia a las autoridades tradicionales. ¿Tenemos algo de eso en Argentina? ¿O tenemos aquel “carácter transgresor y peronista, entre hedonista y crematístico” que detectó Julio Ramos? Cartoneros por el carril del medio de las avenidas, policías que gestionan la inseguridad mediante zonas liberadas, pasajeros del FC Roca que saltaban molinetes aun cuando el pasaje salía la décima parte del pancho que se comían en el andén. ¿Hasta dónde vamos a confiar en que el mercado discipline a los individuos realmente existentes y hasta dónde va a haber que hacer sonar la fusta del escuálido y poco confiable Estado argentino? El dilema se agrava cuando hace veinte años que nuestra libido vive envuelta de un capullo digital que se retroalimenta con sus caprichos. La nueva derecha que hoy nos gobierna creció en ese capullo y todavía se maneja con sus reglas. La ingobernabilidad es reforzada desde el propio gobierno. ¿Cuánto caos puede tolerar cualquier versión del capitalismo?
EMPRENDEDORISMO Y PRECARIEDAD. La figura del “emprendedor” nació como alternativa al “empresario”. No apuntaba hacia arriba, a legitimar los titulares actuales del capital, que ya no necesitan ningún credo; apunta hacia abajo. Quizás por eso algunos intelectuales y políticos la denunciaron como una operación ideológica para disolver la solidaridad colectiva en un llamado al individualismo. Pero no vieron que las propias condiciones del capitalismo 4.0 generaban ese llamado. Después de 2002 todos somos emprendedores, independientemente de nuestros valores. La crisis terminó de matar el ideal de vida 2.0: hombres que trabajan bajo un patrón, cobran un sueldo, vuelven a casa y mantienen a su pequeña familia nuclear. Para bien o para mal, ya no podemos llevar esa vida. No hay investigador del Conicet que no facture por afuera, repositor u operario que no atienda un kiosco en su casa, delincuente que no alterne las noches de caño con alguna changa legal. El emprendedorismo apunta mucho más abajo y mucho más al fondo: se trata de meter toda la energía social de la precariedad en la gran maquinaria del Capital.
Ahora el gobierno logró captar las diversas sensibilidades e intereses que conviven en la informalidad de la ciudad ciberfísica. En los últimos veinte años el sector informal fue fermentando bajo la costra de un capitalismo entumecido: en el empleo en negro, en los supermercados chinos, en la bolsa blanca sojera, en los mercados informales, en las cuevas financieras, en las torres y barrios privados construidos con ahorros inconfesables. Esa capa mullida de fermento amortiguó los golpes de la macroeconomía hasta que empezó a aflorar entre las lajas del país legal. El Centro de distribución de Mercado Libre está a 10 minutos en auto del mercado de La Salada. Esa capa mullida de fermento está más conectada al funcionamiento del mundo que gran parte de nuestra economía formal. ¿Cuál es el plan político para eso? ¿Liberar esa precariedad y que el rizoma barrani construya un capitalismo 4.1 por sí solo? Otra vez: el mercado es una institución espontánea; el capitalismo, no; y el capitalismo neoliberal, menos. Una economía de puros emprendedores sin capital no puede alcanzar la escala suficiente para acumular, invertir e innovar. Hacen falta empresas incipientes que doten de diversidad y movilidad al capitalismo. ¿O sólo se trata de avanzar con la motosierra desde el enclave moderno hacia los intestinos pobres y clientelares del país? En ese caso, la libertad que avance será sólo la revancha de una vieja guardia neoliberal que ya fracasó tres veces.
SOLIDARIDAD Y CRUELDAD. A lo largo del siglo XX Argentina fue testigo de una mutación del sentido y el funcionamiento de la solidaridad. Lo que había heredado del siglo XIX como un sistema tradicional y administrado por instituciones particulares como la Iglesia católica o las mutuales de inmigrantes fue nacionalizado sobre instituciones robustas y mecánicas como la educación pública o el sindicalismo centralizado, apoyadas sobre el suelo macizo de la movilidad social ascendente. A partir de 1975 la movilidad social ascendente fue perdiendo su base macroeconómica, las instituciones que la sostenían se fueron deteriorando, y la “solidaridad” fue quedando como un recurso de emergencia para los pobres. Las líneas de solidaridad se fueron replegando a la familia, el barrio o la tribu urbana. La cuarentena de 2020 fue la última gran apelación a la vieja solidaridad nacional: una parte de la sociedad debía privarse de la movilidad, la sociabilidad y la actividad económica para cuidar a la otra parte. Vivir mal para no morir.
Extinguida la cuarentena, las reacciones vinieron todas juntas: al “Estado presente” e ineficaz, el mercado como solución a todo; a la redistribución por inflación, el furor por la moneda fuerte y fácil (criptos, apuestas y ponzis diversos); a la solidaridad mecánica, la crueldad automática: refutar cualquier expresión de sufrimiento con la impiedad del “mercado” como verdad súbita e inapelable. Una vez instalado ese arco reflejo, la campana pavloviana de las redes sociales prolongará el instante pospandemia indefinidamente. Como legitimador de un ajuste, la crueldad parece un recurso inmejorable. Pero como basamento de una Nación, una sociedad o una economía, es un suelo quebradizo: hace falta una cultura realmente individualista, con fronteras de clase y autoridad nítidas y legítimas. Argentina no tiene nada de eso ni lo tendrá en el mediano plazo porque el mundo mismo está perdiendo esos rasgos: hoy prima la tribu y la desobediencia. La crueldad funciona entonces como una provocación colectiva y la reacción puede ser tan grande como imprevisible.
ARGENTINA EN EL PLANETA Y EN EL MUNDO. En los últimos 100 años Argentina tuvo una relación inestable con el “mundo”, ese circuito de instituciones y flujos tecnofinancieros: plenamente integrada hasta 1930, considerablemente aislada hasta 1950, intentando reconectarse con poco éxito hasta 1990, y con más éxito hasta julio de 2001. Desde entonces volvimos a cerrarnos, confiando primero en nuestras exportaciones de soja y luego en nuestra inimitable manera de hacer las cosas. A partir de 2013 volvieron los intentos fallidos por reconectarnos. Hoy ese mundo ya no es un lugar seguro, tensado por la disrupción digital y la irrupción planetaria.
¿Qué lugar ocupa Argentina en el planeta? Lejos del ecuador, con reservas de litio, agua y shale gas, mucha tierra y poca población, quizás pueda capear la crisis por unos años. Pero para eso necesitará una capacidad de gestión que no tienen ni sus dirigencias ni buena parte de su ciudadanía, intoxicadas por la polarización y mancadas por la precariedad de sus instituciones, la escasez de recursos tecnológicos y financieros, y la amenaza constante de colapso socioeconómico. Pero precariedad, escasez y colapso son justamente los rasgos distintivos del capitalismo 4.0. Nuestra experiencia local nos preparó para afrontar la posnormalidad global. Que no se confunda esta conclusión con otra celebración chauvinista y provinciana de nuestros defectos: no le ganamos a nadie. Todo lo contrario. Nuestras deficiencias institucionales vienen impidiéndonos tener un modelo económico estable desde 1975. Pero con inteligencia, humildad y un poco de sentido global, quizás podamos capitalizar el fracaso del último medio siglo para barrenar la era de la precariedad que nos espera.
Por último y con animus iocandi (o for the lulz, como se dice en Reddit): ¿qué lugar ocupará Argentina en los tres escenarios especulativos que pensé en el capítulo anterior? En el escenario soberanista podríamos ser provincia de algún bloque beligerante; en el globalista, parásitos u hormigas del capital planetario; en el posthumano, cromañones en peligro de extinción o náufragos cósmicos. Nuestra precariedad interna puede retroalimentarse con la nueva precariedad global mediante un feedback negativo (compensándola) o positivo (exacerbándola).
El futuro parece abrirse otra vez. Pero el futuro no existe. Aquel que venda ideas en su nombre está hablando de otra cosa. Sólo existen tendencias no lineales que vienen del pasado, nos alcanzan en el presente y nos empujan hacia adelante, e imágenes para pensar en lo que aún no está. Nada de esto es fatal ni trae su destino escrito en la frente, hay que saber surfearlo y usarlo a favor.
Buen viaje.