Ecologías diversas / Antropoceno: déficit energético humano
Presión demográfica europea / Consolidación de Estados nacionales
Máquina de vapor
Libre empresa administrada por el propietario
Patrón oro
Hegemonía británica
El capitalismo 1.1: el imperio del liberalismo
Queda visto que el capitalismo no surgió de un repollo, ni de la mente genial de un emprendedor, ni del corazón helado de un burgués. Fue más bien la sedimentación de procesos simultáneos, casi aleatorios, impulsados por un solo motor: el déficit energético humano, el mismo que nos obligó a salir a cazar, a arar la tierra y a organizar ciudades-estado. Esos procesos fueron tres: la transición a la energía fósil, que aumentó la capacidad productiva; la expansión territorial europea, que decantó en un sistema mundial de intercambios y permitió la acumulación de capital dentro de Europa; y la centralización política en Estados territoriales, que dio lugar a la organización nacional de los capitales. Son procesos que empezaron por diferentes motivos alrededor del siglo XIV y coagularon en un sistema para el siglo XVII.
Pero era un sistema precario y contingente, formado por procesos desarticulados y cuyos agentes no lo percibían como un todo. Era necesario ordenar ese software espontáneo, establecer normas y, sobre todo, tener una idea de él. Capturar al fenómeno en un concepto coherente sin resignar complejidad. El concepto era “capitalismo”. Paradójicamente, hubo que explicar el capitalismo antes de que existiera. Es un lugar común afirmar que Adam Smith es el padre teórico del liberalismo y el capitalismo industrial. Pero murió en 1790, sin escuchar jamás la palabra “liberalismo” (que surgió en España medio siglo después) ni ver una sola fábrica moderna: su ejemplo de división del trabajo no es una máquina de vapor, sino un taller artesanal de agujas. Si bien la larga y lenta evolución del capitalismo 1.0 puede explicar que sus principios hayan sido evidentes para mediados del siglo XVIII, no deja de ser fascinante que el capitalismo industrial haya sido teorizado por alguien que no lo vivió.
Los aceleracionistas llaman hiperstición a esa capacidad de ciertas ficciones y artefactos estéticos de producir su propia realidad, una especie de sistematización de las profecías autocumplidas que conecta el presente con el futuro, retroalimentándolos. Posiblemente, a Smith le molestaría ser considerado un “hipersticioso”: él nunca se propuso escribir ficción, sino describir la realidad. Pero su capacidad de abstracción —no olvidemos que era filósofo, no economista— lo llevó mucho más lejos que la realidad que pretendía describir. Tras su muerte, se produjo un debate sobre las posibilidades futuras del capitalismo entre los que quizás fueron sus dos grandes herederos. Ese debate anticipó la versión perfeccionada de la economía industrial liberal, el capitalismo 1.1.
Malthus y Ricardo, duelo de hipersticiones
Imaginemos un funeral del siglo XIX. La silueta enlutada de los asistentes se recorta sobre el prado verde, junto a la iglesia de piedra. El cielo está ahí nomás, recargado de grises. El viento sopla tranquilo entre los alisos. Un cuervo solitario grazna sólo para completar el clisé. Bajo tierra hay un economista, David Ricardo; quien toma la palabra es otro, Thomas Malthus: “Nunca quise tanto a nadie fuera de mi familia —dice, intentando controlar el tartamudeo—. Nuestro intercambio de opiniones era tan desinteresado. Ambos buscábamos la verdad y nada más que la verdad. No puedo dejar de pensar que, si hubiéramos tenido más tiempo, tarde o temprano nos hubiéramos puesto de acuerdo”.
No, nunca se hubieran puesto de acuerdo. Arrastraban historias de vida diferentes, razonaban de manera diferente, entendían el capitalismo de manera diferente. Como los duelistas de Ridley Scott, Malthus y Ricardo cruzaron las guerras napoleónicas peleando del mismo lado a la vez que combatiendo entre sí. De ese duelo salió una batería de ideas y actitudes que prefiguran no sólo el capitalismo 1.1, sino toda la historia del capitalismo.
El siglo XIX no había empezado bien. En 1805, entre las guerras de Bonaparte, la reacción política y la pauperización obrera, los europeos podían sentir que los viejos buenos tiempos habían quedado muy atrás. El siglo anterior había sido excelente: durante el XVIII Europa había reducido su mortalidad, aumentado su producción y expandido su comercio y colonias por todo el mundo. La vida de las personas había mejorado gracias a innovaciones como las vacunas, la estufa a gas o la dentadura postiza. Ese optimismo empapó la obra de William Godwin, un iluminista que consideraba que los hombres podían vivir felices sin gobierno ni propiedad privada. Su esposa, Mary Wollstonecraft, incluyó a las mujeres en ese progreso. En cambio, Mary, la hija de ambos, sintió la oscuridad del nuevo siglo y en 1818 escribió Frankenstein.
En la casa de los Malthus también hubo una grieta generacional. Daniel Malthus era un propietario de tierras con menos plata que cultura, que leyó a Godwin y quiso compartir la buena nueva con toda la familia. En la otra punta de la mesa, Thomas, su hijo, lo miraba torvamente: era el segundo (quedaba fuera de la herencia) y había nacido tartamudo (quedaba fuera de las carreras militar y judicial). No tenía nada que festejar, así que destruyó a su padre con argumentos. Progresista hasta el final, Daniel estimuló a su hijo a que los escribiera y publicara.
La hipótesis de Malthus era que mientras la producción aumentaba aritméticamente (1, 2, 3, 4…), la población lo hacía geométricamente (2, 4, 8, 16…). El colapso era inevitable. Sus esperanzas eran peores que sus temores: “Los vicios de la humanidad son agentes de despoblación. Son los precursores de la guerra. Si esta fracasa en el exterminio, las epidemias avanzan y aniquilan a decenas de miles. Si el éxito sigue incompleto, una hambruna inevitable da el golpe de gracia y nivela a la población con los alimentos del mundo”. La primera edición del Ensayo sobre la población fue anónima. Y fue un éxito. Malthus la reeditó dos veces, agregando datos nuevos y alguna fórmula matemática a sus conclusiones concebidas de antemano. Ya era un auténtico economista.
La gran apuesta
Las guerras contra Francia habían distorsionado la economía británica. El precio de los cereales aumentó y con él, todos los precios. La industria y el comercio se estancaron: Bonaparte bloqueó el continente y Gran Bretaña se quedó sin mercado para sus manufacturas. En un manotazo desesperado, los británicos intentaron invadir la insignificante ciudad de Buenos Aires. No pudieron. Para 1812 la guerra seguía, pero el comercio agrícola comenzaba a recuperarse; y los precios, a bajar. Los terratenientes controlaban el Parlamento británico e impusieron un arancel para mantener los precios agrícolas altos: la Ley de Granos. En las ciudades, patrones y trabajadores protestaron contra la medida. Malthus decidió participar del debate. Señaló que la industria estaba condenada a estancarse porque producía de más: la productividad aumentaba sin cesar, sí, pero ¿quién iba a comprar esos bienes? Los trabajadores ganaban una miseria y los capitalistas reinvertían todas sus ganancias (y así aumentaban aún más la producción). Sólo la aristocracia terrateniente podía consumir más de lo que producía. De manera que la Ley de Granos estaba muy bien: mantenía la riqueza de la clase importante, los terratenientes, y limitaba el crecimiento de la industria excesiva. Y, quién sabe, quizás encarecer el pan también contribuiría a reducir la población y así equilibrar el sistema. Malthus era un predicador del software neolítico, que para el siglo XIX había sedimentado en un hardware de instituciones y valores.
Es entonces cuando intervino David Ricardo. Otro hijo rebelde. Miembro de una familia sefardita dedicada a las finanzas, David se enamoró de una cuáquera llamada Priscila y anunció su casamiento. Su madre le quitó la palabra, su padre lo desheredó. Pero David no era Kafka ni Freud: consiguió financistas y se dedicó a invertir en la Bolsa de Londres. A los 30 años era rico y se retiró al campo con su esposa. Allí se abocó al estudio y la política. Leyó a Smith, comenzó a colaborar en un diario financiero y entró en contacto con Malthus. Y empezó el duelo. A la idea de sobreproducción industrial, Ricardo le respondió con la ley de Say: la oferta crea su propia demanda, el capitalista consume en el acto de invertir y emplea a gente que también consume. Cualquier sobreoferta es temporaria hasta que los capitales se acomoden. Por otro lado, criticó la Ley de Granos porque beneficiaba al campo, que era ineficiente, por sobre la industria, que era eficiente. En la medida en que los cultivos se expanden sobre las tierras menos fértiles, la productividad rural cae y los precios agrícolas suben, subiendo los costos de la vida obrera y de la producción industrial. Ese beneficio rural no es una ganancia fruto de una inversión, sino una renta fruto de una distorsión. Es injusta y reaccionaria.
Para Ricardo, la solución era abrir el comercio y que cada país se dedicara a lo que mejor hacía. Romper el sistema de monopolios que organizaba los intercambios mundiales desde el siglo XVI. La ventaja de Gran Bretaña era la industria, otros sabrán cultivar la tierra. Mientras tanto, muy lejos de allí, Buenos Aires perdía el Alto Perú y toda su riqueza argentífera. El fisiócrata Manuel Belgrano propuso dedicar las tierras al agro. Nadie lo tomó en serio, primaba una visión mercantilista centrada en el comercio de plata. La de Ricardo, como la de Belgrano, era una gran apuesta por la capacidad del software capitalista sobre los condicionamientos del hardware: cuando el sistema se estanca hay que escapar hacia adelante antes que adaptarse a la decadencia. El siglo les daría la razón.
Belgrano murió en 1820; Ricardo, en 1823. Veinte años después, entre 1844 y 1846, Gran Bretaña, ya consolidada como potencia hegemónica, tomó dos medidas que perfeccionaron el capitalismo 1.0. Dos decisiones políticas en las capas
Animado por sus amigos, Ricardo expuso sus ideas en Principios de economía y tributación. Un libro que sentó las bases del estilo literario económico: seco, abstracto, tan carente de gracia que tenía que tener razón. Ricardo no publicó nada más: escribió cartas, discursos parlamentarios y unas anotaciones que hizo criticando párrafo por párrafo un libro de Malthus. “Sólo tenía unas pocas palabras más que decir sobre el tema del valor, y lo he hecho —escribió en su última carta de 1823—. Y ahora, mi querido Malthus, después de mucha discusión, cada uno retendrá sus propias opiniones. Esto no afecta nuestra amistad. No podría agradarme más si estuviera de acuerdo conmigo. Le ruego que transmita a la señora Malthus los saludos de la señora Ricardo y míos. Atentamente, David”. Murió dos semanas después.
No podían ser más distintos. Malthus era un rústico, intuitivo y reaccionario hasta bordear el nihilismo. Su Ensayo teje argumentos alrededor de la vieja sabiduría neolítica: no hay tierra para todos. Ricardo era un burgués liberal, sin alcurnia pero con city, más seguro de su inteligencia que de su ilustración. Sus Principios no tienen un solo rasgo erudito o literario, apenas un modelo abstracto y un compromiso sin fisuras con el nuevo software: los problemas del capitalismo se solucionan con más capitalismo, aunque eso lo enfrentara a las propias clases altas. Llegó a justificar a los luditas: las máquinas en efecto perjudican al trabajador, pero a mediano plazo —acotó— generan riqueza para todos. Malthus estudiaba el origen y cantidad de la riqueza; Ricardo, su distribución. Malthus defendía a una clase; Ricardo, a un sistema. Malthus pensaba desde el hardware que habitaba; Ricardo, desde un software emergente que aún no percibía del todo. Los dos vieron más allá de su época.
Cuando el capitalismo finalmente despegó, Ricardo fue admirado durante medio siglo, incluyendo a fans románticos como Karl Marx o Thomas De Quincey. Charles Darwin, en cambio, se mantuvo leal a Malthus. Todavía en el siglo XX su sombra rondaba por ahí: John M. Keynes, los ambientalistas y la feminista Emma Goldman reivindicaron a Malthus; el marxismo académico, a Ricardo. Un joven Ernesto Laclau usó el concepto de “renta diferencial” para explicar el auge y caída del granero del mundo argentino.
Por eso, después de esta vuelta por el mundo, es hora de volver a casa.