Periodos de crisis y prosperidad del capitalismo a partir del índice S&P 500, que mide la capitalización de las 500 empresas más grandes de EE.UU. (se lo considera el índice más representativo de la situación real del mercado mundial)
Ecologías diversas / Antropoceno: déficit energético humano / Planeta con ecologías diversas
SoftwareTransición a energía fósil (carbón) / Diversas formas de trabajo (esclavos, asalariados, siervos)
Comercio marítimo
Antimercado: acumulación de capital
Expansión territorial europea / Red global de intercambios entre sistemas heterogéneos
Las metáforas son luces que iluminan tanto como oscurecen. Incluso esta. Decir que “el planeta es nuestra casa” puede inspirar muchas buenas acciones, pero encierra varios problemas. ¿Es nuestra porque la construimos, porque la compramos o sencillamente porque la ocupamos? ¿Podemos reformarla a nuestro gusto, venderla o demolerla y mudarnos a otra? Cada una de esas opciones promete debates apasionantes que prefiero saltear para proponer una metáfora distinta, tan claroscura como cualquier otra. Para la humanidad el planeta es un hardware, un soporte físico integrado por piezas diversas que permiten alojar y proveer de energía a ese conjunto de instituciones, prácticas y símbolos que constituyen el mundo, la contrapartida antrópica y artificial del planeta, y que en mi metáfora funge de software, esto es, un conjunto de procedimientos y lenguajes que funcionan como marcos de otros procedimientos en un entorno material dado. Hay muchas versiones de software, y cada una tiene diferente grado de compatibilidad con el hardware. En suma, el hardware es nuestro entorno físico más estable y el software, las formas humanas de ocuparlo y explotarlo.
Esto es una metáfora, no una teoría. Me sirve para narrar y pensar el capitalismo de manera ampliada. Pero tiene sus claroscuros. El más evidente es que nuestro hardware no es estable, es dinámico. Los sistemas biológicos no humanos crean atmósfera, modifican suelos, etcétera, todo esto de manera previa y paralela a los sucesivos softwares humanos. Nuestro software también afecta el hardware: las formas humanas de ocupación y explotación alteran el entorno físico, a veces de manera irreversible. Justamente por esa irreversibilidad, muchas formas de software terminan sedimentando en un nuevo hardware ampliado, constituido por el mundo natural y la huella de lo humano. Por ejemplo, las formas de asentamiento y prácticas agrícolas milenarias evolucionan con igual o mayor lentitud que el ecosistema que las contiene. Las técnicas y utillaje que se integran a su medio, las instituciones y creencias estables y arraigadas, terminan formando una suerte de ecosistema artificial, en el que los nuevos softwares también deberán instalarse.
Estos cruces entre hardware y software no disuelven la distinción, la dinamizan. Hacen la historia. Y me permiten contarla.
Quedan dos preguntas de época. La primera es si la información no debería ser entendida como una dimensión aparte del hardware y el software. Un graduado en negocios de Stanford, o una IA alimentada por él, dirían que sí. Incluso periodizarían el capitalismo de esta manera: el siglo XIX todavía condicionado por el hardware natural; el XX, montado sobre el software de las organizaciones y regulaciones; y el XXI, desmaterializado en datos. Yo digo que no. Si este libro tiene alguna hipótesis, es que toda organización humana es una red para circular personas, información, energía, y objetos naturales y artificiales (y estos últimos no dejan de ser condensaciones de información y energía). La información siempre estuvo allí, hoy sólo tiene mayor volumen, velocidad y precio de mercado. Y el hardware natural nunca se fue. El “Antropoceno” no refiere sólo al impacto humano sobre el planeta, sino también, y sobre todo, a la irrupción de esas fuerzas planetarias alteradas en la vida humana: inundaciones, sequías, pestes, crisis energéticas, etcétera. En todo caso, la posibilidad (y opción) humana de datificar el mundo convive con una materialidad quizás más disruptiva que antes. Espero poder demostrar esas tendencias a lo largo del libro.
La segunda pregunta epocal sería si podemos cambiar de hardware. Esa cuestión me obligaría a concebir una Gran Mano que desinstale o duplique este software humano y lo instale en otro planeta, con la esperanza de que sea compatible. Hay terrícolas intentándolo mientras escribo este libro. Por ahora, estamos encerrados en esta vieja computadora planetaria, con los coolers sucios y olor a cable quemado, luchando contra la entropía. Por eso vale la pena empezar hablando de un físico.
El hardware planetario
Erwin Schrödinger fue uno de los científicos más importantes del siglo XX. Participó del célebre Congreso Solvay de 1927, la primera puesta en común de los desarrollos en microfísica o “física cuántica”, que contribuyó a cerrar algunas cuestiones y abrir muchas otras para la ciencia contemporánea. Como suele pasar, Schrödinger quedó en la cultura popular por algo mucho más memificable: la imagen del gato que está vivo y muerto dentro de la caja, originalmente una chicana contra el principio de indeterminación que defendían Heisenberg y Bohr (en la misma discusión, Einstein tiró su “Dios no juega a los dados”; el Congreso Solvay fue también un gran momento del marketing). Los biógrafos de Schrödinger tampoco olvidan su afición a tener amoríos con sus alumnas. Aquí prefiero recordarlo por una conferencia que ofreció en Dublín durante la Segunda Guerra Mundial, pensada para un público amplio y no especializado, y que terminó publicada con el título de ¿Qué es la vida? La vida es una de esas cosas que cualquier persona puede reconocer casi a simple vista, pero que nadie puede explicar de manera clara y satisfactoria. Antes y después de Schrödinger, la religión, la filosofía y la ciencia lo intentaron, y lo seguirán intentando.
Schrödinger toma como punto de partida la segunda ley de la termodinámica: la entropía, o tendencia de la energía a dispersarse y degradarse, y concluye que allí donde se pueda evitar esa dispersión, por una especie de entropía negativa (o neguentropía), habrá vida. Ciertos desequilibrios físicoquímicos del planeta Tierra le permiten retener una parte de la energía que recibe del Sol y concentrarla en puntos neguentrópicos. En esos puntos no sólo surge la vida, sino que en la lucha por seguir viviendo, se adapta a los cambios de su entorno y evoluciona. Allí empiezan las condiciones de posibilidad de la humanidad y de la Historia.
¿Hay otra Historia? De alguna manera, cualquier relato de la evolución humana, incluso cualquier historia del planeta Tierra es una suerte de literatura del yo, dado que no contamos con ninguna versión que no sea la humana. ¿Cómo nos verán las otras especies? ¿Como privilegiados con nuestros pulgares prensiles, nuestro andar bípedo, y nuestro inmenso cerebro capaz de desarrollar abstracciones como, por ejemplo, la idea de “evolución humana”? ¿O como una especie particularmente débil, sin garras, ni pelaje, ni velocidad, ni mucha fuerza, que pierde valioso tiempo de su vida en aprender a caminar sobre dos patas cargando su inmenso cerebro, que también le lleva años aprender a usar? ¿O como predadores voraces y agresivos que nunca pudimos adaptarnos a las fuentes de energía de un ecosistema y nos esparcimos por el planeta devorando lo que se nos cruzaba, al punto de extinguir la megafauna del Paleolítico? Las tres versiones nos hacen justicia porque son retratos del mismo rostro: somos hábiles porque somos agresivos porque somos débiles.
Oh, la humanidad
La natural debilidad humana nos obligó a ampliar nuestro pobre organismo con un cuerpo exosomático: pieles de otros animales para abrigarnos, armas y herramientas, chozas y cabañas, ciudades y máquinas. Prácticamente todo lo que llamamos “civilización” es un exoesqueleto, uno muy caro en términos energéticos, que hizo de nuestra especie un consumidor deficitario constante. Para las necesidades energéticas de los homínidos, la economía de recolección, que incluía la carroña, era sustentable en grupos de no mucho más de 25 individuos por cada 100 km2, muy por debajo de la densidad que podían permitirse los mamíferos herbívoros. Aumentar la densidad y complejidad de los grupos requirió pasar a la caza, que también requería un mayor gasto inicial de energía con resultados inciertos: correr a una presa durante un día entero sin garantías de poder alcanzarla y consumirla. Una inversión de riesgo que obligó a los grupos a abandonar los bosques por pastizales abiertos —en donde los animales pastaban en manada y eran más visibles— y a aumentar la organización de los grupos, es decir, la sociabilidad. En el entorno adecuado, algunas sociedades de recolectores alcanzaron un grado de complejidad propio de las futuras sociedades agrícolas: densidad demográfica, división del trabajo, acopio de recursos, rituales e incluso algunas prácticas agrícolas.
Aun así, en la medida en que los grupos crecían y las presas se extinguían o se adaptaban al nuevo predador, el modelo de caza y recolección se volvía insuficiente. El paso al Holoceno trajo temperaturas más altas, y el cultivo fue pasando de opción a necesidad. La transición al Neolítico puede leerse como un programa de estabilización económica: cambiar un modelo deficitario por otro más austero y de mayor productividad. Fue un ajuste y se sintió: el coeficiente entre gasto y retorno energético, entre el esfuerzo y el resultado por procurarse alimentos, era apretado; la densidad demográfica de las comunidades agrícolas no era mayor que la de los grupos recolectores, como tampoco lo era la cantidad promedio de proteínas consumidas. De hecho, en zonas ricas en recursos, muchos grupos prefirieron mantener una economía recolectora aun cuando tenían lazos comerciales y parentales con comunidades agrícolas. Dos matrices energéticas distintas podían convivir en el mismo entorno, un hardware puede contener más de un software. O podía.
Cultivar era una opción de zonas pobres y marginales. Como si fuera poco, el nuevo régimen tenía una tendencia cíclica a la sobrepoblación, es decir, a un aumento de la tasa demográfica en relación al rendimiento agrícola, que se corregía con otro ajuste: muerte por hambre de cientos o miles de personas hasta alcanzar un número sustentable.
Así, el ajuste neolítico requirió de un nuevo software. La división del trabajo se hizo más compleja, y las costumbres y creencias se fijaron en leyes y cultos, organizados por instituciones jerárquicas como los estados y las castas sacerdotales. También se desarrollaron o perfeccionaron tecnologías mecánicas (arado), biociencias (selección de semillas, cruza de bovinos), geoingeniería (canales y terrazas de riego, compost y abono de la tierra) y TIC, tecnologías de la información y la comunicación (sistemas de escritura y registro de datos). Este software agrícola fue el tipo de sociedad predominante durante milenios en buena parte de la superficie terrestre, fue el mundo en el que vivieron Aristóteles, Bach, Heliogábalo, Juana de Arco, Confucio, Pablo de Tarso, Akenatón, Shakespeare, Hildegarda de Bingen y Vlad III de Valaquia, el empalador.
La transición energética
Durante esos milenios, la humanidad consumió la energía del Sol absorbida por los vegetales o sintetizada por los animales que consumen vegetales, tanto para alimentarse como para generar luz y calor. Mientras tanto, a metros bajo sus pies yacía una fuente de energía mucho mejor: restos vegetales y animales exprimidos por la presión y el calor terrestres durante millones de años hasta perder toda humedad e impurezas y quedar reducidos a un fósil de alta densidad energética. El carbón comenzó a usarse en China durante la dinastía Han (200 a. C.-200 d. C.). A partir del siglo XII comenzó su explotación en Europa, pero se empleaba mayormente para la calefacción doméstica en zonas cercanas a las minas. El empleo sistemático de carbón como fuente de energía comenzó en Inglaterra en el siglo XVII. La nueva fuente de energía requirió quemar una enorme cantidad de la vieja energía: animales y humanos, en especial mujeres, que trabajaron de manera extenuante, reduciendo severamente su expectativa de vida, para extraer el carbón de pozos que, en un siglo, pasaron de 50 a 200 metros de profundidad. Para mediados del siglo XVII el uso de carbón había superado a la madera como fuente de calor en Inglaterra. Luego vendría el coque, que hizo posible la máquina de vapor, que hizo posible la generación de electricidad, que hace posible que yo esté escribiendo esto. Pero conviene no exagerar la revolución energética: mientras Inglaterra vivía del carbón, su principal competidor económico, Holanda, todavía quemaba turba. La Francia de Napoleón funcionaba en un 90 % quemando madera. Aún en 1900 la mitad del combustible empleado en Japón era biomasa, al igual que en la Rusia de Stalin (1930) y la China de Mao (1965). Una vez más, los procesos no son lineales y distintas matrices energéticas pueden coexistir.
La revolución fósil fue contemporánea a otra solución europea al problema energético: la expansión ultramarina. Enviando barcos llenos de caras pálidas por todo el mundo, las sociedades agrícolas europeas atacaron el déficit energético en dos frentes: redujeron la presión sobre sus recursos internos y se procuraron de recursos externos, generalmente a costa de los habitantes humanos y no humanos de otros continentes. Cuando estos seres no fueron directamente exterminados, se vieron explotados bajo coeficientes de gasto/retorno energéticos casi inviables para garantizar su supervivencia. Buena parte del mundo quedó sometida al consumo europeo y se dedicó a producir por encima de sus necesidades y equilibrios ambientales para proveer a ese pequeño continente. Ese desequilibrio planetario fue el motor de la Modernidad.
Con la energía fósil y el tráfico global nace el software que todavía habitamos: el capitalismo. Y ya queda claro cómo el software humano es capaz de modificar el hardware planetario, toda vez que este nuevo régimen económico tuvo un impacto global que no deja de acentuarse. La circulación de tecnologías, capitales y personas tiene un efecto acumulativo sobre las condiciones planetarias, nuestro exoesqueleto ya es parte de la geografía. Vivimos en diferentes estratos de tiempo: por arriba, la aceleración del flujo tecnofinanciero;01El concepto “flujo tecnofinanciero” remite a la “rotonda productiva” (roundaboutness) concebida por el economista Eugen von Böhm-Bawerk, en la que el ahorro y la tecnología están integrados en un proceso social único: el desvío de recursos desde el consumo inmediato hacia la mejora del aparato productivo. Cuantas más rotondas hacia la tecnología tengan los recursos financieros, más productivo será el sistema, permitirá obtener mayores beneficios y desviar más recursos hacia la mejora del sistema productivo, y así. De manera que la tecnología y el capital financiero se retroalimentan y producen un flujo que acelera la acumulación capitalista y la transformación tecnológica. luego, el ritmo más o menos regular de nuestras actividades de subsistencia y esparcimiento; finalmente, por abajo, las lentas transformaciones de nuestro entorno físico y nuestras maneras de adaptarnos a él. Cada uno de esos estratos influye en los otros. A lo largo de este recorrido veremos la interacción de diferentes versiones de software capitalista con un hardware físico y social que no es rígido ni indiferente a esos cambios. Ya avisé que era una metáfora tan claroscura como cualquier otra.
El software capitalista
“El capitalismo se fundó en un acto de robo tan masivo como el feudalismo. Se ha sostenido en el presente por una intervención estatal continua para proteger su sistema de privilegio, sin el cual su supervivencia sería inimaginable. La actual estructura de propiedad del capital y la organización de la producción en nuestra supuesta economía de ‘mercado’ reflejan la intervención estatal coercitiva anterior y ajena al mercado. Desde el principio de la Revolución Industrial, lo que se tilda nostálgicamente de laissez-faire fue de hecho un sistema de intervención estatal continua para subsidiar la acumulación, garantizar el privilegio y mantener la disciplina de trabajo”. El autor de estas líneas es Kevin Carson, referente del anarcocapitalismo, defensor de la propiedad privada y el libre mercado, citado en The American Conservative.
El capitalismo es antimercado
Es un lugar común llamar al capitalismo una “economía de mercado”. El concepto no es falso, es inexacto. Los mercados como espacios de intercambio de bienes existieron a lo largo de la historia y del planeta en cualquier grupo humano que contara con excedentes productivos, desde Asiria hasta la URSS, con diferentes marcos legales. Podemos considerar el intercambio como una actividad espontánea casi inevitable en la medida en que la humanidad incorporó la sociabilidad a su pauta evolutiva. Los siglos de software agrícola pueden mapearse como un circuito de aldeas, caminos y puertos. Los excedentes de las aldeas se intercambiaban en ferias montadas en los cruces de caminos, mientras los puertos recibían productos de otros ecosistemas, considerados un lujo. Alrededor de algunas de esas ferias y puertos se desarrollaron ciudades mercantiles como Cártago o Ámsterdam, que funcionaban en red con otras ciudades. Competían en importancia con ciudades imperiales, construidas con funciones administrativas y militares sobre un territorio continuo, alrededor de un soberano y su corte, como Madrid o Moscú. Además del contraste entre red y territorio, la principal diferencia es que la ciudad mercantil provee recursos y la ciudad imperial los consume.
En la medida en que la expansión ultramarina pasó a ser condición de existencia de las sociedades europeas, los Estados y las élites tuvieron interés en controlar el flujo comercial. Se crearon monopolios para el comercio exterior; licencias y permisos para el comercio interior; privilegios para intercambiar: muchas ferias fueron reguladas, cuando no prohibidas; la tierra dejó de ser considerada un bien de uso común: en la medida en que la ganadería se hacía más rentable que la agricultura, cientos de campesinos europeos perdieron sus tierras y debieron trabajar como jornaleros de un terrateniente, y así muchas aldeas desaparecieron. Incluso se desarrollaron ciudades como Londres, que combinaba las funciones mercantiles con las imperiales. Este proceso llevó al historiador Fernand Braudel a definir el capitalismo como una organización “antimercado” que constriñe y enmarca duramente la actividad comercial para permitir la acumulación de riquezas.
En la Inglaterra del siglo XVII era habitual la distinción legal entre el public market —las ferias tradicionales ya sometidas a las regulaciones municipales de precios e higiene— y los private markets, limitados a grandes comerciantes que operaban con mayor libertad para realizar compras directas y anticipadas a los productores y montar largas cadenas comerciales, usualmente monopólicas. Obviamente, el capital se acumulaba en estos últimos, los mercados tradicionales se limitaban a conectar la producción y el consumo. En muchos idiomas europeos había palabras distintas para designar al agente que opera en los mercados tradicionales y al que lo hace en el “mercado” capitalista: tradesman y merchant, en inglés; mercante y negoziante, en italiano; krämer y kaufmann, en alemán. “Hay dos tipos de intercambio —concluye Braudel— uno, elemental y competitivo, ya que es transparente; el otro, superior, sofisticado y dominante. No son ni los mismos mecanismos ni los mismos agentes los que rigen a estos dos tipos de actividad, y no es en el primero, sino en el segundo, donde se sitúa la esfera del capitalismo… Si usualmente no se hace una distinción entre capitalismo y economía de mercado es porque ambos han progresado a la vez, desde la Edad Media hasta nuestros días”.
Huelga decir que la acumulación antimercado es la que permite la inversión a escala que hizo y hace posible la innovación tecnológica, el aumento de la productividad y el crecimiento de los beneficios. La riqueza se transforma en capital y, donde la titularidad y administración de este y sus beneficios quedan mayormente en manos de particulares, se habla de capitalismo: el software de la Modernidad tal como la conocemos.
Ciclos y capas capitalistas
Ahora bien, la de arriba es una definición muy amplia para un sistema económico que abarca los últimos 300 años, los siglos de cambios más acelerados que conoció la humanidad. ¿Con qué criterios contamos para seguir esas transformaciones sabiendo que hablamos de lo mismo? ¿Cómo identificamos las diferentes versiones del software capitalista? Podemos pensar en un esquema genérico para identificar los ciclos y capas del software capitalista.Nicolai Kondratiev fue un economista ruso. Influido por el cosmismo —una bizarra doctrina rusa precursora del transhumanismo que, entre otras cosas, explicaba las recurrentes revoluciones sociales por ciclos de “exceso de energía solar”—, se propuso investigar recurrencias más terrenales: los ciclos de la economía capitalista, capaz de hundirse en depresiones económicas como la de 1873, y luego recuperarse con tasas de crecimiento mucho más altas para volver a caer. Corrían los años 20 y Kondratiev no contaba con estadísticas globales, todavía no se habían inventado ni el PBI ni las computadoras. Además gobernaban los bolcheviques, de manera que cualquier estudio sobre el funcionamiento del capitalismo iba a ser leído con suspicacia. Con los pocos datos disponibles (tasas de interés, volumen de exportaciones, superficie cultivada y salarios), Kondriatiev demostró que se había producido un ciclo de crecimiento entre 1790 y la crisis de 1832, y un segundo ciclo alcista entre 1848 y la gran depresión de 1873-1896. Ambos ciclos duraron alrededor de 50 años (25 de crecimiento y 25 de recesión), así que Kondriatiev conjeturó que la crisis que estaba sufriendo el capitalismo en el momento en que presentaba su teoría formaba parte de un ciclo que se agravaría para luego empezar a superarse a fines de la década del 30.
Efectivamente, era un tema sensible para un gobierno que se había propuesto destruir el capitalismo mundial. Ya Marx había escrito sobre una “tendencia decreciente de la tasa de ganancia”, pero Kondriatiev presentaba una tendencia a la recuperación de la ganancia. Los bolcheviques hicieron fila para responderle, entre ellos el mismo León Trotsky, para quien la variable de recuperación capitalista había sido la lucha de clases: tanto en 1848 como en 1873, la clase obrera había sido derrotada, y el capitalismo se había recuperado gracias a una mayor explotación del trabajo. Eso no pasaría en el siglo XX porque el triunfo del socialismo sería una victoria de los obreros sobre los capitalistas. A partir de 1938 efectivamente comenzó una recuperación del capitalismo (sin ningún tipo de triunfo de la clase obrera), pero ni Kondriatiev ni Trotsky pudieron apreciarlo porque ese mismo año fueron asesinados por orden de Stalin: el primero en una prisión soviética, el segundo en su casa mexicana.
Quien se tomó en serio la teoría de Kondriatiev fue Joseph Schumpeter, que no era ruso ni marxista: era un economista austríaco, compinche de Hayek y von Mises. Como los otros economistas austríacos, Schumpeter era un romántico que veía en el capitalismo un sistema necesariamente inestable, un drama tempestuoso cuyo héroe es el emprendedor audaz y libre como Sigfrido, capaz de matar al dragón y robar el anillo con el oro del Rin. Pero a diferencia de los otros austríacos, para Schumpeter el elemento crítico de ese drama es la innovación tecnológica. Cuando un emprendedor incorpora una innovación produce una disrupción: altera los modelos de negocios, los marcos legales, los consumos y las costumbres. La economía tiembla, las empresas obsoletas quiebran, la gente protesta. Pasada esa destrucción creativa, todos incorporan la innovación y la economía crece, pero la falta de innovaciones la va estancando hasta que aparece el próximo emprendedor.
La teoría de los ciclos está lejos del consenso. Para muchos historiadores y economistas encontrar patrones sinusoidales en periodos de medio siglo es como encontrarles forma a las nubes: un ejercicio de buena voluntad. Sin embargo, treinta años después de la recuperación de los años 40, la economía mundial volvió a caer en un ciclo recesivo que duró alrededor de veinte años. Por eso, para una minoría, en la que me cuento, la teoría de los ciclos, usada con recaudos, permite ordenar la historia económica. Un trotskista como Ernest Mandel explicó las crisis y las transformaciones tecnológicas a partir de los intentos capitalistas por doblegar la resistencia obrera; una schumpeteriana como Carlota Pérez las explicó por la tendencia de los capitalistas a concentrar sus beneficios en capital líquido o invertirlos en innovación. Y un estudioso de Fernand Braudel como Giovanni Arrighi explicó los ciclos a partir de la existencia de un orden mundial garantizado por alguna potencia hegemónica que permitiera la circulación de bienes y capital.
Si pasamos en limpio esas diferentes versiones de los ciclos, podemos distinguir cuatro capas de factores que nos permiten identificar los cambios en distintas versiones del capitalismo:
- Primero en esta lista, aunque no siempre en la práctica, están las innovaciones tecnológicas: por un lado, son parte de los modelos de negocios y las decisiones empresariales, pero por otro lado evolucionan según la lógica de los objetos técnicos, buscando mayor autonomía, siguiendo los paradigmas dominantes, etc.
- Luego, están los diferentes modelos de negocios y las decisiones de sus agentes, que se mueven según expectativas, tasas de interés y oportunidades (nuevos recursos, nuevos mercados, etc.).
- A un nivel más alto, tenemos los diferentes tipos de instituciones empresariales, gubernamentales y sociales que regulan la disciplina de la mano de obra, la distribución del ingreso, incluso la circulación de bienes (comercio) y capital (inversión).
- Por último están las diferentes hegemonías y ordenamientos mundiales, que crean un marco para la circulación de bienes, capital y trabajo entre naciones, incluso para las instituciones y regulaciones que diseñen cada una de esas naciones.
Podemos mantener la definición genérica de capitalismo que desarrollé más arriba e identificar nuevas versiones del mismo software en la medida en que tres o cuatro de estas capas cambien. Usualmente, lo hacen en medio de una crisis, aunque, como veremos, cada ciclo no coincide necesariamente con una nueva versión del capitalismo. En todo caso, empecemos por la primera.
El capitalismo 1.0
La primera versión del capitalismo tiene un origen mítico: “la Revolución Industrial”. De manera simultánea a la Revolución francesa, que terminó con el absolutismo y los privilegios aristocráticos, desde 1790 Inglaterra vio surgir fábricas con máquinas de vapor que transformaron radicalmente la producción, el consumo y el trabajo de todo el mundo. Como suele pasar con los mitos, cada iglesia tiene su exégesis: liberales y schumpeterianos ponderan emprendedores como James Watts y Matthew Boulton y su Old Bess, una de las primeras máquinas de vapor que patentó el dúo termodinámico; marxistas y conservadores románticos, en cambio, cifran allí el comienzo de la proletarización y el tiro de gracia contra la vieja y buena vida comunitaria. Una mirada más serena nos permitiría ver que, de la misma manera en que la Revolución francesa no terminó con el absolutismo ni las aristocracias (para comienzos del siglo XX todas las potencias europeas menos una estaban gobernadas por monarcas y la mayor parte de su oficialidad militar y diplomacia seguía en manos de aristócratas), la “Revolución Industrial de 1790” fue un fenómeno reducido a algunas regiones de Inglaterra. La tierra siguió siendo la principal fuente de riqueza de las clases dirigentes hasta 1914; la artesanía siguió siendo la forma manufacturera predominante, incluso en la propia Inglaterra, en donde representaba el 70 % de la actividad. Para tener una dimensión de los límites de la Revolución Industrial, basta recordar que el poderoso lobby que ejercieron los innovadores Watts y Boulton para extender las patentes de sus máquinas de vapor y mantener el control de esa tecnología demoró treinta años la mecanización del transporte. Dicho de otro modo: el capitalismo nació como un sistema de privilegios antimercado, muchas veces la innovación y la competencia se produjeron a pesar de él.
Si queremos entender la génesis y funcionamiento del capitalismo 1.0 tenemos que volver a las dos transformaciones que le dieron origen: el empleo de energía fósil y la expansión ultramarina. El primero marcó una pauta que se mantiene hasta el día de hoy: la necesidad creciente que tiene la humanidad de grandes volúmenes de energía. Sólo entre 1800 y 1890 las máquinas pasaron de emplear un máximo de 3 megawatts a 100. Somos adictos a la energía, una especie tan entrópica como revolucionaria que quema cantidades delirantes de fósil, con los desechos correspondientes, y vive constantemente presionada por encontrar nuevas fuentes energéticas y usos más eficientes de las disponibles. En el caso del capitalismo 1.0 esa fuente de energía fueron los diversos tipos de carbón con creciente capacidad calorífica y menor porcentaje de desechos, desde la turba hasta la hulla. Su empleo más revolucionario no fueron las hilanderas industriales (que muchas veces funcionaban con la vieja energía hidráulica), sino los nuevos medios de transporte, el ferrocarril y el barco a vapor, que permitieron acelerar y aumentar el volumen de las redes de intercambio globales que Europa venía tejiendo desde el siglo XVI.
El origen del mundo
La otra transformación fue la expansión ultramarina de las economías europeas sobre los recursos y territorios de otros continentes. Un fenómeno moderno que muchos años después se llamará “imperialismo” y que desde ya nos conviene diferenciar de los imperios antiguos, otra forma de expansión territorial. Las civilizaciones agrícolas, impulsadas por la presión demográfica, se expandieron territorialmente hasta constituir imperios en Asia, Europa, África y América. Pero esos imperios nacían con el destino escrito en la frente. Confiaban en un Estado centralizado la gestión de los recursos de un territorio creciente. Una vez alcanzado cierto umbral de expansión, los medios técnicos y militares con que contaban resultaban insuficientes para el control territorial, y los imperios se retraían o caían. Una de esas caídas, la del Imperio romano en Occidente, enfrascó a Europa en 800 años de introversión económica y fragmentación política. Fue la época del feudalismo, el cenit del software neolítico, con el grueso de las energías humanas concentradas en la agricultura, y el comercio reducido a las ferias locales y a algunas pocas ciudades portuarias. El feudalismo fue tan exitoso que para el siglo XIV se encontró con su clásica crisis de crecimiento: la sobrepoblación. Y el ajuste fue fatal: hambrunas, pestes, rebeliones y guerras.
Fue el largo final del software neolítico. Podría haber pasado en cualquier lugar; pasó en Europa. La necesidad europea de procurarse energía por fuera de su territorio fue dando forma a un planeta de regiones desiguales y combinadas. El continente quedó dividido económicamente por el río Rin: Europa oriental desarrolló una suerte de feudalismo exportador para intercambiar con otros bienes; Europa occidental le compraba el cereal a Europa oriental y se volcó a la ganadería, que permitía mayor valor por unidad.
Ese intercambio intraeuropeo engordó el flujo comercial de las viejas ciudades mercantiles, como Brujas o Génova. Pero para el siglo XVI la población europea volvió a crecer y el Mediterráneo le quedó chico: la salida era el Atlántico. No todos tenían espaldas financieras ni navales para la escala oceánica. Las ciudades mercantiles italianas fueron desplazadas por naciones mercantiles, como Portugal y Holanda, que a su vez fueron desplazadas por Inglaterra. Así, el doble poder militar y comercial de Europa le permitió incorporar en sus redes a diferentes regiones de diferentes maneras: conquista y sometimiento de América, arreglos comerciales asimétricos con China e India, y factorías en las costas de África para comerciar esclavos y para captar las redes comerciales árabes, que unían el Mediterráneo con el Mar Rojo traficando oro, telas, especies y más esclavos. Un nuevo sistema de distribución de energía requirió un nuevo sistema de información. Con el aumento de las transacciones, entre los comerciantes europeos se produjo la transición del sistema numérico romano por agregación (I, II, III) al más práctico y amplio sistema indo-arábigo (1, 2, 3) en el que cada dígito tiene un valor según su posición relativa (unidad, decena, centena, etc.). El cálculo numérico de base decimal había sido establecido por el persa Muhammad al-Juarismi en el año 825. Las traducciones occidentales de sus citas venían encabezadas por la fórmula latina dixit algorizmi (“ha dicho al-Juarizmi”). De allí derivaron primero “algorismo” en castellano, y luego “algorithm” en inglés, que terminó definiendo técnicas y métodos de cálculo paso a paso. En el siglo XVII Leibniz y Pascal hicieron los primeros intentos por mecanizar algoritmos.
De esa manera, para el siglo XVII, Europa se había transformado en el centro de una red de intercambios de diferentes recursos (oro y plata americanos, esclavos africanos, telas y especies orientales, cereal centroeuropeo), producidos por diferentes formas de trabajo (esclavo, servil, asalariado), en regiones económica y ecológicamente muy distintas. En cierta forma ese fue el origen del “mundo” tal como lo conocemos aún hoy: como un sistema de intercambios asimétricos entre naciones, organizado a través de los capitales privados y las instituciones soberanas. Era y es un sistema de dominación mucho más flexible que los viejos imperios territoriales, capaz de absorber transformaciones en cualquiera de sus puntos, incluso de estimularlas. La costura que lo mantenía unido eran las clases dominantes de cada región, que podían extraer beneficios más allá de ocupar un lugar periférico en la red. La carga caía esencialmente sobre los diferentes tipos de trabajadores: campesinos, esclavos, mitayos y asalariados.
Ahora podemos redimensionar “la Revolución Industrial”. Para fines del siglo XVIII, Gran Bretaña triangulaba telas de algodón de la India para proveer a América, al tiempo que la concentración de las tierras para uso ganadero expulsaba a los campesinos, muchos de los cuales ya se dedicaban a tejer por encargo en sus casas para sobrevivir. Cualquier contingencia (tormenta marina, rebelión india) cortaba el tráfico de telas. La disrupción de Watt fue reemplazar esas telas indias, poniendo a tejer a aquellos campesinos bajo un ritmo maquínico constante en un espacio cerrado: la fábrica. La máquina de vapor existía desde el siglo I d. C., el sentido económico lo encontró con el capitalismo 1.0, que podemos definir por las capas que ya vimos: un sistema global de intercambios hegemonizado por Gran Bretaña (