Producir, producir, producir

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A lo largo de los últimos 10.000 años, la historia humana fue atravesada por un impresionante desarrollo de la complejidad social y cultural en todo el mundo. Desde el surgimiento de las primeras civilizaciones en la Mesopotamia y Egipto hasta la creación de los grandes imperios como el romano, el persa y el chino, la humanidad ha experimentado un sinfín de transformaciones culturales, políticas y sociales. En África aparecieron algunos de los reinos más grandes y poderosos de la Edad Media, como los imperios de Ghana y Malí, que controlaron importantes rutas comerciales de sal y oro durante mucho tiempo y conectaron gran parte del continente africano. En América, los mayas, los aztecas y los incas realizaron innovaciones en la arquitectura, las matemáticas y la astronomía a un nivel tan espectacular que siguen siendo objeto de admiración en la actualidad. En Asia, la antigua civilización del valle del Indo se destacó por su planificación urbana avanzada y la creación de un sistema sofisticado de cloacas. Además, en China se produjo un florecimiento cultural durante la dinastía Tang, un período conocido como la Edad de Oro, en el que la poesía, la pintura, la música y la escultura se desarrollaron de manera extraordinaria. Los avances en la navegación marítima, como la invención de la brújula y la construcción de barcos capaces de atravesar los océanos, facilitaron la expansión de las civilizaciones y el intercambio de bienes y conocimientos a través del planeta, y crearon redes comerciales y culturales que conectaron todos los continentes. 

A pesar de esta vertiginosa expansión sociocultural, el campo de la alimentación nos muestra un panorama muy diferente. Si bien desde la Revolución Agrícola se produjeron algunos avances tecnológicos y cambios en las formas de cultivar el suelo, la manera de producir y consumir alimentos se mantuvo —en gran medida— inalterada durante los posteriores 11.000 años. Detrás de las innovaciones tecnológicas militares y las gestas heroicas de los gobernantes que protagonizan los libros de historia, estuvieron siempre los campesinos que trabajaban la tierra de sol a sol, utilizando técnicas simples que se transmitían de padres a hijos, a través de múltiples generaciones. 

Aun así, gracias al ingenio y el conocimiento acumulado, en varias partes del mundo la agricultura alcanzó niveles de productividad muy altos y pudo abastecer de alimentos a grandes poblaciones y ejércitos. En América, los aztecas practicaban agricultura sobre las chinampas, unas islas artificiales hechas con palos y barro que flotaban sobre el agua en la periferia de la ciudad de Tenochtitlán. Aquí se producían maíz, porotos, calabazas, chiles, tomates, algodón y plantas medicinales. Debido a la gran fertilidad y humedad constante de las chinampas, los aztecas obtenían por hectárea unas 7 toneladas de alimento por año. Gracias a esta elevada productividad, Tenochtitlán fue uno de los asentamientos urbanos más habitados del mundo, con unas 300.000 personas antes de la llegada de Hernán Cortés en 1519. Los incas, por su parte, emplearon un sistema de terrazas (llamado andenes) que les permitió cultivar en las laderas de las montañas y optimizar así el uso de la tierra y el aporte de agua a los cultivos. En estos lugares se producía una gran variedad de papas, maíces, quinoa, porotos y hierbas, y en gran cantidad: unas 3 a 5 toneladas por año por cada hectárea. Se estima que durante el apogeo del Imperio inca, Cuzco estaba poblada por unas 40.000 personas, pero que ese número llegaba a 200.000 si se consideran las zonas de alrededor. Al otro lado del mundo, en lo que hoy es Camboya, el Imperio jemer desarrolló un avanzado sistema de riego a través de embalses conectados por canales que les permitían almacenar agua durante la temporada de lluvias y liberarla gradualmente durante la temporada seca para el riego de los campos de arroz y otros cultivos como legumbres, vegetales y frutas. La elevada productividad de este sistema permitió alimentar a las 800.000 personas que vivían en la ciudad de Angkor. 

En Europa, durante el siglo XV, los campesinos seguían utilizando un método de cultivo llamado trienal que consistía en dividir el campo en tres y rotar los cultivos por cada uno de los lotes. Mientras dos de los terrenos estaban ocupados con cereales, al tercero se lo dejaba descansar por un año; así se obtenían dos cosechas por año de trigo o cebada (en un lote), y avena o centeno (en el otro lote). En algunos casos, se permitía el pastoreo de los animales, que se alimentaban de los restos del cultivo del año anterior y de los yuyos que crecían, al mismo tiempo que fertilizaban el suelo con su excremento. Si bien este sistema les permitía —hasta cierto punto— evitar el agotamiento de los nutrientes y controlar plagas, su productividad era bastante limitada (entre 0,5 y 1,5 toneladas por hectárea por año). Pero hacia fines del siglo XVIII, en Inglaterra surgió una innovación de este sistema de rotación, que fragmentó el campo en cuatro lotes en lugar de tres y sumó especies que aportaban algunos beneficios extras. La idea consistía en mantener dos lotes ocupados con cereales, en el tercero sumar alguna raíz como el nabo, y en el cuarto sembrar una leguminosa como el trébol.29Las leguminosas son plantas que tienen la capacidad de aprovechar el nitrógeno del aire gracias a la presencia de unas bacterias especiales en sus raíces. A través de este proceso, conocido como fijación biológica de nitrógeno, las leguminosas enriquecen naturalmente el suelo con nitrógeno. Todas las legumbres entran en esta categoría, como la lenteja, la soja, el garbanzo y el poroto. De esta manera, cada lote se ocupaba con trigo o centeno el primer año; con nabo, el segundo; con cebada o avena, el tercero; y con trébol, el cuarto. El trigo y el centeno eran los cultivos principales, ya que representaban la mayor parte de los ingresos, pero eran plantas muy exigentes. En cambio, el nabo era más sencillo de producir, ayudaba a mejorar la estructura del suelo y servía para alimentar a los animales. Por su parte, la cebada aportaba a la economía en menor medida, pero como requería de menos cuidado que el trigo, seguía siendo conveniente. Finalmente, el trébol mejoraba la fertilidad al aumentar la cantidad de nitrógeno, y ofrecía pasto fresco todo el año para el ganado. Como resultado, este sistema duplicó la capacidad productiva de los campesinos y les permitió sostener más animales, lo que significó también más fuerza de trabajo, carne, leche y lana.

En aquella época, los campesinos europeos solían esparcir las semillas con la mano mientras caminaban sobre el suelo previamente arado y rastrillado, hasta que en 1701, el inglés Jethro Tull mejoró este proceso al inventar la sembradora mecánica. Se trataba de una estructura de metal montada sobre dos ruedas, con unas cajas donde se almacenaban las semillas y un mecanismo por el que se dirigían al suelo una a una a través de un conducto. Además, la sembradora incluía un arado en la parte delantera y un rastrillo en la trasera. A medida que la máquina avanzaba por el campo mientras era traccionada por un animal (generalmente, un caballo), el arado abría tres surcos, depositaba las semillas y el rastrillo las cubría. Esta máquina le permitió a Tull sembrar con mayor velocidad y precisión, aprovechando mejor el espacio dentro del campo y evitando el desperdicio de las semillas, lo que posibilitó la expansión de las tierras bajo producción. Muchos campesinos se mostraron escépticos y reacios ante la nueva tecnología, y se apegaron a la técnica tradicional de siembra, pero para 1730 muchos ya la estaban usando. Además, durante ese período también se introdujeron especies vegetales traídas de América, como la papa y el maíz, que mejoraron considerablemente la producción de alimentos. Así, la combinación de la rotación cuatrienal, la sembradora mecánica y los nuevos cultivos posibilitaron que, por primera vez en mucho tiempo, la agricultura produjera excedentes de comida. Con estos avances, se necesitó menos gente trabajando en el campo y muchas personas emigraron hacia las ciudades en busca de las oportunidades laborales que ofrecían las primeras industrias.