Monos con navaja

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El 9 de septiembre de 1856, dos obreros italianos se encontraban excavando una mina de caliza en una cueva situada en el valle de Neander, al oeste de Alemania, donde se encontraron con dieciséis huesos. Inicialmente, pasaron desapercibidos entre medio de todo el polvo y el sedimento de la cueva. Luego, el dueño de la mina observó los restos y pensó que se trataba de un oso antiguo, así que se los entregó al maestro del pueblo y coleccionista de huesos Johann Carl Fuhlrott. Había un pedazo de cráneo, un fragmento de la escápula derecha, una clavícula, ambos húmeros, restos de los huesos del antebrazo, cinco costillas, una parte de la pelvis y ambos fémures. Para Johann, era evidente que los huesos no pertenecían a un oso ni nada parecido, sino a un humano, pero uno que nunca antes había visto. Los huesos macizos de las extremidades, el cráneo con la frente pequeña e inclinada, y dos crestas prominentes sobre las cavidades que almacenaban los ojos eran indicios de que se encontraba frente a un animal que no era ni un chimpancé ni un Homo sapiens. Tras el anuncio del descubrimiento en un diario local, el anatomista Hermann Schaaffhausen se sintió curioso por los huesos y le pidió examinarlos con detalle. Un año después, anunció públicamente que los fósiles hallados eran, en efecto, de un humano que había vivido en Alemania mucho tiempo antes de la llegada de Homo sapiens

A pesar de que la interpretación era correcta, los eruditos de la época no la tomaron en serio por considerar que en realidad eran huesos de humanos modernos deformados por alguna enfermedad de la antigüedad. Aún faltaban tres años para que Darwin publicara El origen de las especies, otros diez para su libro sobre la evolución humana, y varios más para que se aceptaran sus ideas, así que el concepto de evolución aún no era conocido. Unos años más tarde, se conectó el descubrimiento de los huesos en Alemania con otros dos fósiles con características similares encontrados en 1829 y 1848. Definitivamente, se trataba de una especie humana nunca antes considerada, a la que decidieron llamar Homo neanderthalensis, más conocida como el hombre de Neandertal (por el valle de Neander). Este suceso fue unos de los hitos que marcaron el nacimiento de la paleoantropología, la ciencia que estudia la evolución de los humanos. En consecuencia, en las décadas posteriores se le comenzó a prestar más atención a los fósiles que se descubrían en Europa y otras partes del mundo. Se encontraron restos de Homo sapiens en 1868 en Cromagnon (Francia), otro neandertal en Bélgica en 1886, del hombre de Java en Sumatra (Indonesia) en 1894, y del hombre de Pekín en China en 1929 (estos últimos dos, Homo erectus). 

Debido a los lugares donde se descubrieron los fósiles y al racismo predominante de la época, se creía que nuestra especie había evolucionado a partir del Homo erectus, dentro de Europa o quizás en Asia. A pesar de haberse encontrado fósiles humanos en Tanzania y Sudáfrica a principios de siglo XX, el origen africano de nuestra especie ni siquiera se consideraba una posibilidad. Recién hacia 1960 la manera de percibir nuestros orígenes comenzó a cambiar, con el descubrimiento de restos fosilizados de hominino del equipo dirigido por los científicos Louis y Mary Leakey. Hijo de una pareja misionera de la iglesia de Inglaterra, Louis nació y se crio en Kenia, y compartió su infancia junto a los niños de la tribu local, los kikuyu. Louis hablaba kikuyu como lengua materna y se sometió a los mismos ritos de iniciación que sus compañeros, como construir su propia casa a los 13 años. Luego de estudiar antropología y arqueología en Londres, volvió a África y eligió la garganta de Olduvai (en Tanzania) como sitio para investigar junto con su esposa Mary, un territorio donde había encontrado unas piedras con formas particulares que pensaba que habían sido usadas por los primeros humanos. Este sitio se encuentra situado dentro del Gran Valle del Rift, una enorme falla geológica que se extiende unos 5000 km desde el mar Rojo hacia el sur, a través de Etiopía y Tanzania, hasta la desembocadura del río Zambeze, en Mozambique. Delimitado por montañas y volcanes activos, en la zona hay fuentes termales, géiseres y terremotos frecuentes. La ceniza que proviene de las erupciones volcánicas es un material espectacular para enterrar y fosilizar fácilmente los huesos, que luego se desplazan hacia la superficie a medida que las placas tectónicas se mueven. Esto convierte a la zona en un lugar muy atractivo para la investigación paleoantropológica.

A pesar de que Louis y Mary podían disfrutar de la vista de uno de los paisajes más bellos del mundo, la vida al aire libre en la llanura del Serengeti no era fácil. Dormían en chozas de barro con suelo de tierra, se iluminaban con lámparas de querosene y tenían que proteger la comida de las manadas de leones que merodeaban el campamento por la noche. En ocasiones, la única fuente de agua disponible eran los charcos donde se revolcaban los rinocerontes. Rodeados de flamencos, jirafas, leopardos, antílopes y cebras, Louis y Mary trabajaban a primera y última hora del día para evitar el sol abrasador del trópico, utilizando un pico pequeño y un pincel para develar lentamente los fósiles ocultos en el suelo africano. No tardaron en encontrar objetos antiguos y fósiles de animales extintos, pero descubrir huesos humanos resultó ser una tarea muy dificultosa. En 1948, Mary encontró un cráneo primate que pensaron que podía ser un eslabón perdido entre los simios y los humanos, pero resultó no serlo, básicamente porque no existen tales cosas como eslabones perdidos.08Durante mucho tiempo, se pensó la evolución como un proceso gradual, continuo y ordenado, es decir, como una cadena. Hoy sabemos que, a menudo, los procesos evolutivos son disruptivos, pegan saltos. No siempre se van a encontrar “formas intermedias”: algunas veces porque el registro fósil es fragmentario y otras, sencillamente, porque no existieron. Pero en la época en la que ocurrieron las investigaciones que se cuentan en este capítulo, la búsqueda de ese supuesto “eslabón” de la evolución humana ordenaba en gran medida los esfuerzos de quienes investigaban. 0  Pasaron once años más hasta que Mary descubrió otro cráneo de lo que parecía ser un adulto que vivió hace 1,75 millones de años. El cráneo era curioso: tenía un espacio muy pequeño para alojar el cerebro (de unos 450 cm3), la cara era larga y prominente, la mandíbula era poderosa y con dientes enormes, y tenía una cresta ósea en la coronilla. Por estas últimas características se ganó el nombre de cascanueces. Se trataba de una especie de Australopithecus más robusto, especializado en comer alimentos vegetales duros y fibrosos, que fue llamado Paranthropus bonsei, o parántropos. Este descubrimiento los hizo muy famosos y la National Geographic los financió para continuar con sus investigaciones en el área. 

Tan sólo un año después, en 1960, encontraron restos fósiles que presentaban una combinación de rasgos de Australopithecus y humanos. Este espécimen tenía el mismo tamaño que el de un Australopithecus (el de un chimpancé), pero su rostro era un poco más aplanado, sus dientes, más pequeños, y las piernas, más largas, por lo que seguramente caminaban erguidos; aunque, por sus brazos largos y fuertes, posiblemente conservaban la capacidad de trepar a los árboles. Incluso, sospechaban, era muy probable que hubieran dormido en los árboles, y su estilo de vida y alimentación debía haber sido bastante similar al de los otros homínidos con los que compartía las selvas y praderas. Pero lo más llamativo era su cabeza más redondeada y una capacidad craneal de unos de 600 cm3, casi el doble que la de cualquier primate de sus dimensiones, y considerablemente mayor que la de los Australopithecus. Era evidente que se encontraban frente a una especie de primate muy distinta a cualquiera que hubieran visto antes. Si los parántropos eran especialistas en comer vegetales duros fibrosos, estos otros resultaron ser oportunistas muy eficaces que aprovechaban cualquier recurso que se encontrara a su alcance. Esto exigía de cierta versatilidad en su comportamiento y una novedosa capacidad de improvisación, quizás desarrollada gracias a su cerebro más grande. En 1955, el médico anatomista Wilfrid Le Gros Clark había publicado una definición de lo que era “humano” (con los criterios de ese momento), y para el equipo, los fósiles encajaban perfecto: tenía una postura erguida, andaba sobre dos patas y fabricaba herramientas. Lo llamaron Homo habilis, el hombre habilidoso, y puso a África, por primera vez y para siempre, en el centro de la investigación sobre la evolución humana.

El cambio en la forma del cráneo y el aumento fenomenal del tamaño del cerebro fue una prueba sólida de la transición de un animal más parecido a los chimpancés hacia un animal más parecido a nosotros, capaz de construir herramientas. El cerebro animal es una de las estructuras más complejas del universo y, definitivamente, una de las adquisiciones más increíbles de la evolución de la vida. Este maravilloso órgano representa el centro de control de los organismos, el lugar donde se procesa la información que llega a través de los sentidos (tanto del exterior como del interior del cuerpo), se interpreta la situación en la que se encuentra y se moviliza un comportamiento alineado con el propósito de sobrevivir y, si es posible, reproducirse. Mientras que los animales con comportamientos más simples pueden arreglárselas con un menor número de neuronas, como la humilde babosa de mar, que sólo tiene 10.000, los animales de comportamientos más complejos solemos tener un número mucho mayor: desde los loros con 227 millones, hasta los elefantes con 257.000 millones. Sin embargo, las ventajas de tener más neuronas vienen con un precio: el tejido nervioso demanda mucha energía. Además, el costo del cerebro no está determinado sólo por el número de neuronas, sino también por las conexiones y las funciones que cumplen. Con unas 86.000 millones de neuronas, el cerebro de un humano moderno consume un sorprendente 20% de la energía que demanda todo su cuerpo, a pesar de representar sólo el 2% de su peso corporal. En comparación, el cerebro de un chimpancé requiere el 10% de la energía total, y en el Homo habilis el valor habría sido un poco mayor. 

Las razones que permitieron la expansión del cerebro de los Homo habilis son aún muy debatidas, pero una explicación podría ser que una pequeña población de Australopithecus ubicada en algún rincón de África pudo sostener un cerebro más grande gracias a que incrementó su consumo de animales, lo que añadió más energía y nutrientes vitales a su dieta basada en plantas. Dado que los tejidos de los animales contienen grasas y proteínas de buena calidad, el aumento en la ingesta, por más pequeño que haya sido, habría significado un cambio importante en la dieta. Pero como los Homo habilis tenían la mandíbula y los dientes menos potentes que los Australopithecus, lo más razonable es pensar que se enfrentaban a las mismas dificultades para consumir la carne cruda. A diferencia de los carnívoros, que tienen dientes que actúan como tijeras, la forma de los dientes homínidos no son aptos para rebanar la carne en pedazos, sino más bien para triturar. Cualquiera que haya intentado comer carne cruda puede dar fe de lo difícil que es romperla y tragarla: parece un chicle que podrías masticar todo el día. Además, a diferencia de la carne que consume la mayoría de las personas en la actualidad (blanda y tierna debido a la genética de los animales modernos y los métodos de cría), la carne salvaje es dura, propia de animales con músculos tonificados, en constante movimiento. 

Lo que encontró Louis Leakey en Tanzania y que pensó que eran herramientas usadas por algún grupo de Homo habilis eran piedras talladas. Dichas herramientas, llamadas Olduvayenses por el sitio donde se encontraron por primera vez, suelen ser piedras de canto rodado, basalto u otro tipo de roca fácilmente rompible, que al ser golpeadas con otra piedra más dura en unos de sus lados, se parten y dejan un borde filoso. Estos cuchillos primitivos podrían haber servido para romper mejor los huesos y consumir el tuétano, pero también para quitar la carne remanente de algún animal luego de que un león hubiera terminado de comer, e incluso rebanarla en pedazos más pequeños para tragarla cómodamente. En un experimento muy interesante, Katherine Zink y Daniel Lieberman, de la Universidad de Harvard, pusieron a prueba el efecto que tiene cortar la carne sobre la masticación. Los investigadores le dieron pedazos pequeños de carne cruda (3 gramos) a un grupo de voluntarios: unos la recibieron sin procesar y a otros se la dieron cortada. También les colocaron electrodos en la mandíbula y en las sienes para evaluar el uso de los músculos masticadores (tanto el número de masticadas como la fuerza de mordida). Además, midieron el tamaño de los pedazos de comida que quedaban luego de un minuto. Los participantes que comieron la carne sin procesar no fueron capaces de romper el tejido ni de tragarlo. Incluso luego de 40 masticadas, la carne tenía el mismo tamaño. Pero si la carne era cortada, el esfuerzo se reducía y la deglución era posible. Tan es así, que en las comidas actuales que incluyen carne cruda, la carne es previamente procesada, ya sea moliéndola o cortándola en finas láminas, como es el caso de la carne tártara, el carpaccio y el sashimi.  

Entonces, la llegada de los cuchillos fue una novedad asombrosa porque son mejores para sacar la carne que las uñas o una piedra sin filo, especialmente en aquellos huesos que han sido prácticamente pelados por leones y hienas, donde sólo quedan algunas hilachas de carne cuyo aprovechamiento podría haber significado una diferencia en tiempos de hambruna. Aun así, la carne no deja de ser un alimento muy difícil de digerir y nuestros estómagos no funcionan como el de los animales que están especializados en comer carne. Mientras que en los carnívoros la carne pasa de dos a seis horas en el estómago para luego atravesar rápidamente el intestino, los primates mantenemos la comida en el estómago durante poco tiempo, generalmente una o dos horas, y luego la pasamos lentamente por el intestino delgado. Esto es relevante porque el estómago tiene un jugo digestivo muy ácido y enzimas que descomponen las proteínas. El escaso tiempo que pasa la comida en nuestros estómagos es otra señal de lo poco adaptados que estamos los primates para comer carne cruda.

Para vencer este problema, nuestros antepasados podrían haber utilizado una herramienta muy fácil de conseguir: una hermosa piedra de forma redondeada que podía utilizarse como martillo. Los Homo habilis probablemente utilizaban estas piedras para aplastar los huesos largos de los animales y extraer el cremoso y nutritivo tuétano, aunque también para abrir nueces de la misma manera que lo hacen los chimpancés y hacer puré de tubérculos silvestres. De igual manera, la podrían haber utilizado para golpear la carne para ablandarla. Después de arrancar unos trozos de algún cadáver, nuestros antepasados podrían haberlos colocado sobre alguna superficie rígida y golpearlos con las piedras de la misma manera que muchas personas lo hacen hoy para ablandar algunos cortes de carne. Incluso un martilleo rudimentario y desprolijo es suficiente para ablandar el tejido, desorganizar las fibras musculares y reducir los costos energéticos de la masticación, lo cual facilita la digestión y el aprovechamiento de los nutrientes. ¿Qué entendemos de todo esto? Que los homininos no eran carnívoros y no podían comer carne con las herramientas corporales que les proporcionó la naturaleza, pero que pudieron hacerlo gracias al uso de la piedra. Estas herramientas evolutivamente novedosas se encuentran ampliamente distribuidas en los yacimientos de Homo habilis desde hace 2,5 millones de años y fueron una de las innovaciones culturales más importantes en la historia de la evolución humana. Y, por supuesto, de la comida.

Pero aunque la utilización de herramientas de piedra fue una innovación clave en el aprovechamiento de los recursos alimentarios, hay que decir que este comportamiento no es exclusivo de los homininos. Cuando Louis Leakey se convenció de que los humanos estamos emparentados con los grandes simios africanos, decidió que necesitaba saber más sobre estos. Leakey no perdió tiempo, y recaudó fondos para que personas elegidas por él estudiaran a nuestros primos en su propio hábitat antes de que la destrucción de sus ecosistemas lo hiciera imposible. Una de las elegidas, una joven Jane Goodall, quien se convertiría en la mayor experta de chimpancés del mundo, se sumergió en la profundidad de la selva de Tanzania para observarlos en libertad. Además de señalar por primera vez que los chimpancés consumían carne, Jane destacó también que “pescaban” termitas usando una amplia variedad de objetos que adaptaban a la situación. En respuesta a una carta de Goodall, Leakey le respondió con entusiasmo: “¡Ahora debemos redefinir ‘herramientas’, redefinir ‘humano’, o aceptar que los chimpancés son humanos!”. Por eso, algunos dudan que las herramientas de piedra sean tan cruciales al momento de definir a nuestra especie, y postulan que el verdadero elemento transformador del linaje humano fue el fuego.