La invención del glifosato

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Otro insumo clave proporcionado por la industria química —que fue importante tanto para la guerra como para el campo— fueron los pesticidas. En el mismo año que estalló la Segunda Guerra Mundial, mientras estaba intentando descifrar el ingrediente tóxico de dos insecticidas que habían sido inventados poco antes, el químico suizo Paul Hermann Müller descubrió un compuesto interesante. La sustancia, denominada dicloro-difenil-tricloroetano y más conocida como DDT, ya había sido descubierta en 1873, pero fue en 1939 cuando se le prestó atención debido a su inigualable capacidad de matar insectos. Es que en el frente del sudeste de Asia y en las islas del Pacífico los mosquitos representaban una amenaza mucho más peligrosa que un enemigo armado: se estima que murieron más soldados por las enfermedades que transmitían que por los enfrentamientos bélicos. El DDT era tan maravilloso que los insectos morían incluso con las dosis más pequeñas y, a diferencia de muchos otros insecticidas, este continuaba matando a los bichos durante varios días después de haberse aplicado. Estas propiedades llamaron la atención de los ejércitos estadounidense y británico, que no demoraron en fomentar su producción a gran escala y enviarlo para controlar la propagación de la malaria, la fiebre amarilla y la fiebre tifoidea entre el personal militar. Los efectos espectaculares que tuvo el DDT en la reducción de las muertes, tanto en el ejército como en la población civil, hicieron que Paul recibiera el premio Nobel de Medicina en 1948. Los medios de comunicación decían que el descubrimiento del DDT —que además prometía no sólo eliminar los mosquitos y sus enfermedades, sino también moscas, cucarachas y chinches— era uno de los avances científicos más importantes de la historia. Así, la nueva maravilla de la industria química tuvo el visto bueno para comercializarse libremente, y empezó a utilizarse tanto en la agricultura como en las casas.

En los campos agrícolas, el DDT se aplicaba en forma de aerosol, de polvo o como líquido pulverizado sobre los cultivos para protegerlos del daño que podían causar ciertos insectos, como pulgones, escarabajos, langostas y gorgojos. Se usó ampliamente en aquellos países de América del Norte y Europa donde la agricultura ya se había mecanizado y la Revolución Verde estaba marchando, y con cultivos tan diversos como cereales, frutas, hortalizas, algodón y tabaco. Pero no pasó mucho tiempo hasta que sus consecuencias se hicieron notar. El uso masivo de un insecticida que mataba a todos los insectos generó un desequilibrio en los ecosistemas circundantes a los campos. Como los animales no tienen la capacidad de eliminar el DDT de sus cuerpos, los peces, las aves y otras formas de vida que se alimentaban de los insectos se envenenaron poco a poco. 

En enero de 1958, Olga Huckins, periodista y residente de Duxbury (Estados Unidos), escribió una carta pública en la que expuso, alarmada, una escena que vio en su propiedad —un santuario de aves— luego de una fumigación con DDT para combatir los mosquitos. En el escrito, Olga describe cómo la cantidad de pájaros comenzó a mermar y su canto se hizo más débil, cómo los peces morían de a montones y los cangrejos se tambaleaban al caminar. Esta carta llegó a las manos de Rachel Carson, una bióloga marina que venía estudiando los efectos de los pesticidas desde hacía al menos una década. La carta fue el empuje que necesitó para escribir Primavera silenciosa, uno de los libros más influyentes del siglo XX, titulado así, justamente, en referencia a la disminución del canto de las aves. El libro explica cómo el DDT actúa contaminando la cadena alimentaria y sus posibles consecuencias para la salud humana: por ejemplo, si un campo de maíz es fumigado con DDT y luego esos granos son consumidos por gallinas ponedoras, el químico llega a los humanos a través de los huevos. Primavera silenciosa generó un amplio debate público sobre las consecuencias ecológicas del uso no regulado del DDT y otros pesticidas. Fue fundamental para que se prohibiera el uso del DDT en Estados Unidos en 1972 y sentó las bases para el movimiento ambientalista global y la posterior regulación del uso de pesticidas en otros países.36En algunos países se sigue utilizando.

Quienes tienen la suerte de disfrutar de una huerta o de hacer jardinería en casa habrán notado que si hay muchos yuyos alrededor de las rosas o la lechuga, las plantas suelen perder vitalidad. Esto se debe a que en la tierra hay una competencia feroz por los nutrientes, la luz y el agua entre las plantas, y generalmente las plantas que nos interesan tienen menos capacidades de pelear por lo que necesitan que los yuyos silvestres. Es por esto que las hierbas indeseadas en el jardín, en la huerta o en el campo reciben el nombre demonizante de malezas. Se tiene registro de uso de compuestos químicos para el control del crecimiento de los yuyos desde hace al menos 1200 años, pero dado que estos compuestos también afectaban negativamente a los cultivos, nunca lograron prevalecer por encima de las técnicas mecánicas, como arar la tierra, que se mantuvieron como las predilectas... hasta que, en el plazo de unos veinte años después del descubrimiento del DDT, la industria química sintetizó más de 100 compuestos matayuyos que podían ser aplicados en baja cantidad y con relativa facilidad gracias a su potencia y a los tractores. El primer herbicida sintético fue el 2,4-D (ácido 2,4-diclorofenoxiacético), que se hizo muy popular debido a su bajo costo y a su efectividad para controlar yuyos de hoja ancha, como el diente de león y el amaranto. Sin embargo, al igual que sucedió con el DDT, con el correr de los años muchos de estos herbicidas fueron prohibidos o severamente regulados por ser inseguros, tanto desde el punto de vista sanitario como del ambiental. 

Fue entonces cuando, en el corazón de la compañía Monsanto, el científico John Franz redescubrió en 1970 un potente herbicida llamado glifosato, que se patentó bajo la marca comercial Roundup. El glifosato ya había sido descubierto en los 50, pero como el compuesto no tenía ninguna aplicación farmacéutica de interés, lo habían dejado pasar. A diferencia de otros herbicidas, el glifosato no sólo mataba a los yuyos, sino que además destruía su capacidad de regeneración. Por supuesto, la idea de usarlo para matar las malezas que crecían rápidamente entre medio de los cultivos resultó muy tentadora. Sin embargo, debido a su alta toxicidad para todas las plantas, una dosis mínima del compuesto eliminaba tanto las malezas como los cultivos. Durante un tiempo, entonces, el glifosato quedó reducido a utilizarse para limpiar los campos antes de la siembra, y nada más. Pero la llegada de los organismos genéticamente modificados durante la década del 90 cambió —otra vez— la manera de utilizar los pesticidas en la agricultura.