Cocineros

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Si bien el aumento en la proporción de carne en la dieta debe haber constituido una mejora en la ingesta de proteínas, probablemente no alcanzó para satisfacer la alta demanda energética de los Homo erectus: los animales salvajes africanos son muy magros y la grasa sólo se encuentra presente en algunos órganos y en la médula ósea. Es decir, tendrían que haber consumido muchísima carne para alcanzar los valores energéticos necesarios, pero ese escenario es muy poco probable por tres motivos. El primero es que no hay razón para pensar que los Homo erectus no hayan tenido la misma limitación que nosotros para metabolizar altas cantidades de proteínas. Cuando estas representan más del 50% de las calorías diarias, se produce un estado de intoxicación que empieza con fatiga, náuseas y diarrea, y termina con la muerte en unas semanas. Si bien existen sociedades humanas que en algunas épocas del año comen solamente animales, como algunos pueblos del Ártico, es importante notar que los tejidos de estos animales que habitan el frío tienen mucha más grasa que los animales de los trópicos. El segundo es que la incorporación de técnicas de caza no se vio reflejada en una mejor anatomía para comer la carne cruda, como dientes más afilados. Como todo primate, los Homo erectus tenían mandíbulas muy mal adaptadas para masticar carne, con dientes incluso más pequeños que los de sus antepasados. De hecho, sus dientes sufrieron la mayor reducción de tamaño en toda la historia, alcanzando una forma similar a los de los humanos modernos. El tercero es que no siempre se tiene éxito en la cacería, lo que hace que sea muy riesgoso depender solamente de la carne, particularmente si en el campamento hay hembras embarazadas o con crías.

A pesar de que la idea de que “la carne nos hizo humanos” está muy extendida, no tiene evidencia sólida que la respalde. Es cierto que en los yacimientos de Homo erectus se encontraron vestigios de animales descuartizados, como gacelas o hipopótamos, que ciertamente no podrían haber sido cazados por Australopithecus ni por Homo habilis, pero eso no quiere decir que los Homo erectus hayan cazado más. En un estudio realizado en el año 2022, un equipo de investigadores liderado por Andrew Barr analizó los datos de 59 yacimientos de África (de 2,6 a 1,5 millones de años) con la finalidad de contar en cuántos de estos yacimientos había huesos de animales con marcas de corte hechas por herramientas de piedra y cuántos huesos había en cada uno de ellos. Para sorpresa del equipo, encontraron que, si bien el número total de huesos con marcas de corte se incrementó con el tiempo, esto fue gracias a un aumento del número de yacimientos encontrados. Es decir, más yacimientos equivale a más huesos, pero no necesariamente a un aumento de la carnivoría de los humanos. Además, como las plantas no se conservan tan bien como los huesos, existe la probabilidad de que el sesgo se acentúe porque el único vestigio de alimentación que se encuentra en los sitios son huesos con marcas. Quizás las plantas, hongos, insectos e incluso la miel podrían haber hecho un aporte fundamental a la dieta de estos primeros humanos, en particular los tubérculos, que son ricos en carbohidratos, estaban ampliamente disponibles y son relativamente fáciles de obtener. 

Pero el problema más grande que se plantea aquí es la dificultad para masticar y digerir los alimentos crudos, y obtener suficientes nutrientes a partir de ellos. Los Homo erectus podrían haber usado martillos y cuchillos de piedra para procesar los alimentos de la misma manera que lo hacían sus antepasados, pero hay muchas dudas de que esto haya sido suficiente para sus cuerpos, energéticamente tan costosos. 

Para entender mejor esto podemos analizar a los humanos modernos que eligen comer sus alimentos crudos. Las personas que siguen una dieta crudívora aseguran que les brinda muchos beneficios a la salud y los hace sentir rejuvenecidos. De hecho, una gran proporción de ellas bajan de peso sin buscarlo. La idea es sencilla: se trata de consumir todos (o casi todos) los alimentos crudos o con algún tipo de procesamiento que no implique cocinar, como triturar e incluso calentar levemente la comida por debajo de los 45 ºC. Si bien este tipo de alimentación puede ser interesante para un humano que vive en la comodidad del presente pero que sufre las consecuencias de la abundancia (por ejemplo, exceso de grasa corporal, diabetes tipo 2, enfermedades cardiovasculares), una alimentación de estas características podría haber sido peligrosa para los Homo erectus. Por empezar, quienes practican el crudivorismo en el presente recolectan sus alimentos de supermercados y comercios especializados como dietéticas, donde la comida está presente en abundancia todo el año. En cambio, nuestros antepasados no podían escapar a la estacionalidad de los ecosistemas que habitaban y no podían elegir demasiado. Además, los alimentos contemporáneos son muy diferentes a los que estaban disponibles para nuestros ancestros en la naturaleza. Los productos que consumimos hoy fueron seleccionados por agricultores a lo largo de varios milenios para hacerlos más grandes y deliciosos, con mayor concentración de azúcar, almidón y grasa, y menos fibra. Las bananas, aceitunas y papas que comemos hoy son de una calidad muy superior a la de sus antepasados silvestres. Incluso la carne, los huevos y la leche mejoraron en ese sentido. Para los humanos que vivían en estado salvaje,[footnote content="El término<em> salvaje </em>se usa aquí y a lo largo del libro sin juicio de valor, para describir una situación en la que los organismos vivos (tanto humanos como no humanos) están en un contacto directo y cercano con la naturaleza." id="11" las frutas dulces, la miel e incluso la carne podrían haber sido lujos ocasionales en lugar de placeres cotidianos. Un punto importante es que el aceite suele ser un ingrediente clave en la dieta crudívora moderna, con el cual nuestros antepasados no contaban. El punto es que, incluso con todas estas ventajas, un humano moderno que sigue una dieta crudívora puede tener déficit de calorías. Si bien esto es una buena noticia para alguien que quiere perder peso, para el cuerpo de una Homo erectus la escasez de energía disponible habría sido una señal de que no era un buen momento para reproducirse. La reducción de la libido y la interrupción de la menstruación es algo con lo que una hembra podía convivir, pero es una situación incompatible con el florecimiento de una especie exitosa como Homo erectus.

La respuesta más razonable a la incógnita del aumento colosal del tamaño del cerebro es que, en algún momento hace 2 millones de años o incluso más, los homininos comenzaron a consumir alimentos expuestos al calor. Es decir, a cocinar. Pero encontrar pruebas de uso controlado y sistemático del fuego es una tarea muy difícil, porque sus huellas (cenizas o tierra cocida) suelen ser erosionadas por el viento o el agua. Además, la aridificación del clima y la expansión de la sabana debe haber aumentado la frecuencia y la intensidad de los incendios naturales (causados por rayos principalmente), por lo que unos huesos quemados o restos de madera carbonizada no son evidencia concluyente de fuego intencional. 

Sin embargo, alrededor del mundo, se han encontrado pruebas sólidas de uso controlado del fuego. En Europa, Medio Oriente, África y Asia, se descubrieron hogueras intactas en cuevas que datan de hace unos 400.000 años. En Beeches Pit, un antiguo sitio en Inglaterra, se encontró un yacimiento fascinante (también de 400.000 años de antigüedad) donde se pueden apreciar impresionantes hogueras rodeadas de huesos y maderas carbonizadas. Además, se han encontrado herramientas de sílex utilizadas para crear chispas (llamadas pedernales), lo que muestra la capacidad de los antiguos humanos para manipular el fuego en beneficio propio12El sílex es un tipo de roca compuesta principalmente de sílice. Su dureza y capacidad para fracturarse de manera muy afilada lo hicieron muy valioso también para la fabricación de herramientas y armas.. Pero la prueba más sorprendente hasta la fecha se encontró recientemente en el yacimiento de Gesher Benot Ya’aqov, en Israel, datado hace aproximadamente 800.000 años. En este lugar, se hallaron múltiples sitios con materiales quemados, hogueras y pedernales, lo que indica que los habitantes de esta zona ya tenían un dominio del fuego y la capacidad de crearlo a voluntad. 

Los yacimientos más antiguos son muy cuestionados porque hay una disputa respecto a si Homo erectus era capaz o no de controlar el fuego. En un yacimiento ubicado en Kenia, datado en 1,5 millones de años, aparecieron unos 40 fragmentos de huesos quemados junto a piedras con filo, pero no se sabe si el fuego fue intencional o natural. Otro lugar increíble con evidencia antigua, aunque muy debatida, es la cueva de Wonderwerk, en Sudáfrica. Se trata de una cueva de más de 100 metros de profundidad y 3 metros de altura, que fue un refugio utilizado por los humanos durante los últimos 2 millones de años. Sus paredes están adornadas con dibujos de jirafas y marcas de color blanco, rojo y negro, así como con restos de cuarzo, ocre y otros minerales coloreados. A unos 30 metros de la entrada se encontraron algunos indicios de fuego, que al ser observados bajo el microscopio resultaron ser cenizas de madera que databan de hace 1,6 millones de años. También había restos de plantas y animales quemados, y hachas de mano. La habilidad de los Homo erectus para utilizar el fuego resulta innegable a la luz de estas evidencias. Aunque es posible que no tuvieran el conocimiento necesario para iniciar un fuego por sí mismos, es probable que hayan sabido aprovechar los incendios causados por rayos al caer sobre un árbol o un pastizal. Fue cuestión de que algún valiente tomara una rama encendida y la llevara al campamento como una antorcha gloriosa que calentaría a los suyos y cocinaría sus alimentos. Para aprovechar los beneficios de la cocción ni siquiera habría hecho falta algo tan sofisticado como trozar un pedazo de carne, atravesarlo con un palo y exponerlo al calor. La simple acción de arrojar un hueso al fuego y luego romperlo proporciona una deliciosa recompensa: la médula ósea fluye como una suave manteca derretida. Además, los tubérculos expuestos sobre las brasas ardientes tienen un sabor ahumado y exquisito. La gratificante experiencia culinaria proporcionada por el fuego podría haber sido un motivo más que suficiente para animarse a usarlo mucho antes de aprender a crearlo.

Es común que una persona expuesta a una fogata experimente una fascinación cautivadora mientras las llamas bailan y crepitan. Sorprendentemente, lo mismo le ocurre a algunos primates. Mientras estudiaba a una comunidad de chimpancés en Senegal, la primatóloga Jill Pruetz descubrió que la tropilla interactuaba con el fuego de una manera que la dejó perpleja. Durante un incendio natural de un pastizal en la estación seca, los chimpancés siguieron el avance del fuego desde unos metros de distancia en busca de comida cocinada en la zona quemada, atentos al movimiento del fuego, pero sin miedo. Incluso algunos se pusieron a chillar y bailar en señal de entusiasmo. Resulta evidente que los chimpancés no pueden provocar ni contener el fuego, pero entienden cómo se mueve por el paisaje y utilizan ese conocimiento en su beneficio. De hecho, el bonobo Kanzi, que vive en cautiverio en Estados Unidos, aprendió a cocinar malvaviscos en un fuego hecho por él mismo usando ramas, pasto seco y fósforos. Esto sugiere que las habilidades cognitivas necesarias para entender y aprovechar el fuego son mucho más antiguas que el origen de los humanos, y el control del fuego a partir de incendios en los Homo erectus parece una idea razonable. No es difícil imaginar un escenario similar para nuestros antepasados: un grupo de Australopithecus recorriendo un área quemada en busca de tubérculos rostizados, semillas apochocladas y pequeños mamíferos asados. Seguramente, una vez que probaron el sabor de los alimentos cocinados, no hubo vuelta atrás. 

La cocción transforma profundamente las características de cualquier alimento, haciéndolo más fácil de masticar, tragar y digerir. Esto se logra mediante tres fenómenos químicos. El primero consiste en la gelatinización del almidón, en la cual los gránulos que almacenan el compuesto en el interior de las células vegetales se rompen, lo que facilita el ingreso de las enzimas digestivas al interior de la molécula y la liberación de la glucosa. El segundo implica la desnaturalización de las proteínas: el calor hace que las moléculas pierdan su estructura tridimensional y se abran, como cuando se desenrosca el cable de un auricular que estaba en el bolsillo, por lo que quedan más expuestas a la acción de las enzimas. Finalmente, la exposición al calor hace que los alimentos suavicen su textura y se enternezcan. En otras palabras, la cocción de los alimentos es una forma de digerir los alimentos fuera del cuerpo usando la energía del fuego. La demanda energética por kilo de peso es similar entre los humanos y otros primates, pero nosotros consumimos menos de la mitad del volumen de comida que ellos, lo que significa que nuestra comida (mayormente cocinada) tiene mayor concentración de calorías y nutrientes. Esto es apreciado no sólo por los humanos, sino por todos los animales, con la diferencia de que los humanos somos la única especie que aprendió a cocinar. Los experimentos muestran que los animales de casi todas las especies prefieren los alimentos cocinados a los crudos, y aquellos alimentados con comida cocida crecen y engordan más rápido que aquellos alimentados con comida cruda. No hay motivos para pensar que esto no habría sido igual en nuestros antepasados. Como beneficio extra, el fuego descompone muchas toxinas que se encuentran en los vegetales y elimina bacterias potencialmente dañinas que pueden estar en la carne, lo cual aumenta la chance de supervivencia por evitar enfermedades. 

Pero eso no es todo. Después de que nuestros antepasados empezaran a comer alimentos cocinados a diario o en la mayoría de los días, ya no hubo necesidad de tener mandíbulas prominentes, dientes grandes, músculos masticadores poderosos ni un tubo digestivo enorme. El estómago y los intestinos de los mamíferos (tanto el delgado como el grueso) consumen mucha energía para realizar varias funciones asociadas a la digestión, como agitarse, producir ácido clorhídrico, sintetizar enzimas digestivas y transportar activamente los nutrientes hacia la sangre. Mientras más grande sea el tubo digestivo, como en el caso de las especies herbívoras y nuestros primos simios (que suelen estar ocupados todo el día digiriendo alimentos fibrosos con baja densidad calórica), mayor es el gasto energético de la digestión. Por lo tanto, la cocción de los alimentos favoreció la selección de individuos con el aparato masticatorio y el tubo digestivo más pequeño, que usaran menos energía en la digestión, y aumentó también la eficiencia energética de los cuerpos.12A diferencia de nuestros antepasados más simiescos (como Australopithecus), que tenían la pelvis y el tórax amplios —y, por lo tanto, un tubo digestivo de gran tamaño—, en Homo erectus la estructura ósea de las costillas y la pelvis se achicó, lo cual denota también una reducción en el tamaño de estos órganos y una relocalización de la energía en el cerebro. 

La evidencia del uso controlado e intencionado del fuego es efímera, y quizás nunca encontremos pruebas suficientes para entender cuándo ocurrió y en manos de quién. Pero no caben dudas de que el crecimiento masivo del cerebro y la profunda modificación anatómica de los Homo erectus hace 2 millones de años pudo sostenerse gracias al consumo de alimentos cocinados. Como dice el antropólogo Richard Wrangham, es más complicado defender la idea de que semejante transformación en la historia evolutiva de la humanidad haya ocurrido acompañada de una dieta a base de alimentos crudos. Gracias al fuego, más que en carnívoros, los Homo erectus se convirtieron en cocineros. Quizás sea mejor decir: nos convirtieron en cocineros, porque ese rasgo se quedaría en nuestra especie para siempre. 

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