Capítulo 0.2

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La historia antes de la historia

Quien diga que sabe cómo se originó la vida está mintiendo o peca de soberbio. Durante mucho tiempo, nuestras limitadas mentes humanas no nos dejaron ver más allá de nuestras narices y nos llevaron a crear un sinfín de historias que nos concibieron como seres únicos, en el centro del universo y con la naturaleza a nuestra merced. Descubrir que la Tierra giraba alrededor del sol y no al revés fue, probablemente, el primer baño masivo de humildad que nos dimos como humanidad. De la misma manera, entender que residimos en una piedra que persigue incansablemente a una estrella que viaja a 227 kilómetros por segundo, en uno de los cuatro brazos de una galaxia espiralada que decidimos llamar Vía Láctea, que a su vez contiene otras 400.000 millones de estrellas, mientras navegamos un infinito océano cósmico compartido con 200.000 millones más de galaxias (y sus estrellas), debería ser el clavo que cierre el ataúd de nuestro ego. Aun así, con toda nuestra humildad a cuesta, somos una especie un tanto particular. Tenemos una impresionante capacidad intelectual y podemos indagar en el pasado más remoto a partir de los más sutiles indicios. No lo sabemos a ciencia cierta, pero podemos deducir que la vida en la Tierra se remonta muy atrás en el tiempo, tan lejos como 300 millones de años después de la formación de nuestro bello planeta. Si pudiésemos volver al pasado —unos 4200 millones de años— y navegar por los mares ardientes, podríamos encontrar a LUCA, nuestro gran antecesor común (LUCA, por Last Universal Common Ancestor), una especie de organismo vivo o medio vivo (según cómo se mire) que subsistía junto a otros organismos —que nos resultarán para siempre una incógnita— en el interior de las fuentes hidrotermales de las profundidades del océano. 

Si bien podemos decir que LUCA comía, no comía como lo hacemos las personas. La explosión sensorial que nos causan las lentejas y las verduras destruidas por el calor, combinadas con la consistencia pastosa de un queso cremoso, junto al dulce aroma del pimentón ahumado con un chorro de aceite de oliva, es tan sólo una ilusión construida por nuestro cerebro para darnos una motivación extra para abordar un plato de guiso. Es la promesa de un placer que va más allá de la mera nutrición. Pero en la mínima expresión de la vida, no importan los sabores y los olores, las decoraciones no tienen sentido y la variedad del menú es totalmente irrelevante. Sin ir más lejos, LUCA se alimentaba de los gases de hidrógeno que emergían de las fuentes hidrotermales submarinas. Una alimentación caótica y desabrida. Tan sólo una apropiación de los electrones originados en el corazón de nuestro planeta. Poca cosa. 

Pero en algún momento de esta monótona existencia, la descendencia de LUCA se dividió en dos tipos de microorganismos: las bacterias y las arqueas. A medida que las poblaciones crecían, los gases de las fuentes hidrotermales les resultaron insuficientes y se aventuraron al océano abierto sin más que su pequeño metabolismo, habilidoso en robar electrones al hidrógeno para producir energía y acoplar átomos de carbono para formar las moléculas orgánicas que necesitaban. A pesar de su diminuto tamaño, los grupos de arqueas y bacterias crecían y se alejaban de su cuna, y se expandían por el lecho marino como una pujante ciudad. Millones y millones y millones de microbios habían empezado a hacer lo que haríamos los seres vivos durante el resto de los tiempos: expandirnos y comer. Con semejante explosión demográfica, la cantidad de gas hidrógeno en el mar se redujo, lo que significó menos energía disponible para vivir. Por lo tanto, estos microbios tuvieron que buscar nuevas formas de llegar al presupuesto energético que les demandaba su existencia.

Fue Lynn Margulis quien, en pleno siglo XX y motivada por las ideas de la simbiosis de sus predecesores, se convenció de que las células complejas surgieron como producto de la fusión entre muchas bacterias. A diferencia del pensamiento dominante de la época, ella percibía la vida como el resultado de la cooperación y no de la competencia. Pensaba que el compromiso entre los organismos fue tan fuerte que unos se introdujeron dentro de otros, como si se tratara de una aldea que se poblaba de a poco, y dieron así origen al núcleo, la mitocondria, el cloroplasto, los lisosomas, el aparato de Golgi y otras estructuras que se encuentran dentro de las células eucariotas. Lynn quiso compartir su visión con el mundo académico, pero su artículo fue rechazado unas quince veces antes de ser publicado en 1967. Si bien su idea no era nueva, la manera en la que integró la información proveniente de diversas disciplinas como la biología molecular, la geología, la química atmosférica y la paleontología hizo que nadie pudiera dejar de ver el elefante dentro la habitación. Dicha capacidad para asociar distintos conocimientos fue probablemente adquirida en la universidad —donde por cierto conoció a Carl Sagan, con quien comió muchísimas comidas y tuvo dos hijos—. Por supuesto, una idea tan novedosa no fue aceptada sin más, mucho menos proviniendo de una mujer. Pero gracias a su enorme talento y determinación de hierro pudo sostener su teoría.

La teoría de Lynn despertó interés en sus colegas pero también recibió varias críticas, porque la mayoría de las estructuras de la célula tal como la conocemos hoy no tiene el aspecto de haber derivado de bacterias. Aun así el análisis del ADN de los cloroplastos y las mitocondrias reveló que estos pequeños órganos proceden realmente de bacterias. Esto no quiere decir que aún sean bacterias, sino que en una época remota lo fueron, aunque ya no tengan ninguna independencia real. ¿Qué significa esto? Algo bastante importante: que nuestro antecesor común, la primera célula eucariota de donde descienden todos los organismos multicelulares, probablemente se originó cuando una célula adquirió a una bacteria, o cuando la bacteria intentó colonizarla. Ya sea un caso o el otro, por algún motivo aprendieron a vivir juntas en una relación de interdependencia. Ahí está el origen más antiguo de estos seres complejos que llegamos a ser. 

Pero esta explicación nos queda corta, ¿quién era esa célula anfitriona?

Después de muchos intentos fallidos, en el año 2008 se encontró un campo de fuentes hidrotermales submarinas en una zona ubicada entre Noruega y Groenlandia, a unos 2300 metros de profundidad. Las chimeneas de 12 metros de altura escupían agua ardiente de color negro y estaban tapizadas por un manto microbiano blanquecino. Parecía una estructura salida de un cuento de fantasía, por lo que decidieron nombrar al lugar como Castillo de Loki, en honor al dios nórdico. Para investigar la vida microbiana en estas fuentes hidrotermales, los investigadores tomaron muestras del suelo, las procesaron en el laboratorio y analizaron los genes presentes. Luego de varios años de estudio, en 2015, el equipo liderado por la microbióloga Anja Spang anunció el descubrimiento de un nuevo grupo de arqueas. Como para continuar con la saga nórdica, decidieron nombrarlas arqueas de Loki, pertenecientes al grupo de las antiguas arqueas de Asgard. Spang y su equipo encontraron que la manera en la que se replicaba el ADN en estos microbios era igual que en las eucariotas. Debido a que un rasgo tan fundamental sólo puede ser compartido entre organismos fuertemente emparentados, la arquea de Asgard quizás podría ser la tan buscada célula hospedadora que dio origen a las eucariotas. 

Simultáneamente a este descubrimiento, un grupo de investigación japonés se encontraba cultivando una muestra de barro recogida nueve años antes a unos 2400 metros de profundidad cerca del país nipón, con la finalidad de encontrar y hacer crecer organismos que degradaran el gas metano. El experimento consistía en colocar la muestra en un biorreactor que simulaba las condiciones de temperatura (10 ºC), poco oxígeno y escasos nutrientes del fondo marino. Después de unos cinco años de cultivo, los microorganismos se multiplicaron y crecieron, lo que dio como resultado un conjunto de bacterias y arqueas. Uno de estos organismos llamó particularmente la atención de los investigadores debido a que tenía una forma extraña, con brazos largos como si fuese un pulpo, y solía estar rodeado de bacterias más pequeñas. Después de muchos análisis, en 2020 anunciaron que se trataba de una arquea de Asgard. Y a principios de 2023, se descubrió que estas curiosas células tienen un andamiaje de filamentos de proteína y un mecanismo de transporte interno similar al de las eucariotas, así como compartimentos limitados por membranas muy semejantes al de las células complejas.

Sin embargo, lo más llamativo fue que la arquea sólo podía crecer en compañía de dos amigos. Mediante un tipo de simbiosis llamada alimentación cruzada, los desechos de la arquea (hidrógeno y ácidos grasos) son comida de los microbios simbiontes, que a su vez producen aminoácidos, vitaminas y otros compuestos que son consumidos por la arquea. Pero los microbios no sólo alimentan a la arquea con sustancias importantes para su metabolismo, sino que limpian el terreno de compuestos que limitan su crecimiento, particularmente el venenoso oxígeno. Dado este beneficio, no sería raro que la arquea haya aprovechado sus brazos y su habilidad para cambiar de forma para envolver de a poco a sus amigos en una microdanza. Este detalle es muy importante, porque la capacidad de deglutir a una presa es una característica propia de las eucariotas debido a la complejidad mecánica y la alta demanda energética que esto tiene. 

Entonces tal vez así fue como empezó: en la profundidad del frío océano, durante una terrible glaciación, dos microorganismos —una arquea y una bacteria— que se necesitaban mutuamente para vivir dieron el paso siguiente, se reunieron a comer en la misma mesa para abaratar costos y sacar ventaja de su sinergia en un contexto de escasez. Con el paso del tiempo se fueron seleccionando las simbiosis con mayor superficie de contacto y flujo de nutrientes, y también aquellas bacterias que eran muy buenas eliminando el oxígeno. En algún momento hace 2000 millones de años, la bacteria se vio completamente rodeada por la arquea, pero en lugar de sentirse amenazada, se halló como en casa. A diferencia del fluctuante y agresivo ambiente externo, el interior de las células es un espacio muy estable, por lo que una vez instalada dentro de la arquea, la bacteria se aseguró un suministro constante de comida a cambio de energía y otros servicios. Este es el origen de la mitocondria, la central eléctrica de la célula. 

Dado que la arquea puso un montón de sí, algunos afirman que las eucariotas descienden de las arqueas. Pero cuando miramos el ADN de una célula eucariota —por ejemplo, las de cualquier animal, incluyéndome—, resulta que tienen más genes de bacterias que de arqueas, por lo que si se apelara a la democracia genómica, las eucariotas deberían ser consideradas descendientes de las bacterias. Cualquiera sea el caso, a este gran antepasado común de todos los seres complejos le llamamos LECA (Last Eukaryote Common Ancestor). Con un andamiaje interno que le permitía cambiar de forma y múltiples mitocondrias que le otorgaban la energía suficiente para armar y desarmar su estructura, además de una colita simpática llamada flagelo, que le permitía moverse, LECA pudo, por primera vez en la historia, comer de una manera parecida a lo que solemos pensar que es comer. 

En un principio, el proceso consistió en rodear con su membrana compuestos complejos como proteínas o carbohidratos de gran tamaño que no podían ingresar a través de los tubos que comunican el adentro y el afuera, y luego tragarlos, para posteriormente digerirlos con sus enzimas y aprovecharlos. Esto fue un paso enorme porque implicó una mayor disponibilidad de recursos para el crecimiento y la reproducción. Aquellas células que eran mejores tragando más comida fueron beneficiadas y dejaron más descendencia. Este proceso se fue puliendo poco a poco hasta que dio el siguiente paso: comerse una célula viva. Lo más probable es que su primera presa haya sido una célula pequeña, como una bacteria o una arquea, con la que quizás se atragantó. Pero la evolución hizo su viejo truco de la prueba y el error y, poco a poco, las siguientes generaciones fueron mejorando sus habilidades para capturar, matar y comer, lo que dio inicio a la dinámica cruel de la presa y el predador.

Las maneras en la que nuestros antepasados unicelulares se tragaban a otros organismos fueron muy diversas y no son distintas a las que se pueden ver hoy en el mundo microscópico. Mientras que algunos se deformaban y emitían extensiones de la membrana que abrazaban a la presa para luego comerla, otros simplemente la “pasaban por arriba” y en el camino la presa quedaba adentro. También había algunos que rompían a su presa en el exterior y se la comían de a pedazos. Pronto apareció una zona en la superficie de la célula especializada para comer, con el aspecto de una pequeña boca, donde la membrana fácilmente expansible le permitía tragar presas de mayor tamaño. Algunos predadores se hicieron tan quisquillosos que se especializaron en comer una especie particular de microbio. Cuando esta relación fue sostenida durante miles o millones de años, algunos fragmentos del material genético de los microbios se incorporaron de forma permanente a las células comensales, y se generó cierta familiaridad entre ellas. Así, en algún momento hace unos 1200 millones de años, o quizás antes, una de las presas —una cianobacteria— tuvo la suerte de no poder ser digerida por el predador: quedó alojada en el interior, se sintió cómoda y fue perdiendo los genes que no le eran útiles (muchos de los cuales se fueron al núcleo de la célula hospedadora), manteniendo sólo aquellos que eran esenciales para sostener la fotosíntesis, lo que dio origen al cloroplasto. Esta célula eucariota con mitocondrias y cloroplastos fue el antepasado común de todas las plantas, y tenía la sorprendente capacidad de cazar y hacer fotosíntesis al mismo tiempo. La población remanente que no hizo esta simbiosis se convirtió en unos organismos similares a las amebas pero con una colita propulsora, el antepasado común de los animales y los hongos.

Al permitir la cooperación y coordinación de un número cada vez mayor de células, la transición de la vida unicelular a la multicelular representó otro de los acontecimientos más trascendentales en la evolución: la manifestación de formas de vida cada vez más complejas. La evidencia fósil indica con certeza que hace 800 millones de años la multicelularidad estaba establecida, pero se han encontrado restos de organismos multicelulares fotosintéticos de 30 centímetros de largo y 8 centímetros de ancho que datan de hace más de 1500 millones de años. No cabe dudas de que la vida unicelular es exitosa y que tanto las bacterias y las arqueas, como las eucariotas, son maestras de la supervivencia. Pero la cooperación entre células permitió la exploración de nichos que la individualidad no pudo conquistar. De hecho, este estilo de vida fue tan conveniente que surgió de manera independiente varias decenas de veces en linajes eucariotas distintos.

Entonces, hace unos 800 millones de años, algunas de estas colonias de células eventualmente se agruparon en forma de collar, luego se apilaron y formaron un tubo, y en lugar de usar el flagelo para propulsarse, lo utilizaron para mover el agua y arrastrar presas y partículas de alimentos hacia su interior. Eran los primeros animales, las esponjas, nuestras abuelas más lejanas. Al igual que nosotros, las esponjas utilizan oxígeno para obtener energía de la comida, pero dado que permanecen inmóviles, su requerimiento de oxígeno es muy bajo, cosa particularmente útil porque en aquel entonces ese recurso no abundaba en los mares. 

Durante los siguientes 1000 millones de años la geoquímica de la Tierra no cambió prácticamente nada: no hubo novedades con el clima y los océanos se mantuvieron con una muy baja concentración de nutrientes claves como el fósforo, el nitrógeno y el mismísimo oxígeno. En esas condiciones, la vida unicelular siempre tuvo ventaja, especialmente las cianobacterias, que continuaban siendo los organismos fotosintéticos predominantes. En comparación, los eucariotas unicelulares y multicelulares representaban una pequeña fracción del conjunto de seres vivos de la época. Pero la calma precede a la tormenta, y la quietud prolongada de un planeta vivo fue la antesala de un proceso de transformación global sin precedentes. En los 150 millones de años posteriores, la corteza terrestre pasó de ser una costra rígida y estática a convertirse en el rompecabezas dinámico que hoy conocemos como placas tectónicas. Como una gigante que acababa de salir del letargo, la corteza se desperezó y el único pero masivo supercontinente que existía en ese momento (Rodinia) se fracturó. Los volcanes erupcionaron en áreas del tamaño de Argentina, rugiendo con bostezos ensordecedores que emanaron grandes cantidades de dióxido de carbono y gases azufrados. Las montañas se alzaron hacia el cielo y provocaron la condensación de la humedad del océano en las alturas, que atrapó el dióxido de carbono disuelto en la atmósfera, precipitó en forma de lluvia ácida rica en carbono, y reaccionó con los minerales de las rocas superficiales. El agua escurrió por la nueva geografía formando ríos y arrastrando nutrientes, que luego llegaron al mar y alimentaron la vida acuática. Las cianobacterias se hicieron un festín y consumieron mucho dióxido de carbono, bajando su concentración en el aire, al mismo tiempo que liberaban oxígeno. Los gases azufrados y las nubes de polvo impidieron el ingreso de los rayos del sol, que en ese momento brillaba un poco menos que ahora. Esta cadena de eventos y otras más causaron una reducción progresiva y sostenida de la temperatura global. Las regiones polares se congelaron y reflejaron los rayos solares, lo que acentuó el enfriamiento. Las temperaturas bajaron hasta los -40 ºC y el hielo avanzó hasta cubrir todo el planeta. La Tierra se hizo una gran bola de nieve y las condiciones para la vida se pusieron difíciles.

A partir de entonces, vino una era de inestabilidad. Los gases liberados por las subsecuentes erupciones volcánicas provocaron un efecto invernadero; poco a poco aumentó la temperatura global y llegó el fin de la glaciación después de 60 millones de años. Con menos hielo en la superficie, la luz volvió a entrar de nuevo al océano y la vida fotosintética floreció. Pero los organismos unicelulares cazadores tenían las técnicas de predación afiladas y se hicieron un festín masivo con las cianobacterias. Con menos competencia por los recursos, la población de algas explotó. Hubo un veranito de 15 millones de años y luego, debido al consumo de dióxido de carbono por parte de las algas, otra glaciación, con hielos oceánicos que llegaban casi a la línea del Ecuador. Así, la alternancia entre estrés y escasez de recursos, confort y abundancia, gatilló procesos evolutivos acelerados que dieron lugar a formas de vida sorprendentemente complejas. Las  esponjas incrementaron su tamaño y alcanzaron el metro de altura; así crearon los primeros arrecifes y aumentaron la superficie habitable por organismos fotosintéticos. Las algas también aumentaron su tamaño y se hicieron visibles a simple vista, ocuparon grandes extensiones en las aguas poco profundas y liberaron grandes cantidades de oxígeno. La mayor disponibilidad de biomasa y oxígeno en los océanos permitió el surgimiento de los primeros animales herbívoros de aspecto gelatinoso. Estas primeras criaturas consistían en una sola capa de células con el aspecto de una pascualina, que se trasladaban por el suelo del mar pastando algas y microbios. Debe haber parecido un mundo alienígena, muy distinto a cualquier cosa que hayamos visto en el presente.

Durante los siguientes 100 millones de años, las placas tectónicas continuaron su danza por la superficie de la Tierra, modificando la geografía y liberando enormes cantidades de nutrientes al océano. Los organismos fotosintéticos marinos celebraron el banquete y el oxígeno continuó aumentando, para luego bajar y volver a subir en numerosas oportunidades. Esta montaña rusa de oxígeno fue la arquitecta del período de mayor florecimiento y diversificación animal en la historia de nuestro planeta: la explosión del Cámbrico y su secuela, la radiación del Ordovícico. Los animales aumentaron de tamaño, se hicieron simétricos y aparecieron músculos para moverse, un sistema nervioso para coordinar millones de células y un tubo que los atravesaba de punta a punta para comer, con la boca de un lado y el ano del otro. Pero lo más llamativo fue el ingreso a la escena de animales más activos, con esqueletos monstruosos, mandíbulas con dientes afilados, cabezas con ojos y colas para propulsarse a gran velocidad en el agua. Quizás el más alucinante y bizarro fue el anomalocaris, que con 60 centímetros de largo y dos apéndices armados con espinas devoraba gusanos enterrados en el suelo y trilobites que pastaban por el fondo marino. Para defenderse, los hervíboros desarrollaron partes duras como caparazones y espinas, que también utilizaban para remover el suelo y excavar madrigueras, lo que dio origen al antepasado de los artrópodos. Otros apostaron por la velocidad para escaparse y desarrollaron cuerpos alargados, como los peces. La llegada de los carnívoros no sólo trajo nuevas pesadillas, sino también un incremento de la complejidad de los ecosistemas como jamás se había visto. 

Con más oxígeno que nunca, la capa de ozono se volvió considerable. Además, las potentes glaciaciones contribuyeron a enfriar y solidificar el núcleo interno de la Tierra, lo que fortaleció el escudo electromagnético. Ambos fenómenos facilitaron el crecimiento y engrosamiento de la atmósfera, así como el desarrollo de la vida en la superficie terrestre, gracias a que detuvieron las agresivas radiaciones provenientes del sol y el espacio exterior. Los microbios fueron los primeros en aventurarse hacia tierra firme, tomando sol relajados en las rocas de las playas y los bordes de los ríos al principio, para luego ocupar más superficie en el interior de los continentes. Casi inmediatamente, las algas también desertaron del agua, aliándose con los hongos, en una simbiosis que dio por resultado líquenes. El trato era sencillo: el alga capturaba energía del sol y producía azúcares que eran compartidos con el hongo, y este utilizaba su increíble maquinaria bioquímica para degradar cualquier cosa que tuviera enfrente y así obtener nutrientes valiosos. No importa si era un alga o un animal muerto, o incluso una piedra, el hongo se comía todo. Para ser justos con los hongos, probablemente ellos ya estaban pululando por el suelo terrestre bastante tiempo antes, quizás hace 600 millones de años, apenas se derritieron los hielos de la glaciación global. Ya sea solos o en sociedad, los hongos avanzaron por los continentes rocosos, dejando a su paso los suelos fértiles donde se asentaron las primeras plantas terrestres, que eran algo parecido al musgo. 

Como las plantas consumen dióxido de carbono, en pleno auge de la vida verde, el mundo se enfrió otra vez. Este proceso, junto con el movimiento de las placas tectónicas, eliminó al 85% de las especies marinas, en lo que fue la primera de las cinco extinciones masivas que vendrían después. Como en otros cuellos de botella, la vida se las rebuscó para comer y encontrar nuevas estrategias de supervivencia. Al mermar la glaciación y aumentar la temperatura progresivamente, la feroz competencia por la luz y el espacio disponible en la Tierra incrementó la diversidad de las plantas, que aprendieron a crecer verticalmente y formaron los primeros bosques y matorrales, un espacio que los valientes animales que se animaron a salir del agua supieron habitar. Primeros los herbívoros y por detrás los carnívoros, como los milpiés, las arañas y los escorpiones. También los primeros reptiles anfibios, que se posaban en cuatro patas en las orillas. Sin embargo, la prosperidad de los árboles consumió una enorme cantidad de dióxido de carbono, que causó otra glaciación acompañada de la segunda extinción masiva; esta se llevó al 76% de las especies. 

En la siguiente época los árboles dominaron contundentemente los paisajes y los niveles de oxígeno se elevaron, lo que posibilitó la aparición de animales mucho más grandes, como milpiés de 2,5 metros, libélulas y escorpiones de 70 centímetros de largo, lagartijas de 2 metros y tiburones de 6 metros. Pero hace unos 250 millones de años, explotó un megavolcán que llenó la atmósfera de dióxido de carbono y polvos tóxicos (otra vez), y causó un calentamiento global sofocante, la acidificación masiva de los océanos y el descenso brutal del oxígeno. Fue una catástrofe monumental y, sin lugar a dudas, un evento que puso a la vida contra las cuerdas (la tercera extinción). No por nada lo llaman La Gran Mortandad: desaparecieron el 96% de las especies, con las especies marinas como las más afectadas. Los escorpiones marinos, los trilobites y algunos tipos de estrellas de mar se extinguieron definitivamente, y sólo sobrevivió el 3% de los caracoles y calamares. Tuvieron que pasar unos 10 millones de años para que las condiciones ambientales se volvieran habitables nuevamente. De a poco la vida emergió y se diversificó nuevamente, y dio origen a ecosistemas mucho más complejos. En el mar aparecieron nuevos grupos de animales, como los cangrejos, las langostas ancestrales y los primeros reptiles marinos, que una vez en la tierra, acabaron convirtiéndose en los fabulosos dinosaurios.

Los había herbívoros, omnívoros y carnívoros, algunos caminaban en cuatro patas y otros en dos, pequeños y enormes. Los dinosaurios dominaron cada uno de los ecosistemas terrestres nuevos que aparecieron después de la gran extinción anterior. Pero el supercontinente Pangea se partió y la actividad volcánica resultante cambió la química de la atmósfera y los océanos, calentó el mundo y causó la cuarta extinción masiva, que se llevó al 70% de las especies. Durante el retorno a la calma, el clima de la Tierra pasó de ser seco a húmedo, con bosques y selvas que llegaban hasta los polos. En este nuevo mundo más caliente, los dinosaurios que sobrevivieron desarrollaron formas y tamaños nunca antes vistos, y se convirtieron en las bestias que conocemos de Jurassic Park. Si antes eran dominantes, acá lo fueron más. 

En medio de este caos, hace unos 200 millones de años, surgió el primer mamífero, el megazostrodon, con 10 centímetros de largo y aspecto similar a una musaraña. De hábitos nocturnos para escapar de los temibles dinosaurios y con un olfato y oído muy desarrollados, estos animales se alimentaban de insectos y pequeños reptiles. Pero la era dorada de los dinosaurios llegó a su fin hace 66 millones de años, cuando un asteroide de 15 km de diámetro impactó en lo que es hoy la península de Yucatán (México). La atmósfera se tapó de polvo y el sol no pudo ingresar. Las plantas murieron de a poco y los hervíboros cayeron detrás, y junto a ellos el resto de los carnívoros, tanto en la tierra como en el mar. Cerca del 70% de las especies desaparecieron. Fue la quinta y última extinción masiva registrada.

El paisaje planetario quedó prácticamente vacío por al menos 8 millones de años. Sólo pudieron adaptarse las pequeñas formas de vida que necesitaban menos recursos para existir, como los antepasados de las aves y algunos mamíferos. Debido a la ausencia de predadores, estas dos formas de vida se diversificaron y ocuparon todo el espacio posible. Los mamíferos insectívoros no demoraron en desarrollar el gusto por masticar otros mamíferos, por lo que los más pequeños e indefensos aprendieron a vivir en los árboles para escapar. Pero estos predadores no eran nada en comparación con el tamaño descomunal que alcanzaron los reptiles poco tiempo después, cuando aparecieron tortugas de 3 metros de largo, o serpientes de 13 metros que comían cocodrilos. Por suerte, hace unos 40 millones de años la temperatura bajó otra vez y estos monstruos de sangre fría se la vieron difícil. Comenzaba el reino de los mamíferos. Unos cuantos millones de años más tarde aparecieron los primeros primates con cola larga y ojos que miraban hacia el frente, muy parecidos a los lémures, que se la pasaban en los árboles comiendo hojas, frutas e insectos en alguna zona de lo que hoy llamamos África. 

Hace 13 millones de años, los orangutanes estaban holgazaneando en la selva.

3 millones de años más tarde, ya había gorilas comiendo hojas y golpeándose el pecho.

Y 3 millones de años después, los chimpancés se gritaban y acicalaban, y los bonobos resolvían sus conflictos con sexo. 

Finalmente, hace 7 millones de años, el clima comenzó a secarse y los pastizales le ganaron terreno a los bosques. Trasladarse en cuatro patas para buscar comida se tornó peligroso y pararse cada tanto comenzó a ser más beneficioso. Entonces, un primate no tan parecido a mí o a la persona que esté leyendo este texto —pero sorprendentemente cercano a ambos—, tuvo hambre y decidió caminar para encontrar algo de comer.

Ahí comienza esta historia.