Apenas entrás a un aula llena de adolescentes, identificás a los diferentes personajes del grupo. En la primera línea de bancos, los más nerds. Adelante, cerca del escritorio del profesor, los más olfas. Al fondo, los indisciplinados, ese conjunto de pibitos con problemas de conducta. Y, en el medio, los tibios indefinidos que van buscando su lugar y acomodándose dentro del gradiente. Yo estaba en el fondo, obvio. Porque a pesar de ser buen alumno o casi, el punk de la época denunciaba que los sistemas de pensamiento dominantes no contemplaban la totalidad de las ideas de una sociedad, eran opresivos con las mismas y carecían de sensibilidad ante la desigualdad y la miseria humana. O sea, había que romper todo. Pero en ese sentido yo solía estar más a cargo del planeamiento que de la ejecución de los siniestros. En cambio, la actividad operativa principal para rebelarme contra el sistema –representado en aquel momento en forma de un indefenso profesor– era hacer chistes, comentarios o cualquier tipo de intervención imbécil que pudiera entorpecer la clase mediante la carcajada colectiva de los compañeros de desorden, de algunos del gradiente e incluso algunas veces y muy a su pesar, del propio profesor. Con los años uno se calma, se agota, elige sus batallas, abandona la utopía y se vuelve pragmático. Pero siempre me quedó ese impulso de romper una conversación, de quebrar un relato, de torcer la lógica de las cosas para tratar de hacerlas un poquito más copadas, divertidas, graciosas o distintas. Para intentar que cualquier cosa, fuera lo que fuera, tuviera alguna pieza que hiciera reír. Ahora, ¿por qué alguien se reiría de una estupidez que sale de mi boca o de mi editor de texto? O peor, ¿por qué alguien se reiría en general? ¿Qué es ese sonido extraño y torpe que tantas veces intentó matarnos durante una cena?
Existe una ciencia para todo pedacito de universo que pretenda ser atacado de manera seria. Irónicamente, la risa tiene la suya: la Gelotología, je. Uno de los tipos más piolas dentro de esta rama es Robert Provine, un simpático (obvio) neurocientífico yanqui que dedica su vida al estudio de esta misteriosa manía de andar abriendo la boca, mostrando los dientes y emitiendo sonidos primitivos mientras le pegamos a la mesa, lloramos y, en el mejor de los casos, descuidamos algún que otro músculo de la uretra. Robert estudió este fenómeno a lo largo de diferentes culturas y especies, y nos muestra que estudiar algo en principio tan trivial como la risa nos puede dar una bocha de información sobre nuestro comportamiento, sobre el funcionamiento de nuestro cerebro y sobre nuestra historia evolutiva.
El primer acercamiento podemos hacerlo desde la física, simplemente analizando las características del sonido que emitimos al reír. Resulta que reírse es técnicamente muy simple, mucho más que hablar o cantar, por ejemplo. La risa es una secuencia simple de sonidos básicos, casi percusivos, que tiene una estructura recontra estereotipada y compartida por todas las edades y culturas. De Pekín a La Quiaca y del Huggies al pañal para adultos, todos nos reímos de la forma ‘ja ja ja’, ‘jo jo jo’, ‘je je je’, etc; es decir, el sonido de la j (h en inglés), seguido de una vocal. Y lo interesante es que no vale mezclar. Nadie se ríe espontáneamente ‘jo ja ji je ja’, al menos nadie que uno no fuera a mirar raro. Por otro lado, la risa es un acto emocional bastante inconsciente sobre el cual tenemos poco control. Esto hace que sea muy difícil de forzar. De hecho, hay estudios que demuestran que somos muy buenos reconociendo risas falsas, así que ni lo intenten.
Todos alguna vez lloramos de la risa. Y lo loco es que la risa y el llanto se parecen en algún punto: son de esas cosas que hacemos todo el tiempo y que no entendemos bien por qué las hacemos, por qué se conservaron a lo largo de la evolución de nuestra especie y si somos los únicos bichos capaces de hacerlo. Lo bueno es que a veces muchas preguntas son, en el fondo, la misma. Robert no sólo se puso a stalkear y a grabar gente charlando y riendo en diferentes lugares públicos, sino que también se metió en zoológicos para ver si estamos solos en este temita de la risa. Y vio que ni a palos. Todos los primates superiores estudiados tienen alguna forma de risa que se parece en algunos aspectos pero difiere en otros de la nuestra, siendo justamente esas diferencias responsables, en parte, de que nosotros podamos hablar y un chimpancé no. Pero lo más interesante es analizar no sólo el fenómeno en sí, sino qué lo provoca.
Nuestro científico de la carcajada detectaba risas en monos mientras jugaban, por ejemplo, pero principalmente cuando les hacía cosquillas, lo cual lo llevó a tener siempre muy a mano el número de la ART. Y acá nos falta un elemento más para terminar de entender de dónde viene la risa. Para eso tenemos que pensar en bebés, acto que ha destruído más parejas de treintañeros que Closer.
¿Qué es lo primero que hace uno cuando ve a un bebé?
Obvio, empieza a hablarle como un idiota a la coshita lenda monona y a hacer el jueguito de ‘Acá taaaa’ para hacerlo reír. Pero hay un truco que no falla: las cosquillas. Los bebés, los chicos, los grandes, todos nos reímos cuando nos hacen cosquillas, lo cual nos hace absolutamente histéricos, porque nadie disfruta las cosquillas y, sin embargo, nos hacen reír. ¿Qué nos pasa, monos? La respuesta estaría en los hot spots de las cosquillas. Pensemos: el abdomen, los costados del cuerpo, el cuello. Parecería que muchos de nuestros puntos débiles para la cosquilla lo son también para una pelea, por ejemplo. Algunos proponen que la risa en bebés y chicos generada por las cosquillas es un signo positivo que induce a los adultos a hacerles cosquillas de manera que los chicos (o monitos) aprendan a proteger sus zonas vulnerables. Tendría sentido entonces que no podamos hacernos cosquillas a nosotros mismos. Un combate con uno mismo resultaría en un empate divertidísimo de ver, pero poco beneficioso para el individuo. Por otro lado, parece que los primates no somos los dueños de las cosquillas. Se detectaron diferentes formas de risa durante juegos y cosquillas en varios otros mamíferos como los perros; e incluso en ratas porque, sí, hay gente que trabaja de hacerle cosquillas a las ratas. Pero la ‘risa’ de los roedores no está en una frecuencia audible por el humano, sino que utilizan ultrasonido. Eso explica un poco por qué parece que tu cobayo nunca se ríe de tus chistes.
El tema es que la risa cotidiana no está dada por las cosquillas. Nos reímos por otras razones, y generalmente en grupo. De hecho, nos reímos unas 30 veces más cuando estamos acompañados que cuando estamos solos. Esto ya nos habla del carácter social de la risa. Robert encontró varias cosas interesantes al respecto; por ejemplo, que quien más ríe durante una conversación no es la audiencia sino el que habla, o que las mujeres se ríen más que los hombres, sin importar el sexo del orador, y que los hombres parecerían provocar más risas, tanto a mujeres como a hombres. Lo que nunca sabés es si se están riendo con vos o de vos.
La naturaleza social de la risa y su capacidad de contagio se ven claramente en cualquier sitcom. El mejor capítulo de Friends, sin la maquinita de risas, es un embole. Incluso existe un caso histórico en donde hubo una epidemia de risa. Posta. En 1962, en Tanzania (porque en Tanzania pasan estas cosas), tres chicas empezaron a reírse durante una clase. La risa se contagió al resto del aula. Al rato todo el colegio estaba tomado de carcajadas. La jodita escaló al resto del pueblo y a los pocos días ya varios pueblos se estaban cagando de risa descontroladamente. El resultado fue que tuvieron que cerrar 14 escuelas, con casi 1000 afectados. Un extraño episodio de histeria colectiva que parece que no estuvo tan bueno.
Pero rara vez la risa es algo patológico, sino todo lo contrario. Varias investigaciones demuestran que Patch Adams, si alguna vez hubiese hecho reír a alguien, habría tenido un punto. La risa está asociada a mejoras en la salud a través de la disminución en las hormonas del estrés, aumento de células T y B del sistema inmune, disminución de la presión arterial y la quema de calorías. Pero si queremos evaluar los beneficios de la risa, qué mejor que meterle la mano en frío a un tipo mientras se ríe sádicamente para ver cuánto aguanta. El resultado de estos experimentos es que la risa aumenta el umbral del dolor, posiblemente a través de un incremento en los niveles de endorfinas, lo cual explicaría la sensación de bienestar que nos provoca reírnos.
Pareciera que la risa es una forma de comunicación que nos enseña a jugar, a socializar y a defendernos desde hace una bocha. Posiblemente sea la muestra más genuina de aprobación social en nuestra especie, tanto que no podemos caretearla. Nos saca de una situación estresante y nos ordena fácilmente dentro de un grupo, conectando a quienes se ríen de lo mismo o de los mismos y separándolos del resto que, obvio, no entiende nada. Incluso en una pareja, si la risa no es compartida, probablemente nada lo sea.
Así que hay que meterle más risa a todo este asunto de existir. No te va a salvar la vida, pero te la va a mejorar y, quién te dice, estirarla un cachito. Porque todos bien sabemos que nos vamos a morir. Ja, no, mentira, era joda. No, posta, nos vamos a re morir. La buena noticia es que, endemientras, podemos tratar de pasarla piola y reirnos más. Que el que ríe mejor no es el que ríe último, sino el que más ríe.