Puede resultar obvio, pero no fue necesario domesticar las plantas para aprovecharlas. De hecho, nuestro linaje las viene aprovechando desde hace muchos millones de años. La verdadera innovación que ocurrió hacia fines de la última glaciación fue comenzar a tener algún tipo de injerencia sobre su producción. Es decir, cultivar plantas. Los primeros pasos en esta dirección probablemente fueron accidentales, cuando los humanos dispersaron sin querer las semillas de sus cereales y legumbres favoritas en las zonas de recolección, y a lo largo de los senderos que recorrían diariamente. Quizás algunas también se colaron por los agujeros de sus cestos tejidos con ramas cuando los llevaban al asentamiento. Como los cereales y las legumbres son pastos a los que les gusta el sol y prefieren las áreas despejadas de árboles, podrían haber crecido perfectamente cerca de las viviendas y a los lados de los caminos. Es probable que los humanos se hayan dado cuenta de esto y hayan favorecido a sus plantas preferidas desmalezando los terrenos y eliminando la vegetación que redujera la luz solar. En el caso de los animales probablemente haya sido similar, pero menos extremo. Al principio, quizás encerraron temporalmente unos cuantos animales en corrales primitivos hechos de piedra y madera, en donde les proporcionaron pasto y granos para vivir una semana, para luego faenarlos para alguna festividad. Pero en algún momento los sapiens comenzaron a intervenir en su reproducción y a modificar las características de la población, sacrificando a aquellos animales con rasgos que no les eran útiles (como la agresividad) y favoreciendo el apareamiento de los ejemplares con las características que les interesaban (como el comportamiento sumiso). Para someter a un animal salvaje, los humanos se dieron cuenta de que tenían que controlar sus instintos naturales: acudieron al látigo para castigar conductas no deseadas, a las sogas para limitar el movimiento, e incluso a la castración de los machos. Con el paso de las generaciones, los animales domesticados perdieron poco a poco el miedo a los humanos y se volvieron más torpes y sumisos.
Pero la primera domesticación de un animal no fue para obtener carne, lana, cuero o marfil, sino para beneficiarse de otros servicios: la compañía en los días difíciles, la protección ante los depredadores y la colaboración durante la cacería. Los perros fueron los primeros animales en ser domesticados —a partir de lobos salvajes— y los únicos en entrar en la vida cotidiana de los cazadores-recolectores nómadas de casi todo el mundo antes de que finalizara la última glaciación. Existe un gran debate en torno al lugar y momento exacto en que el perro se convirtió en “el mejor amigo del hombre”, pero la evidencia apunta a que los perros ya formaban parte de la familia humana hace al menos 14.000 años en el norte de Europa: fue antes el perro que la ciudad. El hallazgo arqueológico que apoya esta idea está representado por un entierro donde se encontró a un humano junto a dos perros con una anatomía claramente distinta a la de los lobos locales. Uno de ellos tenía 7 meses de edad al momento de su muerte, y sus huesos indican que se enfermó gravemente de moquillo a los 5 meses. Por lo tanto, la única explicación de su supervivencia hasta los 7 meses es que el animal haya sido alimentado y cuidado.
Los restos más antiguos de lo que podría ser un perro datan de hace 33.000 años y fueron encontrados en una cueva en los montes Altai, al sur de Siberia. El hocico y las mandíbulas del espécimen eran más chicos que los de los lobos, pero los dientes eran igualmente grandes, por lo que se cree que se trató de una domesticación incompleta. Esto coincide con la evidencia genética, que indica que el antepasado de los perros se separó de los lobos hace unos 40.000 años. Una de las explicaciones más comunes para el nacimiento del vínculo humano-perro también está relacionada a la comida: quizás algunas manadas de lobos empezaron a seguir a los humanos aprovechando el exceso de carne resultante de la cacería de animales grandes durante la última glaciación y luego se acercaron cada vez más a los campamentos en busca de alimento.23....
La domesticación de los perros fue fundamental en la expansión de la humanidad por los continentes, pero la domesticación que iba a transformar para siempre la historia fue la de los cereales, como el trigo, el arroz, el maíz, la cebada, la avena y el centeno. Si bien el aumento del tamaño y la cantidad de semillas en la espiga de estas especies fue importante desde el punto de vista de la productividad, es en realidad otro rasgo el que posibilitó su domesticación. En los cereales silvestres, los granos se desprenden de la espiga de manera espontánea cuando maduran, pero en los cultivos domesticados los granos quedan adheridos hasta que los humanos los separan manualmente (lo mismo sucede con las legumbres y sus chauchas). Al no caer al suelo, los granos pueden ser cosechados más fácilmente y, más importante aún, la reproducción del cultivo queda en manos del agricultor. Las mutaciones genéticas que favorecieron la retención de los granos aparecieron varias decenas de miles de años antes de su domesticación, pero fue recién con la intervención humana que se volvieron dominantes. Y para que eso ocurriera, los humanos tuvieron que elegir un lugar donde echar raíces y lanzarse a la aventura de jugar a los agricultores y pastores.