Aún no descubrimos los huesos que nos permitan reconstruir al animal que representó la bisagra entre los homininos y los simios, aunque se hallaron algunos cráneos de lo que probablemente fue el primer descendiente de este lado de la historia: Sahelanthropus tchadensis. Este animal podría haber sido muy similar a cualquier otro simio grande de los que habitan África en el presente, pero tenía algunos rasgos compartidos con los humanos. El más importante es, sin lugar a dudas, que podía caminar en dos patas distancias un poco más largas que sus parientes primates cuadrúpedos que se colgaban de las ramas. Esto lo deducimos porque tenía una cabeza más erguida que la de un chimpancé y su fémur ya no tenía la curvatura típica de los simios. Hoy damos por sentado algo tan cotidiano como caminar en dos patas, pero lo cierto es que se trata de una rareza en el mundo animal: además de las aves y los canguros, ningún otro animal se para, camina o corre como lo hacemos los humanos. El bipedismo fue la primera gran transformación en nuestro linaje. Cualquiera que haya tenido la oportunidad de presenciar los primeros dos años de vida de un humano puede constatar que caminar erguido es una acción difícil que requiere de muchos ensayos y caídas. No se trata sólo de desarrollar fuerza, sino también de la maduración del cerebro y de la conexión del sistema nervioso con los músculos para poder ejecutar los movimientos correctamente. Pero una vez logrado, andar en dos patas tiene sus beneficios. Los Sahelanthropus podían alcanzar frutas más altas y caminar con las manos llenas como hacen los chimpancés cuando la competencia por la comida es intensa. Además, caminar en dos patas es mucho más eficiente que andar en cuatro: la energía que utiliza un chimpancé para recorrer 4 km es la misma que habría usado uno de estos homínidos para moverse unos 6 km, lo que le habría permitido expandir la zona de búsqueda de comida. Aun así, si me pusieran enfrente un esqueleto de Sahelanthropus, me costaría diferenciarlo del de un chimpancé o un bonobo, porque a pesar de estas sutiles diferencias —que probablemente sólo una persona formada en antropología podría distinguir—, el cuerpo de estos animales era muy similar al de estos grandes simios.03 Los bonobos son ligeramente más pequeños. Por lo tanto, lo más razonable es pensar que sus principales fuentes de alimentos eran las frutas (especialmente los higos) y hojas carnosas, que les aportaban un 70% y un 20% de las calorías que necesitaban respectivamente, complementadas mayormente con insectos (escarabajos, mariposas, milpiés, lombrices y larvas) y algunas flores.
Hubo otras especies de homininos que habitaron África después o durante la existencia de Sahelanthropus, que compartían más o menos las mismas características y habitaban ambientes selváticos similares.04Algunas de ellas pertenecen a los géneros Ardipithecus, Kenyanthropus, Orrorin y Graecopithecus. Sin embargo, el ejemplar más famoso de todas ellas fue el encontrado por Donald Johanson en 1974, en el Gran Valle del Rift (al este de África), una hembra de Australopithecus afarensis a la que llamó Lucy. La notoriedad que tomó este espécimen en particular no se debió sólo a su nombre —puesto la misma noche en que se descubrió mientras sonaba “Lucy in the Sky with Diamonds” en el campamento—, sino a que su esqueleto era el más completo de los encontrados hasta ese momento: poseía un 60% del total de huesos, lo cual es un montón teniendo en cuenta que generalmente se encuentran sólo algunos. El esqueleto de Lucy y otros Australopithecus encontrados en África constituyen evidencia que apunta a que los homininos caminaban cómodamente sobre dos patas desde hace al menos 3 millones de años, pero que aún conservaban cierta capacidad de colgarse en los árboles debido a sus brazos largos y fuertes, y a sus manos y pies curvos, que les permitían agarrarse firmemente de las ramas. Irónicamente, los estudios forenses del esqueleto de Lucy señalan que murió al caerse desde un árbol, quizás buscando una fruta deliciosa o revolcándose en su cama durante una pesadilla. Los Australopithecus deben haber tenido una dieta similar a los otros primates, con frutas y hojas como sus principales alimentos, aunque su potente mandíbula y la forma redondeada de sus dientes sugieren que podrían haber consumido alimentos más duros y fibrosos.05Australopithecus es el nombre del género, no de la especie, pero me voy a tomar el atrevimiento de usarlo de manera indistinta para simplificar el relato.
Hace unos 8 millones de años, la vegetación tropical y subtropical de muchas partes del mundo comenzó un proceso de transformación debido a una reducción progresiva de la concentración de dióxido de carbono en la atmósfera. Al tener menos comida, los ecosistemas hambrientos de carbono, como las selvas tropicales, fueron reemplazados poco a poco por pastos amantes del calor. Estos yuyos son más eficientes que los árboles y arbustos para usar el agua y el dióxido de carbono, y crecen todo lo que pueden durante las épocas de lluvia para luego dar semillas, secarse completamente y morir, dejando tras de sí toneladas de combustible que fácilmente podrían haber causado un devastador incendio ante la caída de un rayo. Así, estos pastos, conocidos como C4, no demoraron en dominar el este de África y crear las sabanas que caracterizan a gran parte del continente y que todos conocemos —al menos por documentales de NatGeo y por la película El rey león—. Los homininos que vivían en el corazón de la selva probablemente no notaron la diferencia, pero para los desafortunados que vivían en los márgenes este cambio debe haber sido muy estresante. A medida que la selva se reducía, la disponibilidad de frutas maduras se volvió menos abundante, más dispersa y estacional. Los homininos que podían caminar más lejos tenían una gran ventaja para encontrar otras fuentes de alimento.
En la estación seca, los grandes primates dependen más de las hojas que de las frutas, lo que reduce la calidad nutricional de su dieta y la disponibilidad de energía. Pero en la sabana, los Australopithecus encontraron yuyos con semillas y tubérculos ricos en almidón, algunos de ellos antepasados del sorgo, el mijo, la yuca y la batata. Las semillas de los pastos son ricas en proteínas, grasas saludables, fibra y una variedad de vitaminas y minerales, lo que las convirtió en una opción alimentaria nutritiva, cuya dureza no era un problema para la mandíbula poderosa y los dientes grandes y redondeados de los Australopithecus. En cambio, los tubérculos son particularmente ricos en hidratos de carbono, y les deben haber parecido una golosina. De hecho, en comparación con las hojas, un tubérculo silvestre tiene tres veces más energía. Estas reservas subterráneas de calorías están tan bien escondidas que pocos animales pueden encontrarlas, pero los Australopithecus se las ingeniaron para excavar y hallar el tesoro. Otra fuente importante de alimento pueden haber sido las carnosas plantas acuáticas ubicadas a las orillas de los ríos y lagos, como los juncos y totoras. El descubrimiento de todas estas fuentes alternativas de alimentos les permitió obtener energía extra en momentos de escasez, y probablemente fue también lo que permitió sostener la primera expansión del cerebro de los homininos. Así, con aproximadamente el mismo tamaño corporal que un chimpancé —o incluso menos—, los Australopithecus tenían un cerebro casi un 25% más grande (unos 450 cm3 versus 350 cm3).
Reconstruir la dieta de nuestros antepasados es una tarea complicada que implica analizar varias líneas de evidencia, como el desgaste dental, los isótopos, y los restos de animales y plantas en los yacimientos arqueológicos. Cada una de estas tiene sus ventajas y limitaciones, y más que ser evidencias definitivas, representan piezas de un rompecabezas complejo que, al ser observadas en su conjunto, nos brindan un acercamiento a la alimentación de los homininos. Por ejemplo, el estudio del desgaste de los dientes (más precisamente, el microdesgaste) permite diferenciar aquellas dietas con mayor proporción de alimentos duros (como semillas y granos) de aquellas con más alimentos blandos (como carnes), y es muy útil para estudiar las dietas de los especímenes fosilizados. En cambio, el análisis de los isótopos revela qué tipo de alimentos fueron consumidos gracias a la permanencia de ciertos elementos químicos en los tejidos que no están fosilizados, por lo que no se puede utilizar para inferir la dieta de especies demasiado antiguas. Aun así, cualquier reconstrucción que hagamos, por mejor que sea, no deja de ser una especulación sobre el pasado y está sujeta a modificaciones a medida que emerja nueva evidencia. Por eso, la visión sobre la alimentación de los homininos cambió con el paso del tiempo y la investigación de nuestras raíces sigue revelando secretos del pasado. Uno de ellos es el consumo de carne.