Recuerdo la primera vez que pensé en la vida como una forma de organizar información. Fue hace unos cuantos años ya, y a hacer ese click me empujó un docente, Lino Barañao, que eventualmente se convertiría en Ministro de Ciencia y Tecnología e Innovación Productiva, un título tan largo que lo tuve que googlear.
Lino (el docente, no el ministro) mostraba una diapositiva simple con un huevo y un pollito y nos preguntaba cuál era la diferencia. Claramente lo que estaba pasando me sorprendió porque todavía recuerdo el aula y hasta la corbata bordó que él tenía puesta ese día (gracias, Ballarini). La diferencia era tan simple que una vez que la veías no la podías desver: cantidad de información.
Si bien el huevo contenía el ADN del potencial pollito, el pollito pollito contenía muchísima más información. En su desarrollo embrionario pollal, ese ADN había sido multiplicado en miles de millones de células diferentes que se comunicaban unas con otras, modificaban los patrones de expresión (o sea qué parte del ADN se transformaba en algo que pudiéramos percibir), y se generaban estructuras hipercomplejas, musicales, interconectadas de manera que toda la información en estado potencial que ese núcleo de la primer célula guardaba en el huevo se convertía en mucho más (sí, esto recontra alimenta otra discusión y no quiero decir ‘aborto’, pero, ups).
Complejidad a partir de sencillez, acción a partir de idea. Todo adelante mío, progresando del punto huevo al punto pollo y parando en cada uno de los grises, todo gracias al flujo de información de un lugar a otro, de una forma a otra.
Pero para que yo pueda entender esa diferencia y contar esta historia, antes alguien tuvo que tener una idea enorme, un núcleo alrededor del cual iba a crecer la biología molecular (también conocida como ‘esa cosa horrenda que nos da transgénicos y todos moriremos’, pero no, la verdad que no, y ese es otro molino enorme para cachetear). Esta idea era potente, hermosa, y tenía un nombre horrible ‘El dogma central de la biología molecular’. El que la empujaba no era otro que Francis Crick, el Crick de Watson y Crick, algo así como los Simon & Garfunkel de la biología molecular (si Simon & Garfunkel hubiesen ganado un Nobel por descubrir la estructura del ADN e ignorado completamente el aporte de Rosalind Franklin).
Crick había ordenado la transmisión de información en los sistemas vivos en un orden secuencial claro y unidireccional: de ADN a ARN, de ARN a proteínas, y sin vueltas atrás.
Más allá de todo el marketing negativo que tenía —tiene— usar la palabra dogma en ciencia (que el mismo Crickfunkel reconoció eventualmente como una pésima elección de palabras), la idea era clara, sintética y hermosa, y conectaba lo que sabíamos de herencia con una serie de pasitos bioquímicos claros. Pasos que hoy sabemos que a veces tiran un moonwalking, como cuando un virus genera ADN a partir de ARN, pero son todas excepciones y merecen cada una capítulos aparte.
Esta idea nos permitía empezar a pensar realmente la vida como un gran sistema de intercambio de información de una forma a otra. Ahora teníamos un responsable del almacenamiento a largo plazo: el ADN. Esa molécula que hoy revoleamos como argumento en cualquier discusión, desde una prueba de paternidad hasta la calidad de un champú. Esa molécula de la que estamos orgullosos al punto de gritar ‘Esto no lo elijo, es parte de mi ADN’, sin que nadie nunca repregunte ‘Che, pero, en serio, ¿vos estás seguro de que ser de Racing está codificado en forma de información secuencial de 4 bases nitrogenadas en los núcleos de todas tus células?, ¿o en una de esas estás exagerando? ’.
Porque sí, la información más básica acerca de lo que somos (o de en lo que eventualmente vamos a convertirnos) está codificada en el ADN, pero capaz hay un poco más. Esta molécula que guarda información en forma de 4 bloques en orden, lo hace como plano básico de lo que podemos llegar a construir. Pero eso no somos nosotros, eso es un plano, y al que diga que nosotros somos nuestro ADN, que se tome un plano del 152 mientras escucha música en la patente de fabricación de un iPod y me espere comiéndose una receta de pizza con un pdf de ‘Cómo hacer cerveza artesanal’.
O sea que esa información tiene que convertirse a otra forma, una usable, pero para eso primero tiene que cambiar de soporte. En este caso, ese cambio de plataforma implica transcribir la información almacenada en una cadena gigante de ADN en partes más sencillas, más usables. Pero las transcripciones no son ni perfectas ni estables en el tiempo, porque la verdad es que no vas con el plano original de una catedral a la obra, te caés con un par de fotocopias y ya. Eso es el ARN, una forma de tomar pedacitos de información del ADN, a veces copiando exactamente la secuencia original, a veces tomando partes, recortando y pegando párrafos enteros. Porque resulta que algunos bichos tenemos la información partida en forma de intrones y exones (bloques del ADN que se transcriben como ARN y bloques que no) y a veces hasta copiamos diferentes exones de la misma secuencia original, ganando riqueza y variantes, como quien corta pedazos de la fotocopia y arma planos diferentes para situaciones diferentes o lugares distintos. O sea que de la misma secuencia de ADN podemos generar muchas variantes de ARN, y volvemos a la escala de grises huevo/pollito y cómo se puede hacer algo complejo a partir de partes simples, ganando cantidad y calidad de información en cada paso.
Pero todavía no hacemos mucho (aunque decir que el ARN no hace cosas es pifiarle, pero si vas a hablar de acción posta, tenés que ir hasta la proteína), y convertir ese plano práctico en herramienta implica traducir la información de los bloques que forman el ADN y el ARN (los nucleótidos) a una forma diferente, los aminoácidos. Esos aminoácidos van a ir encadenándose uno atrás del otro usando la información que lleva el ARN, y las proteínas que van naciendo son esa cadena de aminoácidos, pero también la forma en la que se pliegan y el entorno en el que lo hacen. Así que de nuevo estamos agregando información por todos lados, variantes, riqueza, y hacemos un megasuperpollo hipercomplejo a partir de una tira de información hueval simple.
Recién ahí empezás a tener un pollo, que en realidad es una orquesta pollal que se va armando a sí misma con información que se prende y se apaga, se autorregula con delicadeza y precisión, y va construyendo algo más grande que ella misma. Entender ese paso creciente en complejidad a partir de lo simple es entender un pollo, pero también entender todos los pollos, los huevos, lo que vino antes del huevo y aceptar pollos más grandes.
Aceptar que algo simple puede generar algo complejo ayuda a abarcar eso que armamos y de lo que formamos parte, pero nos trasciende. Es entender los recitales, la comida china, la literatura policial y todo ese pollo gigante al que le decimos cultura, todos entretejiendo información, de una forma a otra, sin más límites que los arbitrarios, los que podemos, los que usamos para tratar de entender.