I’m an alligator, I’m a mama-papa coming for you
I’m the space invader, I’ll be a rock ‘n’ rollin’ bitch for you
Keep your mouth shut,
you’re squawking like a pink monkey bird
And I’m busting up my brains for the words
Bowie
Me tocó descubrir a Burroughs por un amigo, Juancho, que en su momento estudiaba Letras, que hoy es escritor y que tiene, por lo menos parcialmente, la culpa de que hoy esté escribiendo esto.
Juancho me regaló ‘La Revolución Electrónica’, un libro por demás extraño en el que Burroughs expone su idea del lenguaje como un virus que nos hemos pasado los unos a los otros, convirtiéndonos en huéspedes.
‘Al principio, fue la palabra, y la palabra fue Dios. ¿Y en qué nos convierte eso a nosotros? En muñecos de ventrílocuo. Tiempo de dejar atrás nuestro Dios-Palabra’.
William estaba bastante, bastante loco, lo que no quiere decir que no tuviese sus momentos interesantes. Una de las cosas más interesantes de Burroughs era su costumbre de tomar el lenguaje, masticarlo y escupirlo de una forma nueva. Agarraba textos y grabaciones, las cortaba y reordenaba las partes y a veces de ese caos salía algo hermoso. Burroughs no había inventado el cut up (que ya usaban los dadaístas 40 años antes y que, casi seguro, alguien había usado antes que ellos), pero sí lo hizo popular, al punto que se convirtió en una influencia tremenda para muchísimos artistas que decidieron que podían transgredir el lenguaje de forma estructural, siendo Bowie uno de los ejemplos más claros y Chano uno de los menos talentosos, que si ‘Este amor es una cama de hojalata / Que te corta cuando te querés dormir / Que nos hace involucrarnos y perdernos / Que nos une la desgracia de existir’ no es el resultado de un cut up, por lo menos es una pepa que entró de costado.
Burroughs destruía y reorganizaba la información como un nene cansado de armar los Legos con las instrucciones de la cajita, urgente de crear elefantes con piezas de barco y trenes de castillo. Burroughs, un poco sin verlo, había madurado el concepto de remix tanto que los Beastie Boys deberían hacerle una canción usando pedazos de canciones ajenas.
Una de las preguntas más viejas y apasionantes de la biología es cuántos genes tenemos (y una de las más nuevas, cómo definimos ‘gen’, aunque acá voy a tomar la definición totalmente imperfecta de que un gen es la secuencia de ADN que codifica para una proteína); cuántos de estos parchecitos de información que contienen la secuencia para armar una proteína se encierran en cada una de nuestras células para hacernos lo que somos. Para tener esta discusión (además de aceptar que acabamos de dar un salto de Chano a genética), lo primero es saber que estamos dejando de lado un montón de secuencias que contienen información, pero que lo hacen de maneras distintas. Secuencias de ADN que nunca llegan a convertirse en proteínas, porque su valor adaptativo es otro. Desde reguladores de la expresión, operando sobre las partes que sí vamos a convertir en ARN mensajero y eventualmente en proteínas, hasta un montón de formas que apenas empezamos a descubrir de ARNs con funciones por completo distintas, agentes que no son sólo transmisores de información sino a veces también ejecutores, sensores, reguladores, y todas esas cosas que hacen que tengamos que rever las metáforas sobre biología molecular. Pero, no. Hoy no vamos con esos. Hoy vamos con el cuentito más acotado, el que dice que el ADN guarda información que transcribimos en forma de ARN para que salga del núcleo de la célula y se traduzca en proteínas.
De ahí es de donde viene estas obsesiones y la competencia: ¿cuántos genes tenemos nosotros y cuántos tienen otros bichos? Porque, claramente, el humano tiene que tener más, porque somos mejores, distintos, iluminados por la Creación. No es que somos producto de azar y selección natural y que estamos exactamente igual de evolucionados que todo lo actualmente vivo porque venimos de un mismo ancestro común. Ni a palos.
Hace 50 años, Friedrich Vogel tiró el primer tiro. Tomando una proteína tipo (la hemoglobina), y haciendo unas cuantas estimaciones erróneas por las que no lo vamos a culpar (que 50 años es un MONTÓN), estimó el número de genes totales en 6,7 millones. O sea que tendríamos la información para armar unas 6,7 millones de proteínas adentro de cada una de nuestras células. Nada mal.
Bah, nada mal, salvo los cálculos de Friedrich, que le erró por muchísimo. Con el tiempo, pensaríamos primero que tenemos unos 100.000 genes, después entre 30 y 40 mil, gracias al proyecto Genoma Humano, y las últimas estimaciones dicen que menos de 20.000.
Menos de 20.000 genes. Nada.
El problema es que, cuando tratás de estimar cuántas proteínas tenemos, el resultado SIEMPRE es mayor que 20.000 (al margen de que todavía no tenemos claro cómo ponernos de acuerdo en qué es y qué no es una proteína distinta de otra), pero la cosa es que las estimaciones van desde el mega ultra mínimo de unas 50.000 proteínas diferentes, a varios millones. Casi que no importa qué número elijas, siempre terminás en que tenés más máquinas que planos, más proteínas que genes. Algo raro tiene que estar pasando acá, porque las cosas no surgen de la nada, dijo Pasteur, y me conquistó.
El pifie de Friedrich empezó a develarse con el tiempo: primero, descubriendo que el genoma está absolutamente lleno de ADN que contiene información que no termina en proteína (que no quiere decir que termine en un abismo de nada, cual disco de Mambrú). Después, descubriendo que la cosa se ponía bastante más picante e interesante al notar que de una sola secuencia de ADN podían salir varias proteínas distintas.
Ahora, ¿cómo armás varias cosas distintas usando los mismos planos? ¿Cómo usás la misma secuencia para armar 2, 3, 4 o hasta potencialmente 38.016 variantes distintas de la misma proteína, récord que defiende hoy Dscam, un gen de mosca?
La respuesta, extrañamente, la podemos rastrear hasta Burroughs. (BOOM, arco argumental que vuelve al principio y empieza a tener sentido aunque todavía parece que no, pero sí).
Cuando el ADN se transcribe en forma de ARN, de ese proceso no resulta una fotocopia perfecta, sino que más bien tiene su cosita de collage, y es ahí, en el corte y pegue, que aparecen las opciones. A medida que la polimerasa (la enzima la encargada de transcribir el ADN a ARN) hace su laburo, aparece un proceso increíble: el splicing.
Al mismo tiempo que la enzima va transcribiendo ADN en forma de ARN, una multitud de otras enzimas toman esa cadena naciente de ARN, la leen y la editan, sacando pedacitos distintos en un proceso recontra delicado que depende de un montón de señales celulares distintas, y que termina con la posibilidad de generar un montón de transcriptos de ARN maduros diferentes a partir de la misma información original. A los bloques de información que quedan en el transcripto final los denominamos exones, y los que quedan en el camino, intrones. El problema es que esa denominación no es tan, tan fácil, más que nada porque hay exones que a veces entran y a veces no en un collage molecular al que llamamos splicing alternativo y que nos hace pensar si ponerle ‘exones’ e ‘intrones’ basado en la inclusión y exclusión no fue una idea poco feliz.
Esto termina en que tengamos muchos planos de construcción (ARN mensajero maduro) a partir del mismo manuscrito original (ADN) que transcribimos (ARN mensajero inmaduro) y después recortamos y pegamos para poder armar máquinas parecidas, pero distintas. Cambiamos bloquecitos exónicos para que nuestras proteínas prendan y apaguen distinto, para que se degraden antes o después, para que distintos tejidos o distintos momentos de la vida tengan variantes diferentes. Hacemos mucho más que una proteína por gen. Hacemos MUCHAS, pero MUCHAS distintas. Bricolageee, la vida es un bricolaaaaagee.
Este proceso absurdamente elegante está tan presente en la naturaleza que no tenemos claro si siempre estuvo presente y algunos bichos dejaron de hacerlo, o si un día empezó. Esto queda más claro cuando observamos que los procariotas (bacterias y arqueas, las dos patitas del árbol de la vida que no tiene la información genética encerrada en el núcleo sino que la tiene en el citoplasma) no hacen splicing, pero que el splicing está muy presente en todos los eucariotas (todo bicho con la información genética ordenada adentro de un núcleo).
Corte y confección
Nosotros, humanos, lo hacemos en algo así como el 95% de nuestros genes multiexónicos. Digamos que terminamos siendo mega fans del remix, aunque eso incluya a Pitbull, lo que deberíamos entender como una de las múltiples patologías que aparecen por una mala regulación del splicing.
Mirar cómo la evolución toma pedacitos de información, la entreteje, la recicla y genera elementos complejos y nuevos a partir de bloques exitosos de manera de crecer, en cada pasito, en calidad y cantidad de información nos recuerda que a veces sí hay algo nuevo bajo el sol, sólo que está hecho de partes que ya conocíamos.