Elige tu propia aventura
Notas

10min

Elige tu propia aventura

¿Somos dueños de nuestras propias decisiones? ¿Existe el libre albedrío?

Der Mensch kann zwar tun, was er will, aber er kann nicht wollen, was er will.
El hombre puede hacer lo que desea, pero no puede desear qué es lo que desea hacer.

Arthur Schopenhauer


Espero, pienso qué hacer, doy vueltas y vueltas. Mientras tanto pasa el tiempo. Por cada segundo, por cada instante individual que puedo llamar ‘ahora’, tengo la opción de hacerlo o no hacerlo. Imagino por un momento que soy un robot y que todo se reduce a que alguien apriete un botón en algún tablero imaginario. Finalmente, fantaseo con que yo soy ese alguien apretando su propio botón. Entonces lo aprieto; paso la mano detrás de su pelo, cierro los ojos, ella los entorna, hago el movimiento de aterrizarle un beso y, justo antes de concretar victorioso
mi deseo, ella corre la cara.

Más confundido que sorprendido, lleno por dentro el silencio incómodo con interrogantes como: ¿Por qué mierda no me quedé en mi casa, traqui, jugando a la Play? ¿Por qué estoy haciendo esto? ¿Para intentar perpetuar la especie humana? ¿De verdad soy tan altruista? Pero sobre todo, vuelvo al momento fallido de apretar mi propio botón para besar. Busco responsables. ¿En qué momento pareció una buena idea? ¿Quién dio realmente esa orden? ¿Quién se hace cargo? ¿Quién va a pagar la autoestima rota?

Todas las miradas apuntan a mí. ¿Yo? Es posible. Visto desde afuera, parece ser la opción más parsimoniosa. Pero, ¿por qué? ¿Cómo yo decido hacer algo o no hacerlo? ¿’Yo’ quién? ¿Quién decide realmente? ¿Quién es ese ‘yo’?

Como soy entre otras cosas neurocientífico, no puedo evitar pensar en el grupito de neuronas en mi cerebro que tiene que ponerse a trabajar para que yo haga todos los movimientos requeridos para fallar en besar a una chica. Entonces, una respuesta posible sería que ‘yo’ hice disparar esas neuronas. Pero estoy convencido de que, sea lo que sea ese ‘yo’, también vive dentro de mi cerebro, así que mi decisión se reduce al hecho de que un grupito de neuronas (relacionadas con mi ‘yo’) hicieron activar otro grupito de neuronas (las que se tenían que activar para que yo hiciera el desafortunado movimiento).

Pero entonces surge otra pregunta: esas neuronas relacionadas con mi ‘yo’ ¿se activan porque sí? Las neuronas no se activan porque sí*, así que algo más por ejemplo, otras neuronas las tiene que haber activado, y así sucesivamente. Si comienzo a indagar en las causas últimas de todos mis actos, puedo entender que difícilmente todo se retrotraiga al momento en que decidí implementar el beso. No es posible que mi decisión de dar un beso nazca completamente en el momento en que creo que tomé la decisión, porque entonces las neuronas relacionadas con tomar esa decisión deberían haberse activado a partir de la nada, o por vía de algún ente mágico inmaterial ajeno a las leyes de la física y la causalidad (el alma, por ejemplo) en el que, a priori y basados en toda la evidencia disponible, no tiene mucho sentido creer.

Este es el famoso problema del libre albedrío que nos persigue desde que tenemos conciencia de que tenemos conciencia. ¿Somos libres de tomar nuestras propias decisiones o están determinadas por causas anteriores a nuestras determinaciones, causas sobre las cuales no tenemos ningún control? Si es la primera opción, ¿cómo puede esa decisión emerger por sí misma de la nada en ese momento justo y sin antecedentes? Si es la segunda, ¿por qué tenemos esa sensación tan marcada de ser dueños de nuestras propias decisiones? Este dilema les dio de comer a filósofos durante siglos, pero por el momento vamos a esquivar esa tradición para meternos de lleno en la neurociencia.

En 1983, Benjamin Libet y sus secuaces diseñaron un experimento en el que pedían a personas realizar una acción (apretar un botón) cuando lo creyesen conveniente, mientras medían tres cosas: 1) Cuándo cada persona tomó conciencia de su decisión, 2) Cuándo comenzó la acción y 3) La actividad eléctrica sobre la superficie del cráneo utilizando electrodos (electroencefalografía). Sin entrar en detalles metodológicos, el principal resultado encontrado por Libet es que la actividad eléctrica del cerebro muestra cambios marcados medio segundo antes de que las personas sean conscientes de decidir llevar a cabo la acción. Esos cambios eléctricos se llaman ‘bereitschaftpotential’, o en criollo ‘potencial de preparación’, y están localizados en la corteza motora suplementaria, una zona en el punto más alto del cerebro (no puedo evitar caer en la tentación de responsabilizar a este tal ‘bereitschaftpotential’ por mis fracasos amorosos).

Pero al experimento de Libet le caben algunas críticas, como el hecho de que medio segundo es muy poco tiempo, por lo menos para medir cuándo una persona tomó conciencia de algo, que es complicado (básicamente, la única manera es preguntarle). El conocimiento en el campo avanzó y allá por 2008 ya existían métodos más sofisticados para medir la actividad del cerebro. Uno de ellos es la resonancia magnética funcional (fMRI). En ese año, John Dylan Haynes y su equipo investigaron una variante del experimento de Libet usando esta herramienta y encontraron que un incremento de actividad en la corteza frontal del cerebro (por arriba de los ojos) y en el precuneo (un poco por encima de la nuca) podía predecir si una persona iba a tomar una decisión hasta 8 segundos antes (!) de que la persona sea consciente de tomar esa decisión. Poco tiempo antes de esa conciencia, observaron también un aumento de actividad en la corteza motora suplementaria, reencontrándose con el resultado de Libet.

Listo el pollo determinista, encontramos a los dueños del pabellón de la toma de decisiones.

No tan rápido, porque uno no puede evitar preguntarse qué causó, entonces, la actividad en la corteza frontal y en el precuneo. Probablemente la activación de alguna otra zona del cerebro que todavía no podemos medir con la tecnología actual. Quizás eventualmente podríamos predecir la toma de una decisión minutos o incluso horas antes de que una persona siquiera sepa que va a tomar esa decisión. ¿Acaso no sólo no soy responsable de mi fracaso, sino que incluso estaba destinado a fallar desde hace minutos, horas, años? De poco sirve tu consuelo, neurociencia.

Si de verdad nuestras decisiones son determinadas por factores que van más allá del momento en que somos conscientes de tomarlas, ¿por qué tenemos esa sensación tan vívida de ser dueños de nuestros pensamientos y acciones? De alguna manera, el cerebro nos engaña para hacernos creer que estamos en el asiento delantero y al volante, cuando en realidad vamos sentados atrás, más tirando a maniatados en el baúl.

El problema es que nuestro cerebro es (somos) nosotros, y si nos está cagando, vamos a tener que hablar seriamente con él. ¿O será una cosa más tipo House of Neurons en la que una parte del cerebro engaña a otra parte del cerebro? En realidad, se trata de procesos conscientes y procesos inconscientes, donde algunos procesos inconscientes escapan al escrutinio de los conscientes y terminan determinándolos. Un proceso inconsciente, por ejemplo, podría ser el reflejo de reaccionar ante una araña (o ante un beso que se aproxima). Un proceso consciente podría ser decidir pisar la araña (o dar un beso).

Ahora, si el cerebro no atribuyese al ‘yo’ la toma de decisiones, ¿a qué se lo podría atribuir? Podría asumir que ella no cayó en el dilema del libre albedrío ya que su cerebro posiblemente no atribuyó la decisión de correr la cara a sí misma, sino que reaccionó ante la inminente amenaza de mis labios acercándose como un peligroso asteroide. La suya fue una reacción inmediata a un evento externo a su cerebro (aunque condicionada por innumerables factores internos y externos como su personalidad, mi cara, todas las idioteces que yo pude haber dicho esa noche, etc.).

En cambio, la decisión de besar salió de mí. Es decir, si me retrotraigo en el tiempo, encuentro una serie de cambios dentro de mi propio cerebro que pueden predecir mi acción. Nadie bajó un banderín de largada y me gritó al oído “¡Ya! ¡Ahora! ¡Chapátela!”. El cerebro se atribuye a sí mismo la decisión porque justamente es una decisión que emerge más o menos inmediatamente de su propia actividad. Si retrocedo lo suficiente, seguramente existan incontables antecedentes externos detrás de mi decisión (la primera vez que le hablé, la primera vez que la vi, mis experiencias anteriores, mi crianza). Pero en lo inmediato, la decisión se incuba en mi cerebro y es lógico que mi cerebro se adueñe de ella. Eso, o la sensación de que yo tomo una decisión sin saber por qué. Y al ‘yo’ que el cerebro construye no le gusta hacer cosas y no poder explicar por qué las hace (se trata de un fenómeno conocido como fabulación, en el que el cerebro intenta llenar un vacío explicativo con un argumento que tenga algún sentido).

 

A la izquierda vemos la evolución del potencial de preparación en el tiempo. El comienzo del potencial ocurre aproximadamente medio segundo antes de la consciencia de la decisión. A la derecha tenemos la predicción (% de aciertos) del movimiento en base a datos de fMRI de la corteza cerebral y del precuneo. 8 segundos antes de la consciencia de la decisión se puede predecir la misma con una precisión más alta que el azar.

Tiempo libre: A la izquierda vemos la evolución del potencial de preparación en el tiempo. El comienzo del potencial ocurre aproximadamente medio segundo antes de la consciencia de la decisión. A la derecha tenemos la predicción (% de aciertos) del movimiento en base a datos de fMRI. 8 segundos antes de la consciencia de la decisión, se puede predecir la misma con una precisión más alta que el azar.


La respuesta de la neurociencia
y acá vienen (siguen) las malas noticias para nuestra libertad pero buenas para el ego de mi yo que atinó un beso, parece ser que el libre albedrío no existe.

surprised-koala1
Esta noticia puede resultar difícil o incluso angustiante, pero quizás ayude a resolver dilemas morales y personales, y hasta a cambiar nuestra noción de qué significa un fracaso. Una de esas posibles disyuntivas es, por ejemplo, si es justo condenar a prisión a personas por sus actos, cuando en realidad no tienen libre albedrío y, por lo tanto, técnicamente no son dueñas de su decisión. De inmediato nos damos cuenta de que este es una falso dilema, surgido de la concepción errónea de que la prisión es un castigo y no un correctivo; algo que es necesario para modificar la cadena de eventos que conducen a la acción criminal. Es decir, algo necesario para que el criminal esté destinado a no repetir su conducta, justamente en virtud de su falta de libre albedrío.

De la misma manera podemos pensar en nuestros fracasos personales. No nos alivia la falta de libre albedrío después de tomar una decisión errónea o fallida, ni nos quita la sensación de ‘responsabilidad’. Pero aún si no elegimos tomar esa decisión, quizás ese fracaso sea un hecho necesario para que en el futuro estemos destinados a no repetir la misma decisión errónea en virtud, nuevamente, de nuestra falta de libre albedrío. Quien sea que haya tomado la decisión, si aprendiéramos siempre del resultado, podríamos decir que estamos condenados al éxito que, para ser justos, deberíamos también compartir con el yo tomador de decisiones. Contigo (conmigo) en las buenas y en las malas.

Más allá de la eterna angustia de no saber quién o qué comanda nuestras acciones, nos queda el consuelo de esperar que lo haga de manera de aprender tanto de los aciertos como de los pifies.

Por suerte la vida nos da revancha y siempre (o casi siempre) podemos volver a intentarlo. Con un poco de suerte la próxima vez su decisión, tan desprovista de libertad como la mía, caiga del lado del beso.

 

 

*En realidad sí se puede activar espontáneamente una neurona sin que otra neurona la active (de hecho, hay mucha actividad espontánea en el cerebro), pero digamos que eso tampoco es ‘porque sí’, sino por causas internas/estocásticas. Difícilmente esas activaciones ‘estocásticas’ están decididas o determinadas por el ‘yo’.