Era martes a la madrugada el día en que Julia empezó a toser, primero despacio, pero después tan fuerte que sacó a Pedro y a Verónica del sueño. Dormían en la otra punta de la casa, y así y todo la escucharon ahogarse. Cuando llegaron a la habitación y prendieron las luces, lo primero que vieron fue su cuerpo sobre el piso: las sábanas enroscadas en los pies de cuando intentó pararse, la cara azul por la falta de aire. Movimiento: cada vez que Julia tosía, la asaltaba una serie de espasmos que le sacudían el cuerpo entero. Por aquel entonces, las noticias sobre los casos de toxicidad plagaban los canales de televisión y ambos sabían que, cuando la enfermedad llegaba, lo hacía de aquella forma: arrasadora, sin aviso. Fueron al hospital e ingresaron a Julia en la guardia. Mientras Verónica miraba cómo una médica la revisaba en uno de los consultorios, Pedro compraba —en la sala de espera— vasos de café exprés (1,62 T) en una máquina expendedora, que solamente tomaba hasta la mitad y después tiraba en un tacho de basura blanco. Dulces y amargos. Marina, a su lado, se alejó un poco y se puso a jugar a la mancha con otra nena. Esquivando las sillas de plástico de la sala, corrían entre las enfermeras, que entraban y salían.
Pero los hospitales estaban colapsados. “Sólo casos de extrema urgencia”, le dijeron después a Verónica, lo que en realidad quería decir “vuelva cuando su hija se parezca más a un muerto”. Los despacharon. Mientras tanto, Pedro consiguió, por un golpe de suerte, que la obra social les diera varios cilindros de oxígeno, de esos que se transportan en un carro metálico. A cada cilindro, rojo, le salía un tubo plástico que eventualmente se dividía en dos tubos más chicos. Elásticos y transparentes, se enroscaban en las orejas de Julia hasta llegarle a la nariz. Julia. De un día para el otro, empezó a tener que arrastrar el carro metálico para todos lados. Su andar, hasta ese momento tan liviano, tan orgánico con su propio cuerpo, se llenó de sonidos agudos y entrecortados: el de las ruedas sobre el piso, el del del cilindro rojo chocando contra el metal del carro, el del carro chocando contra los muebles de la casa. A todo eso, externo, se sumaba también el sonido de su propia respiración, atragantada, mientras los músculos le pedían una cantidad de oxígeno que sus pulmones no lograban poner en circulación. Cada vez que se movía, se convertía en algo más maquínico y menos humano.
Pedro y Verónica se turnaban para verla dormir. Habían instalado, al lado de su cama, una máquina eléctrica que bombeaba oxígeno, porque los tubos duraban solamente un par de horas. ¿Qué pasaría si se cortaba la luz y nadie se daba cuenta? Dormitaban, apenas, al lado de ella en la oscuridad.
Los primeros días, Julia había estado encantada con el cilindro y los tubos plásticos, igual que había estado encantada aquella vez que el dentista le dijo que necesitaba aparatos movibles y le regaló una cajita naranja flúor para guardarlos. Pero la emoción, en este caso, se evaporó rápido. El cilindro le molestaba y, cuando nadie la estaba viendo, intentaba deshacerse de todo el equipo. Se olvidaba de que ya casi no podía respirar y de que sin aire pocas cosas funcionan. Era como si hubiese envejecido de golpe, como si se hubiese ido a dormir con siete años para despertarse con ochenta y tres. No estaba acostumbrada a ese nuevo cuerpo que ya casi no le respondía, trataba de hacer las cosas más simples y fracasaba, se largaba a llorar de impotencia cada vez que descubría una nueva limitación.
Empezó, de a poco, a tirarse del pelo y a golpearse la cabeza contra las paredes. Pedía que le sacaran los tubos, que la llevaran a la plaza a tomar helados, que invitasen a sus amigas sin saber que algunas ya estaban muertas. Verónica intentaba, dentro de lo posible, correr atrás de todos esos deseos. Le parecía que aquella maquinaria deseante era indispensable, vital, y debía ser alimentada con insistencia, como un recién nacido. De eso dependía su futuro desarrollo, en ese primer año de vida se decidía si un bebé sería una persona o un muerto.
Un día, tres semanas después de que Julia hubiera dejado de caminar por completo, un médico a domicilio volvió a rechazarles la admisión al hospital.
Los últimos días. El mundo se había reducido a ese cuarto de hospital —blanco, brillante—, en el que las luces fluorescentes nunca se apagaban y aplastaban todas las superficies contra el piso, les robaban cierta profundidad, alguna de sus cuatro dimensiones. Aunque por ahí no era la luz, sino yo la que no podía ver profundo: todo lo que estaba pasando pasaba demasiado cerca y se volvía, en esa cercanía, inevitablemente plano y borroso.
Solía pensar que necesitaba espacios amplios para vivir —resabio de un discurso materno—: aire, ventanas, jardines. Soñaba, sobre todo, con playas en donde la vista pudiese estirarse sin ningún obstáculo y llegar hasta el horizonte. Por algún motivo creía que la vida era eso, el espacio, pero resulta que al final la vida puede ser cualquier cosa que pase adentro del tiempo. Ese cuarto de hospital, saturado de cables y personas, también era la vida. Julia, acostada en esa cama blanda, de sábanas largas y siempre arrugadas, también era la vida, resistiendo.
Me había olvidado de lo que era contar con luz ininterrumpida: los hospitales eran de los pocos lugares equipados con generadores. Esa blancura eléctrica también le daba al espacio un tono uniforme, y tenía sentido porque adentro del hospital todo parecía mantenerse igual. Incluso los sonidos —robóticos, metálicos— de las máquinas a las que Julia estaba conectada seguían un patrón rítmico indestructible. Las horas se habían disuelto en una masa deforme y el día había pasado a tener siete momentos, marcados por las entradas de las distintas enfermeras: cuatro para repartir la comida —un régimen de 4,96 de toxicidad—, tres para cambiar el suero, agregar medicación y chequear las máquinas. En el medio de esas entradas todo se expandía, pero nada variaba: mirábamos la tele, jugábamos a las cartas, nunca leíamos.
Antes, cuando todavía estábamos en la casa, yo solía leerle cuentos, pero desde la entrada al hospital había decidido que mejor no. ¿Qué sentido tenía leer, pausar un rato el mundo, cuando el mundo, por sí solo, casi no se movía? Me parecía, además, que los libros tenían un solo propósito —ya insulso—: demostrar que la vida vale la pena. No porque la valga, sino porque nadie escribe un libro si está convencido de lo contrario.
Esa falta de movimiento también tenía sentido porque el cuarto de hospital era un tipo de —había que decirlo— antesala a la muerte. Una especie de preparación para lo que iba a venir y, ¿no es lo que va a venir algo así como la quietud definitiva, el momento en el que todo se congela?
A veces, en esas horas expandidas, también dibujábamos distintos escenarios. Yo me preocupaba, particularmente, cuando Julia quería recrear nuestra familia. Al principio no me daba cuenta, pero después —incluso en esos garabatos infantiles— encontré el patrón: se dibujaba a ella misma cada vez más chica, cada vez más clara, hasta que un día dejó de dibujarse por completo.
Pedro sostenía que eran coincidencias, que yo exageraba.
—Julia no sabe lo que está pasando —decía para tranquilizarme.
Lo que él no entendía, en todo caso, es que no poder formular algo, no poder decir exactamente “lo que pasa es esto”, no significa no saberlo de alguna manera, tal vez más primitiva. Las palabras vienen después, pero existe un antes.
Llegó una vecina nueva al departamento de al lado. Mientras lo escribo levanto la mirada, la clavo en la pared que compartimos y afino el oído: quiero escuchar si se mueve. Nada. Generalmente esto no tendría importancia, pero apenas la vi pensé en vos y no entendí por qué. Después sí: se parece un poco a Juani, el adolescente que cruzaba la plaza de Turuel corriendo y que vos mirabas siempre con una admiración festiva. Te gustaban sus movimientos, la soltura con la que coordinaba todo el cuerpo. La mente da saltos bruscos —vecina, Juani, vos—, pero vuelve siempre a los mismos lugares.
Una vez, te pregunté a dónde iba la gente que corría y por algún motivo eso te pareció alegre: la pregunta. Nunca entendí muy bien a la gente que corre. Por ahí, porque siempre preferí ir despacio a todos lados, o no ir a ningún lugar, directamente. Ahora, me parece que el sentido estaba en el efecto: es difícil pensar mientras opera un movimiento tan envolvente, o sentir cualquier otra cosa que no sea el cuerpo, incrustado en el presente. Activar el silencio: se puede ser un cuerpo, nada más.
¿A dónde va la gente que corre? La pregunta estaba errada, creo, porque al final el único lugar es el cuerpo, pero necesité ver a Julia en una cama, atrapada en el suyo, para entenderlo.
Ruido: alguien se mueve del otro lado de la pared. Vuelvo a levantar la mirada, trato de separar los sonidos, de encontrar nombres que los envuelvan. Pasos, cajones, algo que se estira como una tela y roza el aire con un zumbido. ¿La pregunta, entonces, cuál sería?
Ayer, después de cruzarme con la vecina de al lado, me encontré a Gloria en las escaleras. Vive en el 3° H y tiene la mitad derecha de la cara, brillosa, un poco caída en diagonal. Te caería bien porque no insiste en hacer hablar a la gente. Le pregunté por la vecina nueva —¿sabía su nombre, qué sabía?—. Creo que es la primera vez que hablo con Gloria. Debo haberla asustado porque me miró un rato en silencio, casi como sorprendida de que mi presencia pudiese ser algo tan sólido. Cada vez que hablo, tomo consistencia, aparezco. Con el movimiento, creo, es lo mismo. Cuando la gente se mueve, se vuelve una figura, y es más fácil separarla del fondo.
Mientras escribo esto, me doy cuenta de algo: la curiosidad también es un movimiento y tiene forma. Algo así como un brazo estirado hacia el futuro. Podría seguir la línea de ese brazo, salir al pasillo, tocar la puerta del departamento de al lado: dejar que el movimiento desemboque en otra cosa.
La obsesión convierte a las casualidades en señales. Casualidad: el nombre de la vecina de al lado es Julia. Señal: un nombre es la marca de un destino.
Verónica se pega a la pared compartida, escucha. Sabe que el departamento de al lado es un espejo del suyo. Un cuarto, una cocina con forma de pasillo, un living comedor de techos altos, un baño de azulejos grises. Cada habitación construida bajo la premisa del amontonamiento, un intento por exprimir el espacio para estar más cerca de alguien.
Desde que Julia se mudó, a Verónica le gusta hacer silencio para escuchar sus movimientos. Así es como puede replicarlos y sentir que forma parte de su vida. Cuando Julia arrastra una silla y se sienta a cenar, por ejemplo, Verónica hace lo mismo. Sin que ella lo sepa, cenan juntas, mantienen un diálogo rudimentario hecho a base de ruidos.
Los días en los que suenan las ventanas, abriéndose, son siempre los más tranquilos, están llenos de puntas suaves, y Verónica camina por el departamento como desdibujada, diluida en el ambiente. Nada la corta, nada la pincha. Las noches en las que las puertas se cierran con ímpetu suelen ser las más opacas: la cena nunca dura más de cinco o diez minutos y las luces se apagan temprano, si es que todavía no hubo un corte. Verónica sabe cuándo Julia prende y apaga una luz gracias a la edad del edificio. Es antiguo, y cada hueso suena y retumba. Apretar una tecla ahí adentro es como dar un golpe.
Lo único que Verónica sabe de Julia es su nombre. De alguna manera eso hace todo más fácil, se puede depositar casi cualquier cosa sobre un espacio vacío. Una mañana, sin embargo, se cruzan en el ascensor y Julia abre la boca y habla. El ruido de su voz se organiza en forma de saludo. Le cuenta que se mudó hace una semana al edificio, antes vivía en Alberti. Mientras habla, el espacio que había atrás de su nombre se llena con otra cosa, un material más espeso, más difícil de moldear.
Verónica asiente en silencio. Julia es parte de la oleada de gente que el gobierno mandó a mover desde la provincia y el conurbano para reconcentrar el trabajo en la capital. Cuando le llegó la notificación, el papá de Verónica no había querido saber nada con abandonar Turuel, aunque el pueblo se iba vaciando de a poco. Su negativa le hacía acordar, en algo, a la historia de Villa Epecuén, ese pueblo que se había hundido como una atlantis bonaerense. Después de resurgir del agua, el único habitante que quedó fue un viejito. A la tarde, andaba en bicicleta por las ruinas con su perro.
La primera inmóvil que Verónica se cruza es una mujer, pálida, de unos cuarenta años. La ve un jueves a la tarde enfrente del colegio de Chivilcoy y la reconoce de inmediato por la forma de pararse, completamente congelada en la mitad de un movimiento, como si estuviese jugando al juego infantil de las estatuas: alguien interrumpe la música, todo se petrifica. Se le acerca despacio, un poco arrastrada por la intriga, pero otro poco por la pena.
—¿Necesitás que llame a alguien?
La mujer niega una vez, en un movimiento de cuello lento y forzoso. No la mira. Tiene las manos cerradas en dos puños y los brazos construyendo una especie de cruz adelante del pecho, un escudo. Respira lento pero sonoro, y todo en ella es de una rigidez dolorosa.
Verónica decide, por un impulso, quedarse a hacerle compañía. Como la mujer no le habla, se entretiene mirando. En el piso hay dos bolsas tiradas y una está dada vuelta, el contenido desparramado sobre las baldosas rayadas de la vereda: galletitas de coco (2,59 T), sobres de azúcar negro (0,98 T), un paquete de arroz yamani (2,47 T), dos rollos de papel film.
Las noticias de las crisis de quietud habían aparecido apenas unas semanas atrás, con las primeras intervenciones masivas. Los equipos de neurólogos y neurolingüistas tuvieron que salir a dar una conferencia. Aparentemente, eran un efecto secundario y mínimo de la operación, pero no había que preocuparse. Las intervenciones eran seguras y, más importante, funcionaban. En el caso de encontrar a alguien que estuviese atravesando alguna, indicaron no obligarlo a moverse: “una vez que la persona entiende por qué está ahí, es solamente cuestión de tiempo para que se vaya”.
Ahora, mientras espera al lado de la mujer, Verónica pasa el peso de un pie a otro, tratando de mantener su cuerpo en movimiento, de generar cierto calor en la quietud. Se acerca las manos a la cara y sopla, después las baja y las refriega. El sol ya empieza a esconderse, aunque es temprano. Los edificios también hacen eso, les roban horas de un sol que necesitan más que nunca.
—M-mis… hijos —dice la mujer, de repente, rompiendo el silencio por primera vez. Su voz es un espasmo rasposo, otro esfuerzo más, y tiembla.— Mis hij-jos, m-mis hijos, mis hijos m-míos —repite, como una entonación, como un mantra, como si estuviese practicando las palabras.
Verónica trata de no mirarla fijo mientras habla. Le da la sensación de estar interrumpiendo un momento demasiado privado, pero al mismo tiempo le cuesta alejar los ojos: su quietud, tan rotunda, no parece humana. Nada rotundo parece humano.
—¿Venían a este colegio? —le pregunta.
La mujer vuelve a mover el cuello, de arriba a abajo, lentamente, en una afirmación. Todavía mantiene los brazos protegiéndose el pecho de algún peligro invisible y tiene los ojos, redondos y oscuros, clavados en la entrada del colegio. Sobre el portón pusieron un pasacalle con un dibujo de Jesús y, abajo del dibujo, en acrílico amarillo, escribieron: “Colegio VERBO divino: fe, esperanza y amor”. Mientras siguen esperando, Verónica se repite esas siete palabras para adentro, e imagina cómo sonarían en una iglesia vacía. Siete es el número de Dios, y el del día final.
—No se puede extrañar algo que no se puede pensar —dice la mujer, de forma súbita, sacando a Verónica de su ensoñación. Su voz, a diferencia de unos momentos atrás, es ahora fluida, la oración larga y articulada, como si la hubiese estudiado de memoria. Por algún motivo que no termina de entender, le hace pensar en los panfletos del Centro de Bienestar.
—¿Qué?
—¡No se p-puede! —repite, y sus ojos se convierten en algo lustroso, como si estuviesen envueltos en una capa de hielo muy fina.
—Pero… estás acá.
La mujer respira hondo, como juntando aire, y mira el piso de baldosas. De a poco y sin descruzar los brazos del pecho, empieza a deshacer los bollos de sus manos. Estira los dedos, los abre y los cierra varias veces, mientras los huesos chasquean, secos y sonoros. Su cuerpo tiembla, seguramente de frío, y Verónica desvía la mirada, incómoda. Se concentra en el pasacalle, otra vez. Primero en el dibujo, pero después en la palabra “VERBO”, escrita toda con mayúsculas.
—Y-yo no, pero m-mi cuerpo sí. S-sabe cosas… ¿Alguna vez te p-pasó? —le pregunta.
A Verónica le había pasado: a veces, cuando se cruzaba a alguien que había conocido mucho a Julia y que la saludaba con un beso o un abrazo, le parecía sentir, en ese cuerpo, la tibieza o la textura del de ella, como si hubiese dejado una marca permanente.
—No —miente. Desde el pasacalle, Jesús la mira sentencioso.
—La m-mente no, pero el cuerp-po sí —repite la mujer y después vuelve a entonar: —M-mis hijos, mis hijos m-míos.
Durante la conferencia, uno de los neurólogos había dicho que las crisis eran una forma de compensación. El cuerpo arrastraba a los intervenidos a esos lugares a donde la mente ya no podía ir. Ahora, el silencio se expande y, por unos segundos, Verónica siente la necesidad de confesar, de decirle a la mujer que sí sabe de lo que habla. Para llenar el tiempo, se agacha sobre la vereda y empieza a juntar las cosas desparramadas, las guarda de nuevo: primero los sobres de azúcar negro (0,98 T), después los rollos de papel film, después las galletitas de coco (2,59 T), último el paquete de arroz yamaní (2,47 T). Se pregunta, de repente, si las crisis desaparecerán, alguna vez, pero le parece que no. La memoria corporal tiene, después de todo, ese efecto casi permanente de las primeras veces: cada cosa que conocemos, la conocemos primero con el cuerpo.
Se para. Mientras ella y la mujer hablaban, algunas personas se fueron congregando enfrente del colegio y a su alrededor. Ahora, las dos pasan casi desapercibidas, mezcladas entre la gente parecen dos madres más, dos conocidas cuyos hijos seguramente sean amigos o compañeros de curso. Mis hijos míos. Las puertas del edificio se abren y varios chicos de distintas edades, todos vestidos con uniforme verdeazul —chomba, pantalón deportivo, zapatillas—, van saliendo, mientras las maestras los entregan a los padres. Son muy pocos y casi enseguida la entrada del colegio vuelve a quedar vacía. Verónica y la mujer esperan. Desde la puerta, una de las maestras las observa durante un segundo y después desvía la mirada hacia el interior del edificio, pensando —seguramente— que debe haber quedado algún estudiante que se le pasó por alto. Cuando sus ojos se vuelven a cruzar una segunda vez, Verónica le hace una seña casi imperceptible, niega con la cabeza, y la maestra cierra las puertas.
A los pocos minutos, la mujer descruza los brazos destruyendo, por fin, el escudo. El juego de las estatuas: la música se reanuda y todo empieza a moverse, otra vez.
Los últimos días. El mundo se había reducido al patio del PH, ese rectángulo de enredaderas comiéndose los paredones, verde sobre gris hasta el cielo. Una ilusión de hojas tapando el esqueleto de cemento, jugando a esconder la ciudad como un nene juega a las escondidas: cierra los ojos y se cree invisible. Las hojas. ¿Taparían después también a Julia, crecerían por encima de ella, le atravesarían la carne infantil, los ojos, la volverían una planta? Las cosas más frágiles solamente necesitan tiempo para erosionarnos. El agua, la luz, el oxígeno oxidándonos la piel. Lo más frágil es frágil, pero no descansa.
A la noche, entre las enredaderas, aparecían unas flores blancas que yo nunca había visto. Hay cosas que suceden en un tiempo específico, bajo una atmósfera. Quienes habitan la oscuridad tienen acceso a otros mundos —eso es seguro— y una no puede estar en todos los tiempos, pero a veces se abre una ventana lateral y espiamos por un rato.
Las flores eran blancas, entonces, y tenían la forma de una escarapela, el tamaño de una mano estirada. Se abrían alrededor de las dos de la madrugada y empezaban a cerrarse a eso de las seis. La claridad las hacía retroceder, las replegaba hasta convertirlas en una línea fina, tan fina que si uno las miraba de frente desaparecían, igual que el filo de los cuchillos. Se escondían entre las hojas, hibernaban durante el resto del día sobre la montaña de los paredones, eran su propio animal de invierno. En otro momento todo aquel espectáculo blanco me hubiese despertado cierta alegría, pero para ese entonces lo único que sentía era un leve terror. Las veía expandirse con pánico, colgadas de las paredes se me hacían ojos ciegos que nos vigilaban. ¿Realmente habían estado ahí desde siempre? ¿Qué tiempo les había hecho falta para empezar a existir? ¿El nocturno o el presente?
Julia, por otro lado, ignorando los peligros naturales —o tal vez más en comunión que nunca con ellos— seguía el movimiento de las flores: se despertaba, también, en plena madrugada. Habíamos puesto la cama, con Pedro, en el medio del patio para que pudiese respirar mejor. Era el único lugar en donde corría un poco de aire, pero como los paredones eran tan altos, el clima parecía siempre de invernadero. Yo me escondía con ella entre las sábanas, una ilusión de hilos que tapaba el esqueleto de su cuerpo —la carne pegándose a los músculos, los músculos apretando los huesos—. El cuerpo de Julia: día y noche trabajaba en su propia reclusión.
La cama, durante ese tiempo, era de madera y tenía pintadas dos mariposas sobre el respaldo. Una roja y otra azul, y Julia me hacía saludarlas antes de entrar. Después de descalzarme al lado de uno de los ventanales del patio, caminaba despacio, saludaba a las mariposas y abría las sábanas. Durante el último tiempo ella no estaba despierta para ver el saludo, pero en mi mente era una especie de contraseña inalterable. Si quería que las sábanas se abrieran, si quería que Julia me dejase entrar —que verdaderamente me dejase entrar— era preciso pasar por aquel ritual. Las mariposas tenían nombre, pero Julia había insistido en ignorar las denominaciones y saludarlas con el cuerpo. Esto era: acercar una mano a cada mariposa, dejarla suspendida a dos o tres centímetros de distancia y esperar. El tiempo de espera dependía de quién saludaba, pero nunca era más de unos segundos. Julia lo hacía todo con los ojos cerrados, yo nunca pude llegar tan lejos. Al principio me sentía infinitamente ridícula parada en medio del patio, la mano estirada en el aire casi tocando las mariposas, esperando no sabía muy bien qué. Con el tiempo, sin embargo, aquella introducción se volvió un gesto tan cotidiano que hubiese sido más extraño tratar de deshacerlo que llevarlo a cabo.
Esas últimas noches en el patio la cama parecía extenderse. Ahora me da la sensación de que era la oscuridad, en realidad: vaciaba el espacio y ese vacío lo estiraba todo. Una tendía, entonces, a llenarlo, porque eso es lo que se hace con el vacío, agregarle algún límite, meterle cosas para que se parezca a un lugar, para tener algo que nombrar: ahí hay una mesa, dos sillas, por allá está el tender de la ropa, las macetas apostadas contra el rincón. Suculentas, un cactus, una tuna de tamaño humano que una vez se desmoronó —todo el patio quedó lleno de espinas, un campo minado—. Relato, o sea, organización de la experiencia, que es solamente otra forma de decir “yo soy” o, en este caso, “a pesar del vacío”. Pero lo que nombraba desde la oscuridad era el pasado: quién sabe si seguían ahí las macetas, el tender, si la cama no se había vuelto —verdaderamente— elástica y expansiva. Quién sabe si el cuerpo acostado seguía siendo el de Julia o el de algo más. Lo sentía, contra el borde del mío, pegajoso, y temblaba. Contra toda lógica, parecía también dilatarse.
Una noche, un rayo lunar tiñó el patio de repente y el brazo de Julia quedó al descubierto sobre las sábanas blancas. De tan pálido casi podría haberse camuflado con la tela, pero las manchas azules y su textura lo denunciaban como algo aparte. Invertebrado, se asemejaba a una especie de molusco plástico, y toda ella se retorcía como si los huesos, de tanto haber sido aplastados por los músculos, se hubiesen vuelto más gelatinosos. Su cuerpo ya no sabía para dónde crecer, había perdido el norte de la adultez —nunca iba a llegar tan lejos y le era claro—. Se contorsionaba, entonces, desesperado, cambiaba de forma durante toda la noche. Lo más frágil es frágil, pero no descansa.