El día que esté aburrido

El día que esté aburrido

TXT

Marina Amabile

IMG

Malena Guerrero

¿Cómo cambió la forma en la que la televisión argentina muestra la homosexualidad y la transexualidad en los últimos treinta años? ¿Quién fue Carlos Jáuregui?

¿Cómo cambió la forma en la que la televisión argentina muestra la homosexualidad y la transexualidad en los últimos treinta años? ¿Quién fue Carlos Jáuregui?

El día que esté aburrido

“Cuéntenos su problema”, dice Mariano Grondona. Está cruzado de brazos y no mira a cámara, mira a Karina Urbina. En un rincón del estudio y mirando a cámara, Karina empieza: “Las personas transexuales reivindicamos el derecho al cambio de sexo en Argentina y el posterior reconocimiento legal, ya que el artículo 91 del código penal no nos habilita a cambiar de sexo”. Luego, cuenta un poco más cómo vive: le cuesta encontrar trabajo, no la toman con el nombre que eligió, la policía detiene a las que son como ella, y para probar todo eso, muestra un montón de papeles. 

La cámara vuelve a enfocar a Grondona, que tiene un traje del mismo color que el set: azul marino. El pelo corto, bien peinado hacia un costado, y unos lentes apenas abajo de los ojos acompañan la rigidez con la que intenta explicarle a la audiencia qué es una persona transexual. No está seguro de haberlo logrado.

Luego, introduce a Carlos Jáuregui para que dé su opinión. Frente a Jáuregui —literal y simbólicamente—, un licenciado defenderá el statu quo que impedía, en aquel entonces, el derecho de las personas travestis y trans al reconocimiento legal de su identidad. En el medio —esta vez solo literalmente—, está Grondona. 

Carlos empieza a hablar: “La asociación Gays por los Derechos Civiles nos solidarizamos absolutamente con la causa de Karina. Usted hacía un intento de aproximación a la definición de transexuales, y yo creo que en esto no es básico lo que la ciencia diga. Karina habló muy bien por sí misma y expresó lo que ella siente, y eso es lo que cuenta”. 

Grondona lo interrumpe y dice que entonces el problema es que la legislación argentina considera a Karina un sí mismo, que la considera varón. “Precisamente, ese es el problema”, responde Jáuregui. “Que no toma en cuenta lo que dice Karina”. 

Grondona vuelve a interrumpir, se aplaude con un golpe seco la mano mientras le pide a Karina con insistencia que revele qué dice su documento de identidad. Karina le contesta lo que dice el documento, pero también le cuenta que ella tiene certificados en los que figura que es una mujer. “Bueno”, responde Grondona mientras gira su cuerpo para el otro lado y le pide opinión al licenciado. 

El licenciado Petroni —del cual no conocemos su metier— dice: “No puedo dejar de mencionar lo obvio, que es que esta Karina, como quiere que lo llamen… y ante todo me merece respeto… yo no le hubiese aconsejado que arriesgue su pudor tan peligrosamente, pero yo tengo la obligación de respetarlo, y no solamente la obligación, quiero respetarlo. Y eso significa que tengo que callarme muchas cosas porque está él presente”. Grondona lo interrumpe: “Le dice él”. El licenciado afirma: “Creo que es él”.

Estamos en el año 1992. Hace casi una década que reina la democracia, pero reencontrarle el sentido a esa palabra todavía retuerce a una sociedad diezmada por ocho años de dictadura militar y una guerra completamente inútil. Con la democracia se come, se educa y se cura, había prometido Alfonsín y con esas palabras conquistó a una ciudadanía ávida de libertad, pero que pronto empezó a mostrar la hilacha. ¿Libertad hasta dónde? ¿Para quiénes? 

Casi treinta años antes de que se consiguiera convertir en ley el matrimonio igualitario, mientras la parte represora del Estado continuaba buscando su lugar (o peor, encontrándolo), Carlos Jáuregui iniciaba sus aportes a la gran conquista de derechos de la comunidad LGBT+ en Argentina. 

Jáuregui logró ordenar a una comunidad que vivía su sexualidad en silencio y articular con otra que tenía su identidad de género completamente expuesta, y que por ende era objetivo número uno de la violencia policial. Metió el dedo en la llaga e insistió con la idea de que sin libertad sexual no existe libertad política. 

Tres décadas después de que el licenciado y Grondona estrellaran su sentido común contra una realidad que les resultaba incomprensible, la televisión ha hecho algunos aprendizajes. Y  es que esas tres décadas no pasaron en vano. Enredado entre los hilos de la Historia, pasó Carlos Jáuregui. 

Para que reine en el pueblo el amor y la igualdad

Carlos Jáuregui nació en septiembre de 1957. Sus años como estudiante de la Licenciatura de Historia, en la Universidad Nacional de La Plata, los cursó durante la dictadura cívico-militar. “Más que un gay típico, parecía un bohemio estudiante de Filosofía y Letras, fumador de cigarrillos negros y fuertes. Sus anteojos gruesos eran su emblema de persona lectora que se quema la vista frente a los libros”, escribió Mabel Bellucci —autora de Orgullo: Carlos Jáuregui, una biografía política— en una nota para la revista Moléculas Malucas. Carlos pasó los últimos años de la dictadura entre Europa y Estados Unidos. Sus amigos cuentan que su estadía en París —donde hizo un posgrado en Historia Medieval a inicios de los años 80—  tuvo un gran impacto en él: “Seguro se debe haber enamorado, porque Carlos se enamoraba todo el tiempo”, cuenta otro amigo, Alejandro Modarelli, y agrega que imagina que fue un novio quien lo acercó al mundo del activismo. Eso puede ser cierto o no. Pero lo seguro es que la primera vez que Jáuregui vio una marcha del colectivo gay-lésbico fue en París. Rompió en llanto desde la esquina donde estaba parado mirando todo. 

En el 82, como diría Moura, la distancia perdió su espesor: Jáuregui volvió a la Argentina, pero ya no era el mismo. Ahora tenía una intuición, un punto de partida. 

La primera organización homosexual en Argentina se llamó Nuestro Mundo y empezó a funcionar en 1967. Las reuniones eran clandestinas y tenían lugar en zona sur: algunas versiones apuntan a un conventillo en Lomas de Zamora y otras, a una casilla en Gerli. El objetivo de Nuestro Mundo era articular reclamos contra la represión policial y judicial, ya que en ese entonces estaban en vigencia edictos que funcionaban desde 1946 y eran usados por la policía para detener y chantajear a homosexuales, travestis y trabajadoras sexuales.

Un poco más tarde, se formó el Frente de Liberación Homosexual, que tuvo su fundación en el barrio porteño de Once, en agosto de 1971, y pronto se fusionó con Nuestro Mundo. Entre sus manifestaciones públicas, se destaca la multitudinaria marcha de 1973, durante el acto de asunción de Héctor Cámpora, en la que el FLH estuvo presente con un enorme cartel que decía: “Para que reine en el pueblo el amor y la igualdad”.

Pero el amor y la igualdad no reinaron. Lo que reinó fue el terror, y en 1976 el frente se disolvió. La dictadura militar empezó a perseguir a sus integrantes, que en la mayoría de los casos tuvieron que exiliarse. 

Cuando Jáuregui volvió al país, al comienzo de esta historia, lo hizo con la intención de conseguir ese objetivo de amor e igualdad. Un objetivo político. Así, en 1984 —mientras Virus lanzaba su disco Relax—, Carlos formaba la Comunidad Homosexual Argentina (CHA).

A poco menos de un mes de su creación, Carlos, junto a otro compañero de la organización, Raúl Soria, fue tapa de la revista Siete días. Sobre ese hito, Modarelli dijo: “Fuimos tapa por primera vez todos los gays argentinos”. Moura podría haber dicho que la boca de Jáuregui pronunció el silencio. 

César Cigliutti —presidente de CHA desde 1996 hasta su fallecimiento, en 2020— relata: “Fue hace 36 años que se fundó la Comunidad Homosexual Argentina en la discoteca Contramano, cansadas de las razzias policiales, de estar en comisarías y cárceles y de vivir con miedo. Yo me uní a los meses, con curiosidad pero seguro de que sería un compromiso serio, porque ya había definido cómo iba a vivir con mi identidad, sin ponerla a consideración de nadie. Fui a la sede y me atendió Carlos Jáuregui y nos fuimos haciendo hermanas. Y terminé coordinando el área de prensa y difusión mientras Carlos enfrentaba a los medios de comunicación, a la sociedad y a nuestra propia comunidad”.

Pero eso no era lo único que enfrentaba Carlos. También enfrentaba a la policía: en 1985 en otra razzia que llevó adelante la Brigada de Moralidad en el boliche Contramano, Jáuregui intentó frenarlos. Les dijo que de ahí no se llevaban a nadie y se puso a cantar el himno nacional argentino. Se los llevaron igual, pero Carlos ya era conocido, y su detención salió en los diarios. Eso permitió que se visibilizara que la comunidad gay estaba siendo víctima de razzias policiales.

Empezaban los peores años de la pandemia de VIH-SIDA y la CHA tuvo que aprender sobre virología. Los primeros casos del virus se conocieron en el país en 1982 y la mayoría se concentraron en el Hospital Juan Fernández (CABA): solo había dos médicos infectólogos que atendían algunos días a la semana, no había insumos y los tratamientos eran muy caros. Por esto, las tareas de la CHA fueron sumamente importantes para concientizar y contener a aquellas personas que estaban transitando la enfermedad: el Estado le prestaba poca o nula atención al VIH en ese momento.

En el 87, organizaron la primera campaña sobre SIDA desarrollada por una ONG en nuestro país, que se llamó “¡Stop Sida!”. Como el Estado aún especulaba con algunas características de este virus, la CHA organizó charlas en centros de salud y repartió tanto información como preservativos en la vía pública en Buenos Aires.

La Fundación Huésped se creó dos años después, en el 89. A los pocos meses se sumó a trabajar Roberto Jáuregui, el hermano de Carlos, la primera persona en el país en hacer público que vivía con VIH. El contexto era cruel con quienes tenían el virus: era difícil conseguir medicación, el trato de la sociedad no era bueno y el panorama, bastante oscuro. En una entrevista en la televisión, hablando del miedo y la discriminación, Roberto lo definió de la forma más clara posible: “Hay personas que mueren civilmente antes de morir clínicamente”. 

Frente a esto, tanto Carlos como Roberto —el primero desde un rol más amplio, el segundo,  concentrado en la causa del VIH—, lo que hicieron fue, justamente, visibilizar. Dejar de camuflarse con el entorno, alzar la voz y pasar al frente a mostrar que había otras vidas siendo vividas. Como muestra el testimonio de César Cigliutti, Carlos no solo daba esa batalla hacia afuera, hacia los medios, hacia la policía, hacia el ámbito jurídico, sino también hacia dentro, hacia la propia comunidad. “Lo que hace Carlos Jáuregui es transformar la vieja homosexualidad, que era una experiencia muda. La gente sufría, pero sin saber por qué. A la colectividad sufriente la transformó en una comunidad discriminada”, analiza el sociólogo Ernesto Meccia en el documental Un puto inolvidable.

Jáuregui se retiró de la presidencia de la CHA en 1987. Finalizó su mandato, pero no volvió a presentar candidatura. Según entendió, la manera de apostar por la visibilidad era volverse él mismo un sujeto práctico de esta militancia. Sin embargo, hacia el interior de la comunidad, no todos podían, no todos querían ser visibles por diferentes cuestiones; y esa diferencia generaba divisiones. Era una dinámica que atentaba contra la construcción del movimiento.

Ese mismo año, Jáuregui presentó su libro La homosexualidad en Argentina, donde por primera vez apareció la mención del número 400, referido a los homosexuales detenidos-desaparecidos de la última dictadura militar: “El dato estadístico no es oficial (...) pero uno de los integrantes responsables de la CONADEP afirma la existencia de, por lo menos, 400 homosexuales integrando la lista del horror. El trato que recibieron, nos informó, fue similar al de los compañeros judíos desaparecidos: especialmente sádico y violento. (...) Son, solamente, cuatrocientos de los treinta mil gritos de justicia que laten en nuestro corazón”. Jáuregui le dedicó el libro a las Abuelas de Plaza de Mayo, a sus compañeros de militancia y a su pareja, Pablo Azcona. Un año después, Pablo moría por causas relacionadas al VIH. 

Carlos y Pablo se habían conocido el 21 de septiembre de 1984 en un boliche: “Veintidós días antes de que yo cumpliera 27 años. Pablo, entonces, tenía 42. Desde ese día, hasta el día de su muerte no nos volvimos a separar”, dice el texto “Por amor a Pablo Azcona”, que Jáuregui le escribió poquito después de su muerte, el 1 de junio de 1988. Ambos convivían en un departamento que le pertenecía a Pablo y que, apenas horas después de su deceso, su familia quiso recuperar. “Años atrás, la represión policial era nuestra principal preocupación. A partir del sida, nuestro mayor problema es la herencia”, diría Carlos años más tarde.

Durante los meses siguientes, Carlos giró por sillones de amigos hasta que se mudó casi definitivamente a la emblemática casa de la calle Paraná —en la que vivió ocho años—, que sus amigos César Cigliutti y Marcelo Ferreyra habían comprado hacía poco. Esa casa tenía una suerte de apertura al público: todos los viernes se celebraban cenas donde se hablaba de activismo. “De esas conversaciones surgieron Gays por los Derechos Civiles (Gays DC), las Marchas del Orgullo y tantos otros aciertos”, cuenta Marcelo.

Con la casa de Paraná como centro neurálgico de operaciones, en 1991 empieza a funcionar Gays DC. Esta organización tuvo como norte el reconocimiento jurídico de los derechos de la Comunidad LGBT+ y fue muy innovadora porque incluyó personas lesbianas, travestis y trans. Uno de sus tantos objetivos fue tener una gran presencia en los medios de comunicación —la entrevista televisiva que abre esta nota es de 1992— y a su vez fortalecer la comunicación hacia dentro de la comunidad. 

La visibilidad, en un contexto de preocupación por varios asesinatos a personas de la comunidad, era fundamental. Por eso, un día, Carlos le dijo a César que ya era hora de hacer una marcha en Buenos Aires. A partir de esa intuición, nació el debate de cómo debía llamarse la marcha: Jáuregui quería que fuera la “marcha de la dignidad” y Cigliutti “del orgullo”, porque le parecía una palabra “muy fuerte, porque es lo opuesto a la vergüenza, digamos eso: que orgullo es nuestra respuesta a la vergüenza que quisieron imponernos”. Jáuregui terminó de acuñar la frase que se convertiría en emblema cuando le agregó el adjetivo: “En una sociedad que nos educa para la vergüenza, el orgullo es una respuesta política”. 

Salir del agujero interior

Aquel 3 de julio de 1992 se celebró en Argentina por primera vez la Marcha del Orgullo. Hacía mucho frío y la convocatoria fue de noche: fue una marcha pequeña, había gente con máscaras porque tenían miedo de las detenciones policiales, que las reconocieran y perdieran el trabajo. Todavía no tenían plata para armar las famosas carrozas que hoy en día marcan el ritmo de la marcha. 

En una publicación que data del 9 de julio de 1992, la revista FLASH recopila diferentes testimonios de personas que asistieron a la marcha. Es una única página, pero alcanza. Porque es una página que reproduce la voz de lesbianas, de transexuales. Y dice cosas como: 

“Vine a la marcha con máscara y con el pelo tirante para que no me reconozcan. Mi compañera no tiene problemas en exponerse porque trabaja en forma independiente. Ella está delante de la marcha. Pero yo no puedo hacerlo porque soy maestra y el sistema considera que las lesbianas no servimos como educadoras”. Otro testimonio dice: “Nosotras vinimos a la marcha a reclamar que nos permitan cambiarnos el nombre y la referencia al sexo en nuestros documentos de identidad y que, para todos los efectos, se nos reconozca como mujeres. Es tétrico tener que hacer fila, por ejemplo, para votar en una mesa masculina. Nos hacen pasar por una vergüenza espantosa y nos obligan a convertirnos en infractoras para no pasar ese papelón. Nos quitan de esa manera hasta el derecho de votar”.

Marcelo Benítez y Karina Urbina en Paraná preparando máscaras para la Segunda Marcha del Orgullo. Junio de 1993. Fuente: Moléculas Malucas

En esa primera marcha, Gustavo le manifestó a Carlos cierta preocupación por la poca asistencia. Carlos le contestó que era cuestión de tiempo. No se equivocó. Al día de hoy, la Marcha del Orgullo se convirtió en un evento masivo: pasó de 300 personas a más de 300.000, con un pico de 500.000 en la convocatoria de 2019.

Desde 1992 hasta 1996, las marchas se realizaron en junio, mes del orgullo en el mundo.1En 1996, además, se realizó por primera vez la marcha del orgullo en Rosario y el Encuentro Nacional de Gays, Lesbianas, Travestis y Transexuales en el mes de abril. A partir de 1997, pasaron a celebrarse los primeros sábados de noviembre —como hasta ahora— para cuidar del frío invernal a las personas que vivían y viven con el virus del VIH. Y, de paso, conmemorar la creación de Nuestro Mundo, que para ese momento cumplía 30 años. 

Entre esos años, muchas cosas pasaron en la vida de Carlos. Una de las más significativas fue la muerte de su hermano Roberto, en enero de 1994, por causas relacionadas al VIH. Página/12 publicó un texto en el que Carlos se despedía de su testigo de la infancia, de su compañero de militancia en la adultez. Comienza así: “Tuve, acaso, dos hermanos. Uno se fundió en el otro un día de junio de 1989. El Sida ya formaba parte de su cuerpo, de todo él. 45 kilos de peso, convulsiones, una muerte segura. Lo recuerdo sentándose en la cama, la barba mal crecida, las palabras brotando, pastosas. No, voy a hacer algo, así no me voy a morir. Así, era una muerte individual, trascendente para unos pocos queridos. Así era una muerte que a él no le servía. Ese día mi hermano fue mi amigo y, mi amigo, mi compañero militante. La Fundación Huésped fue el lugar elegido para expresar su ironía, sus certezas, sus amores. La vida comenzó, entonces, a ser otra cosa”.

Dos años y medio después, un 20 de agosto, murió Carlos Jáuregui. Sus amigos coinciden en que después de la marcha de 1996 el deterioro en su cuerpo, por cuestiones relacionadas al VIH, era muy notorio. Sus últimos días los pasó en el sillón del living de la casa de Paraná en lugar de en su dormitorio. Rodeado de sus amigos, murió agarrado de la mano de César Cigliutti. Poco tiempo después del fallecimiento de Pablo, Carlos escribió un texto muy hermoso en el que relató cómo fue el día en el que se enteró que tenía VIH. Lloró mucho sentado en el Jardín Botánico mientras lo acompañaba una lluvia torrencial: decidió no contárselo a nadie, no quería preocupar a su pareja, que estaba mostrando los primeros síntomas de la enfermedad; se levantó y se fue a ver una exposición de cuadros. “El sentido de la vida es más vida”, escribió, “me voy a morir el día que esté aburrido”. 

Por donde marcha la política

Diez días después de su muerte, la Constitución de la Ciudad de Buenos Aires incluyó la orientación sexual y la identidad de género como causal antidiscriminatoria. Esto fue recibido por los amigos de Jáuregui como una especie de homenaje a su vida. 

El inicio de los 2000 fue un punto de inflexión: salir a la calle y poner el cuerpo tomó una relevancia muy grande hacia el interior de cualquier movimiento. El país estalló en una furia inusitada el 19 y 20 de diciembre de 2001, huyó un presidente y tuvimos otros cinco en una semana. A la ciudadanía, lo que se dice de a pie, la atravesó un corralito seguido de una devaluación que tensionó aún más una economía hecha pedazos. 

Lohana Berkins reflexionó sobre esa época y trajo a colación las manifestaciones masivas del 19 y 20 de diciembre: “Y por primera vez, cuando salimos a cacerolear, cuando menos nos miraban, mejor miradas nos sentimos, porque ya no éramos las indecorosas siliconas, las provocativas, éramos minas que estábamos ahí defendiendo contra una agresión abusiva del Estado que involucraba a todos y todas”.

Ya para esa época, las marchas del orgullo comenzaban a tener asistencia de partidos políticos. Luego del 2001, comenzó a torcerse el famoso “que se vayan todos” y el discurso viró a una revalorización de la política, esta vez, con una comunidad LGBT+ mucho más consciente de sí misma.

El recorrido de la Marcha del Orgullo todavía es el mismo: desde Plaza de Mayo hasta el Congreso. Ambos escenarios tienen nombres en reconocimiento a personajes de la comunidad que dedicaron su vida a la militancia por la diversidad: se llaman Carlos Jáuregui y Nadia Echazú, respectivamente. Una de las propuestas, antes de realizar la primera edición de la Marcha, era hacerla por la avenida Santa Fe —zona de yire—, pero la decisión fue categórica: iban a marchar por donde marchaba la política de la República Argentina

Desde el 2010 en adelante, muchos otros derechos se convirtieron en ley: 

            Treinta años después de Grondona

            Sin la tele no se puede, pero con la tele, definitivamente, no alcanza: la discusión de la ampliación de derechos en los medios de comunicación —especialmente en la televisión por su carácter tanto conservador como espectacular— es una exposición a cielo abierto de la complejidad de variables que revisten estos procesos: intereses de operadores, de grupos empresarios y también de comunidades. Esto último es probablemente una de las cosas que más rápido tuvo en cuenta Jáuregui cuando decidió dar la discusión públicamente en los 80: su lucidez estratégica fue la de hablarle a su comunidad —a la par que la construía— mientras comenzaba a disputarle terreno a quienes no pensaban como él ni tenían intención de aliarse en sus reclamos. 

            “La política de darse a conocer es el recurso más fuerte con que ha contado el movimiento gay”, dijo en un reportaje. Y al día de hoy, el movimiento LGBT sigue utilizando ese recurso. 

            Sin embargo, la televisión ha cambiado. El rating ya no es el valor que ordena todas las cosas. Y en general se cree que es un medio en decadencia. Pero lo cierto es que sigue vigente. La televisión representa la potencia de llegada que tienen algunos discursos, aunque no deje de hablarle a los convencidos. El daño verdadero es el que se disemina luego en otras plataformas (en forma de tweet, de posteo de Instagram, de video en TikTok). Y cuando el daño ya está hecho, cuando la barbaridad ya ronda por el aire, solo se puede intentar desarmarla, intentar amparar con información y argumentos el exabrupto de alguien que capitaliza un trending topic por dos horas. 

            En marzo de este año la (¿ex?) mediática y actual diputada provincial por Santa Fe Amalia Granata dijo en Mañanísima, el programa que conduce Carmen Barbieri, que ella no necesitaba ninguna marcha por ser mujer, porque no quería privilegios por serlo, y que “en el Ministerio de la Mujer, Diversidad y Género, está la lucha de las mujeres, los trans e ingresan proyectos para darle más derechos a los trans, o porque son trans darles viviendas gratis. A ver, sos trans, no tenés ninguna incapacidad para ir a trabajar y pagarte por tus propios medios tu tratamiento de hormonización. Nosotros desde el Estado no podemos pagarles cuando ellos pueden ir a trabajar tranquilamente".

            Flor de la V recogió el guante y le contestó en Intrusos. La escena, reducida a su mínima expresión, no es nueva: una persona trans hablando su verdad en televisión es algo que ya estaba presente en el programa de Grondona. Pero las diferencias son evidentes: esta vez, el lugar que esa persona ocupa en el set no es en un margen, sino en el centro: conduce el programa. Alrededor suyo hay un panel conformado por varias personas que durante el editorial prácticamente no van a emitir palabra, suman algún comentario pero la miran y escuchan con atención. Y lo que escuchan es a Flor de la V diciendo que no quiere politizar el tema, pero que eso se volvió imposible. Que el Estado y la sociedad por años dejaron de lado a la población trans, que hay estadísticas hace muy poco, que siguen sufriendo violencia policial, que hay una gran dificultad para conseguir trabajo, que la esperanza de vida es de 40 años, que muchas personas trans carecen de redes familiares que las contengan y que son echadas de sus casas por vivir con su identidad autopercibida. 

            Y también que creía que con un documento que dijera su nombre, Florencia Trinidad, iba a bastar para conseguir trabajo, y no pasó. Por eso existe la Ley de Cupo Laboral Trans que impulsaron Diana Sacayán y Lohana Berkins: “El Estado no nos está haciendo un favor, el Estado está por primera vez haciendo una reparación histórica”, cerró.