Die Katze in Lindau E02
Notas

6min

Die Katze in Lindau E02

Crónica de un gato entre los Nobel, parte 2.

¿Qué son los premios Nobel?

Por Nicolás Olszevicki
Desde Lindau, con tres birras encima.

 

Para Jorge Luis, cuya albacea jamás entendió su obra.

La helada mañana del diciembre de 1895 en que el ingeniero Alfred Nobel murió, después de una larga agonía que no se rebajó ni por un instante al sentimentalismo ni al miedo, sus albaceas notaron, por la lectura de su extraño testamento, que tenían frente a sí flor de quilombo. El hecho sin embargo los entusiasmó, porque sospecharon (o me gustaría saber que sospecharon, o sea que sospecho que sospecharon) que era el comienzo de una larga y provechosa historia que concluiría, algún día, en una islita del sur de Alemania, a unos pocos kilómetros de los Alpes y a orillas del lago Constanza, con pseudo-asados —porque en mi barrio (país), al asado sin chinchulín le decimos ‘barbacoa’— y conversaciones sobre ciencia entre algunos de los más reconocidos científicos del mundo y varios jóvenes ávidos de convertirse en algunos de los más reconocidos científicos del mundo.

La historia fue así. Tal vez acosado por el remordimiento de haber dedicado su vida y su desbordante inteligencia al desarrollo de la industria armamentística; tal vez golpeado por haber sido llamado en alguna ocasión ‘El mercader de la muerte’; tal vez, simplemente, porque le pintó, el viejito (porque tener 65 años en el siglo XIX era ser un viejito, y no fue hace tanto), que tenía una importantísima empresa siderúrgica, que había patentado más de 300 inventos, que había establecido más de 90 fábricas de armamentos y que era asquerosamente rico, decidió, en lugar de ir por la clásica de dejarle la herencia a su familia, seguir siendo creativo y complicarle la vida a medio mundo, aunque esta vez de una manera hermosa.

De su enorme fortuna dejó apenas 100 mil coronas suecas (unos 11 mil dólares de hoy, y un número re difícil de estimar en dólares de 1890) para la familia y las restantes 31.225.000 para que se estableciera una serie de premios anuales que serían entregados a quienes hicieran los descubrimientos o diseñaran los inventos más importantes en el campo de la química, la física y la medicina o fisiología. Además, pedía que se dieran otros dos premios: uno, para quien colaborara más decisivamente con la paz mundial y otro para quien escribiera la mejor obra literaria ‘en un sentido idealista’, cosa que medio que nadie entendió nunca y que ya nadie se preocupa por entender.

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Un joven investigador increpa a Ivar Giaever, laureado en física, por haber negado que el calentamiento climático sea antropogénico. Giaever fue el más osado y el más puteado de todos los Nobel, por afano. Picture/Credit: Christian Flemming/Lindau Nobel Laureate Meetings

Los de la paz y literatura fueron desde el principio polémicos y supongo que lo seguirán siendo siempre porque resulta difícil, en ambos casos, fijar un criterio de valoración sólido y que no sea completamente subjetivo. Así y todo, no podemos perdonar al Comité frente a ciertos casos que son directamente ridículos, como el otorgamiento del de la paz a Obama en pleno desarrollo de las  guerras de Irak y Afganistán.

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Stefan Hell, premio Nobel por desarrollar la microscopía de fluorescencia de súper resolución, a punto de llevarse la decepción de su vida: no hay chinchus. A su lado el joven Yamamoto, ya notificado, ahoga sus penas. Picture/Credit: Christian Flemming/Lindau Nobel Laureate Meetings

Los Nobel de ciencia se mantuvieron, a pesar de algunas controversias menores, más o menos incuestionados, y esto se debe a que fueron, de acuerdo al consenso de la comunidad científica, ‘correctamente’ otorgados. Ojo con esto: no quiero decir que todos los que recibieron el premio Nobel hayan sido los que más lo merecían en su momento (cosa imposible de determinar) ni que la idea de otorgar un premio individual para una forma del conocimiento que es, por definición, colectiva, sea la manera más inteligente de hacerlo. Hay muchas cosas que revisar, pero dadas las condiciones de las que parte, que por supuesto podrían —y deberían— modificarse, no hubo sorpresas demasiado grandes ni escándalos resonantes en lo que lleva de historia, que es mucha.

Si uno se pone a revisar las listas de premiados resulta que, tarde o temprano, buena parte de los grandes descubrimientos fueron reconocidos —excepto, grave omisión que se me ocurre, el del barbudo Mendeleiev, cuya tabla periódica ordenó el quilombo empírico que era la química en la segunda mitad del siglo XIX y que murió sin recibir su merecida medalla—. Pero sí se galardonó la radioactividad con Marie Curie, el desciframiento de la estructura del ADN con Watson y Crick, la verificación de la existencia de la radiación cósmica de fondo con Penzias y Wilson, y así, muchos más.

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Edmund Wilson, uno de los que detectó el eco del Big Bang, se rapó para parecerse a Foucault. ‘Porque por la calle no me reconocía ni Magoya’, confesó. Picture/Credit: Adrian Schröder/Lindau Nobel Laureate Meetings

Podemos pensar que este respeto generalizado por el Nobel es gilada, y que lo que en realidad hace que los nobel sean figuras hollywoodenses de la ciencia es la necesidad humana de héroes y nuestro constante cholulismo. Si no, ¿por qué respetamos tanto un premio que, en definitiva, se otorga desde un escritorio por la decisión de un grupo de tipos bastante arbitrariamente designados (aunque no dejan de ser especialistas en las disciplinas que juzgan)? Tal vez tenga que ver con que, aunque toda decisión de otorgar un premio a alguien es inevitablemente discrecional y deja afuera a muchos otros que también se lo merecen —sobre todo en un campo científico cada vez más especializado, vertiginoso y globalizado— el modo de selección, aunque no del todo transparente, trata de evitar arbitrariedades evidentes: los candidatos deben ser propuestos por expertos de diversas instituciones académicas (son consultadas unas mil personas por premio) y son seleccionados por un comité de especialistas en las áreas relevantes. Tal vez se deba a que este comité suele tomarse un tiempo prudencial antes de premiar a cualquier tipo, con lo cual puede efectivamente verificar, por sus efectos, si lo que hizo en su investigación fue importante o no. O sea: no se la juega, con lo cual puede fallar por omisión, pero no por error.

Todas estas cosas seguro influyen, pero creo que hay algo más profundo en la razón de su éxito, algo que tiene que ver con el modo en que decidimos en nuestra vida cotidiana que algo o alguien es digno de confianza: si la comunidad de especialistas en ciencia percibe que, año tras año, se premian investigadores que lo merecen, que descubrieron cosas trascendentales, va a depositar un voto de confianza a priori y a considerar, por más que no conozca las investigaciones puntuales, que el premiado es admirable y que su trabajo merece ser conocido. Por el contrario, si sus expectativas son traicionadas sucesivamente, el premio se va a terminar desprestigiando, cosa que por ahora no pasó.

Con todas sus falencias, el Nobel científico continúa siendo el premio más prestigioso porque, gracias a una política conservadora de riesgo cero, más o menos acierta en sus decisiones según los que más metidos están en el campo. Si me apuran un poco y me obligan a comparar, diría que el Nobel, con todos los problemas que ya marqué, sería a la ciencia lo que la Palma de Oro del Festival de Cannes es al cine: un premio otorgado y bancado por especialistas que funda su respetabilidad en la acumulación de aciertos. Todo esto, por supuesto, hasta que Mirtha, modelo de garca, gane el Nobel de fisiología por ser la demostración empírica de que se puede vivir eternamente. Y ahí sí, finalmente, se vaya todo al carajo.