Como todos aprendimos del Tío Ben: un gran poder conlleva una gran responsabilidad. Ese poder, a veces, es que te escuchen. Que te crean. Que alguien vaya a hacer algo basado en lo que dijiste o a repetir tus palabras como ciertas. El tema es tratar de descular qué es ‘cierto’, dónde está la verdad y, una vez que la encontrás (o algo parecido, que un modelo no es más que eso, una propuesta de que mañana, casi seguro, el Sol sale igual que hoy), qué hacés con ella.
Saber pesa, y quema. A veces, la única forma de liberar esa urgencia de haber entendido un pedacito más del mundo empieza a tener sentido solamente cuando la compartís. El problema es que ese cachito de entender, capaz, molesta.
La naturaleza misma de la ciencia hace que terminemos encontrando más preguntas que respuestas, pero las respuestas halladas tranquilizan mucho. Esa estabilidad que hay en saber cómo son las cosas (como son por ahora, hasta que aparezca mejor evidencia que describa mejor como son las cosas, y así), nos ordena.
Hablar o no hablar. Esa es la cuestión, y David, con su cara de haber metido la mano en el frasco de galletitas, habló.
David no es David, sino DEIVID. Dr David. Profesor Doctor David John Nutt, un capo de la psiconeurofarmacología y ex presidente del Comité Asesor Sobre el Mal Uso de Drogas. Y acá lo importante es la parte de ‘ex’, porque a David lo fueron; lo fueron por ser extremadamente bueno en lo que hacía.
Después de muchísimos años de trabajar en el efecto de un MONTÓN de drogas sobre el humano, David decidió hacer un laburito integrador y poner las cosas en perspectiva. Y si hay algo que le gusta a una sociedad conservadora es que venga un gordito achinado y sonriente que seguro de pibe iba al arco a decirle que, en una de esas, lo que asume como bueno no está tan bien asumido.
Un día, mientras tomaba el té a las 4:20 –porque las reglas se hicieron para romperlas– nuestro bigotudo anarquista decidió que era buena idea clasificar una enorme serie de sustancias de acuerdo al daño que podían provocar tanto al usuario como a los que estuviesen en contacto con él. Cuando terminó de presentar los datos (la estadística pura y libre de prejuicios, digamos) resultó que mi viejo, al que creo haber visto borracho una sola vez volviendo de la fiesta de fin de año de su laburo, era un tipo peligroso, y que el pibito que fuma porro en la popular era prácticamente inócuo. Parece ser que, cuando lo mirás desde afuera y con la información ordenada, una persona que fuma 20 puchos por día y duerme a base de alprazolam diciéndole que está haciendo algo peligroso para su salud a otra que pasó un rato escuchando Dark Side of the Moon en la cresta de una ola de lisergia, resulta ser algo bastante irónico.
Claro que David no cerró el paper con ‘ok, so we can conclude Pablo’s father is a danger both for himself and for society’, sino más bien diciendo ‘¿Por qué permitimos el alcohol y prohibimos otras sustancias?’.
Cuando dejaron de sonar las sirenas de lo que está bien decir y lo que no, volvió a mirar los datos y ahí nomás vino la repregunta: ¿Y la adicción, David? Y, de nuevo, fue David y le tiró la ciencia encima. De esta manera volteó ideas viejas, pero ahora atacando el daño que le hacía una sustancia al usuario y la capacidad de la misma de generar adicción. Y refunfuñando, esa Doña Rosa –que todavía cobra jubilación de privilegio en el imaginario colectivo– volvió a quedar mal parada.
David había logrado generar 3 grupos más o menos lógicos. Los mismos tres grupos que se usaban en Inglaterra en esa época para clasificar las sustancias y su estatus legal, pero el resultado era bastante distinto del que la ley (una forma más amplia de Doña Rosa) aceptaba como válido. Bajo esta tonelada de evidencia, el Primer Ministro le otorgó a David una medalla, aplauso, grito y silbido. Despenalizó todas las drogas y creó un marco legal para la regulación del acceso legal a las sustancias psicoactivas.
Eso, o lo echó del laburo.
David Nutt fue separado de su cargo como encargado del Comité Asesor sobre el Mal Uso de Drogas por asesorar sobre el mal uso de drogas. Todo muy normal.
Conocer ‘La historia de David’ te obliga a confrontar lo que comprendés por bien y mal; lo que hace bien, lo que hace mal y hasta un poco más, te empuja a tratar de buscar un entender más allá del ‘dicen que’. Porque, en una de esas, es más importante quiénes dicen, qué dicen y para qué lo dicen, aunque a veces uno entienda las cosas por costumbre, por historia o simplemente porque nunca dijo ‘¡pero, pará!®’, se aflojó la corbata, se sacó los zapatos y se predispuso a mirar el mundo de otra manera, así fuese sólo por un ratito.