Energía

85min

¿Cómo encaramos el cambio de la matriz energética? ¿Podemos hacer una transición energética justa desde el Sur Global? ¿Electrificamos todo y seguimos consumiendo como siempre?

La moneda de la vida

El sistema energético

La energía es la moneda de la vida: la intercambiamos para hacer todo lo que hacemos. Cada proceso natural y cada acción humana es, en su forma más fundamental, una transformación de energía. De hecho, una de las tantas definiciones de vida es la capacidad de un organismo de apropiarse de la energía de su entorno para satisfacer sus necesidades metabólicas, como respirar, crecer y reproducirse. En los sistemas naturales, los organismos y ecosistemas se organizan alrededor de la captura de energía, y quienes logran obtener excedentes tienen una ventaja evolutiva. En nuestra vida en sociedad, usamos la energía fundamentalmente para tres cosas: trabajo, calor e iluminación. El trabajo se puede utilizar para desplazar materia o alterarla (por ejemplo, mover un vehículo); el calor, para calefaccionar espacios, cocinar alimentos y transformar materiales (como fundir metales o reciclar aluminio); y la iluminación, para desacoplarnos de la luz del sol y trascender los límites impuestos por los ciclos diurnos en nuestros ritmos de vida, lo que permite extender las jornadas laborales, ver una película a la noche o cualquier otra actividad nocturna. En esencia, el sistema energético comprende las formas en las que una sociedad se organiza para obtener la energía de su entorno y distribuirla para hacer todo lo que hace. Una forma sencilla de entender este concepto es pensar que el sistema energético es para una sociedad lo que una dieta es para una persona, con un metabolismo que intercambia materia y energía con sus alrededores.

Desde el punto de vista del materialismo cultural, el sistema energético forma parte esencial de la infraestructura que condiciona la cultura dominante en un momento determinado. Pensemos en la cultura como la composición de capas que se apoyan unas sobre otras y que se afectan mutuamente. En la parte superior se encuentra la capa más abstracta: la superestructura, formada por ideologías y factores simbólicos que integran la conducta y el pensamiento. Esta superestructura toma una forma más tangible en la categoría del medio, la estructura: básicamente, las reglas que ponemos para organizar cómo producimos o intercambiamos cosas o tiempo. Pero todavía es posible descender a un tercer nivel: sosteniendo todas las funciones de este sistema se encuentran las condiciones materiales, o la infraestructura, es decir, la tecnología concreta y las prácticas empleadas en la producción de alimentos y energía, así como las restricciones que impone el mundo natural. Esta capa es la condición de posibilidad de las anteriores, por lo que la cultura está intrínsecamente vinculada con la cantidad y el tipo de recursos energéticos de los que dispone y con cómo se organiza la sociedad a su alrededor para extraerlos, distribuirlos y usarlos. Somos lo que comemos, y comemos lo que hay: desde las calorías que nutren a cada ser vivo hasta los barriles de petróleo que consumen los millones de vehículos que recorren el planeta. Así como los flujos de energía sostienen la vida de todos los organismos, también condicionan la de los superorganismos, como sociedades y civilizaciones.

Pero hoy tenemos un problema: lo que comemos nos está matando. La dieta de la sociedad moderna se basa casi por completo en una abundante ingesta de combustibles fósiles, lo cual moldea nuestra civilización y al mismo tiempo la pone en peligro. ¿Por qué? Porque los niveles de consumo energético y material que sostienen a la civilización global están generando presiones en el sistema planetario hasta alcanzar puntos de colapso. La prescripción es clara: hay que cambiar la dieta hacia fuentes bajas en emisiones de GEI antes de que sea demasiado tarde. Sin embargo, la tarea no es sencilla, ya que además hay que contemplar otros impactos ambientales más allá de las emisiones y, al mismo tiempo, garantizar el derecho al acceso a energía barata y de calidad para toda la población, en especial para las casi 2000 millones de personas que sufren de pobreza energética. A esto se le suma que no está del todo claro que “las nuevas dietas” puedan ser compatibles con nuestras rutinas actuales, ya que las alternativas tecnológicas a nuestro alcance presentan numerosas desventajas respecto de los combustibles en cuanto a sus características físicas, lo que implica desafíos técnicos, sociales y culturales gigantes.

Como si fuera poco, obtener energía cada vez cuesta más energía. Actualmente, no tenemos certeza de si habrá suficiente para emprender una transformación de la matriz energética global a tiempo. Si bien hubo transiciones energéticas en el pasado, nunca jamás nos enfrentamos a una con las características de la actual. Estamos en presencia de uno de los desafíos más grandes de la historia de la humanidad, lo cual seguramente inaugurará un nuevo capítulo en la historia evolutiva de nuestra especie.

Cambios de dieta

Transiciones energéticas

Desde una perspectiva biofísica, la historia de la humanidad puede verse como una búsqueda incesante por controlar una mayor cantidad de fuentes y flujos de energía, en formas cada vez más concentradas y versátiles, para transformarlas de maneras más eficientes y económicas en calor, iluminación y trabajo (o movimiento). Esto nos ha permitido producir cada vez más comida, más cantidad y diversidad de bienes, movernos a escala planetaria y crear acceso a una cantidad casi ilimitada de información. El camino de la incesante captura energética siempre ha derivado en poblaciones más grandes, entretejidas en organizaciones cada vez más complejas y conectadas a lo largo y ancho del globo, con mejoras considerables en su capacidad de consumo material, pero, también, con un innegable aumento en la desigualdad con la que ese consumo se distribuye.

Nuestra historia evolutiva estuvo signada por saltos energéticos, también conocidos como transiciones energéticas, que desembocaron en la conformación de distintas eras energéticas. Estas transiciones son cambios en el perfil metabólico de las sociedades, cambios de dieta que transforman profundamente la forma en que las personas nos organizamos para sostenernos en un ambiente determinado, para extraer y usar energía, así como los impactos que esto genera. A lo largo de la historia, pasamos por tres grandes regímenes sociometabólicos: el forrajero (cuando éramos cazadores-recolectores), el agrario y el industrial.

El régimen forrajero dominó por lejos la mayor parte de nuestra historia. Durante un 97% del tiempo que llevamos existiendo, nuestra especie estuvo organizada en torno a la caza, la pesca y la recolección de frutos y plantas para comer, y de madera para calefacción y cocción. Vivíamos a base de energía solar y la usábamos de forma pasiva, consumiendo únicamente lo que el sol ya había transformado. La energía disponible en las cercanías en forma de alimento restringía el tamaño poblacional de estas primeras sociedades. A su vez, las densidades poblacionales bajas permitían una organización social nómade para moverse en función de las estaciones en búsqueda de nuevo alimento.

Este modo de organización social cambió profundamente cuando, alrededor del año 10.000 a. C., en distintas partes del mundo las personas comenzaron a transformar su entorno para agrandar la porción de tierra destinada a la alimentación, es decir, cuando comenzaron a practicar la agricultura. La agricultura es la mejora de la captación social de energía solar del entorno para su uso humano mediante la promoción de unas pocas especies vegetales en detrimento del resto. En otras palabras, la agricultura implica un aprovechamiento activo de la energía solar. Ya no buscábamos los alimentos que estaban allí disponibles para servirnos, sino que comenzamos a reemplazar la vegetación natural para producir ciertos granos, aprovechando la energía solar lo más posible con el objetivo de incrementar la cantidad de comida, tanto para humanos como para animales de ganado. Esta es la primera gran transición energética de la humanidad. Una nueva era.

Pero empezar a producir por encima de nuestras necesidades inmediatas trajo una serie de cambios en cascada irreversibles. Estos excedentes energéticos permitieron sostener poblaciones más grandes y una parte de esas poblaciones pudo dedicarse a actividades que no tenían que ver con la subsistencia básica: desde la política o el arte, hasta la filosofía o la guerra. Antes, las personas usaban todo su tiempo para cazar animales y recolectar frutos para alimentarse, buscar fuentes de agua, defenderse de los predadores o mantener los refugios. No quedaba tiempo disponible para pensar e innovar, solo para subsistir. Nadie podía especializarse demasiado en algo muy específico, porque todos tenían que ser autosuficientes en buena medida. Pero el incremento en los excedentes energéticos producidos por una gran masa de agricultores —campesinos, esclavos humanos y animales— permitió que otra porción de la población comenzara a especializarse en una rama cada vez más diversa de actividades, lo que aumentó la trama de intercambios y la cantidad de roles sociales existentes. Surgieron la alfarera, el herrero, el comerciante y los artistas. También aumentó la cantidad de personas que podían alimentarse sin tener que arar la tierra por sí mismas. Se construyeron templos, monumentos y palacios majestuosos. Emergieron, así, las primeras ciudades. La especialización derivó en innovaciones tecnológicas que mejoraron la productividad, lo que incrementó aún más el excedente energético. Las poblaciones crecieron y al aportar mayor fuerza de trabajo, retroalimentaron el proceso. La humanidad se fue complejizando a medida que lograba incrementar la energía disponible a su disposición, algo que es una cons­tante a lo largo de la evolución y expansión de nuestra especie. Más energía. Más complejidad. Más energía.

La última gran transición energética comenzó a finales del siglo xviii, en Inglaterra, cuando se desarrolló la máquina de vapor y toda la infraestructura tecnológica necesaria para explotar una fuente de energía mucho más poderosa que los músculos y la madera: el carbón mineral.

Corría la década de 1770 cuando los ingleses se dieron cuenta de que el calor generado por la quema de combustibles fósiles podía generar vapor de agua que moviera pistones y engranajes, los cuales, a su vez, podían movilizar cualquier máquina: desde bombas para extraer agua de las minas de carbón hasta locomotoras sobre rieles o embarcaciones en el océano. El modelo de máquinas de vapor diseñado por el inventor James Watt comenzó a comercializarse a gran escala y los combustibles fósiles fueron reemplazando a los alimentos como fuente energética dominante del metabolismo social, que empezó a estar motorizado por máquinas y ya no por músculos animales y humanos. Así nacía la era del metabolismo industrial, producto de una revolución en nuestra capacidad de convertir energía y de relacionarnos con nuestro entorno.01Tránsito de una sociedad agraria a una industrial, un proceso tan diverso y desigual como complejo. 

Figura 2.1.1 Antes de la Revolución Industrial, la fuerza de trabajo estaba limitada por la productividad de los sistemas agrícolas para alimentar músculos humanos y animales. La combustión de hidrocarburos rompió este límite.

En esencia, la demanda energética puede tener dos formas. O es consumida dentro de nuestros cuerpos (energía endosomática) o fuera de ellos (energía exosomática). Para diferenciar la energía consumida en nuestra alimentación de la energía relacionada al consumo de bienes y servicios, el ecólogo catalán Ramón Margaleff habla de metabolismo biológico y metabolismo cultural. Con el paso del tiempo y el acceso a nuevas fuentes energéticas, el primero se fue haciendo minúsculo en comparación con el segundo. La capacidad de apropiarse en forma colectiva de proporciones gigantescas de energía, más allá de lo necesario para mantener en funcionamiento nuestras necesidades fisiológicas, es una característica distintiva de la especie humana. Hoy, el consumo cultural supera 80 veces al biológico (en las naciones más ricas, mucho más). Somos la única especie que usa masivamente energía fuera de lo que nuestros cuerpos necesitan. Esto configura una particularidad única que explica, al menos en parte, el éxito de la humanidad para expandirse por todo el planeta.

Figura 2.1.2 Los músculos fueron los principales medios de conversión de energía hasta principios del siglo xx. Se reemplazaron primero por máquinas a vapor y luego, por motores a combustión interna. Este proceso no fue uniforme. De hecho, para varios países aún no ha concluido.

Figura 2.1.3 Comparación de consumo biológico y cultural típico por persona para diferentes civilizaciones y eras energéticas. Puede apreciarse cómo el consumo cultural fue creciendo a lo largo del tiempo, mientras que el biológico, no tanto.

Para el sistema productivo, la quema de combustibles fósiles fue —y todavía es— como una inyección constante de hormonas de crecimiento que redujo las limitaciones infraestructurales impuestas sobre el ritmo evolutivo de nuestra historia. Así, la era de los combustibles fósiles se puede considerar una emancipación (ilusoria y temporal) de los tiempos biológicos: en ella, la disponibilidad de energía ya no depende de la estación ni de la hora. El consumo energético puede ser ininterrumpido.

Esclavos detrás del telón

Fuentes de energía

Un adulto promedio puede sostener una potencia de trabajo de 100 watts durante una jornada laboral, 10 veces menos que un caballo de tiro. Esto quiere decir que, cuando el metabolismo social era motorizado por músculos, la máxima concentración de potencia de trabajo que podía llegar a dirigir una persona, en algún caso excepcional (como una gran obra ingenieril o arquitectónica con cientos de constructores) podía llegar a los 100.000 W.

Esta potencia de trabajo es fácilmente alcanzable por gran parte de la sociedad moderna. Hoy cualquier persona con un vehículo liviano tiene en su poder más de 50.000 W. Esto equivale a unos 70 caballos de fuerza,02Con una potencia por masa de 1000 g/W, un caballo típico de 750 kg tiene 750 W. La potencia mínima del Volkswagen Gol es de 72 caballos de fuerza (52.500 W), mientras que la Ferrari 812 Competizione tiene más de 830 caballos de fuerza (622.500 W).  o 700 esclavos energéticos. Con una hora de trabajo, una persona en Argentina con un salario mínimo podría comprarse cerca de dos litros de gasolina, lo que equivale al trabajo diario potencial de 18 personas. Hemos creado una sociedad en la que la energía es tan barata que incluso un trabajador con un sueldo bajo tiene cientos de “esclavos energéticos” trabajando día y noche para moverlo de un lugar a otro, calefaccionar su hogar o iluminar su entorno. En la actualidad, una familia con electrodomésticos en su hogar y un par de autos tiene a su disposición más capacidad de generar energía que la que tenía un señor feudal durante el siglo xix con miles de trabajadores y cientos de caballos.

Veamos esto de otra manera para terminar de dimensionarlo. Hoy el mundo consume en hidrocarburos (petróleo, gas natural y carbón) el equivalente a 200 millones de barriles de petróleo diarios. Considerando que la energía que contiene un barril de petróleo equivale al potencial del trabajo que podrían hacer 2830 personas en un día —o una persona durante 8 años sin descanso—, esto equivale a unos 570.000 millones de esclavos energéticos trabajando en el planeta cada día. O sea, ¡70 veces más que la cantidad total de habitantes del planeta! Esa es la magnitud del trabajo invisible fosilizado que está detrás de cada botón que apretamos y cada perilla que abrimos.

Algunas razones que explican la difusión por todo el planeta de los hidrocarburos en general, y del petróleo en particular, son sus irresistibles características químicas. El más contaminante de los tres es el carbón, que antes se usaba para el transporte y hoy principalmente para generar electricidad —de hecho, aún en 2022, es la principal fuente de electricidad del mundo, especialmente en China, India y Alemania—.

Luego tenemos al petróleo que, en términos de emisiones, es menos peor. El petróleo tiene un altísimo contenido energético en poco volumen y puede ser acumulado y transportado a temperatura ambiente con relativa facilidad. Es como una batería gigante que puede ser usada cuando se lo requiera (con el gas natural y el carbón ocurre algo similar, aunque de un modo un poco más complejo). Comenzamos a usar petróleo masivamente para movernos luego de la Segunda Guerra Mundial, cuando se impusieron los motores a combustión como el medio predilecto de movilidad. Si hoy nos parece normal llegar volando en solo 12 horas de un continente a otro, acceder en nuestra esquina a frutas y verduras de cualquier parte del mundo durante todo el año, o desplazarnos de una punta de la ciudad a la otra en pocos minutos, es porque el petróleo abastece a más del 80% del transporte en vehículos, trenes, barcos y aviones.03Paradójicamente, el 40% de los productos transportados por los hidrocarburos son… hidrocarburos. Esto es, concretamente, la infraestructura que condiciona la cultura: las fronteras se extendieron y los tiempos se acortaron. Cambió nuestra concepción del espacio-tiempo. El transporte accesible también hizo posible el comercio global y la producción en masa a gran escala.04Antes, los altos costos de distribución previos a la era industrial cancelaban cualquier ganancia en eficiencia que podría tener una producción centralizada. A modo de ejemplo, durante el Imperio romano una carga de trigo transportada en una carreta doblaba fácilmente su precio después de recorrer 50 km. Hoy, cualquier producto barato puede viajar por varios continentes antes de llegar a nuestras manos a un costo de centavos por unidad. 

Por último, dentro de la gran bolsa de combustibles fósiles tenemos al gas natural, que al combustionarse libera casi la mitad de emisiones que el carbón, y por ese motivo puede considerarse un combustible de transición. La clave para aprovechar su beneficio está en que no se nos escape antes de poder quemarlo —algo conocido como emisiones fugitivas, un gran desafío que enfrenta esta fuente de energía si quiere convertirse en una alternativa viable—. A mediados del siglo pasado, el gas natural se introdujo para transformar la forma de calefaccionar los hogares, cocinar alimentos y operar nuestras fábricas.

Figura 2.1.4 La densidad energética expresa la cantidad de energía por unidad de masa que libera un recurso en su combustión. Los combustibles más densos tienen mayor energía contenida. La energía que podamos obtener de estos dependerá de los usos y las tecnologías de conversión.

En síntesis, usamos cada combustible fósil para cosas distintas, pero los tres juntos para hacer todo lo que hacemos. En conjunto, los tres abastecen cerca del 78% del consumo de energía global.

La industrialización y el uso masivo de energía marcó un punto de muy difícil vuelta atrás para la humanidad. Una vez asentado un modo de vida urbano, una economía mundializada, un consumo material en aumento y un tamaño poblacional alto —todo ello dependiente de los combustibles fósiles—, desengancharse de ese consumo energético requiere de grandes cambios civilizatorios, ya que existe una retroalimentación positiva entre los flujos energéticos y los modos de vida que se crean con ellos.

Actualmente, nuestra civilización se sostiene sobre cuatro materiales: acero, amoniaco, cemento y plásticos, pero su producción a gran escala depende de los combustibles fósiles. Por ejemplo, la síntesis del amoniaco que convertimos en fertilizantes para la producción agrícola necesita gas natural. De hecho, la agricultura moderna es altamente dependiente de subsidios energéticos a gran escala, tanto de forma directa (combustibles líquidos para las máquinas, tractores, sistemas de irrigación y procesamiento de granos) como indirecta (energía integrada en la síntesis de fertilizantes, pesticidas y herbicidas). Por eso, el reconocido ecólogo estadounidense Howard Odum dijo que hoy comemos papas hechas parcialmente de petróleo.

El resto de la energía la obtenemos de fuentes no fósiles, que vamos a llamar alternativas. Al abrir la carta de lo que nos ofrece el menú energético, podemos encontrarnos con una diversidad de opciones que contribuyen y podrían contribuir, en mayor o menor medida, a diversificar nuestra dieta. Acá podemos encontrar la energía hidroeléctrica, la solar o la nuclear, por ejemplo. Si, además, estas fuentes se regeneran de forma natural y podríamos usarlas indefinidamente sin agotarlas —como la solar o la eólica—, podemos llamarlas renovables. Al año 2019, la más importante de ellas era la energía hidroeléctrica (7%), seguida por la nuclear (4%) y luego la eólica (3%). La solar, los biocombustibles y otras fuentes de enegía modernas suman el resto, aunque en las regiones más pobres del mundo, aquellas que aún no completaron sus transiciones energéticas a los combustibles fósiles, la biomasa es todavía fundamental. Si queremos una dieta saludable, vamos a tener que ser capaces de diversificar nuestro consumo energético, logrando que estas opciones sean cada vez más representativas en el menú.

Es importante entender que no porque un recurso sea renovable quiere decir que podamos usarlo sin límites. Las bioenergías —aquellas que surgen de aprovechar leña o aceites vegetales— son renovables solamente si las usamos a una tasa menor a la que tarda el planeta en reponerlas. Esta lección nos la enseña la deforestación causada por las sociedades de la Europa preindustrial: si hubiesen querido satisfacer sus necesidades de calefacción, cocina o fundición de hierro usando la madera al ritmo que le lleva a un bosque reponerla, no les hubiera alcanzado ni para el 2% del consumo total que, de hecho, tuvieron. Esta regla vale incluso para nuestro vínculo actual con los combustibles fósiles: los usamos 500.000 veces más rápido de lo que tarda la geología en producirlos. Decimos que no son renovables porque su tasa de reposición no es relevante para nuestra escala temporal. Por el contrario, decimos que la energía solar es renovable porque del sol recibimos mucha más energía de la que podríamos consumir.05En un día, recibimos del sol más energía de la que usamos durante todo un año. El sol envía energía a la Tierra a una tasa de 1360 W/m2, lo que resulta en aproximadamente 174.000 TW de energía solar que intercepta nuestro planeta. Esto es cerca de 10.000 veces nuestro consumo.  De todas formas, es importante comprender que, si bien un recurso puede ser renovable —como el sol, el viento o el agua—, las infraestructuras que montamos para aprovecharlos no lo son, y requieren de combustibles fósiles para transportarse y de numerosos minerales para instalarse —cobre para los cables, litio para las baterías, acero para las turbinas eólicas—. Sobre esto vamos a profundizar al final. Por lo pronto, importa saber que tanto la sustentabilidad como la renovabilidad de un recurso depende de la magnitud de su consumo.

Una pirámide de complejidades

Producir energía cuesta energía

Tanto desde la biología como desde la antropología, se ha pensado la favorable disponibilidad de energía como un factor determinante en la evolución y el aumento de la complejidad de plantas, animales y humanos. O sea, cuanto mayor es la disponibilidad de energía de un sistema, mayor es el tamaño y la complejidad que este puede alcanzar. Por eso, el acceso a la energía es una condición necesaria para el desarrollo de una sociedad. Sin embargo, no es una condición suficiente, ya que, como señala Vaclav Smil, reconocido investigador en energía: “Ni la abundancia de fuentes energéticas ni su alto consumo garantizan la seguridad de un país, el confort económico o la felicidad personal”.

Este vínculo complejo entre energía y desarrollo se puede ver de forma concreta al comparar el consumo energético de distintas sociedades con su desempeño en el Índice de Desarrollo Humano (IDH). Dentro del metabolismo industrial, hay sociedades que han podido asegurar dietas adecuadas, cuidado sanitario básico, escolarización y una calidad de vida decente con un uso energético bajo, mientras que otras consumen más del doble o del triple sin mejoras equivalentes en su bienestar. O sea, mayores cantidades de energía redundan en un mayor desarrollo solo hasta un determinado nivel de ingresos (digamos, desde un país como Etiopía hasta uno como Turquía). Luego, hay una especie de saturación y más consumo se convierte en derroche (por ejemplo, desde Italia o Japón hasta Estados Unidos o Arabia Saudita). Esta relación no es estática en el tiempo, ya que los niveles de consumo energético necesarios para alcanzar el bienestar dependen de qué tecnologías usemos y de cómo nos organicemos social, cultural y políticamente para repartir las riquezas que generamos.

Es fundamental comprender que, para consumir energía, primero hay que producirla, y producir energía cuesta energía. Ya sea para hacer funcionar las maquinarias en los yacimientos de hidrocarburos o bien las infraestructuras necesarias para aprovechar el poder del sol, del agua o del viento. Estas actividades productivas, como cualquier otra, son subsidiadas por la energía producida previamente.

Figura 2.1.5 Índice de Desarrollo Humano y consumo de energía per cápita en 2017. El mayor uso de energía conlleva mejoras en la calidad de vida solo en etapas iniciales de desarrollo. No se aprecian mejoras fundamentales por encima de un cierto nivel.

Una forma de medir lo que rinde un recurso a la sociedad en términos energéticos es dividir la energía que contiene dicho recurso por la energía que se necesitó para producirlo. Así, obtenemos la Tasa de Retorno Energético (TRE). La idea es bastante sencilla: si un barril de petróleo contiene 100 unidades de energía y producirlo cuesta 5 unidades, su TRE será de 20 (100/5=20). Mientras más alta sea la energía neta del recurso, mayor será su rendimiento energético, lo que implica más posibilidades de desviar recursos desde la subsistencia básica hacia el arte y la educación —como también a la guerra, según las prioridades de cada sociedad—. Es importante destacar que sostener altos niveles de complejidad requiere que altos retornos energéticos se traduzcan en energía abundante y barata, dos cualidades que dimos por sentadas durante los últimos siglos y que hoy enfrentan numerosas limitaciones.

¿El principio del fin?

La trampa energética

En primer lugar, tenemos que entender la paradoja intrínseca de los combustibles fósiles, que, mientras que son esenciales para el mundo globalizado, amenazan la vida en el planeta como la conocemos. En segundo lugar, desde el campo de la economía biofísica,06La economía biofísica incorpora al proceso económico conceptos procedentes de la ecología y la termodinámica. se advierte que, en un mundo donde los recursos son finitos, es imposible sostener una dinámica evolutiva que vaya permanentemente hacia mayores niveles de complejidad y demande siempre más energía.07No siempre más complejidad es mejor. De hecho, existe controversia sobre si la agricultura incrementó o no la calidad de vida de las poblaciones humanas respecto a sus antecesores. 

Por un lado, tenemos un problema con la cantidad de recursos hidrocarburíferos disponibles: los yacimientos se agotan. Si bien los avances tecnológicos nos han permitido alcanzar recursos que antes eran inaccesibles, esto trae aparejado un segundo problema: la calidad de los recursos energéticos empeora, ya que los de mejor calidad y más fácil acceso se utilizan al principio, lo que deja los de inferior rendimiento y mayor costo para el final. Esto se traduce en lo dicho anteriormente: cada vez cuesta más energía producir energía. A modo de ejemplo, en 1930 alcanzaba con perforar el suelo unos 20 metros para extraer petróleo, y esto permitía obtener retornos energéticos cercanos a 100, mientras que hoy más del 90% de los nuevos descubrimientos de yacimientos ocurren o bien en las profundidades del océano o en la roca madre, con tasas de retorno energético que oscilan entre 5 y 18.

Lo paradójico de esta situación es que, mientras el descubrimiento de nuevos yacimientos incrementa las reservas brutas de recursos, la energía neta disponible para la sociedad puede ser cada vez menor. Esta situación es conocida como trampa energética, algo que a los indicadores económicos les cuesta capturar. En general, la evidencia muestra que el rendimiento energético de los combustibles está en descenso y que, si bien las fuentes alternativas tienen un rendimiento mucho menor que los combustibles tradicionales, presentan una tendencia creciente gracias a mejoras tecnológicas y de eficiencia.

Figura 2.1.6 TRE primaria para distintas fuentes de energía. Se observa una tendencia decreciente en los combustibles fósiles, que en 1930 rondaban una TRE cercana a 100 y hoy se encuentran por debajo de 20. Los valores son estimativos y pueden diferir según el sistema específico que se analice y la metodología adoptada.

Hoy, la producción de combustibles líquidos demanda aproximadamente el 15% de la energía generada por esos mismos combustibles, y para 2050 se estima que la mitad de la energía que generen va a ser deglutida en su propia producción. Este hecho por sí solo pone en riesgo la sociedad moderna tal como la conocemos, pero también atenta contra cualquier posibilidad de solución al problema: ¿seremos capaces de producir la energía necesaria para montar una nueva infraestructura energética que sea sustentable? ¿Tenemos la energía que hace falta invertir para mitigar la crisis climática? En cualquier caso, ya sea por escasez o por voluntad, una nueva transición energética es inminente, lo cual impactará en nuestras sociedades de formas que todavía es muy difícil predecir.

Un cambio sin precedentes

Descarbonización

A diferencia de las transiciones del pasado, que surgieron como resultado de la aparición de nuevas tecnologías y/o descubrimientos de recursos, la actual es una transición consciente. Sabemos que tenemos que trascender el paradigma fósil porque necesitamos reducir las emisiones de GEI. Pero, como ya vimos, el estrecho vínculo entre el régimen energético y la cultura de una sociedad implica que la transición energética es mucho más que transformaciones tecnológicas, e involucra también cambios en las esferas socioculturales.

En términos generales, el objetivo consistiría en generar energía con todo lo que nos gusta —abundante, constante y barata— sin nada de lo que no nos gusta —contaminación atmosférica y emisiones de GEI—. De esto se trata, a grandes rasgos, lo que se conoce como descarbonización, un proceso que tiene como horizonte lograr la carbononeutralidad hacia 2050-2070. La propuesta general para reemplazar a los combustibles fósiles es electrificar todo lo que se pueda y lograr que esa electricidad provenga de una mezcla de fuentes de bajas emisiones de GEI, ahorrando energía donde sea posible. Donde no se pueda electrificar, habrá que usar otras alternativas tecnológicas, como el empleo de métodos de captura de carbono, bioenergías, combustibles sintéticos o gases como el hidrógeno.

Mientras que las transiciones previas fueron guiadas por oportunidades de producir más barato o por la disponibilidad de mejores servicios energéticos,08Cuando dejamos de quemar leña y empezamos a usar más carbón, por ejemplo, fue porque un kilo de carbón nos proporcionaba más luz y calor que un kilo de leña. la transición actual está motivada por un factor que hasta ahora nunca nos había importado, ajeno al rendimiento energético de los recursos: nada más ni nada menos que la supervivencia de nuestra civilización. Pero las energías que se espera que tengan mayor rol en esta transición, es decir, las que minimizan las emisiones de GEI, como la solar y la eólica, presentan notables desventajas en términos energéticos respecto a los combustibles que pretenden reemplazar. Tienen baja densidad, son intermitentes, no son fácilmente almacenables a gran escala —al menos no todavía—, dependen de una gran cantidad de minerales escasos y su rendimiento energético es inferior al de los combustibles convencionales. Incluso, hay estudios que indican que un sistema eléctrico 100% renovable tendría retornos energéticos inferiores a lo identificado por la literatura para el sostenimiento de sociedades complejas como las modernas.09Los resultados obtenidos por Capellán-Pérez et al. (2021) indican que una rápida transición hacia un sistema eléctrico 100% renovable a nivel global hacia el 2060, consistente con la narrativa del “crecimiento verde”, podría disminuir la TRE del sistema energético de ~12:1 a 3:1 para mitad de siglo y luego estabilizarse en ~5:1. 

Como si esto fuera poco, la historia de las transiciones energéticas ha sido una historia de adiciones. Nunca reemplazamos una fuente por otra, sino que más bien agregamos nuevas fuentes a las anteriores. Al uso tradicional de la biomasa y los molinos de agua y viento se sumaron el carbón, el resto de los hidrocarburos, la energía hidroeléctrica, nuclear y, por último, las renovables modernas. Como resultado, cada fuente siguió aumentando en términos absolutos, abasteciendo un consumo energético siempre creciente. De hecho, la percepción común de que el siglo xix estuvo dominado por el carbón y que el petróleo dominó el siglo xx es errónea. En términos globales, la biomasa siguió dominando el siglo xix y el carbón fue la fuente que más energía generó durante todo el siglo xx.

Figura 2.1.7 Participación absoluta de cada fuente en el consumo de energía primaria (exosomática). Se aprecia que las nuevas fuentes siempre se apoyaron sobre las anteriores, y que estas últimas siempre siguieron en aumento.

Si la transición energética actual pretende cumplir con los objetivos climáticos, no alcanza con agregar fuentes limpias a un consumo de carbón o petróleo que siga creciendo. Reducir emisiones implica abandonar progresivamente estos combustibles de los cuales tanto dependemos a una velocidad y magnitud sin precedentes. En otras palabras, la sustitución de energías no debe ser relativa, sino absoluta. Lamentablemente, como reflexiona Bill Gates: “La historia no está de nuestra parte” , ya que a juzgar por las transiciones del pasado, depender de nuevas fuentes de energía nos ha llevado décadas. Existe una gran incompatibilidad entre los plazos temporales requeridos para el cumplimiento de las metas climáticas y los requeridos por la magnitud de cambios infraestructurales y socioculturales necesarios.

Figura 2.1.8 Lleva mucho tiempo adoptar nuevas fuentes de energía. En 60 años, el carbón pasó de representar el 5% de la producción energética mundial a casi el 50%. En cambio, el gas natural solo llegó al 20% en el mismo período de tiempo.

Pensemos que la infraestructura energética tiene tres componentes principales. En primer lugar, está la tecnología núcleo de la generación de la energía, compuesta por todo lo necesario para realizar la extracción y prospección —yacimientos petrolíferos para extraer petróleo o parques eólicos para transformar viento en electricidad—. Luego, tenemos todas las infraestructuras asociadas: gasoductos, tuberías, líneas de alta tensión. Por último, está el paquete tecnológico relacionado a los distintos usos finales que le damos a cada fuente de energía —desde un motor a combustión que transforma el combustible líquido en movimiento hasta bancos de baterías para un auto eléctrico—. O sea, que una transición energética es mucho más que cambiar de fuentes de energía: implica cambiar la infraestructura más compleja y gigante que creó la humanidad.

Entre deseos y escenarios

Futuro factible, futuro deseable

Una forma de aventurarnos en lo que será el futuro de la energía es observando lo que proyectan los actores más relevantes en la materia. En 2019, el Consejo Mundial de la Energía (WEC, por sus siglas en inglés) comparó los escenarios energéticos de la Agencia Internacional de la Energía (IEA), la Administración de Información Energética (EIA), y el IPCC, entre otros. Estos escenarios pueden dividirse en dos grandes categorías. De un lado, están las proyecciones y los escenarios posibles, que intentan predecir el futuro analizando las tendencias actuales. Por otro lado, tenemos los escenarios normativos, orientados por metas deseables en función de una agenda. En materia climática, estos últimos se preguntan qué hace falta para cumplir con el objetivo del 1,5 °C o 2 °C de aumento máximo de temperatura global, y a partir de allí, identifican brechas entre lo que se está haciendo y lo que se debería hacer. Así, mientras los primeros se basan en datos y tendencias, los últimos se basan en objetivos y valores. Podríamos decir que los dos primeros indican un futuro factible, nos guste o no, mientras que el último indica uno deseable, se pueda o no.

El análisis muestra que para la mayoría de las proyecciones y escenarios posibles, la participación de los combustibles fósiles al 2040 no representará menos del 70% de la demanda global (hoy ubicada en torno al 80%). Incluso en un escenario donde los países cumplan con sus promesas, la IEA proyectó en 2021 que los hidrocarburos superarán el 50% de la oferta global incluso en el 2050. Las comparaciones permiten observar que la demanda de hidrocarburos crecerá en términos absolutos durante los próximos años, y alcanzará su pico de demanda recién a partir de la próxima década.10Los picos de demanda por tipo de combustible difieren entre los escenarios. Si bien existe una gran incertidumbre, en general se darán entre el 2030 y el 2045, siendo el primero el carbón, luego el petróleo y, finalmente, el gas natural. Tanto el gas natural como las renovables crecerán a costa del carbón. 

La mayoría de los escenarios posibles y proyecciones analizados por el WEC predicen un aumento sostenido del gas natural durante las próximas dos décadas. En algunos casos, podría convertirse en la columna vertebral de los nuevos sistemas energéticos. Porque el gas, para muchos países, es considerado un combustible de transición11Si bien esto puede ser válido para algunos países, su validez a nivel global está debatida, ya que sustituir globalmente carbón por gas no permitiría cumplir con las metas climáticas a 2050.  debido a que genera la mitad de GEI que el carbón por unidad de energía producida y se complementa de forma muy conveniente con las energías renovables: cuando el viento deja de soplar, o el sol de brillar, alcanza con encender una turbina a gas para generar energía de forma rápida. Esto dota de estabilidad al sistema ante la intermitencia inherente a la generación renovable (esto se conoce como potencia de respaldo: está ahí, alerta, por las dudas).

A esta altura, sería lógico preguntarse qué tan sustentables son estos escenarios: ¿alcanzan o no para cumplir los objetivos climáticos? ¿Qué tan lejos están de hacerlo? Acá es donde entran a jugar los escenarios normativos, que fijan una meta, y en base a ella trazan un camino que se puede usar para comparar con el sendero actual.

En general, el contraste entre estos senderos deseables y las tendencias actuales es inmenso. En 2021, la IEA desarrolló su escenario de cero emisiones netas, con el objetivo de mostrar una hoja de ruta compatible con alcanzar la carbononeutralidad al 2050. Recorrer esa ruta implica, entre otras cosas, no aprobar nuevas plantas de carbón sin captura de carbono a partir de 2021, que el 60% de los autos vendidos al 2030 sean eléctricos, o que para mitad de siglo la mayor parte de la energía provenga de fuentes renovables, mientras que la electricidad debería pasar de representar el 20% del consumo total actual de energía a cubrir la mitad. Recordemos que la electricidad representa solo una pequeña porción de nuestros consumos (entre 20% y 25%, según el país). Sucede que la mayoría de las actividades humanas suelen funcionar sin consumir electricidad, mediante la quema directa de algún combustible fósil. La matriz eléctrica es solo una parte de la matriz energética, la cual es mucho más amplia e incluye todas las fuentes de energía disponibles. Como las energías renovables solo generan electricidad, aumentar su participación en la matriz energética requiere que hagamos cada vez más cosas con electricidad. Esto se conoce como electrificación de la demanda, y consiste en hacer que la electricidad llegue cada vez más lejos.

Figura 2.1.9 Hitos claves para alcanzar la carbononeutralidad en 2050 según la IEA

Figura 2.1.10 El escenario de carbononeutralidad de la IEA establece que, para 2050, el consumo total global de energía debe decrecer y que la mitad de ese consumo debe ser energía eléctrica generada mayoritariamente por fuentes renovables.

Ahora bien, hasta acá pareciera que las recomendaciones son bastante generales y podrían funcionar para cualquier país, en cualquier contexto. La prescripción puede resumirse en tres líneas de acción fundamentales: electrificar los consumos energéticos, expandir el uso de energías limpias y promover el ahorro y la eficiencia energética, de modo de dejar atrás de forma progresiva la alta ingesta de combustibles fósiles. Pero… ¿qué diferencia hay entre el sendero que tiene que transitar Venezuela y el que tiene que transitar Noruega? ¿Pueden haber ganadores y perdedores? ¿Qué intereses se levantan detrás de esta misión tan noble para salvar al planeta?

En(tres) tensiones

Seguridad energética, equidad energética y sostenibilidad ambiental

Comenzando 2022, el presidente de la nación más poblada del planeta, Xi Jinping, dijo que “las metas climáticas no deben comprometer otras prioridades como el suministro adecuado de comida, energía y materiales, de modo que se garantice la vida normal de las masas”. En un contexto de recuperación económica pospandemia, la demanda energética creció mucho más de lo esperado, se desacopló de la oferta global de combustibles y derivó en faltantes que llevaron los precios de los combustibles a niveles récord. En este contexto, China comenzó a usar todo su carbón disponible para hacerse de energía barata, y alcanzó su récord máximo de producción.

En Argentina, los Lineamientos para un Plan de Transición Energética al 2030, presentados por el Poder Ejecutivo en noviembre de 2021, establecen que “la transición energética, motorizada por la demanda de acción climática, debe ser justa, asequible y sostenible. Debe tener simultáneamente consistencia social, macroeconómica, fiscal, financiera y de balanza de pagos (...) armonizando un sendero de transición energética compatible con la inclusión social, el crecimiento económico y la disponibilidad de divisas”.

Por otro lado, la IEA enfatiza que “las transiciones energéticas que sean exitosas deben ser seguras y tener a las personas en el centro, caso contrario no sucederán a la velocidad necesaria para detener un cambio climático catastrófico”. El hecho de que Estados y organismos internacionales adviertan la necesidad de compatibilizar la descarbonización con otros aspectos sociales y económicos pone en evidencia que existen tensiones entre objetivos de distinto orden. ¿Cómo entenderlas? ¿Cómo abordarlas?

El WEC propone un marco conceptual: para que una política energética sea sostenible, debe ser capaz de equilibrar las tensiones emergentes entre tres dimensiones, que juntas constituyen un trilema: seguridad energética, equidad energética y sostenibilidad ambiental. La seguridad energética se refiere tanto a garantizar el suministro de energía de fuentes nacionales y externas, como a la fiabilidad de la infraestructura energética para satisfacer la demanda actual y futura. Es decir, que no falte energía. La equidad energética hace referencia a la accesibilidad y asequibilidad del suministro de energía para toda la población. O sea, va en línea con garantizar el derecho a su acceso a precios asequibles. Por último, la sostenibilidad ambiental abarca tanto el logro de eficiencias energéticas del lado de la oferta y la demanda, como el desarrollo del suministro de energía a partir de fuentes renovables y otras fuentes bajas en carbono, considerando también otros impactos ambientales más allá de las emisiones de GEI.

Figura 2.1.11 El trilema energético ilustra las tensiones que enfrentan las políticas energéticas.

La preponderancia que tiene cada uno de estos ejes cambia según el contexto sociopolítico del momento. A partir del año 2021 —primero por la crisis energética global producto de la recuperación de la pospandemia y luego por la guerra entre Rusia y Ucrania—, la agenda de la seguridad energética desplazó a la de la descarbonización y cobró una relevancia que en tiempos de paz y estabilidad económica había perdido. Europa entendió que su alta dependencia del gas y del petróleo ruso la dejaba expuesta a situaciones de vulnerabilidad frente al gigante energético. El ministro de Economía y Ambiente alemán llegó a declarar: “Putin rompió el puente del gas como combustible de su transición: ahora será el carbón”. Y desde cierto punto de vista, es comprensible: en un contexto así, la soberanía energética es prioritaria, cueste lo que cueste. Dicen que situaciones extremas requieren medidas extremas, pero, hasta ahora, parece que ningún país abordará la crisis climática con el mismo sentido de urgencia. La velocidad de la transición energética será mucho menor en un mundo políticamente fragmentado e inestable que en uno con altos grados de cooperación internacional.

Lamentablemente, más que la cooperación, prima la competencia. Desde los países centrales entienden que este proceso es una posibilidad de inundar a los mercados en desarrollo con las tecnologías que ellos mismos lideran, atadas a financiamiento que ellos mismos otorgan. La descarbonización de la matriz permite afianzar su dominio tecnológico mediante la promoción de un nuevo paradigma verde, en el cual reproducen su rol histórico de exportadores de tecnología.

En períodos de transición entre paradigmas tecnológicos, los países semiperiféricos tienen mayores oportunidades de reducir las brechas tecnológicas al adoptar tecnologías que todavía no han desplegado todo su potencial y que tienen un largo trecho para madurar. Al incorporar esta dimensión tecnoproductiva, central para que la descarbonización de la matriz energética sea una palanca para el desarrollo económico y no un sumidero de importaciones que profundicen la dependencia tecnológica con los países centrales, el trilema energético se convierte en un cuatrilema —concepto elaborado por el investigador Ignacio Sabbatella—, donde el equilibrio es cuadrado. El desafío no consiste solo en aprovechar nuevas fuentes de energía, sino en construir soberanía en el dominio de tecnologías para su aprovechamiento.

Bien diseñada, la transición energética tiene el potencial de transformar la capacidad productiva de un país, democratizar los procesos de toma de decisiones en torno a la energía y resolver problemas estructurales. La transformación de toda la infraestructura energética implica una revolución tecnológica, de esas que pasan cada cinco o seis décadas y que transforman las reglas de juego. ¿Cómo entramos, entonces, los países latinoamericanos a estas discusiones? ¿Desde dónde pensarlas?

En plural

Transiciones y geopolítica

Cualquier agenda de transición debe comenzar con un profundo análisis del punto de partida, que será singular a cada país según su geografía específica, sus capacidades tecnológicas, su posición geopolítica, sus valores culturales, su demografía y sus posibilidades económicas. Por eso, necesitamos comprender que, más que hablar de la transición energética, como si fuera un único camino a seguir, deberíamos hablar de las transiciones energéticas, en plural.

No se puede hablar de transiciones energéticas sin hablar de geopolítica. Sucede que la posición relativa en la que se encuentra cada país lo expone a distintos riesgos y también le presenta diversas oportunidades. Existe la posibilidad de que el proceso profundice asimetrías existentes y genere grupos de ganadores y de perdedores.

Para cumplir con los objetivos climáticos, hay análisis que indican que cerca del 30% de las reservas de hidrocarburos a nivel global deberían quedar bajo tierra. Sin embargo, este número general esconde asimetrías en la forma en la que las reservas se encuentran distribuidas, ya que en América Central y del Sur quedarían sin utilizarse cerca del 40% de las reservas de petróleo y más de la mitad de las reservas de gas, contra tan solo el 20% y el 11% en Europa, respectivamente.

En general, los países de ingresos medios y bajos, que a su vez son productores de hidrocarburos, se encuentran expuestos a sufrir pérdidas geopolíticas significativas, mientras que los países industrializados, que a su vez son importadores de combustibles fósiles, podrían resultar beneficiados. El caso de Venezuela es ejemplar: más del 95% de sus ingresos por exportaciones provienen del petróleo. En un escenario donde logramos cumplir con los acuerdos climáticos, cerca del 90% de sus reservas de petróleo quedarían bajo tierra. En la otra vereda se encuentra Dinamarca, que gracias al avance de la energía eólica redujo sus importaciones de carbón y además se posicionó como uno de los principales proveedores de aerogeneradores a nivel mundial, exportando en 2019 cerca del 40% de los que se vendieron en todo el mundo. Su impulso a la transición energética fortalece su soberanía energética. Mientras que en este caso los intereses ambientales y económicos van de la mano, en el primero las tensiones son evidentes. Similares comparaciones podemos hacer entre países como Chile o Marruecos y Argentina. Mientras que para los primeros la incorporación de renovables apareció como una gran oportunidad para reemplazar las costosas importaciones de combustibles, para el caso argentino es más complejo. Si bien nuestro país cuenta con amplios recursos eólicos, solares y biomásicos, es a la vez productor de hidrocarburos, con amplias capacidades construidas y desarrollo de proveedores locales en el sector. Es necesario planificar integralmente una transición gradual para no perjudicar abruptamente a las provincias petroleras y evitar la destrucción del empleo.12Este tema en particular y las perspectivas de un crecimiento económico verde en Argentina se desarrollan en el capítulo 7 de este libro. 

La IEA estipuló que, para cumplir con un escenario de carbononeutralidad al 2050, no deberían aprobarse nuevos desarrollos de pozos hidrocarburíferos a partir del 2021, un hito que ya quedó lejos de cumplirse. Pero, si se cumpliera… ¿qué implicancia tendría para un pequeño país pobre como Guyana, que en el año 2020 hizo crecer su economía en un 43% gracias a haberse unido al club de países exportadores de petróleo luego de descubrir uno de los yacimientos petrolíferos más grandes de los últimos tiempos en sus costas marítimas?

De todas formas, descubrir un recurso no garantiza la prosperidad económica (como evidencia el caso venezolano). La clave está en la capacidad institucional que tenga el país de apalancar el dominio de tecnologías alrededor de este, como hizo Noruega con su petróleo offshore (costas afuera), pasando de ser la hermana pobre de Suecia y Dinamarca a convertirse en lo opuesto, y ocupando el primer lugar en el Índice de Desarrollo Humano en pocas décadas.

Si no queremos que se desarrollen nuevos pozos hidrocarburíferos en Guyana, en Namibia ni en Argentina, ¿qué alternativas reales se les ofrece a las economías de estos países? Lo cierto es que sin cooperación internacional que alivie las tensiones que enfrentan los países productores de hidrocarburos (y las que afrontan los países de bajos ingresos en general), la mitigación del cambio climático será un fracaso y veremos una difusión generalizada de pobreza y conflictos geopolíticos.

Por este motivo, es muy importante que desde nuestra región logremos fortalecer los reclamos en los foros internacionales sobre quién debe financiar a quién y cómo hacerlo sin incrementar las presiones de deuda externa sobre las economías más vulnerables.

La transición, en criollo

La transición argentina

El punto de partida de Argentina hacia la transición es mejor de lo que se suele pensar. Si bien los desafíos son gigantes, y las restricciones, importantes, hay motivos para tener optimismo. Partimos de la base de una abundancia de fuentes energéticas y capacidades tecnológicas, científicas y productivas con un gran potencial de desarrollarse, además de una extensa trayectoria vinculada a tecnologías asociadas a energías bajas en emisiones. Tenemos generación hidroeléctrica y nuclear, nula incidencia del carbón y grandes potencialidades en materia eólica y fotovoltaica, todos elementos que en conjunto configuran una matriz diversa en fuentes de bajas emisiones de GEI.

A pesar de estar dominada por los hidrocarburos (en un 85%), la matriz energética argentina genera menos emisiones que el promedio global por cada unidad de energía producida. Esto se debe al hecho de que, a diferencia del resto del mundo, donde el carbón tiene un importante predominio (entre el 25% y el 30% de la oferta primaria de energía), en Argentina el gas natural es el combustible que domina la matriz.

Figura 2.1.12 A nivel global, los hidrocarburos dominan las matrices energéticas. Sin embargo, pueden observarse algunas diferencias. El carbón es prevalente en China e India, pero insignificante en Argentina, Irán o Rusia, donde se utiliza más el gas natural.

La velocidad con la que podamos emprender la transición energética desde Argentina dependerá en buena medida de la capacidad que tenga nuestra economía de financiar las inversiones asociadas al proceso, que en general son altamente dependientes de importaciones y de crédito externo. Cuando la macroeconomía es inestable, tanto las divisas como el financiamiento escasean, lo que impone límites a la velocidad de la transición. Por este motivo, es relevante contemplar un ritmo de descarbonización que sea capaz de reducir las dependencias tecnológicas y financieras, de modo que el proceso sea compatible con nuestra capacidad de escalar gradualmente las tecnologías necesarias para aprovechar los abundantes recursos energéticos disponibles. Qué tan rápido podemos avanzar con la transición y qué tan sostenible en el tiempo pueda ser ese proceso dependerá de nuestra capacidad de gestionar el difícil equilibrio cuadrado.

Un ritmo virtuoso será uno que esté vinculado estrechamente al escalamiento de nuestras capacidades nacionales en función de nuestras fuentes naturales, más que a objetivos impuestos desde organismos internacionales y sus mecanismos de financiamiento. Esto implica alinear la política energética con la tecnoindustrial, para que la incorporación de nuevas fuentes genere empleo regional y desarrolle cadenas productivas con beneficios en toda la economía.

Una matriz energética que favorezca el desarrollo socioeconómico debería armonizar recursos, tecnologías y capacidades nacionales. En Argentina, la abundancia de recursos hidrocarburíferos se combina con los abundantes recursos energéticos renovables de la mejor calidad a nivel global. En sus Lineamientos para un Plan de Transición Energética, la Secretaría de Energía remarca la necesidad de “entender a estos sectores no como antagonistas, sino como complementos estratégicos”, para “constituir la base de una transición ordenada y sostenible, capaz de armonizar la mitigación del cambio climático con la seguridad energética, la justicia social y el desarrollo tecnoindustrial”. ¿Es posible compatibilizar los hidrocarburos y las energías alternativas para lograr ese equilibrio cuadrado?

Si el país va a seguir demandando hidrocarburos —aunque sea por un tiempo—, de algún lado hay que sacarlos. Se pueden producir localmente o importar de Rusia, Bolivia o Venezuela. Al mismo tiempo, el mundo también seguirá demandando hidrocarburos por varias décadas. Por lo tanto, exportar petróleo y sus productos derivados es un recurso al alcance de la mano para aportar divisas. Mientras tanto, el gas puede aportar a la soberanía energética local, a la vez que sus exportaciones contribuyen a que otros países de la región puedan hacer sus transiciones energéticas en el corto plazo. No hay ningún escenario realista que plantee una reducción en la demanda doméstica de gas natural en las próximas décadas, a menos hasta que las distintas energías limpias puedan escalar lo suficiente. Esto quiere decir que será necesario seguir estimulando la producción de gas. En 2022, cerca de la mitad del gas que consumimos proviene de Vaca Muerta. Si ese gas no viniera de Vaca Muerta,13Argentina ocupa el segundo lugar mundial en recursos técnicamente recuperables de shale gas y el cuarto en shale oil, alojados principalmente en la formación Vaca Muerta. vendría en barco desde Rusia, a precios mucho más elevados y poco predecibles.14Podríamos consumir menos gas? Sí, de eso vamos a hablar sobre el final del capítulo, pero por lo pronto, el autoabastecimiento energético es un objetivo primordial de cualquier política energética, y Argentina está en deuda en esta materia: pasó de ser exportador pleno a tener récord de importación de crudo en 2017 y de gas en 2014, con una pérdida acumulada de divisas superior a los 115.000 millones de dólares y, en la última década, un déficit comercial energético acumulado superior a los 30.000 millones de dólares. No estamos para tener otra década así. 

Además de lograr el abastecimiento, los recursos que estas actividades extractivas generen podrían financiar las enormes inversiones en materia de innovación y desarrollo tecnológico de energías renovables, transporte eléctrico, medidas de eficiencia energética y ahorro energético, que según estimaciones superarán los 40.000 millones de dólares de aquí al año 2030 —o sea, algo equivalente a la deuda del país contraída con el FMI en el año 2018, o al déficit comercial energético en el período 2010-2020—. Ahora bien, ¿cómo asegurar que los recursos generados sean movilizados hacia estos fines? ¿Qué mecanismos pueden diseñarse? Sobre este tema gira un gran debate que pone sobre la mesa la necesidad de destinar ingresos provenientes del sector hidrocarburífero a fondos estratégicos para financiar la transición. Un aspecto relevante para un país productor de hidrocarburos es que la transición también debe darse hacia el interior del sector. Existe el riesgo de que las inversiones en hidrocarburos solo se focalicen en atender las necesidades del presente, generando activos que queden obsoletos en un futuro donde la demanda de combustibles sea menor. Esto importa no porque grandes empresas puedan resultar afectadas, sino por el potencial efecto sobre una cantidad considerable de trabajadores. A modo de ejemplo, el sector de extracción y refinación de petróleo es uno de los sectores más relevantes en la estructura productiva argentina, siendo la actividad que más empleos genera por cada puesto de trabajo que crea. Para avanzar en la transición sin descuidar el empleo, es fundamental pensar cada nuevo proyecto con estrategias de salida que promuevan un sector a prueba de futuro. Recordemos que los hidrocarburos no solo se usan para generar energía;15El petróleo es un componente crítico en la cadena de valor del 90% de todos los productos manufacturados. la industria petroquímica los convierte en un insumo clave en casi todo lo que nos rodea. Nuestra vida está rodeada de cosas hechas de petróleo. Si la demanda de hidrocarburos como combustibles disminuye en las próximas décadas, difícilmente lo haga su demanda como insumos de polímeros o fertilizantes, que seguirán siendo necesarios, cualquiera sea la matriz energética que se termine configurando a nivel global.

Por otro lado, las condiciones naturales de Argentina dotan al país de fuentes renovables con los mejores rendimientos a nivel global, lo que permite la posibilidad de apalancar un desarrollo virtuoso de tecnologías en momentos iniciales de cambio tecnológico. Recordemos que ni el sol brilla todo el tiempo ni el viento sopla en todo momento, por lo que un parque renovable solo genera energía en esos momentos. Esto es lo que se conoce como factor de capacidad: el resultado de dividir la energía que efectivamente genera un parque eólico —digamos, cuando sopla el viento— por la energía máxima que podría haber generado si el viento hubiera soplado a toda hora, todos los días. Mientras que el promedio en Norteamérica, África o Europa no supera el 34%, en Argentina cualquier parque se encuentra por encima de ese valor (el promedio oscila en el 50%). Con la generación solar fotovoltaica pasa algo similar. ¿Cómo se traduce este mejor rendimiento? En la posibilidad de generar energía a menores costos. Además del sol y del viento, se puede obtener energía de residuos forestales, agropecuarios, industriales y urbanos, que de otra manera hubieran contaminado suelos o cursos de agua. A partir del conjunto de materia orgánica de origen vegetal o animal (biomasa), se pueden obtener tanto combustibles sólidos como líquidos o gaseosos.

Con todo esto, ¿qué podríamos esperar para un futuro no muy lejano? Una pista nos la da la Ley de Promoción de Energías Renovables. Para el año 2030, la Secretaría de Planeamiento Energético proyecta que más del 90% de la incorporación de potencia eléctrica sea sobre la base de energías bajas en emisiones de GEI. Pero todavía resta definir los mecanismos políticos, institucionales y financieros que harían que este sendero fuera factible y sostenible en el tiempo.

Figura 2.1.13 En ningún momento se cumplieron las metas establecidas por la ley 27.191. REN20 y REN30 son los dos escenarios planteados por los Lineamientos para un Plan de Transición Energética al 2030, con un 20% y un 30% de cobertura de origen renovable, respectivamente.

Las energías renovables todavía aportan porciones pequeñas en el consumo energético total y tienen un largo camino por recorrer. Además, superar los desafíos técnicos que presentan sus inherentes desventajas energéticas llevará mucho tiempo. En la actualidad, es poco realista pensar en una sustitución de los combustibles fósiles completa de aquí al 2050 solo a base de renovables. Retomando el concepto de metabolismo energético, tal pretensión sería equivalente a querer alimentar a un atleta de alto rendimiento a base de lechuga y tomate. Esto invita a preguntarnos, otra vez, de qué otras tecnologías ya disponemos en la actualidad que sean capaces de generar energía en magnitudes abundantes, de forma estable y con bajas emisiones de GEI. En otras palabras, ¿qué fuentes de energía alternativas a los combustibles fósiles podrían satisfacer nuestra demanda actual de energía? ¿Cuáles eran las opciones en el menú?

Átomos de cal y de arena

Energía nuclear

La historia de la energía nuclear es una historia de marchas y contramarchas, promesas incumplidas y expectativas insatisfechas. Su futuro, incierto. Una tecnología tan poderosa que hay quienes ven en ella el potencial peligro de llevar a la civilización humana a su destrucción, mientras otros sueñan con su capacidad de propulsarnos al espacio exterior y fertilizar los desiertos para hacerlos habitables. Una tecnología que prometía mucho más de lo que supo ofrecer hasta el momento. Hoy, la energía nuclear recupera un protagonismo perdido.

Luego de que el desarrollo científico y tecnológico nuclear fuese desviado para fines bélicos con el asesinato de más de 250.000 personas en Hiroshima y Nagasaki por medio de dos bombas nucleares lanzadas por Estados Unidos, el país victimario quiso redimirse. Con la intención de darle una nueva oportunidad a una tecnología tan prometedora y al mismo tiempo librarse de las culpas por los bombardeos, Estados Unidos se propuso demostrar que la fisión nuclear podía ser utilizada para fines pacíficos que trajeran prosperidad al mundo entero. En diciembre de 1953, el presidente de aquel entonces, Dwight D. Eisenhower, presentó en la Asamblea General de las Naciones Unidas ante todos los líderes del mundo su plan “Átomos por la Paz” con un discurso memorable. La promesa era poner a la energía atómica “al servicio de las necesidades humanas, no de sus miedos (...) aplicándola a la agricultura, a la medicina y a otras actividades pacíficas”. También “proveer energía eléctrica abundante en las áreas más carenciadas del mundo”. La idea central era que la humanidad solo podría redimirse del flagelo de las armas nucleares cumpliendo el sueño de la prosperidad universal, y para eso hacía falta generar energía abundante y barata. La Asamblea General se puso de pie para aplaudir a Eisenhower. El discurso fue un éxito y el futuro lucía esperanzador.

El primer paso del plan era poner en marcha un reactor nuclear. En aquel entonces, el único diseño disponible para usos no bélicos eran los reactores de agua presurizada (PWR) que propulsaban a los submarinos militares. La tecnología fue rápidamente adaptada para la generación eléctrica en 1957, no porque fuera la mejor opción, sino porque era lo que había al alcance. En los 70, despegó en Estados Unidos; y en los 80, en un selecto grupo de países ricos como Francia, Alemania, Reino Unido, Japón y Suecia, aunque con trayectorias muy disímiles. Argentina también fue pionera regional en materia nuclear: en 1950 creó la Comisión Nacional de Energía Atómica (CNEA), con el objetivo de desarrollar la tecnología para diversos fines, y puso en marcha la primera central nuclear de toda Latinoamérica (Atucha I) en 1974. En momentos de máximo albor, distintos escenarios y especialistas predecían un futuro de abundancia. Futuro que nunca llegó.

El activismo pacifista en oposición a las armas nucleares se redirigió hacia la energía nuclear, viéndola como una excusa para el desarrollo de capacidades bélicas. Numerosas campañas propagaron la preocupación sobre las catastróficas consecuencias que podría tener un accidente en una central, el potencial de proliferación de armas en manos terroristas, la potencial radiación emitida por la actividad y la generación de residuos peligrosos. Entre 1962 y 1966, en Estados Unidos solo se apelaba el 12% de los proyectos de centrales nucleares, mientras que para inicios de los 1970 las apelaciones llegaban al 73%. Como consecuencia, los requerimientos para el diseño y construcción de reactores nucleares se multiplicaron con el pasar de los años, lo que dificultó la estandarización y motivó demoras y sobrecostos (Estados Unidos pasó de unos cientos de códigos regulatorios en 1971 a más de 1600 en 1975; y llegó a imponer 1,3 regulaciones nuevas por día laboral, en promedio, para 1978). Para fines de los 80, los sobrecostos podían ser tan grandes que, en ciertos casos, la opción más conveniente era dejar la obra sin terminar. Hoy, los proyectos en países occidentales (OECD) pueden fácilmente duplicar estos valores, lo que convierte a la energía nuclear en una de las energías comerciales que más inversión inicial requiere,16A modo de ejemplo, tenemos en Argentina el reactor chino Hualong One, que será la cuarta central del país y tendrá un costo estimado que supera los 6800 dólares/kW. Con una potencia de 1250 MW, el costo del proyecto asciende a unos 8500 millones de dólares, sin contar el financiamiento. al tiempo que el costo de la mayoría de las otras fuentes de energía de bajas emisiones de GEI disminuye año a año.

Lo que puede sonar contraintuitivo es que la energía nuclear sea de las formas más seguras que existen de generar electricidad. Como se comentó en el primer capítulo, esto se explica porque la generación de energía produce muertes directas de dos maneras: por contaminación del aire y por accidentes. La contaminación del aire es ocasionada principalmente por la quema de combustibles fósiles. Se estima que 9 millones de personas mueren al año por esta causa. Al analizar la cantidad de muertes por unidad de energía generada, incluso considerando los accidentes de Chernóbil y Fukushima,17La OMS (2013 y 2016) y el gobierno de Japón estiman 574 muertes en el accidente de Fukushima, de las cuales solo una fue causada por radiación directa y el resto, por el estrés causado por la evacuación llevada adelante por el gobierno. En el caso de Chernóbil, no existe consenso sobre la tasa de mortalidad: se estima entre 4000 y 60.000 personas. la energía nuclear es mucho más segura que cualquier combustible fósil. Reemplazar combustibles fósiles por energía nuclear, de hecho, salva vidas.

Un desafío que requiere de mejores soluciones es la gestión de los residuos del combustible utilizado. Esto no es algo imposible de solucionar, debido a que la alta densidad del uranio implica que el volumen total de residuos es relativamente pequeño, y que solo una fracción de ellos tiene un potencial radiactivo que dura más de 500 años. En términos generales, los residuos suelen almacenarse en piletas con agua refrigerante y, luego de un cierto tiempo, pasan a otro tipo de almacenamiento, en general, construcciones de hormigón dentro del predio de las centrales nucleares. Hay más de 430 lugares en todo el mundo donde se sigue acumulando material radiactivo. Así como hay países que han tenido dificultades para la gestión de los residuos, como Estados Unidos, también existen casos ejemplares, como el de Francia, donde la estrategia nuclear incluye el desarrollo de programas de reprocesamiento de los combustibles utilizados en circuitos cerrados de generación eléctrica.

Con la energía nuclear no alcanza

Pero sin ella no se puede

Desde que la amenaza del cambio climático se hizo cada vez más urgente, la energía nuclear comenzó a recuperar su protagonismo perdido, incorporando a sus filas incluso a reconocidos referentes antinucleares de la primera camada (como el autor de la teoría Gaia o el cofundador de Greenpeace). No es que la energía nuclear haya resuelto todas sus debilidades, sino que sus virtudes han cobrado más relevancia. Lo que cambió fue el contexto.

La fisión nuclear18La fisión nuclear es un proceso en el cual el núcleo de átomos pesados, como el uranio, se parte tras ser impactado por neutrones e inicia una reacción en cadena controlada que genera calor. Este se utiliza para producir vapor de agua, que mueve una turbina que genera electricidad. permite generar electricidad de forma abundante, estable, segura y sin emisiones de GEI durante su funcionamiento, lo que la convierte en un complemento ideal de varias fuentes de energía renovable, que generalmente operan a menor escala y de forma intermitente. De hecho, una central nuclear está activa a pleno rendimiento el 90% del año: solo se apaga para recargas y paradas de mantenimiento programadas. Es la única solución técnicamente factible y económicamente viable capaz de generar energía de bajas emisiones a una escala que permita alimentar ciudades y fábricas, sin interrupciones ni baterías. Si bien, como vimos antes, su instalación es costosa, una vez que se amortiza la inversión inicial de la obra, sus costos operativos son relativamente bajos y predecibles. Otro punto a su favor es que, a diferencia de otras tecnologías bajas en emisiones, requiere relativamente pocos recursos y espacio, lo que reduce presiones sobre los ecosistemas. Esto se debe a la altísima densidad energética de su combustible, el uranio. En una taza de té llena de uranio entra suficiente energía para que una persona tenga una vida de abundancia energética.

Las Naciones Unidas reconocen que la energía nuclear es necesaria para mitigar el cambio climático, ya que sin ella se hace casi imposible cumplir con cualquier escenario climático compatible con los 1,5 °C o los 2 °C. Es por ello que los escenarios energéticos propuestos por el IPCC o agencias internacionales como la IEA la incluyen como parte de la solución, con un rol importante para reducir emisiones y a la vez asegurar la seguridad del suministro energético a costos estables. Sin embargo, la IEA muestra que la tasa anual de incorporación de nuevas centrales es la mitad de lo que se necesita para cumplir con su escenario de carbononeutralidad.

Todo esto indica que se necesitan políticas para duplicar la incorporación anual de centrales y extender la vida útil de las que ya existen, lo cual solo puede lograrse con estrategias que reduzcan los costos de los proyectos y sus tiempos de construcción. Hacia 2022, países como China, Corea del Sur o Rusia logran construir reactores a tiempo y a la mitad del costo que los países occidentales, gracias a políticas con continuidad que logran estandarizar los tipos de reactores a incorporar en sus estrategias nucleares, lo que permite reducir los costos no recurrentes y generar capacidades técnicas que transfieren el aprendizaje de un proyecto al siguiente.19Un reactor nuclear en un país miembro de la OECD puede costar más del doble que en un país asiático (4000 dólares/kW). Construir un reactor cada un par de décadas, con una tecnología distinta para cada uno de ellos —como sucede en el caso argentino— no pareciera ser la mejor vía para lograr bajos costos.

Una apuesta interesante de la industria para hacer reactores más económicos que logren sortear las dificultades financieras de los grandes proyectos es la nueva generación de reactores modulares de baja y media potencia (SMR). Esta clase de reactores tienen una gran proyección para el abastecimiento eléctrico de zonas alejadas de los grandes centros urbanos o de polos fabriles e industriales con alto consumo de energía (incluyendo la capacidad de alimentar plantas de desalinización de agua de mar). Argentina tiene el potencial de ubicarse como líder en este segmento, al ser de los primeros países en avanzar en la construcción de un primer prototipo (CAREM), el primer reactor nuclear de potencia íntegramente diseñado y construido en el país. Si Argentina no tuviera trayectoria desarrollada en materia nuclear, quizás la discusión sobre su participación no sería relevante. Pero no es el caso. Estamos hablando de un país que no solo cuenta con tres centrales nucleares para generar electricidad, sino también con otros tres centros atómicos dedicados a tareas de investigación que se integran con el medio académico científico nacional e internacional para transferir aprendizajes a diversos sectores estratégicos, como el espacial, la robótica, la nanotecnología y la medicina. La generación nuclear de electricidad fortalece al sector y retroalimenta todas estas actividades. En esta línea se enmarca el Plan Nuclear Argentino de la Comisión Nacional de Energía Atómica (CNEA), que busca extender la vida útil de las centrales existentes, incorporar dos nuevas centrales de alta potencia y apostar por el desarrollo de reactores nucleares modulares (con el CAREM como primer prototipo), lo cual podría cambiar el futuro del sector en caso de tener éxito.

Que a nivel global la energía nuclear no haya sido capaz de cumplir las expectativas en el pasado no significa que no pueda ser una solución efectiva en el futuro. “La energía nuclear no está libre de problemas ni es una panacea, pero en medio de la crisis climática es mejor utilizar esta fuente de energía de bajas emisiones que arriesgar el futuro de todo el planeta”, concluye un comunicado de Fridays For Future (el movimiento fundado por Greta Thunberg, del que hablará el último capítulo de este libro) en el medio de controversias al interior del movimiento ambiental.

Ahora bien, si con la nuclear no alcanza para reemplazar a las fósiles y las renovables tienen todavía un largo camino por recorrer, ¿qué hacemos?

La próxima frontera

Hidrógeno y otras fuentes alternativas de energía

El menú de alternativas a los combustibles fósiles para abastecer nuestra dieta no se acaba en la energía solar, la eólica ni en la fisión nuclear. La energía hidroeléctrica, por ejemplo, es hoy en día la principal fuente de energía baja en emisiones, aunque tiene un potencial limitado de crecimiento. Por otro lado, contamos con una gran variedad de bioenergías derivadas de residuos animales, vegetales y forestales. También existen desarrollos en tecnologías de frontera, que en la actualidad no son técnicamente factibles o comercialmente viables a gran escala, como la fusión nuclear, la energía undimotriz, mareomotriz o geotérmica. La innovación también transcurre en áreas como la captura y transformación de CO2 en plantas de generación térmica o la producción de combustibles sintéticos a base de hidrógeno.

En su novela La isla misteriosa, Julio Verne dice que “el agua se usará un día como combustible, y el hidrógeno y el oxígeno que la constituyen producirán una fuente de calor y de luz inagotable”. La idea no es del todo descabellada. El hidrógeno es un gas que puede comprimirse, almacenarse, distribuirse y combustionarse para generar calor, trabajo o electricidad. Más del 98% del hidrógeno que producimos hoy se utiliza para fines industriales y proviene de combustibles fósiles. Pero esta molécula también puede obtenerse del agua al separarla de los átomos de oxígeno mediante una corriente eléctrica, en un proceso conocido como electrólisis.20Al 2020, menos del 1% del hidrógeno proviene de la electrólisis. El resto se produce mediante distintas técnicas a partir de combustibles fósiles y conlleva un alto nivel de emisiones. Esta es una de las tecnologías de frontera que hoy luce más prometedora para sustituir a los combustibles fósiles allí donde la electrificación no pueda llegar (como en la aviación, el transporte marítimo o terrestre de larga distancia y los procesos industriales intensivos en energía). Uno de sus usos más atractivos es el de almacenar electricidad de origen renovable. Recordemos que, a diferencia de los combustibles fósiles, la electricidad tiene que usarse al momento en que se genera. Si quisiéramos almacenarla, tendríamos que transformarla en otra cosa, como energía química en baterías, lo que podría ser útil para pequeñas cantidades, pero encuentra serias dificultades para la escala de fábricas o ciudades. Ahora bien, imaginemos regiones que en momentos de mucho sol o viento generen más energía que la necesaria para su consumo. Esta energía podría almacenarse en forma de hidrógeno para ser usada cuando y donde se necesite, lo cual contribuiría a resolver el problema de la intermitencia y facilitaría la integración de las renovables en los sistemas energéticos. Sin embargo, manejar esta molécula no es nada fácil, su retorno energético es todavía cuestionable y se requieren muchos avances tecnológicos para su comercialización internacional a gran escala. Recién estamos dando los primeros pasos para cumplir el sueño de Verne.

Si bien su desarrollo es todavía incipiente, las expectativas sobre el potencial del hidrógeno para descarbonizar la economía son crecientes. Cada vez son más los países que han elaborado estrategias a largo plazo respecto al desarrollo del hidrógeno. Esto permite elaborar proyecciones, al menos en base a lo que distintos países estiman. Hay países que se proyectan como exportadores netos, como Chile o Australia, y otros que planean ser importadores, como Japón o Alemania. Estos últimos entienden que su negocio está en proveer tecnología al resto del mundo para que produzca el hidrógeno. En general, a mayor grado de ambición climática, mayor será la difusión de este vector energético. En su escenario normativo de carbononeutralidad, la IEA proyecta que para 2050 cerca del 10% del consumo final podría abastecerse con hidrógeno. En cualquier caso, estamos hablando de algo a largo plazo que no va a tener relevancia en ninguna matriz energética antes de 2030. Esto es porque la mayoría de los proyectos en desarrollo se encuentran en etapa piloto y la infraestructura para la implementación del hidrógeno a gran escala necesita tiempo para desarrollarse. Su explosión y el despegue del comercio internacional podría desarrollarse recién hacia mediados de la década de 2030, siempre en función del ritmo global de descarbonización y en línea con el tiempo que requiera desarrollar la tecnología, reducir los costos, expandir la demanda y desarrollar la infraestructura necesaria. Gracias al rendimiento de los recursos renovables argentinos, nuestro territorio puede ser una de las regiones más competitivas para la producción de hidrógeno, lo cual resultaría atractivo para países europeos que planean ser importadores del recurso para sustituir su dependencia del carbón, del gas ruso y de otros combustibles líquidos.

Si en Argentina queremos tener alguna posibilidad de jugar este partido con desarrollos tecnológicos propios, no podemos esperar a 2030 para entrar. Para ese entonces, puede ser tarde. ¿Para qué y cómo podemos usar el hidrógeno en Argentina? ¿Cómo se va a impulsar al sector? ¿Qué esquema de incentivos son los más apropiados? Es necesario institucionalizar una hoja de ruta que defina una estrategia para los próximos años, generar acuerdos de cooperación bilaterales, impulsar el desarrollo de proyectos piloto y generar un marco regulatorio acorde a las necesidades del sector y en sintonía con los objetivos macroeconómicos. Es importante entender que no se trata de impulsar el hidrógeno de forma indiscriminada y querer usarlo para todo, sino de integrarlo estratégicamente en los sectores donde pueda contribuir de forma virtuosa con el resto de la economía.

Si logra cumplir con las expectativas actuales, este gas tiene el potencial de reconfigurar el mapa del comercio energético global y crear una nueva clase de dependencias entre países. Las dinámicas geopolíticas, claro, jugarán un rol fundamental en la transición hacia la economía del hidrógeno, además de los factores técnicos y económicos. Nuevamente, el riesgo de que los países industrializados utilicen este vector como excusa para afianzar un colonialismo verde donde los países periféricos simplemente sean proveedores de materia prima está a la vuelta de la esquina. ¿Qué territorios serán destinados a servir de nuevas fuentes de energía? Hay que insertarse con inteligencia.

Ahora bien, imaginemos por un momento que logramos resolver todos los desafíos técnicos para dominar y comercializar esta molécula a tiempo. ¿Podríamos esperar que las energías renovables, además de proveer energía para nuestro consumo creciente, puedan producir tanto hidrógeno? ¿Alcanza con la nuclear, con las renovables y con el hidrógeno? Si bien estas preguntas son interesantes, están enfocadas en una parte del problema: la oferta. Antes de preguntarnos si una nueva fuente de energía alcanza, deberíamos preguntarnos para qué queremos esa energía en primer lugar. ¿Queremos generar energía para darles luz a las niñas y los niños que todavía hoy deben prender una vela para hacer los deberes del colegio a la noche, para acondicionar estadios de fútbol o para minar criptomonedas? ¿Tiene sentido reventar ecosistemas para generar energía que se pierde por las ventanas de hogares sin aislación térmica? ¿Podría seguir creciendo la demanda energética en un planeta finito, aun si el origen de esta energía fuera libre de emisiones?

Energía, ¿para qué?

Más allá del cambio climático

Los impactos ambientales de cada sistema energético creado por el humano van más allá de las emisiones de GEI que contribuyen al cambio climático. Generar energía, por más limpia que parezca, tiene impactos que comprometen distintos ecosistemas. La energía hidroeléctrica es un ejemplo. En el pasado, regiones enteras fueron inundadas por la construcción de represas. Estados Unidos, por ejemplo, redujo sus emisiones en la década pasada gracias a haber reemplazado carbón por gas no convencional, a costa de promover el fracking en su territorio. La lista de impactos ocasionados por distintas tecnologías es larga, lo que configura zonas de sacrificio en distintas regiones, ya sea por la extracción de minerales para la fabricación de dispositivos tecnológicos, la producción de desechos o la emisión de otro tipo de gases contaminantes que afectan la salud. En muchos casos, tenemos que hablar de soluciones de compromiso, donde se trata de elegir el mal menor. Pensemos en las energías renovables. Lo renovable es el recurso aprovechable, o sea, los flujos de energía, no la infraestructura que hace falta para capturarlos. Los aerogeneradores en un parque eólico tienen una vida útil de unos 20-25 años. Las baterías de los paneles solares y de los autos eléctricos no llegan a los 10.

Figura 2.1.14 Cantidad de materiales necesarios para construir y hacer funcionar distintos tipos de centrales eléctricas de bajas emisiones de GEI por unidad de energía generada.

Existen estudios que muestran que, sin planificación estratégica, el aumento en la extracción de minerales para las energías renovables exacerbaría aún más las amenazas contra la biodiversidad. Además, el 70% de los proyectos mineros de las compañías más grandes del mundo operan en regiones con estrés hídrico, lo que supone un peligro para el acceso al agua de las poblaciones locales. En Argentina, esto se traduce en conflictos territoriales, como los desatados en provincias como Chubut, Mendoza, Jujuy y Catamarca. De hecho, más de la mitad de las iniciativas en minería fueron canceladas o suspendidas por la resistencia social que generaron. En un país que cuenta con grandes reservas de minerales demandados por todo el mundo para avanzar con la electrificación y el desarrollo de tecnologías bajas en carbono, como lo son el litio y cobre, resolver estas tensiones debería ser primordial. Los Estados deben generar mecanismos de gobernanza que incluyan a las comunidades locales en las decisiones y los beneficios de los proyectos mineros. Las decisiones con la gente adentro.

Pero hay un aspecto más problemático y del que menos se habla: la disponibilidad de minerales críticos. Aun si tuviéramos energía abundante del hidrógeno y las renovables, existen límites materiales: por cada dólar, nuestra economía global requiere más de un kilo de materiales. En los escenarios de carbono neutralidad de la IEA, para el año 2050 la demanda de litio podría multiplicarse 130 veces respecto a la actual, mientras que la de níquel y cobalto, 40 veces. Cuando una energía es menos densa, como las renovables, consume más recursos, ya sea espacio físico o materiales. Existen serias dudas sobre la posibilidad fáctica de que la producción de estos minerales pueda alcanzar tales valores, no solo por las reservas disponibles, sino también por la escasez de combustibles fósiles para hacerlo. Hay estudios que alertan que una rápida transición energética global hacia mayores niveles de consumo con fuentes bajas en carbono puede verse limitada por falta de combustibles líquidos críticos. La era de energía abundante y barata que estos posibilitaron puede tener fecha de caducidad en las próximas décadas.

El horizonte no es el norte

Desigualdades

La tensión entre emisiones y minería deja en evidencia algo muy importante: el problema no está solo en las fuentes de energía, sino también en cuánto consumimos, quiénes y para qué. Desde 1950, la población mundial se multiplicó por tres. El consumo energético global, por seis. De seguir con las tendencias actuales, para mitad de siglo los niveles de demanda serán muy superiores a los necesarios para evitar las peores consecuencias del cambio climático. Si ya es difícil reemplazar la actual magnitud de energía fósil, mucho más difícil será reemplazar un volumen todavía mayor. Sin embargo, decir que consumimos mucho esconde una realidad repleta de desigualdades, en la que un puñado de personas esquían en pistas de nieve artificial en el medio del desierto, mientras millones consumen menos electricidad al año que una heladera.21Un habitante promedio de una de las naciones más ricas del mundo consume 100 veces más de lo que consume uno de las más pobres, una diferencia que suele replicarse al interior de los países más desiguales entre el 10% más rico y el 10% de menores ingresos. Esto se traduce en que el 1% más rico de la población global emite más que el 50% más pobre. Sería un despropósito que la cantidad de emisiones que nos quedan se agoten en la canaleta de las carreras de millonarios al espacio o en acondicionar estadios para jugar mundiales de fútbol en el desierto. Mientras los combustibles fósiles sigan dominando el consumo de energía, el sobreconsumo de unas minorías exacerbará las injusticias sociales y climáticas. Si la desigualdad y la afluencia de una minoría están en el centro de los impactos ambientales, también deberían estar en el centro de las políticas para resolver este caos.

Figura 2.1.15 El consumo anual de electricidad de una heladera, comparado con el de una persona promedio en distintos países de ingresos bajos.

La energía es más que un derecho, es una condición de posibilidad de derechos. Quien no tenga otra fuente de energía al alcance de un botón o una perilla se va a ver en la obligación de calentar su comida o su hogar con combustibles como madera y carbón, lo que se traduce en impactos como deforestación o la contaminación del aire doméstico. Una familia sin acceso a energía moderna no puede refrigerar la comida, acceder a internet, ni estudiar cuando es de noche. Garantizar su acceso para toda la población sin dudas va a incrementar el consumo energético y el uso de los combustibles fósiles que pretendemos abandonar.

A modo de ejemplo, India tiene cerca de 300 millones de personas sin acceso a electricidad, lo que equivale a toda la población de Estados Unidos viviendo literalmente en la oscuridad. Al mismo tiempo, India tiene una de las mayores fuentes de carbón del mundo, lo cual le puede proveer a sus habitantes acceso a energía barata. Millones de personas en la pobreza parecen un motivo suficiente para aprovechar una fuente de energía barata y abundante. Ahora bien, si asumimos que el consumo energético de una porción de la población va a aumentar en un planeta que no da más, seguro también habrá que desarrollar mecanismos para disminuir el consumo del resto de la población, particularmente de quienes más excesos presentan. En este sentido, el estándar de consumo de países ricos como Noruega o Estados Unidos puede enviar un mensaje peligroso hacia los países en desarrollo: muchos de ellos pueden sentir legítimo perseguir un incremento de su consumo hacia un horizonte que es ecológicamente inalcanzable por toda la población mundial. De hecho, no hay ningún país en el mundo que logre satisfacer las necesidades de su población sin exceder los límites planetarios: nuestros sures necesitan horizontes que no sean nortes.

Por estos motivos, establecer como horizonte un mundo que funcione completamente a energía generada con fuentes renovables y limpias está bien, pero siempre y cuando introduzcamos la discusión necesaria de cuánta energía vamos a necesitar, para qué la vamos a usar y a quiénes vamos a priorizar. El hecho de que las energías renovables solo sean capaces de generar una pequeña parte de lo que nuestra sociedad fósil moderna devora hace que muchos cuestionen su capacidad. En realidad, más que al planeta, lo que difícilmente puedan salvar las renovables es a una sociedad consumista. Las renovables pueden ser las energías dominantes de una gran sociedad, aunque bien diferente a la actual. Sin incorporar esta discusión, corremos el riesgo de cargar sobre estas tecnologías objetivos imposibles de cumplir, y luego echarles la culpa por el fracaso. Hay cada vez más evidencia de que para revertir el colapso ecológico se necesitan cambios drásticos en la sociedad contemporánea y en la economía global que la integra.

Menos es más

Políticas de eficiencia y suficiencia

Hay estudios que demuestran que el consumo global de energía en 2050 podría ser igual al de 1960 y aun así satisfacer las necesidades de todas las personas, incluso con una población tres veces más grande. Para lograrlo, se requiere combinar dos cosas: usar la mejor tecnología ya disponible y generar transformaciones radicales en la demanda. En otras palabras, políticas de eficiencia y suficiencia. Las primeras tienen más que ver con políticas tecnológicas; y las segundas, con cambios socioculturales. Las dos van de la mano y son necesarias en conjunto, porque se complementan entre sí. Ambas forman parte de políticas que ponen el énfasis en la transformación de la demanda, que a su vez deben combinarse con políticas que transformen la oferta (reemplazar las fuentes fósiles por energías limpias).

Las políticas de eficiencia consisten en gestionar el uso de la energía para obtener los mismos servicios energéticos con menor consumo o mejores servicios consumiendo lo mismo. Estas medidas son transversales a todas las actividades económicas. Se trata de, por ejemplo, mejorar la aislación térmica de hogares o edificios públicos para que no pierdan calor por las ventanas, reemplazar equipamiento ineficiente por artefactos modernos, optimizar procesos industriales. Según la IEA, el conjunto de estas medidas podrían contribuir en un 40% a los objetivos de mitigación del Acuerdo de París. Un ejemplo paradigmático para el caso argentino es la cantidad de energía que gastamos en calentar agua: casi el 10% del consumo total. Lo irrisorio aparece con los consumos pasivos, por ejemplo, el piloto de los calefones. Esa llama prendida las 24 horas del día (solo por las dudas) se lleva aproximadamente entre el 10% y el 18% del consumo de gas de los hogares, al punto que reemplazar equipos ineficientes a gas por equipos solares modernos podría ahorrar un 90% del combustible utilizado para ese fin. No hay motivo para no impulsar masivamente la producción local de termotanques y calefones solares cuanto antes. En general, el costo inicial de estas medidas se paga con el ahorro energético que generan, al reducir el costo de la tarifa para los usuarios o el costo fiscal para el Estado en caso de que existan subsidios a la energía.22Las políticas de subsidios a la energía también pueden fomentar la eficiencia y el ahorro, o bien el derroche, si se usan mal, como es el caso argentino. En el 2021, Argentina gastó más en subsidios a la electricidad que en asignaciones familiares, representando el 1,5% del PBI. Este gasto público es doblemente ineficiente: además de fomentar el derroche de energía, va a parar a manos del sector más pudiente de la sociedad.

Figura 2.1.16 Las políticas energéticas pueden ser de oferta y de demanda, tanto tecnológicas como socioculturales. Transversal a todo el cuadro se encuentran los marcos institucionales que hacen que las políticas sean sostenibles en el tiempo, como así también los incentivos económicos y los esquemas de financiamiento.

La mayoría de las políticas de eficiencia que son costo-efectivas generan numerosos beneficios en toda la economía: reducen la tarifa energética para las personas, ahorran subsidios al Estado, mejoran la competitividad de la economía y descomprimen el sistema de transporte de energía, además de reducir impactos ambientales. A pesar de su importancia, la eficiencia energética todavía no parece ser central para el Estado, que la atiende únicamente en acciones aisladas sin continuidad. Se necesita establecer programas y políticas de largo plazo de carácter integral, con un plan para resolver las restricciones que enfrenta este tipo de políticas y una legislación acorde. Tampoco es que haya que inventar la rueda. La Fundación Bariloche trabajó durante varios años para desarrollar el Plan de Eficiencia Energética, que sería un insumo clave para la política pública. Se trata de poner el tema en agenda y darle prioridad.

Pero tampoco hay que ilusionarse demasiado con que la tecnología y la eficiencia nos vayan a salvar del colapso ecológico. De hecho, si hay algo que sabemos hacer bien los humanos es desarrollar tecnologías cada vez más eficientes. Es lo que venimos haciendo desde la Revolución Agraria. El problema es que las mejoras de eficiencia han generado ahorros inicialmente, pero luego también han servido para incrementar la productividad y habilitar un mayor consumo. Esto es lo que se conoce como efecto rebote. Producir de forma más eficiente permite producir más barato y que más personas consuman. Al final, el consumo global termina siendo superior. Este efecto ya había sido observado hace más de 200 años por el economista inglés William Jevons, cuando al instalar las máquinas a vapor predijo que el resultado final no iba a ser un ahorro de energía, sino un mayor consumo global. No se equivocó, y el efecto rebote —también conocido como la paradoja de Jevons— se convirtió en una regularidad a lo largo de la historia. También podemos ver este mismo efecto desde la perspectiva de la oferta. Los menores costos de la energía o de algún otro insumo habilitan la producción de nuevos bienes que de otra manera no hubiesen sido viables económicamente. O sea, muchas actividades económicas son viables solo cuando hay energía barata. De todas maneras, estos efectos no deberían sorprendernos. ¿Por qué esperaríamos otra cosa? Mientras que los incentivos de las empresas estén orientados únicamente a maximizar sus ganancias y las economías necesiten crecer para repagar sus deudas y sostenerse, cada centavo ahorrado gracias a la eficiencia va a invertirse en producir más. Es la consecuencia lógica de un comportamiento sistémico que se orienta al crecimiento, sea como sea, cueste lo que cueste. A esto tenemos que agregarle que no solo usamos la tecnología para hacer cosas de forma más eficiente que antes, sino también para hacer tareas con máquinas que antes hacíamos con los músculos. Desde que tenemos lavarropas, ya no usamos una misma camisa dos veces sin antes lavarla. La innovación tecnológica es una fuente constante de nuevos vectores de consumo, y cuando se la combina con marketing, también de nuevos deseos. La energía no es un fin en sí misma, sino un medio para proveer servicios que generen beneficios a la población. Que la energía realmente mejore la calidad de vida depende de qué tan eficientes seamos en transformarla en servicios benéficos y qué tan equitativamente estos sean distribuidos.

En ese sentido, hay que tener en cuenta que los sistemas de energía en la actualidad son altamente centralizados: grandes parques de generación envían enormes cantidades de energía a grandes centros de consumo. Las distancias son tan grandes que casi nadie piensa de dónde viene el gas que consume al abrir una perilla. Pareciera que sale de la nada. En contraposición, las energías renovables abren la posibilidad de pensar nuevos sistemas descentralizados, donde la energía se genera donde se consume, según la heterogeneidad de los territorios. Podemos pensar en paneles o calefones solares, o en una pequeña turbina en un arroyo. Esta generación distribuida favorece la autonomía, la participación de la comunidad, el consumo energético cerca de su lugar de generación y una mejor gestión de posibles impactos socioambientales. En este sentido, en el año 2017 se sancionó el Régimen de Fomento a la Generación Distribuida, con el objetivo de facilitar que todos los ciudadanos conectados a la red eléctrica puedan generar energía para su autoconsumo y colocar el excedente a la red de distribución. Este tipo de iniciativas ofrecen muchísimas oportunidades de desarrollo regional y son una oportunidad para la democratización de la energía.

Hay motivos para ser optimistas: se puede consumir menos y vivir mejor. Muchas de las políticas para reducir la demanda de energía también están orientadas a reducir la pobreza y mejorar el acceso de la población a servicios públicos. Estudios recientes muestran que es técnicamente posible satisfacer las necesidades de todas las personas con la tecnología actual. Incluso, a nivel global, el consumo de energía en 2050 podría ser 60% más bajo que el de hoy en día, y a la vez satisfacer las necesidades de todos. Estos logros podrían darse modificando las formas en que las sociedades proveemos servicios a las personas.

Aprovechar la tecnología disponible para descentralizar los sistemas energéticos y democratizar el acceso a la energía, construir viviendas sustentables que demanden poca energía, alentar el transporte público y promover las dietas basadas en plantas son soluciones esenciales desde el lado de la demanda para permanecer dentro de los límites planetarios. Los estudios muestran que estos niveles de energía son compatibles con buenos estándares de vida. Reducir el consumo de energía no implica volver a la época de las cavernas, salvo que hablemos de una época de cavernas con artefactos eficientes para calentar agua, cocinar, almacenar alimentos y darnos luz; una época donde haya salud universal, acceso a la educación para toda la juventud y jornadas laborales más cortas.

Este horizonte es viable, pero no es compatible con las normas económicas del presente. El desafío está en cómo hacemos para movernos de una situación actual, donde la regla es la desigualdad social y el derroche ineficiente de energía, hacia un futuro donde las personas nos podamos organizar alrededor de la satisfacción de las necesidades humanas. Un sistema así es posible, pero requiere de movimientos sociales y políticos que le den forma. La respuesta es, de nuevo, más política que tecnológica, por lo que implica conflictos. Estas transformaciones parecen desafíos inconmensurables, pero nada concentra a las mejores mentes como las crisis.

Esta es la síntesis gráfica del capítulo Energía. Acá vas a encontrar comprimidos los conceptos fundamentales para una transición energética verde y justa.