Doble carne, panceta, cheddar y cebolla caramelizada entre dos panes blancos con semillas varias. Esa es mi hamburguesa ideal. Descubrí que me encantaban muy de casualidad, durante el boom de las hamburgueserías en Capital Federal. Se me metió en la cabeza que quería conocer todas y cada una de ellas. Recorría miles de hamburgueserías haciendo una lista con mis preferidas, mi top 10 de lugares. Iba a tres o cuatro por semana. Mi mamá, claro, se empezó a preocupar: “cuando salgas de esta casa rodando yo no te voy a empujar, eh”. Siempre fui de comer un montón y nunca engordé, así que no le di mucha importancia. Pero después de unos meses siguiendo esta dieta tan poco feliz y con los números en la balanza que no se movían ni un gramo, empecé a pensar que había algo raro.
Entre las cualidades que tiene uno en su condición de humano está la de acostumbrarse a cualquier cosa. Y a menudo eso es una desventaja. Podemos acostumbrarnos a algo genial y a alguna otra circunstancia que no nos guste tanto: un trabajo, una pareja, o algo mucho más concreto como un dolor latente en el cuerpo. Empieza tan de a poco y se prolonga en el tiempo de forma tan gradual que consideramos que eso es ‘lo normal’, y ahí es cuando se torna difícil hacer el click.
En mi caso, vivía con dolor de panza. A veces más, a veces menos. Si bien comer un montón y no engordar suena súper tentador ―sobre todo cuando dejamos que los modelos de belleza nos los impongan los mismos medios que nos recomiendan comer tierra― definitivamente no vale el sufrimiento. Pero, por supuesto, yo ya me había acostumbrado.
Hace un tiempo, empecé a sentirme peor. Mucho más cansada que antes. Me mareaba seguido e incluso llegué a desmayarme un par de veces cuando me subía al subte en hora pico. Fue recién después de todos esos indicios y de haberme sentido mal tanto tiempo (a pesar de ser yo misma estudiante de medicina y saber que no hay que postergar la consulta) que fui a plantearle la situación a mi médica. El diagnóstico: celiaquía.
Más común de lo que parece
La celiaquía es una enfermedad que se da por una reacción exagerada del sistema inmunológico a un conjunto de proteínas englobadas en el término ‘gluten’, presentes en el Trigo, Avena, Cebada y Centeno (TACC). Si bien las células que componen nuestras defensas están repartidas por todo el cuerpo, el intestino delgado es el órgano que se ve principalmente afectado por esta guerra irracional contra el gluten. El contacto con el gluten dispara ahí un proceso inflamatorio tan intenso que el intestino delgado, que entre otras funciones tiene la de absorber nutrientes, no puede hacerlo correctamente. Como casi toda enfermedad autoinmune, no sabemos exactamente qué la produce y cómo se gatilla su inicio, pero sí sabemos que hay un componente genético y se identificaron algunas variables (muy discutidas) del ambiente.
La celiaquía es bastante común, y también es bastante común que no se diagnostique: se calcula que de cada 100 personas una es celíaca, y que el 80% de quienes la sufren no saben que tienen esta enfermedad, en parte porque los síntomas son muy diversos y muchas veces poco específicos. Pero además, como otras enfermedades, tiene influencia genética, lo que generalmente hace que un caso diagnosticado en una familia gatille el de otras personas de esa familia.
En pie de guerra
El principio de la enfermedad se da cuando el sistema inmune detecta un supuesto peligro en algún tejido y desata un conjunto de procesos que llevan a que esa región se inflame. Sea cual sea el estímulo ―un virus, un hongo, polen o gluten―, la inflamación se produce más o menos de la misma manera: las células que patrullan las regiones del cuerpo en contacto con el exterior (las más famosas son las células dendríticas, un tipo particular de glóbulo blanco), ya sean las mucosas de la nariz, del tubo digestivo o incluso la piel, son las primeras en detectar la sustancia ajena al cuerpo (como pueden ser las proteínas presentes en una bacteria o virus). Estas células alertan a otras células, también del sistema inmune, sobre esa molécula ajena, lo que permite generar una respuesta mucho mayor y más efectiva en todo el organismo: ahora hay más células que pueden detectar esa cosa extraña y, ante la mínima aparición, se desata una respuesta muy intensa. Este es el mismo principio con el que funcionan las vacunas.
Esa respuesta inflamatoria que ocurre en el primer contacto con el gluten (o ante cualquier sustancia potencialmente dañina que aparece en el organismo por primera vez) da lugar a una situación del tipo ‘hay algo extraño que no conocemos, hay que sacarlo como sea’. Esto va a comenzar con un conjunto de reacciones genéricas como el aumento de la temperatura e hinchazón que van a intentar contener el peligro en el tejido. Esto es parte de lo que se llama respuesta inmune innata.
Si no puede eliminarse y se prolonga en el tiempo, se desarrolla también otro tipo de respuesta, conocida como adaptativa. Mientras más estemos en contacto con el estímulo, las células del sistema inmune van a recordar más a la sustancia, y por lo tanto las próximas veces van a reconocer a la sustancia más rápido y más rápido va a actuar el sistema inmune intentando contenerla. Hay muchísimas células involucradas en este proceso, que es tan complejo que merecería una nota aparte. Para resumirlo: la respuesta adaptativa convoca a un montón de células especializadas, siendo una de ellas los linfocitos B, con el fin de producir proteínas diseñadas para pegarse al ‘coso extraño’ y hacer más fácil su identificación. Estas sustancias se denominan ‘anticuerpos’ o ‘inmunoglobulinas’ (Ig) y están todo el tiempo en el organismo. Según el (mal llamado) tiempo de evolución, el tipo de respuesta inmune y el lugar de aparición de la sustancia que indujo la activación del sistema (‘antígeno’), distintos tipos de anticuerpos se empezarán a producir en mayor cantidad: IgE, IgA, IgM, IgD o IgG. Por ejemplo, si el antígeno aparece en las mucosas, como las del sistema digestivo, se desarrollan más anticuerpos IgA. Es por esto que una de las formas de medir la respuesta inmune de un individuo a cierto estímulo, sea polen, un virus, gluten o cualquier otra sustancia, es mediante los niveles de anticuerpos que hay en sangre.
En la celiaquía, una de las proteínas del trigo que más gatilla el proceso inflamatorio es la gliadina. Cuando se ingiere, una proteína de nuestro organismo llamada ‘transglutaminasa’ traslada a la gliadina desde dentro del tubo digestivo (el afuera del cuerpo), a través de las células del intestino, hacia el adentro del cuerpo. Es decir, permite el paso de la gliadina para que se pueda absorber (un proceso muy similar ocurre con las tantas otras cosas que ingerimos). Pero el sistema inmune de la persona celíaca se pone en alerta cuando detecta al complejo gliadina-transglutaminasa, identificándolo como algo peligroso. De esta manera, se generan anticuerpos IgA anti-gliadina, pero también anti-transglutaminasa. La presencia de estos autoanticuerpos IgA anti-transglutaminasa son los que determinan que llamemos a esta enfermedad autoinmune. En resumen, lo que nos pasa a los celíacos cuando comemos algo con gluten es que aparecen anticuerpos contra el gluten en sí mismo pero también contra proteínas nuestras y, mientras más nos expongamos al gluten, más inflamación va a haber. Todas estas cosas se pueden medir en sangre, por lo que el screening de la enfermedad celíaca se puede hacer de forma muy simple, y con un solo pinchazo.
Esquivando el empedrado
Cuando las personas celíacas comemos gluten, el intestino se inflama de una manera particular. Si bien el proceso comienza de forma microscópica, cuando progresa puede notarse a simple vista. Bueno. Más o menos. Se puede ver metiendo una camarita por la boca en un procedimiento médico llamado endoscopía y a partir del cual se sacan pequeños pedacitos de intestino delgado para ver al microscopio, llamados biopsias. Quince minutos de siesta inducida pueden permitir ver que muchas veces en el intestino delgado las vellosidades normales super sinuosas están aplanadas en un patrón que los patólogos que lo descubrieron llamaron ‘en empedrado’, algo así como un intestino que simula las calles antiguas de la ciudad. Sin embargo, lo más importante es la biopsia: al ver los pedacitos de intestino al microscopio se puede tener el diagnóstico de certeza de la enfermedad. Si bien no existen grados de celiaquía, la biopsia permite determinar en una escala cuán dañado está el intestino.
Esta inflamación, que puede verse macroscópica y microscópicamente, hace que el tejido no pueda trasladar nutrientes presentes en la comida hacia la sangre, y como consecuencia no pueda absorber bien no sólo el gluten, sino nada de lo que comemos. Grasas, carbohidratos, proteínas, todo pasa de largo. Esto lleva a un síndrome de malabsorción, algo tremendamente más grave que ‘no aumentar de peso’, porque implica perder la capacidad de absorber adecuadamente otros nutrientes que necesitamos. Obvio que esto puede generar un montón de síntomas, desde diarrea, hinchazón o dolor de panza hasta anemia por la incapacidad de incorporar, a través de la dieta, las vitaminas y hierro necesarios para regenerar los glóbulos rojos presentes en la sangre. Los síntomas de la enfermedad son muchísimos. Algunos son más comunes y otros menos, e incluso varían de persona a persona, por eso es importante siempre hacer una consulta médica para diferenciarlo de muchas otras patologías que generan síntomas parecidos.
De hecho, la enfermedad no afecta sólo al intestino delgado. Hay varios celíacos con afectación en la piel, por ejemplo, en forma de una erupción llamada herpetiforme por la forma similar a las erupciones producidas por el herpes. Además, si bien no se sabe con certeza por qué pasa, existe un riesgo aumentado en las personas con enfermedad celíaca de desarrollar otras enfermedades autoinmunes como la diabetes tipo I.
Pero, aunque la celiaquía es en sí misma autoinmune, hay que aclarar que es distinta al resto de las autoinmunes. ¿Por qué? Porque el estímulo que la desencadena es externo, de modo que controlar la ingesta de gluten en la mayoría de los casos puede controlar la hiperactivación inmune (que podemos ir monitoreando al medir los anticuerpos en sangre) y, en consecuencia, todas las complicaciones de la enfermedad. Porque sí, la enfermedad puede tener complicaciones más allá de los síntomas. Los anticuerpos altos en sangre pueden llevar a la generación de más anticuerpos que, por ejemplo, ataquen el sistema nervioso (sin embargo esto es muy poco frecuente). También se puede producir una degradación de los huesos de forma prematura, en forma de osteoporosis, y pueden proliferar tanto las células que generan estos anticuerpos que su autorregulación se altere y se predisponga a la formación de un cáncer.
Lo bueno de todo esto es que, si bien la respuesta del sistema inmune es mayor cuando más se expone uno al estímulo, también pasa que a medida que uno se expone menos, menores serán los niveles de anticuerpos circulan por la sangre, porque hay menos ‘peligro’ al acecho. Es por esto que el tratamiento de la patología es una dieta estricta libre de gluten. Se recomienda que no haya NINGÚN contacto, y de esta manera se puede lograr que los anticuerpos bajen a niveles que no sean detectables en los análisis de sangre y así evitar complicaciones graves a largo plazo. Además de, obviamente, evitar molestias estomacales, a veces incluso incapacitantes, que complican la vida cotidiana.
Si uno sigue en contacto, por más mínimo que sea, el sistema inmune se despierta detectando peligro y, aunque a veces no genere síntomas, el cuerpo se revoluciona y se propaga la guerra civil, atacando otras proteínas propias importantes para el funcionamiento normal del organismo. Por esto es que no conviene hacer un ‘día permitido’ de la dieta. El sistema inmune no se toma vacaciones.
Gluten, gluten everywhere
Controlar la ingesta de gluten es difícil: el gluten está en todos lados. Está en la cebada de las cervezas, en las miles de golosinas que llenan los supermercados, pero principalmente en las harinas que consumimos con más frecuencia (las que tienen TACC).
El problema de que esté en todos lados es que no siempre nos damos cuenta de que está; es como una especie de fantasma conocido como contaminación cruzada. La celiaquía no es sólo no comer harina porque el sistema inmune funciona de manera desmedida: con una mínima cantidad de gluten, la respuesta es muy alta. Para que algo sea apto para celíacos, todo el proceso de fabricación del producto debe asegurar que no haya ningún rastro de gluten. Ningún tipo de contacto. Esto quiere decir que, por ejemplo, si cortamos el asado en el mismo lugar en el que habíamos cortado el pan de trigo para hacer un choripán, ese asado ya está ‘contaminado’ con gluten.
La contaminación cruzada es ese gran concepto a tener en cuenta cada vez que se sale a comer a algún restaurant. Según la ley Nº 26.588, todos los restaurantes tienen que tener un menú celíaco de forma obligatoria. Lamentablemente esto no siempre pasa y muchas veces andamos boyando por varios lados hasta que podemos sentarnos a comer. Lo bueno es que hay un montón de lugares aptos, y algunos son exclusivos sin TACC. Claro que estas limitaciones hacen que muchas veces no se pueda seguir lo estricto de la dieta, pero hay que intentar romperla lo menos posible.
En Argentina, la ANMAT es el organismo encargado de otorgar las certificaciones de los productos sin TACC y de habilitar a las empresas para que en los envases pongan el famoso loguito ‘sin TACC’. Cualquier producto, desde galletitas y yogures hasta el orégano y la yerba mate tienen que tener el sello. Si no, no se puede garantizar que no tenga gluten y por lo tanto comerlo no es aconsejable. Por suerte, con el tiempo se empezaron a comercializar muchas harinas aptas para celíacos ―de arroz, de maíz, de mandioca― para reemplazar la harina común en todas las recetas y que podamos comer cualquier cosa. Así, la dieta es casi igual a la de cualquier otra persona, siempre teniendo el cuidado de que todo lo que esté en la receta tenga el logo.
Porque ser celíaco no es sinónimo de tener que vivir a base de ensalada; también queremos comer fideos con manteca de la olla, che. Y la verdad que no hay razón para quedarnos sin el pan y sin la torta. Yo, por mi parte, aunque con limitaciones y sin poder ir a todos los lugares a los que que antes podía, sigo en la búsqueda de la hamburguesa perfecta.
¿Tenés celiaquía o conocés a alguien que tenga? Acá hay un par de links que pueden serte útiles.
– Ley 26.588
– Guía práctica sobre diagnótico de celiaquía
– Lista de alimentos libre de gluten aprobados por ANMAT