“En nuestra época no es posible ‘mantenerse alejado de la política’.
Todos los problemas son problemas políticos
y la política es una masa de mentiras, evasiones, locura, odio y esquizofrenia.”
George Orwell, La política y el lenguaje Inglés (1946)
Pensar la ciencia como forma de ver, no como área. Como cómo, no como qué. Recortar un pedazo de Universo y comprimirlo, tratar de modelarlo, explicarlo, predecirlo; sin restricciones ni prejuicios.
Cuando leímos ‘Vos, yo, la ciencia, pensalo’ nos sentimos menos solos en este mundo. Nos sentimos queridos. Como si hablara de nosotros, de nuestro día a día. Encontramos en un físico a un colega inesperado. Uno que describe su trabajo desde la regularidades y las cotidianidades que compartimos por sobre las que nos separan. Regularidades que tienen que ver con plantear hipótesis, definir variables, elegir métodos que testeen esas hipótesis, lograr que de los datos emerja discurso y no al revés. Porque resulta que los politólogos también podemos hacer ciencia.
¿Cómo? Buscamos regularidades en los fenómenos políticos y hacemos inferencias sobre sus posibles causas a partir de evidencia empírica, de datos. Datos que pueden ser abordados en términos cuantificables o categorizables. Así, conceptos como ‘tipo de régimen político’ pueden operacionalizarse (volverse ‘observables’, medirse) en una escala que va del 0 al 1, donde 0 es ‘autoritarismo’ y 1 es ‘democracia’. De esta forma, es posible ubicar los países en posiciones relativas unos de otros, tal como realiza el proyecto internacional Varieties of Democracy (V-Dem). También puede abordarse como un fenómeno con categorías ordinales: dictadura-dictablanda-democradura-democracia, lo que nos permite decir que un Estado cuyo tipo de régimen es una democradura es más democrático que una dictablanda, pero menos que una democracia. Para construir estos indicadores, los investigadores tomamos distintas fuentes, datos que provienen tanto de estadísticas oficiales (por ejemplo, electores habilitados para votar en cada provincia, el padrón electoral) como de leyes (podría ser el Código Nacional Electoral de nuestro país, Ley N°19945), discursos o entrevistas (como las que dan los candidatos durante campañas electorales), encuestas (sondeos electorales), o focus groups (entrevistas grupales donde se recogen percepciones, por ejemplo, sobre los candidatos). Información que ordenamos por medio de clasificaciones, taxonomías e indicadores existentes o que vamos construyendo nosotros mismos para encarar fenómenos políticos y sociales.
También estudiamos los casos o unidades donde se expresan o donde interactúan con otros: partidos políticos, gobiernos, congresos, sindicatos, organismos multilaterales, ONGs, votantes, ciudadanos, trabajadores, ministros, activistas, legisladores, presidentes, empresarios, gobernadores, elecciones, clase media, élites, pobreza, guerras, golpes de Estado, revoluciones, democracia. La lista es enorme, y también lo que podemos ver en aquello que la compone. Así, por ejemplo, observamos la distribución –en la enorme mayoría de los casos– desigual del poder, la forma en la que se toman decisiones, la relación entre unos y otros, la influencia de unos sobre otros, los procesos, los resultados, los impactos. Ordenamos, observamos, describimos y ensayamos explicaciones.
Es importante aclarar que, a diferencia de las ciencias ‘duras’, a nosotros nos toca bailar con un objeto de estudio intrínsecamente subjetivo. Poco se puede debatir sobre cuánto pesa la manzana con la que ensayamos nuestros experimentos de caída libre; sin embargo, bastante puede debatirse respecto a cuán democrático es determinado gobierno. Por eso mismo, el desafío es encarar nuestros estudios con la mayor rigurosidad metodológica posible, y nunca olvidando que a nuestra subjetividad como observadores (que también sufren las ciencias ‘duras’) se suma la propia subjetividad de nuestras manzanas políticas.
Ciencia hay una sola
…y método científico también (aunque a veces sea menos metódico de lo que discutimos abiertamente). Esta tarea suele hacerse a través de dos caminos posibles: muchas veces, cuanto más sabemos de un tema, más preguntas tenemos. Estas preguntas tienden a tener respuestas tentativas (hipótesis) que guían la investigación. Cuando esto ocurre establecemos un camino lógico de pasos para poder, con evidencia empírica, testear estas hipótesis y saber si lo que pensábamos del fenómeno se condice con lo que la realidad nos ‘devuelve’. Este es el camino que llamamos deductivo. Pero no es el único. El camino inductivo, por su parte, implica que a medida que observamos y analizamos la realidad, vamos encontrando relaciones entre fenómenos que se repiten una y otra vez hasta generar un patrón y permitirnos postular algún nivel de generalización.
¿Dónde está la diferencia entre la ciencia política y la que practica nuestro colega físico, entonces? Hay una que es evidente: lidiamos con un objeto de estudio compuesto por seres que tienen agencia propia y subjetividad (y que, además, pueden dar cuenta de sus actos y sentimientos). Difícilmente una molécula de hidrógeno pueda estar triste por estar atrapada en un tubo de ensayo; más difícil todavía es pensar que esa molécula es introspectiva y puede dar cuenta de sus propios actos. Como todo científico que estudie personas –sus comportamientos, sus interacciones con otros y lo que de esas interacciones emerge–, nosotros lidiamos con generalizar actitudes de seres que se explican a sí mismos y están en condiciones de discutir nuestros hallazgos, aun cuando nuestras regresiones tengan el R cuadrado altísimo (cosa que, incluso así, puede fallar).
Hay otras tres cosas que los que estudiamos ciencia política necesitamos tener muy a la vista: la necesidad permanente de conceptualización de los fenómenos, la variedad de formas posibles en que se los aborda teóricamente y la variedad de métodos de control de hipótesis con que contamos.
A esta altura de la humanidad, estamos de acuerdo en que el movimiento rectilíneo uniforme no despierta demasiada controversia respecto de lo que es. En cambio, en ciencia política no hay una única manera de definir todos los fenómenos que estudiamos. No entendemos todos exactamente lo mismo acerca de lo que una democracia es, de si estamos ante un país democrático o de si uno ya dejó de serlo. Tampoco podemos ponernos completamente de acuerdo sobre si ‘lo de Dilma’ en Brasil fue un juicio político ‘a secas’ o un nuevo tipo de golpe institucional.
Definir un concepto, un fenómeno, implica ponerle límites, decir explícitamente qué es y qué no es esto que estamos mirando, y nuestros conceptos evolucionan con la sociedad, están en constante transformación y nuevos datos los ponen a prueba todo el tiempo. Por eso necesitamos ser tan puntillosos en nuestras definiciones, en discutir nuestros conceptos, porque ellos son nuestra guía para ‘bajar’ al campo a observar, nos ‘dicen’ qué casos conviene incluir, qué datos recolectar y qué dejar afuera.
Gran parte de cómo se define un fenómeno tiene que ver con el marco teórico que elegimos para estudiarlo, con la manera en que otros lo han hecho antes y con avanzar a partir de los huecos o inconsistencias que encontramos (las que llamamos ‘lagunas’). Porque la ciencia es también acumulación de saber.
Al igual que en las ‘otras’ ciencias, la validación entre pares es fundamental: replicación de los estudios, evaluación de artículos, congresos y seminarios, proyectos colaborativos entre universidades y centros de estudio. Hola, ¿qué tal? Podemos ser interdisciplinarios.
Ni todas las preguntas que nos hacemos son abordables mediante una misma forma de testear hipótesis ni todos los estudios requieren igual forma de investigación: método cualitativo comparado, método estadístico, process tracing, estudios de caso, análisis de redes, experimentos naturales o cuasi-experimentos. Germán Lodola (2005), Candelaria Garay (2007) y Andrés Schipani (2008), por ejemplo, estudiaron la protesta social en Argentina entre mediados de los ‘90 y los primeros años de 2000. Garay buscaba, mediante un estudio de caso, dar cuenta de las razones de la emergencia de la protesta de los desempleados, quienes sortearon las barreras a la acción colectiva a partir de los planes sociales que brindaba el Estado −especialmente el Plan Trabajar, creado en 1996−, promoviendo que la gente se junte y se identifique. Lodola y Schipani, con abordajes diferentes, consideraron la protesta como variable explicativa de la aparición de los planes sociales. El estudio de Schipani es una investigación comparada, la cual parte de aplicar el método de las similitudes para seleccionar los casos: estudia Buenos Aires y Santiago de Chile, tomando los elementos que tienen en común para después estudiar las diferencias, las cuales −se intuye a priori− serán las causas de la diferencia de los outcomes en la movilización social. En cambio, Lodola hace un análisis estadístico del rol de la protesta popular y la política partidaria buscando conocer cuál es la probabilidad del efecto causal de estas variables sobre la distribución de recursos del Plan Trabajar hacia las provincias argentinas. Con este objetivo, el autor presenta evidencia descriptiva de la evolución del gasto social y las políticas de empleo en la década del ’90 en nuestro país.
Mediante experimentos naturales, cuya idea fundamental es que el proceso de generación de datos reproduzca las condiciones del diseño experimental a través de la asignación aleatoria de las unidades de análisis a grupos de tratamiento y control, Guillermo Rosas y Joy Langston (2011) para el caso mexicano, y Rocío Titiunik (2016) para el Senado en Estados Unidos, encontraron que el desempeño de los legisladores varía según cómo estén coordinados o desfasados sus mandatos en relación con los de los gobernadores de sus respectivos Estados.
Siguiendo con los estudios sobre congresos, Ernesto Calvo y Marcelo Leiras (2012) estudian, mediante un análisis de redes, el ‘co-sponsoreo’ de proyectos en ambas cámaras del poder legislativo nacional de nuestro país. Los autores encuentran que, en momentos en que el desempeño electoral de los partidos no es consistente entre los distritos, aumenta la cantidad de iniciativas de ley que los legisladores de una misma provincia firman juntos, siempre y cuando estos proyectos se circunscriban a un área geográfica particular. Otro de análisis de redes: Natalia Aruguete y Ernesto Calvo analizaron la red que se formó en Twitter alrededor del reclamo por la aparición con vida de Santiago Maldonado. Entre muchas cuestiones que abordan, miran a qué medios −Clarín, La Nación y Página/12− retuitean los usuarios a partir de dividirlos en dos grupos: cuentas identificadas con el oficialismo nacional y aquellas que no.
Puede notarse que los usuarios de ambas comunidades (oficialismo y no oficialismo) incorporan enlaces a medios cercanos a sus ideas y postura ideológica. Clarín −y especialmente La Nación− dominan en el espacio oficialista, mientras que Página/12 lo hace en la comunidad opositora.
Todas estas son formas diferentes de hacer ciencia política, testear hipótesis y generar teorías; cada una con sus fortalezas y debilidades, con distinto grado de validez interna y externa, pero igualmente rigurosas a la hora de investigar.
Ciencia política (sin ‘s’)
Pero ¿cómo que hay una sola? La reflexión y el estudio acerca del poder y de las instituciones que regulan su acceso y su ejercicio data de muchos siglos atrás: quién gobierna, cómo lo hace, qué características tienen las personas que gobiernan o que pelean por hacerlo, cómo es ese gobierno, qué hace o cuál es la mejor forma para que dicho gobierno sea ‘bueno’. Venimos arrastrando esas dudas desde Sócrates, Aristóteles y Platón, aunque recordemos que Sócrates no escribió ninguna obra y que en parte sus ideas las conocemos a partir de los testimonios de sus discípulos, especialmente Platón, pero también Jenofonte, Aristipo y Antístenes. Sin embargo, al principio esas cuestiones se abordaban desde la filosofía. No fue sino hasta el siglo XX que se desarrolló el carácter científico del estudio de los problemas políticos. Los primeros politólogos empezaron a visibilizar la importancia clave de la rigurosidad metodológica para encarar una investigación. La utilidad del trabajo de campo y de la observación sistemática de la evidencia empírica. Incluso, en algunos casos, la posibilidad de recurrir a la formalización matemática. Anthony Downs es uno de los autores que desde el racionalismo hizo un gran aporte a la ciencia política. A mediados de la década del 50’ del siglo pasado, Downs escribe Teoría Económica de la Democracia, en la que señala que a la hora de decidir por qué partido votar, cada ciudadano/a calcula las posibles rentas de utilidad (potenciales beneficios) que le proporcionaría cada partido.
Por ejemplo, en un sistema bipartidista, cada ciudadano/a espera (E) una determinada renta de utilidad (U) de cada uno de los partidos del sistema en el período electoral que sigue (t+1) y las resta entre ellas. El/a ciudadano/a votará al partido que crea le va a proporcionar la renta más alta, sea el actual gobierno (A) o el partido de oposición (B).
Hay quienes piensan que las ciencias sociales no pueden aportar conocimiento válido; que son equiparables a un posicionamiento ideológico o a pretender mayor validez para nuestras opiniones, posturas y visiones del mundo social, aunque sólo veamos, como cualquiera, lo que queremos o podemos ver. Es cierto que la ideología, los valores y las opiniones de los que hacemos ciencia política se ponen en juego y afectan cómo miramos lo que miramos, desde dónde, con qué anteojos analizamos la porción de realidad que elegimos mirar y cómo definimos eso que queremos mirar, e incluso con qué métodos elegimos procesar los datos. Pero lo que hace ciencia a lo que hacemos es el rigor y la sistematicidad de nuestras prácticas (que siguen ‘reglas’ de metodología científica), la transparencia que tienen (o al menos deberían tener) nuestras premisas y los conceptos que hay detrás de ellas. Hacer ciencia implica cumplir con reglas determinadas. Y por eso, si te las saltás, podemos (la comunidad científica) reclamar que fue trampa. Que tus resultados no se respaldan en la evidencia, que omitiste la mitad de los datos, que tu método da por sentado algo que se puede medir (y por tanto, no hay por qué asumir a priori), etcétera. Por eso es tan importante que estemos dispuestos a exponernos de manera constante a la mirada y control de la comunidad científica para validar nuestro trabajo individual.
Si bien las reglas pueden cambiar, no es a gusto y piacere de cada uno, sino mediante discusiones epistemológicas y metodológicas en las cuales el motivo que valida esos cambios es que encontremos maneras más eficaces de ajustar nuestras explicaciones a la realidad, de darle más rigor y transparencia a nuestros procedimientos.
¿Todos nosotros hacemos ciencia? No. Aquellos que se desarrollan en el marco de la filosofía política y en algunos casos de la teoría política elaboran sus ensayos en otro plano. Si bien en muchos casos ‘miran’ la realidad, no la utilizan para contrastar hipótesis sino para reflexionar sobre ella. Sin lugar a dudas, su trabajo hace que la ciencia política cuente con mayor diversidad teórica y conceptual. Contribuyen. Mucho. Cubren las ‘lagunas’. Lo vienen haciendo desde los abuelos griegos, Nicolás Maquiavelo y compañía. Pero no hay ciencia donde no hay un método científico, donde no hay hipótesis para corroborar o refutar.
Empatizamos con cada bióloga a la que intentaron hacerle leer un análisis de sangre y cada químico al que le preguntaron cómo sacar una mancha de un pantalón cuando escuchamos ‘Che, vos que sos politóloga ¿quién va a ganar las elecciones?’. Nuestra respuesta en cumpleaños, casamientos y bar mitzvahs, entonces, va para el lado de explicar tendencias; pero siempre en condicional. Los científicos de la política no predecimos eventos particulares del futuro sino que estudiamos eventos del pasado para encontrar regularidades.
Una forma de entender la diferencia entre hacer ciencia política y filosofía política es analizar la reflexión sobre la libertad, una discusión que cruza la teoría política desde tiempos inmemoriales. Mientras que la filosofía política analiza la libertad como el ámbito donde un individuo puede desarrollar su potencial como ser humano, respetando esa famosa idea acerca de que ‘la libertad de uno termina donde empieza la del otro’, para la ciencia política el estudio sobre la libertad tiene un matiz operativo, relacionado con la posibilidad concreta de realizar acciones ‘observables’ dentro de un marco institucional determinado: con qué facultades cuenta, por ejemplo, un presidente para girar fondos discrecionales a las provincias, qué puede hacer un partido político en términos de alianzas al momento de una elección, cuánto margen tienen los gobernadores para aplicar una política pública decidida por el Estado nacional. La discusión no es sobre la naturaleza de la libertad sino sobre su alcance, sus características y sus posibles resultados en los hechos.
Otro escenario donde los politólogos metimos la cuchara fue el debate sobre ‘el giro a la izquierda de América Latina’. Cuando finalizaba la década de los ‘90 y comenzaba el Nuevo Milenio, varios países latinoamericanos fueron testigos de victorias electorales presidenciales de partidos y coaliciones ubicados en el espectro ideológico de la centro-izquierda. Ríos de tinta y bytes llenaron el debate sobre el repentino ‘giro a la izquierda’ de la región que venía a corregir los errores humanos del Consenso de Washington y de su pizza con champagne. Algunas primeras percepciones se sustentaron en un cambio de ideas: los latinoamericanos dejamos de ‘bancar’ la centro-derecha y reclamamos más igualdad, más oportunidades, más inclusión. El cambio en el electorado era producto de una revolución ideológica que nos acercaba a los sesentismos y setentismos de cada país. Sin embargo, esta percepción fue precisada y parcialmente corregida por estudios que sustentaron argumentos alternativos analizando bases de datos. Existe una línea de investigación en ciencia política que se concentra en estudiar el comportamiento electoral, afirmando que los votantes hacen un ejercicio de accountability electoral en el que evalúan las políticas para atrás: si los resultados son buenos, los siguen votando; si son malos, cambian de preferencia, en una especie de esperanza de votante bayesiano. Según María Victoria Murrillo, Virginia Oliveros y Milán Vainshav, en un estudio publicado en el año 2010 donde analizan 18 países entre 1978 y 2008, el ‘giro a la izquierda’ se dio por dos razones: la maduración democrática que permite la alternancia entre gobiernos de distinto color y la evaluación negativa de los resultados económicos de los gobiernos de centro-derecha de los ’90.
Este gráfico fue el puntapié del estudio encarado por Murrillo, Oliveros y Vainshav (2010), al que hacemos mención. Una intriga surgida de esa tendencia. Una pregunta de investigación actual. Y una hipótesis bien formulada. Los datos encontrados le dieron sustento. Esta misma línea ha sido muy desarrollada con modelos formales similares aplicados al caso argentino por María Celeste Ratto (un ejemplo acá y otro acá) y María Laura Tagina (el tercero acá). O sea que el motor del voto no fue una cuestión tanto de valores e ideología sino de cómo cierra la planilla Excel de cuentas personales a fin de mes.
Esta disciplina, tal como la describimos, data de mediados del Siglo XX. Somos nuevos, pero no llegamos en cigüeñas teóricas, no salimos de repollos no-científicos. En Argentina, podemos pecar de más jóvenes aún. La primera carrera de ciencia política en el país data de mediados de los años ’70, pero es recién con la democracia que se volvió más visible; no sólo porque se pudo analizar, investigar y ‘decir’ libremente, sino también porque las universidades nacionales comenzaron a abrir la oferta académica para estudiar la política, el poder y sus relaciones. Para estudiar sus actores e instituciones. Para estudiar.
En la década del ’90, cuando las primeras generaciones de politólogos y politólogas regresaron de hacer sus posgrados en el exterior, se abrió la oferta de maestrías y doctorados en el país para que la formación de posgrado no necesariamente tuviera que hacerse afuera. Antes comentamos que la ciencia es acumulación del conocimiento; habría que agregar que también es sumatoria de oportunidades. Somos jóvenes, tenemos mucho trecho para andar, pero vamos por buen camino.
Que la ciencia política sea una forma de desnaturalizar y describir las dinámicas del poder la vuelve no sólo relevante sino indispensable a la hora de describir nuestras organizaciones como son, sino también en pensar cómo queremos que sean. La vuelve un desafío intrínseco en el desarrollo de métodos que describan cada vez mejor su área de competencia, y también un desafío hacia ese pedacito de Universo y los agentes que en él operan, esos que constituyen, precisamente, el poder. Será nuestra, entonces, la posibilidad, pero también la responsabilidad de observar, describir y compartir con todos aquello que muchas veces pasa a puerta cerrada, o que nos tiene tan inmersos que se nos hace invisible.
“A él (Sancho) le vino en voluntad y deseo de hacer lo que otro no pudiera hacer por él”, dijo Quijote.
Entonces, politólogos, seamos Sanchos.