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Capítulo 1.2

La cuadra

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Obertura

La puerta se cierra detrás de mí, doy dos pasos y llego a una frontera maleable: la que divide lo privado de lo público.

Estoy parado sobre la vereda, la parte del espacio público destinada al libre tránsito de personas. Por acá circulan no sólo quienes haya invitado a pasar a mi casa –como pueden ser amigos o familiares–, sino también vecinos, transeúntes y otros desconocidos. Ellos son las caras de la multitud anónima de la ciudad.

Una joven pasea a su mascota. Un padre empuja un cochecito. Dos amigos van camino a una heladería. Una mujer acompaña a una señora mayor en andador, a paso lento. La periodista y urbanista Jane Jacobs lo llamó el ballet de la acera: “pero no una danza uniforme y de precisión en la que todo el mundo levanta la pierna al mismo tiempo, gira al unísono y hace la reverencia en masa, sino a la manera de un enredado ballet en el cual cada uno de los bailarines y los conjuntos manifiestan claramente sus elementos distintivos, que, como por arte de milagro, se dan vigor mutuamente, componiendo entre todos un conjunto armónico y ordenado”.

La vereda es, también, un espacio en disputa. Un perro hace sus necesidades y su dueño no las recoge. Un oficinista que está llegando tarde resopla porque delante suyo una pareja de jubilados se frenó en seco a buscar direcciones en el teléfono (no hay forma de adelantarlos: en esa misma cuadra, una empresa contratista está arreglando un caño de gas). Con permiso del gobierno, un cartel publicitario emplazado en diagonal ocupa la mitad del ancho de la acera. Quizás sin permiso del gobierno, un restaurante ocupa otro tanto con mesas y sillas, dificultando el paso de aquellos que no son clientes.

Bienvenidos al desafío de habitar el espacio urbano.

La gran manzana

La Real Academia Española define a la cuadra como el “espacio comprendido entre las dos esquinas de un lado de una manzana”. Aunque a veces se confunden en el uso cotidiano del lenguaje, la manzana hace referencia a algo más: el espacio urbano delimitado por calles por todos sus lados, lo que está al interior del perímetro de las calles. El término proviene del ingeniero Ildefonso Cerdá, quien diseñó un entramado de bloques y calles para la ciudad de Barcelona inspirándose en el concepto del manso feudal.

En buena parte de las ciudades de América Latina, las manzanas son cuadradas. La historia se remonta a la era colonial y a las Leyes de Indias, un conjunto de ordenanzas promulgadas por el rey español Felipe II que regulaba la creación de misiones y pueblos en suelo americano. Allí se establecieron los estándares de diseño urbano, desde las dimensiones de la plaza central hasta la orientación de las calles, para lo cual se empleaba una cuadrícula alrededor de una plaza.

Con el correr del tiempo, los países de la región fueron ganando su independencia, pero esta herencia española de cuadrícula rectangular de calles rectas sobrevivió a las sucesivas transformaciones urbanas.

“Normalmente ocupada por varios lotes y edificios, la manzana es el mediador capaz de independizar acciones de construcción realizadas por distintos actores, produciendo a la vez un resultado unitario y coherente con una cierta expectativa formal del espacio urbano”, dice el arquitecto Fernando Diez en el Glosario de las ciudades. “Su origen puede ser el resultado de un proceso histórico o de la simple agre­gación de los edificios, pero es también un recurrente y seguro instrumento de proyec­to urbano, elemento organizador de la construcción que se concibe simul­táneamente con un cierto espaciamiento de calles. En conjunto, pueden adoptar la forma de una grilla repetitiva, de manzanas rectangulares en la tradición nórdica europea de los países fríos o cuadradas en la tradición de los países mediterráneos de clima más cálido.”

En cada una de sus caras, decíamos, se despliega una cuadra, que suele medir entre 80 y 120 metros de largo y que es, también, una unidad de medida que nos ayuda a entender a qué distancia están los diferentes elementos en una ciudad. Por ejemplo: “el kiosco queda a tres cuadras”. Pero más allá de su rol como unidad de distancia, esta medida también afecta nuestros hábitos, rutinas y prioridades.

Cercanía y voluntad

Tener algo cerca no es tan trivial como parece. Muchas personas eligen un lugar para vivir sólo porque tienen una estación de subte o el colegio de los hijos a menos de cierta cantidad de cuadras. Lo que está más a mano se usa más, y más seguido.

La cercanía afecta nuestros hábitos y patrones de movilidad mucho más de lo que reconocemos. Y si bien no hay una regla universal sobre qué podría considerarse “cerca”, la ciencia logró identificar algunas variables que afectan nuestra percepción de las distancias en el entorno urbano.

En 1997, los investigadores Robert Cervero y Kara Kockelman de la Universidad de Berkeley estudiaron el impacto de las 3D (densidad, diversidad y diseño) en la elección de los modos de viaje. Los resultados muestran que los barrios más densos y con diseños orientados al peatón se vinculan con una mayor adopción de modos no motorizados, entre otros, la caminata.

Esto ayuda a entender los factores que vuelven a un área más o menos caminable. Siguiendo la regla de las 3D, si queremos alentar los modos activos –como los desplazamientos a pie y en bicicleta– tenemos que pensar en un mínimo de densidad (una masa crítica de población, cercanía a empleos), de diversidad (de usos en una misma cuadra o al interior de un edificio, como aquellos que tienen comercios en planta baja y vivienda en los pisos superiores), y de diseño (manzanas curvilíneas, veredas anchas, arbolado).

Años más tarde, Cervero y otros investigadores ampliaron el modelo hasta las 5D, sumando como variables la destination accessibility (accesibilidad a destino: el número de escuelas, hospitales, librerías o centros comerciales a menos de 500 metros) y la distancia al transporte público. No por obvio es menos importante recordar que las personas son más proclives a viajar en tren, subte o colectivo si tienen buen acceso a estaciones o paradas. Y que existe un cierto límite a partir del cual uno deja de usar ciertos modos de transporte, o empieza a reemplazarlos por otros, en especial cuando las condiciones climáticas no ayudan. Si llueve a cántaros, no es lo mismo tener la estación de subte a 100 metros que a 1000.

Entre árboles y veredas

Ahora que nos pusimos en marcha, la pregunta es cuánto estamos dispuestos a caminar. Y la respuesta es: depende.

Por regla general solemos incorporar a nuestros hábitos diarios visitas a comercios y servicios que están como máximo a 400 o 500 metros de nuestros domicilios y caminamos hasta 800 metros para llegar a un centro de trasbordo de alta calidad, como una estación de subte confiable. Pero estas distancias están afectadas por otras variables. Algunas ya fueron mencionadas: el ancho de las veredas, la presencia o no de árboles, la extensión de las cuadras y la diversidad de manzanas.

Examinemos brevemente cada una:

  • Las veredas anchas y en buen estado son elementos básicos de una infraestructura peatonal funcional. Está probado que su presencia, en especial si se combinan con calles angostas y una protección adecuada del tránsito vehicular, estimula los viajes a pie, además de proteger a los transeúntes más débiles. En Bariloche, una de las ciudades más grandes de la Patagonia argentina, conviven los dos extremos. Por un lado, áreas donde las veredas son prácticamente inexistentes: angostas, llenas de desniveles, con escalones o invadidas por postes (la ausencia de veredas es, de hecho, una de las grandes dificultades que encuentran quienes viven en asentamientos o barrios populares). Por el otro, un sector del centro histórico donde las aceras están mucho mejor mantenidas y se elevaron los pasos peatonales a su altura. Adivinen cuáles son más usadas para desplazarse a pie.
  • Los árboles bellos y fuertes fomentan los recorridos peatonales. La importancia del arbolado urbano no reside únicamente en sus cualidades estéticas (que también cumplen una función importantísima) o en cómo mejora el paisaje: los árboles son reguladores de temperatura en tiempos de crisis climática –en las ciudades puede haber hasta 20º centígrados de diferencia entre cuadras con o sin arbolado– y aportan sombra o espacios para refugiarse. Como si fuera poco, también ayudan a amortiguar vientos y ruidos. En ecosistemas áridos, como la ciudad de San Juan, en el centro-oeste de Argentina, la presencia o no de árboles que ayuden a bajar la temperatura del aire a nivel de los peatones puede marcar la diferencia entre una cuadra en la que se camina y otra en la que no.
  • Las cuadras cortas y variadas se vinculan a un mayor flujo de viajes a pie. Aquí se combinan aspectos funcionales y estéticos. Por un lado, las cuadras cortas vuelven los viajes menos monótonos ya que aumentan la frecuencia con la que uno se encuentra con esquinas e intersecciones. Por el otro, las cuadras que rompen con la grilla regular típica de las ciudades latinoamericanas –como las cuadras curvas, con sus giros y sorpresas– aportan variedad e interés.

Si recordamos el esquema de las 3D, todos estos aspectos hacen al diseño de las ciudades. Pero ¿qué pasa con la densidad y la diversidad? Para eso tenemos que hablar de usos mixtos.

Barreras

Hubo un momento en el siglo XX en el que se creyó que la mejor manera de organizar las ciudades era mantener bien separadas sus funciones: aquí, el área residencial; allá, el área comercial; más allá, el parque industrial. Pero de a poco, los alcaldes o líderes locales fueron entendiendo que esta división tajante tenía sus problemas. Los hogares sin comercios de cercanía perdían sus lugares de encuentro cotidianos. Las zonas de oficinas quedaban desoladas después de las cinco o seis de la tarde. Muchas áreas dependientes de una actividad “ancla”, como las calles de los grandes cines, se degradaron inmediatamente cuando estos entraron en crisis.

Por eso, y por su aporte a las ciudades caminables, comenzó a cobrar relevancia un concepto conocido como mixtura de usos, es decir, aquellas áreas donde se alienta la diversidad de funciones residenciales y comerciales, pero también de talleres y pequeñas industrias. Las áreas mixtas generan entornos en los que caminar se convierte en la forma más eficiente y conveniente de realizar viajes cortos. Y es que en la variedad está el gusto.

No hay nada más aburrido que pasar por una cuadra donde lo único que vemos son persianas bajas o enormes edificios de oficinas que al nivel de la calle sólo tienen para ofrecer recepciones semivacías. O caminar por al lado de torres residenciales separadas de la acera por rejas, muros y garitas de seguridad, como si se tratara de la entrada de una prisión.

Ni hablar de las cuadras que están tomadas casi por completo por estacionamientos comerciales. En términos urbanísticos, un estacionamiento a nivel de la calle aporta muy poco: es inevitablemente feo desde el exterior y el peatón lo pasa con una mezcla de molestia (por la chicharra que indica la salida de autos en los edificios de viviendas) y miedo (por ser atropellado por algún conductor apurado). Y si el peatón es un niño o un perro, puede que no pase con miedo, pero probablemente tampoco escuchará la chicharra. Alguna vez los estacionamientos fueron definidos como un cementerio de chatarra que no está muerta pero sí inactiva, despidiendo gases residuales y olor a aceite.

Luego está el último grito del algoritmo: las dark stores, centros de distribución cerrados al público donde se alojan productos comprados en línea. Se ubican en áreas centrales y desde afuera parecen cajas negras, con ventanas ploteadas o tapadas con diarios. Hermanos de las ghost kitchens, que nacieron y –probablemente– murieron con la pandemia, son para el transeúnte el equivalente a un vacío urbano, un local abandonado, un terreno baldío.

También puede darse el caso de una cuadra en la que pasan cosas, pero que esas cosas sean tan monótonas que en la práctica es como si no pasara nada. Hace poco estuve en un área cerca de la calle Agustinas, en el centro histórico de Santiago de Chile, donde cuadra tras cuadra (casi) lo único que había eran ópticas. La agrupación temática de comercios tiene una lógica –conocida como economías de aglomeración– y ayuda a los potenciales clientes a saber dónde encontrar determinados servicios, pero para el transeúnte que no necesita cambiar sus gafas o comprar lentes de contacto, el aporte termina siendo prácticamente nulo. Hay excepciones, por supuesto, como las hileras de cuadras dedicadas a la venta de muebles, que componen un programa en sí mismo; pero lo interesante es que sólo funcionan en juego con otro tipo de comercios, por ejemplo, un restaurante para coronar el paseo o para esperar mientras otra persona hace las compras.

Pero el gran disuasivo son las interrupciones en la trama urbana. Un bajo autopista, grandes depósitos, un cementerio, la parte de atrás de un centro comercial, una zona portuaria semiabandonada, extensos tramos del ferrocarril sin posibilidad de cruce, tener que cruzar un puente peatonal para ir “del otro lado” del barrio a hacer un simple mandado. Estos grandes equipamientos, como se los conoce, son barreras invisibles que desaniman hasta al más valiente.

En todos estos casos, caminar, aunque sea unas cuadras, es una tortura. La sensación es que no hay nada para uno allí y que se está en un verdadero lugar de tránsito, donde hay que pasar el menor tiempo posible. Y es que, después de todo, la cuadra es el primer acercamiento a nuestro mapa mental de la ciudad.

La estimulante variedad

No todas son malas noticias. De hecho, el entorno construido también puede alentar el hábito de caminar hacia los lugares que visitamos de manera cotidiana. Entonces, ¿cuáles serían estos elementos que mejoran nuestro recorrido?

Para empezar, los edificios de vivienda con locales en planta baja (el ejemplo clásico de usos mixtos), los comercios de cercanía y la variedad de fachadas.

También en Santiago, en el barrio Lastarria, está la plaza Mulato Gil de Castro. Aquí las cuadras contiguas ofrecen un entorno mucho más variado: un bar tradicional, una farmacia, cafeterías, una feria de antigüedades, dos museos, una sastrería, una disquería. Incluso si uno no tiene pensado consumir, el caminar o simplemente deambular resultan actividades mucho más entretenidas. Las tiendas, cafés y escaparates crean un entorno atractivo y las ventanas vidriadas invitan a observar qué está ocurriendo en el interior de los locales.

Luego hay otras variables que fomentan nuestra voluntad de recorrer más cuadras a pie. Techos, toldos y aleros que protegen de las inclemencias del tiempo. Los murales y esculturas, los monumentos, la superposición de diferentes tipos de arquitectura y hasta las luces decorativas que agregan color y vivacidad al entorno. Los bancos que nos permiten sentarnos por un segundo, recobrar fuerzas, escribir algo o tomar una llamada. Las plazas, por más pequeñas que sean, suman frescura, espacios verdes y sonidos agradables –el cantar de los pájaros, las risas de los niños–, además de aportar un posible lugar de encuentro y un aire general de vitalidad al recorrido.

Todo esto conforma una síntesis basada en lo sensorial. Y es que cada lugar tiene para nosotros un “sentido” o identidad que se crea a través de la interacción entre sus características físicas y nuestras propias experiencias (“esta cuadra huele mal y es oscura”, “este lado de la vereda se siente templado y agradable”).

“Se ve así que caminar es más que una experiencia motriz: es social, recreativa, fenomenológica y emocional, por lo que las ciudades no se deben diseñar sólo para que sean vistas, sino para ser vividas y habitadas”, dicen los investigadores Pablo Páramo y Andrea Burbano de la Universidad Pedagógica Nacional de Colombia. “Lograr ciudades caminables puede ser un paso importante para alcanzar este propósito”.

Una breve apostilla sobre accesibilidad. Sabemos que en las ciudades viven muchas personas con movilidad reducida, como aquellas que están en silla de ruedas, se mueven con muletas o bastones o están embarazadas. La caminabilidad, en este caso, no se opone a la inclusión. Paradójicamente, una ciudad más caminable se vuelve también más accesible para aquellos que no pueden caminar o tienen dificultades para hacerlo. Una vereda sin baches es mejor para quien va a pie, pero también para aquel que se desplaza en andador, en silla de ruedas o con un cochecito de bebé.

Para muchas personas –adultos mayores, aquellos con hijos o hijas pequeños o quienes sufren de dolores lumbares– la pausa es tan importante como la caminata. ¿Ofrece la vereda un lugar para sentarse? ¿Hay bancos fijos, sillas movibles, arcadas con columnas en las cuales apoyarse? Quienes gobiernan una ciudad tienen que entender que sus habitantes tienen diferentes ritmos vitales . Algunos sólo quieren llegar del punto A al punto B (y pueden hacerlo sin problemas). Otros, no, y en esos casos el poder detener la marcha y descansar, disfrutar o simplemente habitar es tan importante como el transitar.

Mil ojos

Las mejores cuadras son las que nos hacen sentir seguros… en todo sentido. Por eso también debemos incluir la seguridad vial en la ecuación. ¿Qué tan separada está la vereda del tráfico motorizado? ¿Cuál es la velocidad máxima en esa cuadra? ¿Hay cruces elevados para permitir que automovilistas y peatones se vean? Las respuestas a esas preguntas ayudan a bosquejar una guía orientativa sobre qué tan caminable es ese tramo.

Luego, claro, está la seguridad frente al delito. A menudo la seguridad en una zona determinada se asocia con la presencia policial, pero desde el punto de vista urbano hay un aspecto incluso más central. Aquí vuelve la urbanista Jane Jacobs y una idea que desarrolló en su libro Death and Life of Great American Cities (algo así como “Muerte y vida de las grandes ciudades estadounidenses”) vinculada a la importancia de una vida activa en cada cuadra. El concepto se conoce como ojos en la calle y se basa en la constatación de que las calles son más seguras cuando están controladas activamente por las personas que viven, trabajan e interactúan en el barrio.

Dirá Jacobs: el movimiento en las calles (de residentes, de comerciantes, de transeúntes) desalienta el delito dado que genera en el potencial criminal la sensación de que está siendo observado. Estos “ojos” contribuyen a una vigilancia natural del entorno ya que este juego de ver y ser vistos ocurre sin que haya una intención explícita de protección. Y dado que la persona que transita por una cuadra animada de alguna manera sabe que este movimiento existe, eso alienta aún más la circulación.

Sin embargo, esta vigilancia natural disminuye con la altura. Un edificio de más de 8 o 10 pisos, para no hablar de las famosas “torres” residenciales, desengancha a sus habitantes de su entorno inmediato. Si vivo en un piso 25, poco me importa lo que esté pasando en la planta baja.

Una mala lectura de esta propuesta son los programas de crime prevention through environmental design, más conocidos como CPTED, que comenzaron a implementarse en los años 70 del siglo pasado. En lugar de alentar la presencia de personas y actividades variadas, la CPTED o prevención de la delincuencia mediante el diseño ambiental se orienta hacia los “usuarios” o “clientes” de un espacio, estableciendo una distinción entre personas a las que se les puede dar acceso a un sitio de las que, según esta visión, merecen ser excluidas , una táctica antihumanista que es prima hermana de los carteles que proliferan en espacios públicos privatizados: “Prohibida la venta ambulante”, “Baños exclusivos para clientes”, “Prohibido el ingreso con alimentos y bebidas”.

Productos típicos de este enfoque son las vallas, los portones, las alarmas y las cámaras de seguridad. Su objetivo: mantener alejados a los desconocidos y marcar el territorio en áreas residenciales. Esta clase de intervenciones es típica de la ciudad latinoamericana de las últimas tres o cuatro décadas, como lo prueban varias áreas del centro de Lima, en Perú, donde los edificios y casas están retirados de la línea de frente y al nivel de la vereda sólo quedan rejas, alambrados y garages. En ciudades comparativamente más seguras, como Buenos Aires o Montevideo, este esquema se observa más a menudo en los barrios de las afueras: “lujo de la medianera para adentro, un cerco fortificado y la calle vacía y peligrosa”, según la definición de Cristian Moleres, un experto en planificación de la Universidad de Buenos Aires.

Aquí la seguridad se concentra en los delitos contra la propiedad en detrimento de aquellos que se cometen contra las personas. Pero esto simplemente desplaza los factores de riesgo y aumenta las desigualdades, ya que al diseñar fortalezas que protegen a los propietarios generan un entorno mucho más hostil y peligroso para los peatones que pasan por su lado (en especial para las mujeres, que deberían ser capaces de caminar sin sentirse amenazadas, algo que no ofrecen las áreas menos animadas).

El repliegue en la esfera privada hace que el espacio público quede abandonado, lo cual lo vuelve más inseguro, ya que los lugares con menos gente atraen aún menos gente. Es un círculo vicioso. “La historia reciente de Chile llevó a que nuestra sociedad se replegara a la esfera privada y buscara refugio en las relaciones cara a cara: la familia, los amigos más cercanos. El otro lado de esta moneda fue la pérdida del espacio físico de la sociedad civil”, dicen los investigadores Alfredo Rodríguez y Lucy Winchester al explicar el Santiago “segregado, temeroso y fragmentado” de la actualidad.

La escala humana

Hay otra apuesta, y consiste en rediseñar nuestras ciudades con pequeñas intervenciones que fomenten los procesos que refuerzan la vida urbana. “La gente va a donde hay gente”, reza un viejo proverbio escandinavo, uno de los favoritos del arquitecto danés Jan Gehl.

Gehl tiene un libro lindísimo llamado Ciudades para la gente en el que condensa una serie de contribuciones al campo del diseño urbano. ¿Su gran recomendación? Primero la vida, luego el espacio y por último, los edificios.

Bajo esta lógica, no alcanza simplemente con aumentar la densidad poblacional de un lugar para inyectarle vida. Sabemos que en las ciudades la baja densidad es incapaz de generar una masa crítica suficiente que le dé vitalidad a un lugar, pero el extremo opuesto también tiene sus problemas. Una manzana de rascacielos, con edificios demasiado altos y calles muy oscuras, suena poco acogedora; por el contrario, una densidad moderada, de cinco a seis pisos –como las que Gehl observa en su Copenhague natal– ofrece un buen contacto visual entre los residentes y lo que ocurre en las veredas.

“Si las plantas bajas son acogedoras, suaves y, sobre todo, pobladas, los peatones están rodeados de actividad humana. Incluso de noche, cuando poco ocurre en los cafés y patios, los muebles, las flores, las bicicletas tiradas y los juguetes olvidados son un reconfortante testimonio de vida y proximidad a otras personas”, dice Gehl. Mientras tanto, la luz que sale por las ventanas de los comercios, oficinas y viviendas aumenta la sensación de seguridad en la calle.

Pasada la noche, el sol vuelve a salir y reaparecen todas las cosas que se pueden hacer en las inmediaciones de un edificio: charlar, entrar y salir, caminar por al lado, pararse al lado, descansar, pararse en la puerta, mirar vidrieras, sentarse junto a alguien… Por esto mismo, para aquellos espacios donde los edificios se encuentran con la ciudad, Gehl prefiere los “bordes suaves”: fachadas transparentes, grandes ventanales, muchas entradas y bienes expuestos que ofrezcan “mucho para ver y tocar, y muchas buenas razones para aminorar la marcha o incluso detenerse”.

Las cafeterías merecen un párrafo aparte. Estos establecimientos van mucho más allá de lo que se ofrece en la carta, y la prueba es que las personas se quedan allí mucho más tiempo del que necesitan para terminar su bebida. De hecho, el café es una excusa: para ponerse al día con un amigo, para discutir una idea, para charlar sobre un proyecto profesional o simplemente para mirar la vida pasar. No por nada las primeras mesas que se ocupan son las que dan a la calle, o (si el clima acompaña) las que están sobre la vereda.

Lo mismo vale para el espacio público de calidad, el alma de las ciudades pensadas para la gente. Una plaza sucia, con charcos y un subibaja desvencijado no invita a la vitalidad como un espacio reluciente y bien señalizado con juegos de primer nivel para niños. En plan de salida, un parque sin baños públicos no dura más que la capacidad de nuestra vejiga (dicho de otra manera: en el momento en que tenemos ganas de hacer pis, nos vamos).

También es el caso con los lugares icónicos o de referencia. En el último tiempo se pusieron de moda las letras corpóreas, como I Amsterdam o BA, en lugares clave de interés turístico. Estos enormes puntos fotográficos terminan funcionando más como esos props descartables que se cuelgan los invitados a un casamiento. Una ciudad a escala humana debe ser capaz de crear elementos que inviten a las personas. No tienen por qué tener una función clara –de hecho pueden ser un mero ornamento–, lo importante es que conecten con lo que los habitantes de la cuadra esperan de ella.

En base a todo esto, Gehl, arquitecto veterano, resume las ideas clave para fomentar la vida en la ciudad: “recorridos compactos, directos y lógicos; dimensiones modestas del espacio; y una jerarquía clara que se deriva de decisiones sobre qué espacios son los más importantes”. ¿Y cuáles son los más importantes? Diremos: aquellos que propician encuentros, que despiertan nuestra curiosidad, que no nos tienen en alerta todo el tiempo, sino que, por el contrario, nos invitan a quedarnos, aunque sea un poquito más.

Coda

Regreso a mi cuadra. Los conflictos de gestión del espacio público siguen allí: esquivo un cartel publicitario de grandes dimensiones y un auto estacionado sobre la acera que casi no deja espacio para circular. Pero también encuentro cosas que hacen de mi recorrido un ejercicio vibrante: huertas urbanas, un pequeño taller con ventanales a la calle, una mesa de ping pong en una plaza de bolsillo, un nuevo local que pronto visitaré.

El ballet de la acera continúa. Una mujer pasa trotando, dos obreros llevan sus almuerzos en una bolsa de plástico, una pareja camina de la mano, un grupo de turistas busca con la mirada algún cartel con indicaciones.

La cuadra se termina y pongo un pie en la calle.

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