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Capítulo 1.4

El barrio

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El gueto y el gólem

Cuentan que en un altillo de una sinagoga de la ciudad de Praga en el siglo XVI, un rabino fabricó una criatura enorme y poderosa utilizando unas pocas cosas que todos tenemos a mano: un poco de barro, mucho miedo y un pedacito de papel con el nombre de Dios. El barro le dio un cuerpo a la criatura, el nombre de Dios le dio vida a lo inanimado, y el miedo le dio un propósito a su existencia. Víctima de pogroms y actos de violencia recurrentes, la población judía habia sido condenada a vivir en esta porción especial de la ciudad: el barrio judío, el gueto de Praga. Una ciudad dentro de la ciudad, donde la población judía fue segregada por muros y leyes que perseguían la libertad religiosa. En el contexto de las grandes transformaciones de la reforma protestante, había resurgido un catolicismo conservador poco tolerante a las disidencias, y el gólem se erigió como defensor del gueto y sus habitantes. Cumplía su misión todos los días, pero los viernes a la noche el rabino le sacaba el shem de la frente, el papelito con el nombre de su dios, para que descansase en Sabbat. Como suele pasar en estas historias, un viernes el rabino se olvidó de quitar el shem y el gólem atacó a la propia población que debía defender. 

La historia del gólem de Praga es sobre los guetos, porciones de ciudad al margen de la ciudad, con sus fronteras simbólicas y reales; sobre lugares donde se habla otro idioma, se adora a otro dios, se comen otras comidas y se escuchan otras canciones; pedacitos de ciudad con su identidad, alma o esencia; sobre vecinos de un barrio haciendo lo posible por defenderlo y defenderse, sobre exclusión e integración; sobre vivir con un otro en un mismo espacio o separar por muros y rejas lo simbólicamente diferente; sobre poblaciones pudientes y desposeídas y su derecho de acceder a la ciudad; sobre la tensión entre decisiones conscientemente tomadas con un objetivo en mente y las consecuencias no deseadas; sobre la tensión entre defensa y amenaza. 

En algunas versiones de esta historia, la palabra que está inscrita en la frente del gólem es אמת (emét, “verdad”). La criatura se desactivaba sacando la primera letra (aleph, א) y cambiando así la inscripción de “verdad” (אמת) a “muerte” (מת, mét, “muerto”). Por eso es también una historia sobre qué entendemos por verdad y cómo buscamos representarla en palabras. Palabras que pueden ser herramientas para entender y construir el mundo que habitamos, pero también una amenaza cuando expresan versiones estancas y muertas de antiguas verdades que ya no hablan de este mundo. 

Una historia de los barrios 

A menos que la vorágine transhumanista nos convierta a todos en bits, toda historia sucederá siempre en algún lugar. La sangre de Tupac Amaru y la de María Antonieta rodó entre piedras de plazas y patios ubicados en espacios muy concretos. Las revoluciones tienen momentos icónicos en lugares de referencia, como palacios o plazas, que son también nodos donde confluyen corrientes y procesos históricos de cambio y las personas que los llevan adelante. Ahí también se hacen fiestas donde nos cruzamos y encontramos. Nuestras vidas suceden entre casas, escuelas, oficinas, bares, cines, teatros, hospitales, cementerios, ubicados en algunos lugares de la ciudad. La ciudad es el escenario donde la historia tiene lugar, es la encarnadura espacial inevitable de toda historia, con mayúscula o sin ella. Las actividades que realiza una sociedad para vivir y sobrevivir están localizadas espacialmente en un lugar. Ese lugar es la ciudad. De la vibración que genera la interacción de nosotros, nuestras actividades y los techos bajo los cuales estas cosas suceden, emana la armonía que es una ciudad. Sociedad, lugar, y actividad. O en otras palabras, nosotros, refugio y trabajo. 

Cuando los humanos que hacen la historia deciden cambiar cómo se vive y sobrevive, cambian las ciudades. La ciudad de hecho es una primera distinción, una diferenciación de un distrito diferente de otro. Grandes parcelas de tierra que producían alimentos que se empezaron a subdividir en manzanas urbanas donde se producían otras cosas. Esa división de los espacios expresaba una división de los trabajos, que se fueron especializando en diferentes tareas y espacializando en diferentes lugares, distritos dentro de ese gran distrito que era la ciudad. En esta clave binaria de oposición, un instrumento típico en las ciencias sociales en su intento de hacer manejable su complejidad, la ciudad queda definida como lo opuesto al espacio rural, la urbe versus el campo. La parcela que produce los elementos indispensables de la vida se opone al espacio donde se vende y se consume lo que en aquella se produce. La parcela productiva versus la plaza del mercado. Esa separación conceptual se empezó a plasmar físicamente en muros fortificados de piedra (bordes), demostrando que la ciudad hacía algo más que consumir lo que se producía en el campo: brindaba seguridad a los campesinos al permitirles refugiarse detrás de sus muros cuando lo necesitaran. 

Pero la ciudad también prestaba otros servicios. Con la complejidad creciente de las sociedades humanas, más que un quiebre entre producción y consumo, lo que se produjo fue el nacimiento de nuevas actividades complementarias a la actividad del campo. La ciudad ofrecía su puerto para comerciar con los mercados de otras plazas; el fuerte servía para organizar las milicias de defensa; los templos, además de desarrollar la vida espiritual, investigaban cómo cultivar plantas más resistentes o cuándo cosechar o sembrar según la disposición del sol; y los centros administrativos organizaban el excedente de un campo cada vez más productivo gracias a esas innovaciones que venían de la ciudad (entre otros grandes inventos que también ha dejado la ciudad como la escritura, la penicilina, las cloacas o la cerveza). Si el espacio rural producía alimentos, la manzana urbana producía creatividad e innovación. En esa tensión, en ese punto y contrapunto, se alcanzaba una armonía entre el campo y la ciudad. El uno sin el otro no podía existir y mutuamente se reforzaban.   

Más acá en el tiempo, con la Modernidad y las primeras revoluciones industriales, las ciudades empezaron a pasar de los pequeños talleres de oficios a las grandes industrias, recibiendo enormes masas de migrantes provenientes del campo en busca de trabajo. Los barrios, que en los antiguos burgos se diferenciaban por oficios (el barrio de los talabarteros o el de los herreros), ahora empezaron a fusionarse en un único barrio obrero, que atraía a la mano de obra indiferenciada propia de la gran industria y se caracterizaba por el hacinamiento y las paupérrimas condiciones de vida. El castellano toma la palabra “barrio” del arabe barri, que significa exterior o salvaje. O sea que, en cierta medida, en la palabra castellana “barrio” ya se encuentra este aspecto del suburbio, sub-urbe, área apartada y de estatus inferior. En las miradas binarias, el barrio sería lo que no está en el centro, donde el centro es la ciudad habitada por los ciudadanos legítimos y respetables, los propietarios con derecho a voto. 

Gracias a las grandes migraciones internacionales de la Segunda Revolución Industrial, la apertura del comercio internacional del siglo XIX y los grandes medios de transporte, los barrios se convirtieron también en barrios de migrantes extranjeros. Nacionalidades, etnias, religiones y lenguajes le confirieron una nueva identidad a esa porción de ciudad devaluada. Barrios judíos, chinos, italianos, armenios, sirio-libaneses proliferaron por doquier: un pedazo de la tierra madre llevado a todas las esquinas del mundo.

Los otros

Más allá de estos aspectos culturales, son las infraestructuras urbanas donde suceden los diferentes trabajos que necesita la sociedad (el templo, la fábrica, el fuerte, el mercado, el puerto, la universidad) las que marcan el paso y confieren una identidad a su área de influencia, actuando como puntos de referencia y nodos de un barrio. Las personas que habitan o transitan ese espacio lo hacen porque hay una actividad determinada que los atrae a la zona. El emplazamiento de una universidad, por ejemplo, crea un distrito universitario, joven, con estudiantes y sus modos de vida, muy diferentes a los trabajadores de oficina en el centro administrativo y comercial. Probablemente, allí haya casas más chicas o departamentos donde no es necesario criar niños. También habrá más espacios culturales de música, teatro, literatura antes que jardines de infantes. Y la gente transitará la calle a toda hora con calendarios menos estructurados que los que obliga la oficina o la fábrica. De la misma manera, en los centros administrativos y comerciales donde sólo hay oficinas y comercios, no hay casas, parques, escuelas, y toda actividad languidece con la caída del sol y la bajada de la persianas.

Existe otra mirada de la teoría social sobre qué es un barrio. Una que no mira desde la perspectiva cenital de los mapas, ni hacia arriba a las grandes infraestructuras, edificios y equipamientos urbanos. Una mirada con el mentón paralelo a la vereda y los ojos puestos en la cara de las personas que hacen ese barrio, con el foco en las redes que se tejen entre habitantes de una misma zona, dando lugar a las organizaciones de ese lugar. Esta perspectiva la recoge la palabra inglesa para "barrio": neighbourhood. La palabra viene de nigh, near (“cercano”) y gebūr (“habitante”). Es decir, pondera a los habitantes y sus vínculos personales, sin medirlos en el espacio definido en metros. Cuando uno vive en sociedad, vive con el otro, con un otro distinto con el que puede haber cierta solidaridad abstracta de diferentes escalas. En la casa hay otros que son familiares, y la unión está en los lazos de sangre. Fuera de la vivienda hay otros con los que se comparte cierta identidad común más o menos abstracta: compatriotas, hinchas del mismo club, budistas, miembros de una comunidad. Pero el barrio y la relación de vecindad es diferente. Sin ser vínculos de sangre o del hogar, constituyen una relación de cercanía basada en el trato cotidiano cara a cara; es saber el nombre de esa persona, un poco de su historia; es cuidar a su hijo o que cuide del tuyo cuando hay que salir en una urgencia; es dejar las llaves a una persona que tiene un local cerca para que nos riegue las plantas cuando nos vamos de vacaciones. Son vecinos del barrio. Para esta perspectiva, un barrio es un lugar donde te cruzás a otras personas a las que saludás por nombre. 

Si pensamos las ciudades como esa interacción entre la sociedad, sus actividades y los lugares, el barrio es el escenario físico donde sucede. Pero las ciencias sociales tendieron siempre a pensar las sociedades a partir de las clases sociales como el principal hecho estructurante. Y es cierto: las clases sociales también tienden a estructurar los barrios, o mejor dicho, el barrio puede ser la representación espacial del movimiento de esas clases sociales y sus actividades. Por ejemplo, la ubicación relativa a ciertas actividades y espacios, fundamentalmente el nivel de conectividad con oportunidades laborales o de esparcimiento pueden convertir a un barrio común en uno atractivo, bien conectado. Muchas personas desearán vivir ahí y presionarán para ello, subiendo con esta mayor demanda el precio de los lotes, ya sea para los dueños que buscan comprar o  para los inquilinos que quieren alquilar. Esto le dará cierta impronta al barrio: la del poder adquisitivo de sus vecinos (dueños o inquilinos). En estas concepciones del barrio, lo que prima es el valor del suelo y la renta urbana, y se da por sentada cierta homogeneidad. Para pensar la relación entre la sociedad y el lugar, definen a la sociedad por las clases sociales y los barrios como la expresión en el espacio de esa clase social. Dicho más rápidamente: la idea es que en un barrio viven todas personas de la misma clase social. Esta clave binaria podría representar, más o menos fehacientemente, la ciudad de la Modernidad industrial. Había una identidad entre barrio y clase, donde la frontera social entre las clases altas y las bajas, los dueños de las fábricas y los obreros, tenía su correlato espacial en la tensión entre el centro y el barrio o entre los barrios burgueses y los barrios proletarios. Desde entonces se han complejizado mucho los procesos productivos, las ciudades y, por supuesto, la teoría social que intenta dar cuenta de ambas cosas. La simpleza de esas categorizaciones entró en tensión. 

Un cientista social que escribió mucho sobre ciudades, Max Weber, podría decir que en un barrio vive gente de la misma clase social, pero no porque todos tengan el mismo capital económico para comprar o alquilar ahí, sino porque, según él, lo que define a una clase social era precisamente el conocimiento interpersonal frecuente. Weber diferenciaba la clase social de la clase económica, concepto este último que usaba para referir a la posesión de un capital económico previo por el lugar que ocupan las personas en el proceso económico-productivo. En cambio, para Weber, la clase social era el conocimiento interpersonal, personal, frecuente con otros. En ese sentido, si en un barrio viven todas personas de la misma clase social, sería porque todos se saludan por el nombre, se conocen de cara o porque es la hija de tal. Es la red de contactos a la que se puede recurrir para pedir ayuda, apoyo, buscar trabajo, hacer negocios, lo cual impacta en la clase económica. Otros autores posteriores, como Giddens o Bourdieu, ponderaron además otros capitales más allá del económico y del social. Por ejemplo, el capital simbólico de un sujeto puede provenir de la pertenencia a cierta religión, identidad sexual, etnia o instituciones consideradas legítimas, y a la vez facilitar el acceso a determinadas redes sociales que, eventualmente, le permitan acumular más capital económico. También existe el capital cultural, que implica el dominio y manejo de ciertos símbolos culturales legítimos y que confieren prestigio; se puede ver, por ejemplo, en la diferencia en los consumos culturales y gustos entre los nuevos ricos y los de vieja alcurnia. 

¿Se parecen clase social, económica, cultural o simbólica? Por supuesto, se solapan mucho, y una puede apalancar un cambio en otra, pero no son lo mismo. ¿Conocemos solamente a personas de un capital económico similar al nuestro? Hay cierta endogamia, nos juntamos con los que se nos parecen en nuestros capitales, pero no es automático, hay tensiones. ¿Se superponen clase económica y barrio? Por supuesto, pero ese encastre no es perfecto. Si bien hay barrios socialmente muy homogéneos, existen muchos ejemplos de barrios socialmente mixtos. El precio a pagar para acceder a un alquiler o compra de un lote en determinados barrios actúa como un muro que evita que ingresen personas de otra clase social o económica. En este sentido, las formas de acceso a la vivienda, mercantiles o no, pueden facilitar u obturar el hecho de que un barrio sea socialmente heterogéneo u homogéneo. Ha habido muchas ocasiones donde barrio, clase social y clase económica no coinciden perfectamente en un esquema binario y sencillo. Dos familias de similar capital económico acumulado han tenido problemas porque una de ellas toma mate en la pileta o en la cancha de golf: la clase económica del barrio es alta, pero el capital simbólico y cultural del mate no era compartido por ambas. Dos barrios con el mismo precio del metro cuadrado pueden tener características totalmente diferentes en función del capital simbólico de sus habitantes, del estatus o imagen que ese barrio confiere, que es valorado de diferente modo por quienes deciden vivir en uno o en otro. 

La dimensión temporal agrega otra dificultad. Los barrios son una entidad muy cambiante porque cambian las estructuras subyacentes que le dan identidad. Desaparecen universidades, se crean puertos, las familias tienen hijos y esos hijos se mudan, o se quedan y tienen más hijos que presionan para que ahí donde antes había una vivienda ahora se necesiten más viviendas para los hogares que conformaron esos hijos. La organización de un barrio obrero postergado puede resultar en su desarrollo y en mejores condiciones de vida, mientras que la degradación puede ser aprovechada por desarrolladores inmobiliarios que, viendo tierra barata, apuestan a comprar, valorizar y vender más caro.

En el siglo XIII, en una zona de París, los templarios fundaron un fuerte y un templo. Para prestar servicios a esa infraestructura se fue desarrollando todo un barrio en su entorno. Desde entonces y hasta la Revolución francesa fue un lugar afluente muy de moda entre los nobles y aristócratas. Luego de la revolución y la huída de esa aristocracia se convirtió en uno de los barrios judíos más importantes de París, más tarde en un gueto y un lugar especialmente violento durante la ocupación nazi. Tras el fin de la guerra continuó su rol de gueto, pero esta vez alojando a los sectores obreros. Durante los 80 fue el barrio por excelencia de la comunidad gay. Finalmente, el “modernismo higienista” lo declaró zona insalubre y se dedicó a restaurar el patrimonio arquitectónico de la vieja aristocracia. Así transformó a este famoso barrio –Le Marais– en lo que es hoy, un lugar que alberga tiendas de primera línea de joyería, talabartería y restaurantes. Poco de ese beneficio queda en sus ocupantes históricos. Su esencia se fue perdiendo. Pero ¿quiénes serían estos habitantes históricos? ¿Los templarios, los aristócratas, los judíos, los obreros, la comunidad gay? ¿Cuál es su identidad? ¿O acaso es una mezcla de todo eso? A pesar de todos los cambios, lo que parece permanecer es su condición de gueto, de exclusión, de frontera. Este proceso de cambio en un barrio –en especial cuando es un cambio social que transforma un barrio de pobres en uno de ricos– tiene un nombre que ya es de uso común: gentrificación.

Gentrificación (o el baño de los otros)

Para sintetizar qué es un barrio se puede decir que es un lugar donde conocés al pizzero de tu cuadra con tanta confianza que, cuando te vas de vacaciones, le dejás las llaves de tu casa para que las pueda buscar tu hermana que va a regarte las plantas. Jane Jacobs en Muerte y vida de las grandes ciudades cita este ejemplo como indicador de barrio saludable. A esta pizzería se la nombra como pizzería de barrio, donde la persona detrás del mostrador no es un empleado anónimo, sino que tiene nombre, pongamos Claudia. Digamos mejor que, además de atender el local, es la dueña. Su relación con los vecinos no es sólo comercial, incluso uno tuvo que empezar a comprar pizzas en otro lugar por haberse peleado fuerte con uno de sus hijos por alguna pavada. Según Claudia, aunque todavía use la masa madre que su abuela trajo en barco desde Italia, su pizza no es ni napolitana ni romana: es rioplatense. Y en el barrio son todo un éxito.

Sin embargo, Claudia tuvo que cerrar. En su lugar abrió una pizzería nueva que no es de barrio, porque no es ni del país. Es una de esas pizzerías de cadena, con pizzas producidas en serie, cuyos dueños viven en Wisconsin o Weimar, la receta fue hecha por un ingeniero químico en Johannesburgo, donde tienen el centro de R&D, y su cartelería está diseñada por un estudio de Oslo. Al lado aparecieron aún más locales de este tipo. 

Pronto, la identidad particular del barrio desapareció. Al levantar la mirada, se podía estar en una esquina de Miami, Madrid, Medellín, Mendoza o Malmo. Los mismos locales con las mismas vidrieras, ofreciendo en el menú, como compromiso, apenas una variante estandarizada de una receta local en un idioma babilónico, ni de acá ni de allá: mezzaluna, caramel macchiato, avocado.   

¿Qué pasó?

Pasó que el barrio, la quintaesencia del lugar personalizado, con su identidad e idiosincrasia, se convirtió en lo que el antropólogo Marc Augé llamó un no lugar, un espacio intercambiable donde el ser humano permanece anónimo, como un aeropuerto o un shopping. El problema no era que la pizza de Claudia –es decir, la oferta– fuese mala. Para la gente del barrio –es decir, la demanda– le ganaba por escándalo a las pizzas de la competencia. Pero si bien Claudia era la dueña de la heladera, había puesto la plata para hacer el horno y compró las pizzeras, el local no era de ella. Y a la hora de renovar el contrato, no pudo competir con un fondo de inversión de Delaware que pudo negociar mejor el alquiler. Y a pesar de que la demanda era alta, y la gente del barrio le pedía todo el tiempo, Claudia tuvo que cerrar.

La historia de Claudia es la historia de los vecinos de muchos barrios en muchas ciudades del mundo que, ya sea porque viven o porque tienen sus locales ahí, se ven expulsados de su barrio durante procesos de gentrificación. 

El término viene del vocablo anglosajón gentry (que denota estatus social o pertenencia al mundo de lo noble o caballeresco) y fue acuñado en el año 1964 por la socióloga inglesa Ruth Glass para definir los cambios que se estaban produciendo en algunos barrios de la ciudad de Londres. Por esa época, cierto tipo de arquitectura georgiana ubicada en zonas centrales de la ciudad volvió a percibirse como atractiva culturalmente luego de un periodo de abandono del centro por las clases medias-altas. Más tarde, estos sectores sociales volvieron a estos barrios, renovaron esas casas y en el proceso, los que vivían ahí tuvieron que mudarse (las casas eran las mismas y el stock de viviendas no había cambiado). 

Los procesos de gentrificación no son todos iguales. En otros casos, puede ocurrir que se recupere infraestructura urbana en desuso, como puertos o espacios ferroviarios, y se construyan nuevas viviendas para sectores medios y altos (que son los que tienen capital o pueden acceder a financiamiento para comprarlas). Eso tiene un efecto de contagio en las zonas cercanas, lo que aumenta el precio de los lotes, y provoca un desplazamiento indirecto: ya sea porque los dueños de esos lotes ven que pueden venderlos a otros desarrolladores en vez de seguir alquilándolos, o porque los residentes ya no pueden comprar en los comercios de la zona porque los precios han aumentado (ya sea porque los vecinos del barrio ahora tienen más ingreso o porque hay que cubrir el costo de un alquiler del local más caro). En este tipo de procesos el Estado, en sus distintos niveles –nacional o subnacional– puede cumplir diferentes roles: vender el terreno, establecer regulaciones sobre qué y cómo construir, introducir cambios en la regulación vigente, ser el propio desarrollador o, claro, no hacer nada y dejar que el problema siga su propia deriva.

Hasta acá llega el acuerdo en las ciencias sociales sobre este proceso y el concepto que intenta representarlo. Hay quienes sostienen que la receta de la gentrificación sería algo así: 

  • reinversión, tanto estatal como privada; 
  • alza del valor del suelo;
  • llegada de agentes con mayor capacidad de pago;
  • cambios en las actividades y el paisaje urbano;
  • desplazamiento de grupos sociales preexistentes con menores ingresos. 

Pero las ciencias sociales no tienen una tabla periódica de conceptos, actores y procesos, y esto es especialmente cierto con la gentrificación. El debate terminológico sobre este proceso social y territorial complejo gira sobre la cuestión del desplazamiento. Para algunos autores el desplazamiento no es intrínseco a la definición de gentrificación, mientras que para otros, sí. Pero más allá de si la expulsión es o no parte ineludible del problema, lo cierto es que resulta muy útil para pensar la tensión entre los conceptos de gentrificación y de desarrollo o renovación

Los barrios y las ciudades se transforman, mutan. Y esos cambios pueden abrir el lugar para procesos de inversión pública y/o privada que reacondicionen viejas estructuras y equipamientos, otorgando mejor calidad de vida a los habitantes de esos barrios. Del mismo modo, el crecimiento de una economía puede presentar condiciones para la mejora habitacional o de otros aspectos de un barrio, con el objetivo de generar un genuino proceso de inversión y desarrollo, y no tanto de buscar una renta urbana inmediata. Pero más allá de los objetivos declarados a priori, un aspecto importante de estos procesos son las consecuencias concretas, esperadas, deseadas o no, de las cuales el desplazamiento puede ser, quizás, la más importante. El cambio y el desarrollo de un barrio puede llevar numerosas ventajas a los propios habitantes, siempre y cuando no se vean desplazados. Si hay habitantes de mayores ingresos y los comerciantes del barrio pueden mantener sus locales, podrán tener mejores ventas. Si aparecen más servicios y de mayor variedad, los vecinos que viven en el barrio tendrán mayor disponibilidad de oportunidades de ocio, laborales, recreación, etc. Siempre a condición de que puedan seguir siendo habitantes del barrio. 

Tener un conocimiento fehaciente de estas situaciones de expulsión es muy difícil de lograr para los cientistas sociales. Las personas no son como pájaros a los que podemos poner GPS y medir sus trayectorias. Y aunque así fuera, no sabríamos exactamente por qué toman la decisión de mudarse. Hacer estudios en base a registros longitudinales (seguir a un grupo de personas durante un tiempo) no es muy común en ciencias sociales, porque no hay muchas fuentes de información de ese tipo disponibles. Sin embargo, un estudio realizado por Kacie Dragan, Ingrid Ellen y Sherry Glied en la Universidad de Nueva York logró algo aproximado usando registros de Medicaid, un programa del gobierno federal de Estados Unidos que ayuda a cubrir los costos médicos para personas de bajos ingresos, familias y niños, mujeres embarazadas, ancianos y personas con discapacidades. 

Las investigadoras siguieron a un grupo de niños de bajos ingresos en la ciudad de Nueva York durante 7 años. Los niños de uno de esos grupos vivían en un barrio que con el tiempo se fue gentrificando, mientras que los niños del otro grupo permanecieron en un barrio que no se gentrificó. Los niños –y sus familias– que se quedaron en el barrio que recibía sectores de altos ingresos y aumentaba sus precios pudieron hacerlo gracias a una política de alquileres subsidiados y controlados que tiene la ciudad de Nueva York. Durante esos años la pobreza se redujo aún más en el grupo de niños que pudo quedarse en el barrio en gentrificación si se lo comparaba contra el otro grupo de niños, que se mantuvo en el barrio tradicional de bajos ingresos. Este efecto puede deberse, entre otros motivos, a que las familias que permanecen en esos barrios terminan teniendo mayor acceso a diferentes tipos de oportunidades (laborales, escolares, sociales, redes de contactos, servicios urbanos de todo tipo, etc.) que ponen a su disposición utilizando diferentes estrategias para mejorar la condición social del hogar. Hasta ahora podíamos pensar la ciudad como el reflejo espacial de los procesos sociales más amplios. Pero también se puede pensar que existe una fuerza en sentido contrario, donde el diseño urbano de los barrios y las ciudades puede ejercer un cambio sobre la sociedad. Poner a disposición infraestructura y servicios urbanos como transporte, escuelas, parques, lugares de cuidado, espacios de esparcimiento, junto con capitales sociales, culturales y económicos que los vecinos, familias y grupos organizados ponen a su disposición y amplifican gracias a su conocimiento interpersonal y redes sociales, puede habilitar un cambio en sus condiciones de vida y nivel de ingreso, dando lugar a cierta movilidad social inter e intrageneracional. 

Dado que todo esto puede ser muy abstracto, una breve historia puede ayudar. La politóloga Mayra Arena cuenta en una charla en Bahía Blanca llamada “¿Qué tienen los pobres en la cabeza?” que cuando vivía en el barrio Villa Caracol, uno de los más pobres de esa ciudad, pudo comenzar a pensar y transformar su propia situación social y económica gracias a la familia de una amiga de clase media que le abrió las puertas de su casa y de su baño. Mayra, que no tenía baño en su casa, ilustra esta situación de acceso a otra visión del mundo con una anécdota: conoció lo que era un bidet en la casa de su amiga, y al verlo por primera vez, pensó que era un inodoro para el pis. A los chicos de un barrio también los crían los vecinos, en especial cuando las madres y padres están trabajando, siempre que cuenten con esas redes sociales de apoyo mutuo. Ella menciona que esta interacción personal entre diferentes clases sociales permite que haya menos representaciones estigmatizantes del otro, como expresiones del tipo “los pobres son todo vagos”. Mayra termina su charla aconsejando que inviten a la gente a su casa, a hacer pis y otras actividades. Queda en el aire una nueva definición: somos de la misma clase social los que conocemos el baño de los otros.

El caso Montevideo

En su trabajo sobre Ciudad Vieja en la ciudad de Montevideo, Agustín Vera Casanova plantea que la zona –un área portuaria y el centro colonial de la ciudad– cayó en un relativo desuso y después observó un proceso de renovación y desarrollo que se podría llamar gentrificación. Casanova utiliza datos censales (nivel de educación, nivel de ingresos, cantidad de integrantes, tipo de tenencia de vivienda y sus relocalizaciones en la ciudad) para comparar la situación del área antes y después, y llega a la conclusión de que la zona presenta un gran nivel de predisposición a ser gentrificada. Sin embargo, a pesar de que observa algunos desplazamientos, dice que no se verifica un proceso de gentrificación tradicional.

 Además del enfoque cuantitativo y basado en la evidencia disponible, el trabajo de Vera es interesante porque identifica qué elementos hacen a un área gentrificable, es decir, qué nivel de predisposición o vulnerabilidad puede tener un sector urbano a ser gentrificado. Algunos de esos elementos son:

  • tipo de tenencia de vivienda: cuanto mayor es la población de inquilinos, más fácil es que estos sean desplazados; 
  • capacidad de los habitantes para desarrollar estrategias de oposición: poblaciones envejecidas, conformadas por inmigrantes u otro tipo de grupos marginados suelen tener menor posibilidad de resistencia);
  • cantidad de espacios urbanos vacantes: una gran cantidad de espacios vacantes, baldíos o instalaciones abandonadas facilita la gentrificación;
  • proximidad a áreas de élite social; 
  • proporción de hogares unipersonales: si es alta, la gentrificabilidad es mayor ya que también es mayor la capacidad de movilidad de la población residente.

Esto permite pensar cómo contrarrestar u ofrecer un contrapeso desde la política pública a los efectos nocivos de procesos de inversión y desarrollo de zonas urbanas.

Casanova también llama la atención sobre un fenómeno muy vigente en otras ciudades. Sostiene que en Ciudad Vieja hubo desplazamientos de hogares de menores ingresos, pero no una llegada de sectores de altos ingresos. Como una posible explicación plantea la hipótesis de la turistización de la zona: los turistas no siempre se relevan en el censo, por eso es más difícil ver este fenómeno. Esto es importante porque pone al descubierto que la disputa por el suelo urbano puede no ser sólo entre sectores de diferente ingreso dentro de una misma ciudad, sino también con los sectores de altos ingresos de todo el mundo.

Más allá de la gentrificación, dejar languidecer viejas infraestructuras oxidadas que no sirven ya al propósito para el que fueron construidas, con los problemas que eso genera para los vecinos de un barrio, merece un llamado de atención. Una enorme infraestructura urbana que se muda de barrio o deja de operar, como por ejemplo un puerto, provoca que los trabajadores que vivían cerca se muden, y con ellos los locales que les vendían y daban servicios. Quedan menos residentes, y las infraestructuras que permanecen (casas, locales, plazas, salas de primeros auxilios) y la calidad de los servicios (como la frecuencia de los colectivos) se degradan. La gentrificación con expulsión de los habitantes tradicionales es uno de los procesos de cambio más perniciosos para las ciudades y los barrios saludables, tanto como la degradación de infraestructuras urbanas. Pero si la gentrificación es la “invasión” de los barrios por parte de los sectores medio-altos, su contracara es todavía más nociva para las ciudades: la huida de estos sectores a los suburbios. Y sobre todo, la forma que esa huida toma en las ciudades latinoamericanas: los barrios cerrados. 

Gueto rico, gueto pobre

Mudarse a un barrio cerrado es una decisión que tiene sentido para muchas familias que la tomaron. “Tengo verde y mis hijos pueden andar solos sin miedo. Además es mucho más barato comprar ahí”, dicen, y en sus historias la ciudad aparece como un lugar inhóspito y lleno de problemas: inseguridad, siniestros viales, falta de espacios verdes, hacinamiento, contaminación, difícil acceso a la vivienda. Pero para el conjunto de la sociedad, quizás los barrios cerrados no sean la mejor idea. Los efectos negativos de esta huida al suburbio ocupan muchos libros. El más señalado es una mayor extensión de la mancha urbana ocupando humedales y otros espacios naturales, que con sus bajas densidades (la contracara de que todos tengan una casa propia con patio) hace que esa extensión sea aún mayor. Pero los problemas no se acaban ahí. Esta mayor dispersión (lo contrario a la densidad) hace que no haya alternativas de transporte público y que, por lo tanto, los desplazamientos sean mayormente en automóvil particular, lo que genera congestión en las vías de acceso y mayor emisión de gases de efecto invernadero y partículas contaminantes. Al mismo tiempo, las arcas de la ciudad pierden a sus ciudadanos más pudientes; esto horada la posibilidad de financiar mejoras en la ciudad y genera un loop de retroalimentación negativa. Pero quizás el más destacable de todos los efectos negativos sea la homogamia social. Estos enclaves de riqueza, con muros igual de excluyentes que los de los guetos de pobreza, impiden que nos relacionemos con un otro diferente, como sí permiten los barrios comunes y corrientes, porosos, heterogéneos.

Las mismas deficiencias que se presentan en los barrios cerrados se ven en las soluciones habitacionales que a menudo proporcionan los Estados para los sectores de menores ingresos. Se basan en el bajo valor de la tierra para desarrollar casas unifamiliares, en lugares poco conectados, con pocos o malos servicios. Estos enclaves tan desconectados urbanística y socialmente de otras porciones de la ciudad, sus servicios y sus oportunidades, trajeron consigo un nuevo término a la mesa: barrios nico, por ni colegios ni colectivos.

La dirección deseable en términos de urbanismo y ciudadanía es la misma para ambos espectros sociales. Más que dispersar viviendas en las coronas urbanas, es preferible aumentar la oferta dentro de los propios barrios centrales de la ciudad, aumentando la densidad. Pero ojo, esto no implica volver con antiguas soluciones, con problemas muy documentados en términos de enclaves socialmente homogéneos, como la construcción de torres elevadas de altísima densidad dedicada de manera exclusiva a sectores de un mismo nivel de ingreso (alto o bajo). Hablamos de desarrollar espacios urbanos que favorezcan el encuentro con personas diferentes y que pueden ser un aporte a nuestras sociedades actuales. Ya sean fenómenos migratorios, reinserción de sectores medios-altos a zonas postergadas, de jóvenes en barrios de personas mayores, etcétera, estos espacios reales de encuentro pueden funcionar como un contrapeso a construcciones de ciudadanía nocivas y endogámicas que reproducen visiones binarias y dogmáticas, alentadas por espacios virtuales gobernados por algoritmos centrífugos y homogámicos. Al mismo tiempo, la coexistencia en un mismo espacio de clases económica, social y culturalmente diferentes presenta estructuras de oportunidades para que haya movimiento (intra o intergeneracional) entre clases. Esta forma de estructurar el barrio también puede cambiar cómo se estructura la sociedad. Recordemos que el proceso inverso a un barrio socialmente heterogéneo son los barrios socialmente homogéneos, enclaves tanto de pobreza o riqueza, que más que reconfigurar la estructura de una sociedad, la perpetúan. 

Si un barrio en desarrollo logra albergar nuevos residentes manteniendo a los históricos, creando un entorno de heterogeneidad social, ciertas líneas de investigación apuntan a que esos entornos favorecen nociones de ciudadanía más complejas y ofrecen ventajas a los habitantes históricos. Estas se caracterizarían por ser más empáticas; en ellas, la visión del otro no es un dogma, un prejuicio en base a prenociones mal concebidas, sino que se favorece una cosmovisión más rica y tolerante con los demás en base a conocer al otro  cara a cara. 

Ciudades tan diversas como Nueva York, Bogotá, Medellín, São Paulo, Viena y Berlín han introducido numerosos mecanismos no mercantiles de adquisición de la vivienda, donde la clase económica no es el único factor para adquirir o alquilar en un barrio. En estos mecanismos el Estado local juega un rol con diferentes instrumentos: desde ceder tierra pública a cambio de unidades de vivienda que pone a disposición de hogares de menores ingresos mediante créditos blandos, hasta cumplir el rol directo de desarrollador inmobiliario (como en Viena y Berlín). 

Los barrios siempre cambian y con ello se altera su identidad, se pierden habitantes y se los ganan, mutan sus casas y sus formas. Incluso cuando “todo se conserva”, el barrio puede quedar como una osamenta vacía de lo que fue y empezar a enfrentar un proceso de degradación, que también es una forma de cambio. En ese sentido cabe volver a hacernos la pregunta de cómo es que cambian los barrios. 

Cuatro cientistas sociales entran a un bar

Si la definición de barrio y ciudad, o la gentrificación, son problemas para los cientistas sociales, mucho más lo es el proceso de cambio. ¿Quién, cómo y por qué cambia un barrio? Invocados a responder esta pregunta, un grupo de cientistas sociales apartan unas sillas de caño para sentarse en un café con mozos de camisa y moño. Apoyan sus libretas de notas en mesas algo ajadas. Con el ojo entrenado de sus profesiones, notan que los parroquianos están compartiendo el espacio con otros más jóvenes, con cortes de pelo con degradé, lentes con marcos de diseños extravagantes y remeras con estampados en serigrafía. Los académicos se miran y sentencian de manera unánime: este barrio se está gentrificando. Pero ahí termina el consenso, porque empieza el debate áspero del porqué de esta gentrificación. 

El geógrafo dice que el café de especialidad es cabeza de playa de un proceso de cambio y que estos nuevos parroquianos son las primeras olas de invasores. El barrio cambia porque lo han invadido actores foráneos (quizás una comunidad migrante de otro país, de otra provincia, de otro grupo etario o clase que encuentra pintoresco el entorno). Piensa esto basado en sus lecturas de la escuela de ecología urbana de Chicago de principios del siglo XX y su  modelo de cambio de las ciudades por un proceso de sucesión por invasión. El colega geógrafo recibe una acusación de anticuado desde el otro lado de la mesa y le dicen que desde entonces las ciencias sociales pensaron otras cosas. 

El economista trae la perspectiva de la economía política, poniendo el cambio del barrio en el contexto más amplio de la renta urbana. Describe cómo los desarrolladores en búsqueda de rentabilidad aprovechan barrios donde los lotes sean baratos para desarrollarlos y que, con el tiempo y la gentrificación misma, los departamentos construidos sobre esos lotes sean más caros. Entre otros motivos, se vuelven más caros porque esas mismas inversiones incentivan otras en un proceso que se retroalimenta y causa las mismas consecuencias que buscaba. Entonces la gentrificación aparece como producto deseado y hasta diseñado para realizar esa renta excepcional que se da por la compra de un lote en un barrio indeseado y la venta del mismo lote, pero ahora en un barrio desarrollado y de moda. Moda y desarollo que no se da por el reposo del lote en una barrica de roble o de algo exógeno y fuera de control del inversor como la lluvia, sino también gracias a notas periodísticas celebratorias sobre el nuevo barrio trendy y otras vías publicitarias con efecto performativo que, más que describir la realidad, tienen el poder de crearla. Componentes de la inversión inmobiliaria tanto como el concreto y las aberturas de aluminio. 

El cientista político levanta la voz en señal de protesta contra ese panegírico economicista que le quita agencia a la capacidad del barrio para organizarse tanto para frenar estos cambios como así también para proponer alternativas. Cita las muchas veces que organizaciones barriales han levantado los brazos para oponerse a que un lote disponible tuviera un destino indeseado. Por ejemplo, cuando convirtieron una vieja infraestructura ferroviaria abandonada en un parque con múltiples usos y espacios de encuentro para los vecinos, reforzando ese conocimiento interpersonal y la formación de alianzas y asociaciones del barrio. El efecto de esto quizás haya sido una gentrificación de todos modos; o quizá como mínimo hayan recibido la acusación de gentrificación. Pero lo importante en este proceso de cambio, destaca, no es tanto si se gentrificó o no. Tampoco si esto tuvo efectos perniciosos no deseados sobre algunos vecinos. Lo fundamental es quién o quiénes decidieron. 

El sociólogo trae a colación sus lecturas de demografía y alguna anécdota familiar. Su familia era nativa de ese barrio, con dos hijos nacidos y criados ahí que al llegar a la mayoría de edad desearon quedarse. Para esto, tuvieron que convertir su vivienda unifamiliar en tres viviendas para albergar a tres hogares donde antes había uno solo. Pasaron de una casa a un PH o dúplex, o incluso a un pequeño edificio. Con esto, el sociólogo ejemplifica los aspectos demográficos, de poblaciones que aumentan sin necesidad de una migración “invasora” (término que objeta) y sin coordinación centralizada en una organización vecinal o una mesa de directivos de un grupo inversor. Esas dinámicas demográficas también constituyen una fuerza de presión sobre los barrios, sus dinámicas e identidades.

En estos pobres cientistas sociales esquemáticos se han representado algunos de los marcos teóricos para entender los diferentes derroteros que puede sufrir un barrio y los diferentes puntos donde hacen foco: lo ecológico-demográfico, lo sociocultural organizacional, la economía política de la renta urbana, y el rol y agencia de los movimientos sociales. 

Más allá de estas escuelas teóricas, existe otro debate sobre dos grandes esquemas de cambio: desde abajo o desde arriba. Así como un barrio puede nacer al calor de una infraestructura que da servicios a la ciudad, su desaparición y/o renovación puede transformar, y hasta hacer desaparecer, un barrio. Una nueva universidad puede revitalizar un barrio del mismo modo que una autopista puede literalmente aplastarlo o partirlo al medio. Si un barrio es saludar al vecino por nombre, una autopista crea un efecto de barrera urbana que hace esos encuentros más difíciles y menos frecuentes. En muchos casos estos efectos fueron precisamente los deseados, por ejemplo cuando en muchas ciudades de EE.UU. se utilizó el tendido de autopistas y su efecto de barrera urbana para dificultar la accesibilidad de barrios de población negra, reforzando su condición de guetos y zonas de exclusión, y afectando esta conectividad con zonas de oportunidades que los pudieran hacer más valiosos y deseables. Estas decisiones fueron tomadas por organismos del Estado y el epítome de esa figura de planificador central y autoritario fue Robert Moses. Este hombre fue durante muchos años el comisionado de Parques y Recreación de la Ciudad de Nueva York, el gran planificador urbano centralizado, el diseñador de la ciudad desde arriba, sin consultar a las comunidades locales. Fue una gran fuerza de transformación que, como toda gran fuerza, encontró otra igual pero de opuesto sentido. 

Jane Jacobs, voz del grupo de vecinos del barrio neoyorquino Greenwich Village, forzó a Robert Moses a dar la discusión con los vecinos sobre qué hacer con los barrios cuando este quiso atravesar el Washington Square Park con la continuación de la Quinta Avenida para “solucionar la congestión”. Jacobs representa, junto a otras mujeres como Shirley Haye, el arquetipo de la organización barrial autogestiva en defensa de los intereses de los habitantes del barrio. En las figuras de Jacobs y Moses se presenta esta tensión entre un cambio “desde arriba” y uno “desde abajo”, este último tipo, expresado en inglés como grassroots, en referencia al pasto que crece desde una muy extensa y fértil red de raíces subterráneas. Esta tensión podría expresar, de manera muy esquemática, la idea de que “desde arriba” es algo dictatorial, poco democrático y negativo, mientras que “desde abajo” es algo necesariamente horizontal, democrático y positivo. Pero nuevamente, como a todo esquema muy simple, es rico proponerle un contrapunto: el caso del urbanismo táctico.  

El urbanismo táctico es una forma de intervención en un barrio que requiere poco tiempo y recursos. Generalmente, el cambio del diseño de una calle o una manzana con pintura y otras infraestructuras “blandas” como macetas, bancos, conos de plástico, para crear espacios como plazas, espacios de juego, ciclovías, etc. En muchas ocasiones, estas intervenciones se plantean para facilitar y estimular el uso del espacio de la calle por parte de los habitantes más débiles y relegados de las ciudades: niños, peatones, adultos mayores, ciclistas. El espíritu del urbanismo táctico es pedir perdón y no permiso. Procura hacer una obra de bajo costo, evaluar su impacto, tanto objetivo como de representación en las opiniones de los vecinos, y si tiene éxito, escalarla iterativamente con obras de otra jerarquía e infraestructura acorde. Lo interesante de esto es el supuesto sociopolítico subyacente: si primero se preguntase a los vecinos si quieren esa intervención, muchos votarían que no. Con la intervención hecha, esos mismos vecinos, al ver los efectos, dicen estar contentos. Incluso pueden ofrecer su voz para defenderlas frente a algunos vecinos (como comerciantes o dueños de vehículos que no quieren perder lugar por ciclovías y nuevas plazas), que pueden oponer una resistencia muy fuerte y muy reproducida en medios de comunicación. La idea no es que “la gente no sabe lo que quiere”. Para ponerlo de un modo menos antidemocrático, uno no siempre puede imaginar en su día a día configuraciones alternativas de esos espacios y sus efectos positivos. Siempre se puede tomar una opinión más informada cuando la propuesta está plasmada en la realidad y no en supuestos teóricos y condicionales. Estas intervenciones pretenden romper con la inercia que impone la tradición, fuente muy potente de legitimidad, que opone una gran resistencia a pensar formas alternativas de vivir la ciudad. 

En otras ciudades, los fenómenos de organización vecinal para defender las densidades bajas en los barrios con casas unifamiliares se autodenominaron NIMBY, las siglas de Not In my Back Yard (en inglés: “No en mi patio trasero”). Muchos vecinos sienten la amenaza de que un barrio de casas bajas, donde todos se conocen, se vuelva un espacio anónimo de torres. En este caso el intento de proteger esa identidad es tan honesto como el hecho de que, si no se aumenta la cantidad de viviendas, se impide en la práctica que la segunda generación de vecinos viva en ese mismo barrio. Del mismo modo que la densidad es una amenaza al barrio, porque es más fácil saludar a la gente por el nombre cuando en la cuadra viven diez familias que mil, es también una oportunidad para que sea un espacio vivo. Muchos autores señalan que estos movimientos apuntan a defender una situación de privilegio, vedando el acceso a esas partes de la ciudad a otros habitantes, a la vez que al crecer la demanda sin aumentar la oferta, sube el precio de esas viviendas para sus dueños, mientras se encarece el acceso para los no propietarios. Quizás sea así en algunos casos, pero de un modo u otro, tenemos que volver a hablar de densidad.

La bondad de la densidad

Uno de los principales aspectos en que los barrios cambian es su densidad (cuántas miles de personas viven en un kilómetro cuadrado). Esto es así fundamentalmente porque un barrio, al menos en una ciudad consolidada, no puede expandirse hacia los costados: su área o superficie no puede cambiar aun cuando la población de la ciudad aumenta. Si quiere albergar más gente, el barrio solamente puede crecer para arriba, tener más viviendas pero apiladas en edificios, lo cual afecta también el patrimonio arquitectónico y los frentes de las manzanas. 

En este juego de tensiones, la densidad aparece como un veneno para los barrios. Nada se vive como una mayor amenaza para la esencia de un barrio que pasar de ser una zona de casas bajas, donde todos los vecinos se conocen, a un conglomerado de torres, superpoblado y anónimo. Pero la densidad también puede ser un bálsamo revitalizante. Para que un barrio tenga algo más que casas bajas, es decir que tenga un teatro, un centro cultural, un café, un dojo de artes marciales, tiene que tener clientes potenciales viviendo relativamente cerca. Esa variabilidad y riqueza se da en barrios que no tienen casas bajas, es decir, que no tienen baja densidad. 

Por otro lado, el transporte público también necesita densidad de usuarios en torno a su red. En los barrios de más densidad, el auto es menos necesario y se puede recuperar ese espacio para otros usos (por ejemplo, plazas con juegos para los chicos y encuentros para los vecinos). En algún punto entre un montón de casas bajas sin nada para hacer y un montón de torres de 30 pisos donde no hay sol, existe una densidad gentil de equilibrio. El principal producto de una ciudad es la creatividad, una chispa que es más probable que prenda cuando hay muchas personas chocando. Casi no hay grandes artistas, intelectuales o científicos que hayan elaborado sus trabajos aislados en pequeños pueblos perdidos en las montañas.  

Por último, aunque parezca que la densidad puede desalentar la interacción cara a cara de los vecinos que se conocen de nombre, también puede ayudarla. Como ya vimos, llevar una vida de barrio es más fácil cuando la mayoría de tus actividades están en la misma zona en la que vivís. Esto ayuda a generar vínculos, conocernos con la gente del barrio en lugar de simplemente saludarnos a la mañana cuando nos vamos y a la noche cuando volvemos porque hacemos todas nuestras actividades en otro lugar, porque en el barrio no hay nada para hacer. Si tus actividades están en el barrio, no todos sus habitantes te van a parecer desconocidos.

Supermanzanas y aikido urbano

No siempre el vecino es el depositario de la sabiduría ancestral y no siempre el planificador es un villano en una torre de marfil alejado de las realidades cotidianas. Todo sea dicho: existen planificadores centrales contraintuitivos –figuras muy contrarias a Robert Moses– como las alcaldesas de París y Barcelona Ann Hidalgo y Ada Colau, respectivamente. Ambas realizaron muchas intervenciones como supermanzanas y peatonalización de calles en entornos escolares en sus ciudades, luego de las cuales recibieron el apoyo de los vecinos e incluso renovaron su mandato en elecciones posteriores.

Por ejemplo, una de estas intervenciones exitosas, que comenzó como un proyecto desde arriba en Barcelona, atañe precisamente a una imagen muy representativa en el imaginario social de la identidad de un barrio de casas bajas: chicos jugando en la calle de forma segura y tranquila. Hoy en día, los chicos ya no pueden jugar en la calle porque hay mucha gente, porque se construyeron muchas torres y pasan demasiados autos. Recordemos que el incesante pasar de autos a altas velocidades también es una barrera urbana que dificulta las relaciones interpersonales entre vecinos.

¿Cómo lo resolvió Barcelona? Con supermanzanas. 

Las supermanzanas son una intervención que intenta recuperar parte del espacio urbano de las calles y esquinas para otros usos, como lugares de encuentro de vecinos o de juego. Un diseño de calles e intersecciones donde se permite al auto circular pero a menor velocidad y que obliga a doblar en las esquinas antes que seguir recto, mientras se alberga espacios de juego y encuentro. Lo interesante es que esto se puede hacer no a pesar de que estemos en una zona de mayor densidad, sino precisamente gracias a esa densidad. Cuando hay más variedad y oferta de lugares a distancia caminable (o accesible por transporte público), se hace menos necesario el automóvil para todos los viajes. Eso permite que el diseño de la calle priorice ciertas actividades por sobre otras, cosechando los beneficios de la densidad sin sufrir tanto sus defectos. 

La dificultad para que las infancias puedan disfrutar de jugar en la calle es uno de los problemas actuales de las ciudades. La calle es un espacio de disputa entre usuarios, es cierto, pero la prevalencia del más débil no implica la eliminación del automóvil, solamente su relocalización en la escala de legitimidades. Calles más tranquilas son calles menos contaminadas y contaminantes: el humo y el ruido de la ciudad de principios del siglo XXI viene más de los vehículos que pasan a altas velocidades que de las chimeneas de las fábricas. 

La disciplina japonesa del aikido se propone utilizar el impulso del adversario a favor nuestro en lugar de enfrentarlo con una fuerza opuesta más poderosa. Un aikido urbano no consiste en la huida de la ciudad hacia lo rural o una recreación artificial de lo rural en el suburbio. Los problemas que la ciudad genera pueden ser solucionados utilizando a nuestro favor las mismas fuerzas de la ciudad. Es precisamente la densidad y el desarrollo equitativo, con los equilibrios y contrapesos necesarios, los que pueden salvar a la ciudad de ese proceso de cambio nocivo que es la huida de los sectores medios-altos. Veredas y calles que permitan el juego de las infancias, densidades amables que hagan esos espacios poblados y vivaces sin convertirlos en hacinamiento y anonimato, desarrollo urbano público-privado asequible que permita el acceso a la vivienda e incorpore espacios verdes que no sean rentables a primera mano desde la mirada individual del desarrollador. Es ese barrio vivo el que además puede darle a las infancias y juventudes un crisol mucho más variado de actividades para hacer y más autonomía para moverse sin depender del automóvil de los padres. 

Estos espacios pueden demandarse desde abajo por las organizaciones de los barrios, pero sin un Estado desde arriba, difícilmente puedan existir en cantidad y calidad. La huida a la periferia, suburbio o conurbación (sin importar el nivel de ingreso) es la contracara del fracaso de las administraciones en planificar espacios urbanos para las personas. Habrá siempre una tensión entre la planificación desde arriba y los deseos y voluntades desde abajo de los habitantes. A todos nos gustaría una casa con patio propio, pero esto es irrealizable para todos en una ciudad, y es precisamente en esta gestión de intereses donde radica el desafío de diseñar una ciudad. 

En una época como la actual, plagada de transformaciones e incertidumbre, es instintivo refugiarnos en los lugares placenteros y seguros del pasado. Pero como la contrarreforma católica del siglo XVI, la aversión al riesgo frente a cualquier cambio puede ser la contracara de un conservadurismo nocivo para la vida de los barrios y ciudades. Fundamentalmente nos dificulta pensar futuros y alternativas. La defensa del automóvil particular estacionado en la puerta de la casita unifamiliar con patio propio, que representaba algún ideal aspiracional de mitad del siglo XX, es una idea anclada a la conservación de un pasado que, además de imposible de realizar colectivamente, es indeseable e incompatible con una ciudad habitable en el futuro.  

Es lógica la organización para la resistencia a cambios que sólo son positivos para inversores anónimos distantes en detrimento de los habitantes de un barrio, pero no toda resistencia al cambio es ese tipo de resistencia ni todo cambio es ese tipo de cambio. Las organizaciones barriales son un poderoso gólem que puede actuar en defensa del barrio y promover cambios que lo mejoren, respaldados en la legitimidad fundamental de que son decisiones de los propios habitantes del barrio. Pero existe el riesgo de que, como el gólem, dejen de ser una herramienta de autodefensa y se conviertan en una amenaza para el barrio. ¿Cómo saberlo? Imposible a priori.

El equilibrio

El barrio es un lugar raro. A veces ausente en los mapas y carteles de una ciudad, sin intendente o alcalde que lo represente ni fronteras claras (físicas, políticas o conceptuales). En algunos casos tiene un edificio enorme que le funciona de emblema o, si tiene mucha suerte, su nombre figura en canciones o historias que lo narran. El barrio es algo que construyen colectivamente sus habitantes, en el derrotero de sus días y sobre el sedimento de los días de quienes vivieron antes. En ese hacer también lo cambian, y ese cambio es la condición de posibilidad de que permanezca vivo, para que no se transforme en una osamenta poblada únicamente por los fantasmas del pasado. 

En este camino, el barrio está atravesado por muchas tensiones: cambio/conservación, riesgo/defensa, densidad/escala humana, inclusión/exclusión, desarrollo/degradación, planificación centralizada/consultas populares. Está bien, hay que navegarlas. Estamos acostumbrados a organizar nuestro pensamiento en estructuras binarias, con ideas contrapuestas, como si la verdad y el bien estuvieran solamente en una de ellas, con lo cual es necesario que se derrote por completo a la otra idea. Se representan ideas vivas y procesos complejos con palabras muertas, tiradas al aire como conjuros: progreso y desarrollo para invocar topadoras que pasen sobre la historia acumulada de muchas generaciones, su patrimonio histórico, arquitectónico y cultural. Pero también gentrificación y torres para proteger lo que es un proceso de degradación e inanición por la inacción ante el cambio inevitable de la ciudad, el crecimiento demográfico, el deterioro de las veredas y la erosión de los ladrillos.  

Pero hay otra forma de pensar lo que sucede bajo nuestros pies. Entender la realidad como elementos en tensión es entenderla como producto de un equilibrio. No el equilibrio estático e inestable de una moneda apoyada de canto, que cualquier soplo vuelca. Más bien, un equilibrio que se alcanza por virtud de múltiples y enormes fuerzas que empujan compensándose mutuamente. Como la columna central de una carpa de circo, sostenida firmemente por diferentes sogas. O aún mejor, como una bicicleta, que sólo avanza cuando está en equilibrio y sólo puede estar en equilibrio cuando avanza.

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