
Corrió por el complejo como una chispa en un camino de pólvora. Se oía por todas partes, el eco de un eco de un eco, el secreto más grande de la década gritado a los cuatro vientos. Hicimos contacto. A donde fuera que iba, agentes con los que nunca había hablado me señalaban, me estrechaban la mano o salían corriendo en la dirección contraria, como si a través de ese mensaje a medio descifrar nos hubieran enviado un virus extraterrestre altamente contagioso. Horas antes les hubiera dado igual que nuestra División desapareciera sin dejar rastros, pero ahora nos deseaban éxito, celebraban nuestro trabajo, estaban interesados en nuestros descubrimientos.
Me encontré con Park y Schneider en un ascensor. Park tuvo la amabilidad de saludarme con una sonrisita, mientras que Schneider parecía estar conteniendo las ganas de abrazarme o de largarse a llorar, contrario a otras personas que se habían arrojado a mis brazos sin reparo alguno a lo largo de la mañana. De su boca salió un torrente de preguntas que no pude contestar con la misma velocidad. ¿Cómo hicieron? ¿Están seguros? ¿En serio hicimos contacto? ¿En serio no estamos solos?
Cuando llegamos a su piso y Park la arrastró pasillo abajo, me quedé pensando en lo hermoso y lo terrible que sería, para ellas y para todos los astroboys a partir de ese momento, salir al espacio sabiendo que allá afuera había alguien más. Por siempre salir a un universo rebosante de vida.
En mi subsuelo, al final de mi pasillo, en la puerta de mi laboratorio, me encontré con un tumulto de gente como hormigas alrededor de un caramelo olvidado y derretido. Así se desarrolló el resto del día: un convoy de golpes ansiosos en la puerta, saludos, apretones de manos, abrazos efusivos e incómodos, caras y nombres que nunca había visto u oído. En esas caras había expresiones idénticas y camaleónicas, desde la esperanza hasta la sorpresa, desde el miedo hasta la fascinación, la angustia de la Directora reflejada en decenas de ojos y las preguntas de Schneider repetidas en cientos de bocas.
El último visitante pasó a las diez de la noche, y cuando se fue mandé a mi equipo a descansar, ya que no estábamos haciendo ningún avance. Seguíamos sin ir más allá de los saludos, y con el trabajo fragmentado e interrumpido no íbamos a llegar a ningún puerto. La mayoría de los Comandantes, si no todos, había venido a ofrecer su buena voluntad y la cooperación de sus Divisiones, incluído Paul Loung, que hizo un par de bromas tímidas sobre querer algún crédito en el descubrimiento.
La serie infinita, la Meca a la que los visitantes habían venido a rezar, corría en su pantalla. Justo encima, la granja de radiotelescopios, y en el lado opuesto la cámara de Heimdal, el satélite que había hecho eso posible, aunque todavía no terminábamos de entender cómo. El prototipo dorado seguía en su altar, rodeado de cajas y papeles, descansando en paz ahora que había cumplido su misión.
Chandra y Lotte fueron las primeras en retirarse, brazos de una sobre los hombros o la cintura de la otra. Lotte se había atado el pelo y algunos mechones sueltos se rizaban a los costados de su cara. Enroscada alrededor de su cuerpo, Chandra se perdía entre pliegues de batas blancas. Las alcancé a mitad de camino. Como tantas otras veces, quise decir palabras que no me salieron, y como tantas otras veces no hizo falta. Sus manos encontraron las mías, sus labios se estiraron en sonrisas y se comprimieron en besos de buenas noches.
Pálido y ojeroso, Lionel estuvo tecleando hasta que lo eché. Le dije que podía seguir al día siguiente, cuando hubiera regresado la tranquilidad y estuviéramos más despiertos; él intentó decirme que podía seguir un rato más.
—Vaya a descansar, agente —insistí —. Son órdenes de su Comandante.
La formalidad le arrancó una risita. Se sacó los lentes, echó la cabeza hacia atrás y le tronaron los huesos.
—No irás a quedarte de guardia —me advirtió.
—Subo enseguida —mentí.
No dio más pelea. Saludó a Vitale con la mano y él le devolvió el saludo desde nuestro puesto. Aproveché la atención para insistirle que también se fuera, pero hizo un gesto de ahora voy, dio media vuelta y siguió trabajando.
—A mí no hace falta que me digas nada, Komandyr —dijo Rosty desde el fondo —. Estoy muerto, me quiero ir a dormir ya mismo.
Un último tac tac con el que apagó la computadora y concluyó la jornada. Un momento después apareció a mi lado, blanco, rosado y celeste, me hizo un saludo militar lánguido con la mano izquierda, una burla, y siguió zigzagueando entre los escritorios. Se detuvo ante las puertas dobles y nos invitó a darnos una vuelta por su habitación cuando subiéramos, dijo que iba a tener preparada una ronda de gin para festejar.
La puerta hizo vaivén a su espalda. Hubo silencio y me sentí vacía, liviana. Me froté los ojos hasta que vi estrellas rojas y blancas sobre un telón negro. Tenía los párpados aceitosos e hinchados.
— ¿Y vos? —preguntó la voz de Vitale —. ¿No vas a subir?
Levanté la vista y ahí estaban esos ojos inmensos, atentos, enmarcados por pestañas oscuras y por un cansancio tan evidente que me dio culpa. Sabía que no iba a dejar el laboratorio hasta que yo lo hiciera, pero la verdad era que no quería irme. A nuestro alrededor crecía la calma, el olor de las decenas de cafés que los visitantes habían ido trayendo a lo largo del día como ofrendas. Lo único que quería era volver a convocar a mi equipo y trabajar hasta el amanecer, descubrir qué y quiénes se ocultaban del otro lado de los números.
Escalé la tarima, ocupé mi silla, espié su monitor: pares e impares aparecían diseccionados como los factores de una ecuación, combinados e intercambiados en la búsqueda de un lenguaje posible. Debajo, sobre el escritorio, tenía el cuaderno y el lápiz negro y amarillo mordido, una hoja en la que aparecía otro tanto de números, algunas letras.
— ¿Qué hacías? —le pregunté, señalando la secuencia del Punto Finito, transcripta en su caligrafía de ángulos agudos y círculos apretados. La había aislado en una esquina, encerrada en el interior de varias elipses, como si una y otra vez hubiera regresado a ella.
Deslizó el cuaderno hasta que estuvo entre los dos.
—Me quedé pensando en lo que dijo Lotte el otro día, si habría un cifrado en la extensión total del mensaje, ¿te acordás?
—Me sigue pareciendo poco viable.
Negó con la cabeza.
—En realidad pensaba en la serie en sí. Como se inspiraron en el Golden Record podemos asumir que quisieron economizar lo más posible y escondieron información por todas partes, como hicimos nosotros. Mirá. —Abrió el programa que usábamos para reproducir y analizar las secciones de audio, que mostraba un espectro de frecuencias ondulado y colorido. Señaló el principio, donde había una llanura silenciosa. —Antes de que empiecen los saludos hay dos segundos de estática. ¿No te parece raro? El interior de la serie es prácticamente perfecto, y aún así el principio del mensaje son dos segundos de vacío.
—Como si faltara algo —razoné, siguiendo su hilo.
—Exacto.
— ¿Y creés que el Punto Finito es…?
—Podría ser una pausa para marcar el final o el inicio de la serie, pero a mí me parece que nos están indicando algo. —Le dio un toque al Punto Finito con la yema del dedo y dejó en la hoja un rastro de grafito como la cola de un cometa. —Creo que esta es la puerta de entrada a lo que nos falta. Hay que encontrar la llave y… abrir.
Cuando terminó de hablar tenía las palmas de las manos abiertas hacia el cielo, como si con eso también quisiera decir algo. Como si le estuviera pidiendo un regalo más a ese universo que tanto nos había proveído.
Volví a revisar la superficie del cuaderno, los números como flores grises sobre un colchón de pasto blanco, combinados y tachados en ramos que podían significar un millón de cosas, que con cualquier vuelta de tuerca podrían esclarecer el misterio más grande del desierto. Vi el tren de pensamiento de una mente brillante.
Me eché sobre el respaldo de la silla. Subí un pie al asiento y dejé que el otro colgara por debajo.
— ¿Cómo te los imaginás? —le pregunté, dándome cuenta de que nunca se lo había preguntado.
—Personitas verdes, por supuesto.
Usé el pie libre para empujar su silla. Vitale se alejó rodando por la tarima, las manos ahora en el pecho, una carcajada en la garganta, en la boca, en el aire que nos rodeaba, mezclada con la sal en suspensión y olor del café.
—No lo pensé tanto —admitió mientras volvía a acercarse a mí —. Sí pensé en cómo hablarán, si usarán otra forma de comunicación, cómo sería aprender un lenguaje con el que no tenemos ninguna raíz o marco referencial en común...
— ¿Sabés qué? Chandra está equivocada. El nerd más grande sos vos.
Me quedé esperando un empujón vengativo, un gesto de fastidio que nunca llegó. En su lugar, se puso colorado de esa forma en la que él se ponía colorado, desde el cuello hasta las puntas de las orejas. Se mordió el labio como si masticara su propia risa.
—Qué sé yo —dijo —. ¿Vos cómo creés que son?
Me había hecho esa pregunta una infinidad de veces a lo largo de los años, pero la respuesta nunca había estado tan cerca. Sociedades y tecnologías más allá de nuestra imaginación, organismos unicelulares bioluminiscentes, hijos inmensos de planetas inmensos, apéndices como patas de araña y decenas de ojos saltones, un único ojo ciego y lechoso, bocas largas esforzándose por imitar nuestras sonrisas de bienvenida.
—Creo que en un nivel primario debemos venir del mismo lugar —le contesté —, y si estamos hechos de las mismas cosas, ya sabés, carbono y polvo de estrellas, entonces no podemos ser tan distintos. Ellos también deben reconocer la piedad, el amor, alguna forma de la fe. Deben tener padres, hermanos, amigos. —Me miré las manos, rojas y calientes, atravesadas por venas azules, la sangre que nos daba vida acá abajo, acá tan lejos. —A lo mejor es ingenuo de mi parte, pero no puedo imaginar un mundo que no sea como este.
—Siguiendo ese concepto —dijo —, también deben conocer la crueldad, el odio, el miedo. ¿Sería más ingenuo esperar que no sean como nosotros, que sean mejores?
Observé su perfil recortado por la luz blanca, la habitación de fondo, las bibliotecas llenas y los escritorios vacíos. Estábamos en un edificio subterráneo en medio del desierto, rodeados de mentes brillantes que querían ayudarse unas a otras y ayudar a la humanidad a llegar cada vez más lejos, a llegar a ser su mejor versión posible, a entender el mundo que la rodeaba y lo que estaba más allá de él. Habíamos enviado al espacio sondas cargadas con mensajes de esperanza y amistad, con fotos de nuestras familias y de nuestras mascotas, con el sonido de nuestras risas, la música de nuestros pueblos y las voces de nuestros hijos, buscando amigos en cielos lejanos, alguien que nos recordara cuando no fuéramos más que una historia, motas de polvo en el vacío interestelar.
Miré la hora. Me puse de pie.
—Vení conmigo, Simón.
Desandamos el camino de cada mañana y de cada noche. Pasillos largos, cargados de la sal perpetua y de los murmullos que nacían del otro lado de las puertas. Otras Divisiones y otros agentes, otras formas de progreso, otros mensajes en una botella que buscaban llegar a su destino por todos los medios posibles.
El recibidor estaba en penumbras, apenas iluminado por la ambientación que dejaban encendida durante la noche. La sal golpeaba las ventanas como gotas de lluvia pero no dejaba rastros en el cristal. A nuestra izquierda, los salones de conferencias se perdían en la media sombra, los pasillos serpenteaban entre domos de acero y cristal, los amigos se reunían para cenar o se despedían para irse a dormir, el complejo se extendía hacia el infinito.
Confié en que él me siguiera afuera y así lo hizo. Blanco y verde y nuestros datos en una pantalla, salimos a la última noche de un enero que parecía haber durado cien días. El cielo estaba reventado de estrellas. Me dio la impresión de que miraba una ciudad espejada allá en lo alto, con sus avenidas y ventanas encendidas.
—Mirá —dije, señalando el horizonte, a una luz intermitente que apareció, de pronto, sobre la silueta de una montaña —. ¿Lo ves? Ahí, justo ahí, esa luz verde. Ese es Heimdal.
En silencio, su mano tocó mi brazo, alcanzó mi hombro y me atrajo hacia él con suavidad. Me incliné en respuesta, buscando la solidez de su cuerpo, su calor reconfortante a pesar del verano. Estaba ahí, acá, tan cerca. Una persona tan extraña, tan familiar. Experimenté la misma sensación que cuando el mensaje había sonado en los auriculares. Quería reír y llorar. Quería viajar de un extremo del planeta al otro y contarle a cada persona que me cruzara lo que habíamos descubierto, más allá de que no fuera nada, más allá de que fuera un hallazgo mínimo. Hola, hijos del planeta Tierra, nunca más van a estar solos.
Recostó su cabeza sobre la mía y supe que él también lo comprendía, que él también podía verlo. El desierto como una bestia dormida, las constelaciones del noreste, la Luna en cuarto creciente, Heimdal a mitad de camino. En alguna de esas estrellas, del otro lado de una inmensidad más oscura, grande y silenciosa que el desierto, había una mano que por primera vez también se extendía hacia nosotros.
Querido Harris:
Disculpá que no haya podido contestar antes tu correo. Estamos muy bien y tenemos buenas noticias. Llamame cuando recibas este mensaje.
Con mucho cariño,
Comandante Inés Sabatello