Capítulo 8

Capítulo 8

20min

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La serie infinita corría sin pausa en la pantalla en la que la habíamos aislado. Impares, pares, impares iban de derecha a izquierda en un flujo constante, el laboratorio en silencio excepto por el tac tac tac tac de los teclados, el susurro de los fibrones sobre la pizarra y algún que otro murmullo aislado. A nuestro alrededor se derretía la que iba a ser la mañana más calurosa de aquel verano.

Tenía la ropa pegada al cuerpo y una capa de humedad salada sobre cada centímetro de piel. Los últimos días habían sido cada uno la copia en carbonilla del anterior. No sabíamos por dónde abordar el estudio de la serie, así que estábamos probando todos los ángulos a la vez y hasta entonces ninguno había dado flores ni frutos, ni siquiera un pequeño brote. Empezaba a respirarse el aire tenso de las semanas anteriores, con el agregado de que al fin parecíamos haber encontrado algo y la frustración de no poder descifrar qué era. Chandra había dedicado el cien por ciento de esa mente brillante a desandar el camino de la señal para descubrir de qué esquina del universo venía, pero parecía nacer y morir en Heimdal, como si sólo existiera ahí.

De mi computadora brotó un pitido breve y agudo que hizo que cinco cabezas se levantaran en alerta.

—No es nada —avisé—. Estaba midiendo cada cuánto tiempo se repite la serie.

Un suspiro colectivo, siempre al borde del abismo o de la iluminación. Le obsequié un pulgar en alto a Lionel. Su programa nos había permitido rastrear patrones, similitudes y diferencias a lo largo de la serie, y así encontramos la única sección entre más de un millón que no se repetía, cinco números impares a los que bautizamos Punto Finito, el lugar donde la serie terminaba y volvía a empezar, igual a una serpiente que muerde su propia cola.

—¿Cada cuánto, entonces? —preguntó Chandra, que estaba, con Rosty, de pie frente a la pizarra.

Consulté el cronómetro.

—Once horas, veintidós minutos, cincuenta y siete segundos.

—No tendría mucho sentido prestarle atención a eso, ¿no? —preguntó Lotte—. No habrán... digo, nada más: ¿sería demasiado pensar que cifraron algo en la extensión del mensaje?

—Quizá sea meternos en otro agujero de conejo —contesté—. No sabemos cómo miden el tiempo o si lo perciben de forma distinta a nosotros. Me parece que es como un disco rayado, nada más.

Si no hubiera estado mirando en esa dirección, si Chandra no hubiera aparecido justo en la esquina de mi ojo, apenas de refilón, me habría perdido la cadena de reacciones mudas. Su cara se contrajo en una expresión entre el éxtasis y el pánico. Pareció perder el equilibrio, alzó las manos y se aferró al brazo de Rosty. Vi la huella roja de sus uñas sobre la piel rosada y lisa. Se inclinó sobre él como si fuera a confiarle sus últimas palabras.

—Un disco rayado —repitió en una voz diminuta.

Las cejas rubias, casi transparentes, de Rosty se arquearon alto en su frente.

—Un disco rayado —repitió él.

De acuerdo por primera vez en sus vidas, se abalanzaron a través de la plataforma. Los vi acercarse en cámara lenta, brazos y piernas y batas blancas flameando detrás. Se me vinieron encima, casi no tuve tiempo de apartarme. Mi silla y yo rodamos hasta colisionar con la pared. Ahí me quedé mientras el tac tac tac tac invadía el laboratorio y nuestros miembros más capacitados enloquecían detrás de una computadora.

Sentí la mirada confundida de Vitale sobre mi mejilla, sobre las manos que había aferrado a los apoyabrazos. Se la devolví, intenté decirle yo tampoco entiendo. A su espalda se asomaron Lotte y Lionel con expresiones gemelas de desconcierto.

—¿Qué se les ocurrió? —pregunté e insistí, pero no obtuve respuesta.

Chandra y Rosty murmuraban. La luz de la pantalla los teñía de un blanco enfermizo.

—Chandra —la llamó Lotte, y ella acudió al llamado y levantó la cabeza—. ¿En qué podemos ayudar?

La astrónoma la contempló como si fuera la primera vez que la veía. Se le entreabrieron los labios y asomaron las sombras blancas de sus dientes. Abrió más los ojos, como si se diera cuenta de que no estaba hablando y no pudiera hacer nada al respecto.

—Busquen en los archivos de los norteamericanos —contestó Rosty en su lugar, sin dejar de pulsar tecla tras tecla, tac tac tac tac—. Reúnan todo lo que haya sobre los Golden Records.

Tuvo lugar una nueva pausa monumental. El silencio se dilató como un latido, lo sentí hincharse y contraerse. La bestia más terrible tomando aire al borde del abismo más oscuro, lista para precipitarse hacia el vacío en un salto absurdo y absoluto de fe.

—¿Piensan que pueden haber encontrado...? —empezó a decir Lotte, pero guardó silencio después de otra mirada insistente de Chandra.

Lionel silbó bajito, como si se desinflara.

Fue él quien encontró e imprimió el inventario con todo lo que teníamos del proyecto Golden Record, unas cuantas hojas con documentos y materiales listados en orden alfabético. Se quedó en el laboratorio con Chandra y Rosty, revisando el poco material digital que habíamos heredado de los norteamericanos mientras los demás le hacíamos una visita al piso más profundo del edificio.

El depósito estaba al final de otro pasillo blanco y plateado, señalado por un cartel de acrílico con letras negras y gruesas. El lector dactilar era por lo menos una década más viejo que los de la superficie, pero no opuso resistencia; hizo su trabajo de luz blanca y luz verde y mis datos aparecieron en la pantalla.

La puerta se abrió hacia una habitación que debía ser el doble de grande que el laboratorio, con paredes tapizadas de bibliotecas y el suelo cubierto de cajas de cartón, la otra pizarra que no habíamos subido, una impresora 3D que seguía nueva en su caja. Una capa de polvo cubría cada una de las superficies.

—Qué desorden —se quejó Lotte mientras sorteábamos el laberinto de cajas apiladas. Las que estaban más abajo habían empezado a ceder ante el peso de las de arriba, los lados comprimidos como acordeones—. Cuando tengamos tiempo libre podríamos hacer una limpieza, ¿no les parece? Selina siempre hablaba de digitalizar estas cosas.

—Creo que ya no vamos a tener tiempo libre —le contestó Vitale.

Encontramos el material al fondo y a la izquierda del depósito, distribuido entre más cajas de cartón aplastado y una biblioteca llena de carpetas que en otra vida podrían haber sido blancas, aunque en esta eran grises y amarillas. Vitale fue directo hacia ellas, empezó a sacar algunas carpetas y dejar otras. Lotte desarmó una montaña de cajas y se puso a revisarlas.

Me acerqué a una pila al azar. Abrí la caja de más arriba y encontré hojas sueltas y arrugadas, cajitas transparentes con más cassettes de los que había visto en mi vida, y unos dispositivos que no pude reconocer, carcasas negras con esferas blancas y agujas rojas, algún sistema primitivo de medición.

—¿Cómo era la Comandante Harmon? —preguntó Vitale mientras revisaba una carpeta—. No encontré mucha información cuando busqué.

—Era muy reservada, tampoco llegué a conocerla bien —le contesté mientras pasaba a la segunda caja, llena de más aparatos irreconocibles—. Nos cruzamos algunas veces, pero la primera vez que hablé con ella fue cuando me pidió que la reemplazara.

Vitale cerró la carpeta y la devolvió al estante.

—Pensé que Harris era Comandante antes que vos.

—Sí pero no. Selina fue la primera Comandante de la División, y yo soy la segunda. Harris fue interino, en realidad.

—¿Interino? Pero si es un miembro fundador.

—Harris creía que los Comandantes no tenían que ser gente de ciencia —le contestó Lotte desde el fondo de la habitación, la voz comprimida por el esfuerzo mientras movía cosas de un lado a otro—. Nosotros nos dejamos cegar por nuestros proyectos, tendemos a creer que es lo único que importa y que tienen que darnos todos los recursos y la atención. Necesitamos de alguien que nos aplaque y nos administre, alguien con una aproximación humana a los problemas.

Vitale me miró con curiosidad a través del laberinto de cartón. Me causó gracia o simpatía que aún tuviera el poder de intrigarlo, pese a que ya me había visto en mis peores momentos, pese a que ya había entendido que la Agencia no era todopoderosa, ni tampoco lo éramos nosotros. Se encogió de hombros.

—Tiene sentido —admitió a la vez que volvía a revisar los estantes.

Dejé la caja de los aparatos irreconocibles a un costado de la pila. Abrí la siguiente y acomodado encima de todo, como si fuera a propósito, encontré un estuche redondo, grande, de plástico, parecido a los que se usaban para almacenar las películas cuando venían en rollo.

Lo levanté. Me sorprendió que fuera liviano, temí que estuviera vacío. Tuve que usar las uñas para abrir la tapa, pegada a la parte inferior después de décadas abandonado en el depósito; recorrí el perímetro con los dedos y cuando volvieron a ser dos partes las separé. Una oleada de polvo me hizo estornudar, y se me humedecieron los ojos. Adentro había un disco dorado, grande como un vinilo, con grabados que había visto un centenar de veces pero nunca así, nunca en un prototipo original.

Montados a bordo de las sondas interestelares Voyager, dos Golden Records habían sido enviados al espacio por una agencia federal disuelta años antes de que yo naciera. Habían sido confeccionados con una ingeniería eficiente y sofisticada, fácil de interpretar. Sus instrucciones estaban grabadas en la tapa, gráficos a escala, un mapa del sistema solar como una rosa de los vientos, un diagrama simplificado de la molécula de hidrógeno.

Lo más importante estaba en su interior, oculto en las líneas que lo recorrían como los anillos concéntricos de Saturno: el mensaje que la humanidad había enviado al cielo con la esperanza de inmortalizar su recuerdo y el recuerdo de la Tierra verde y viva, destinado a viajar en el vacío por el resto de la eternidad. Nuestro propio mensaje en una botella, algo que perdurara cuando fuéramos polvo en el polvo, poco más que un susurro interestelar.

Reunimos el material digitalizado en un servidor y apilamos el material físico en una esquina de la tarima. Habíamos encontrado videos en VHS, las desgrabaciones de las reuniones públicas, privadas y clasificadas sobre el Proyecto Voyager, el reporte completo de las misiones entre 1977 y 1999. El material digital era de décadas más recientes, tenía registro hasta los últimos meses en actividad de ambas sondas, las fechas y horas exactas en que habían viajado más allá de donde podíamos seguirlas y les habíamos perdido el rastro, hacía ya varios años. Toda la información que la Agencia había recuperado sobre el Golden Record y las Voyager, la apilamos, la reunimos, la compilamos. En medio de las carpetas y hojas sueltas, apoyado en una caja que hacía las veces de altar, el prototipo destellaba en dorado y bronce.

Pasan los años y no termino de estar segura de cómo lo lograron, cómo fue que menos de una semana después de que hubieran tenido su epifanía, en un día de calor insoportable y pegajoso, Chandra nos pidió que nos pusiéramos auriculares y nos conectáramos a la computadora más cercana. Tenemos algo, había dicho.

Hombro con hombro, apoyados sobre los codos, los dos estirados boca abajo en el suelo de la tarima, rodeados de hojas, carpetas y cajas, Vitale y yo intentábamos descifrar una conversación críptica entre dos operarios del proyecto original. Sentí un calambre al levantar la cabeza, escuché que mi boca preguntaba ¿tan rápido? y me quedé esperando una respuesta que no llegó.

Lotte fue la primera en reaccionar. Había estado sentada enfrente de mí toda la tarde, apoyada sobre un pilar de la baranda, una torre de papeles a su lado. Se puso de pie, los labios se le tensaron con una de sus sonrisas luminosas. El resto del laboratorio también se movilizó, Rosty y Lionel ya estaban en sus puestos, auriculares en posición. Al lado de Rosty estaba Chandra, a la espera de su propia respuesta.

Me fui integrando de a partes. Piernas, torso, manos, cabeza, hasta que vi el mundo desde la altura usual. Volví a sentir vértigo, ganas de salir corriendo e irme muy lejos, encontrar a Harris, rogarle que volviera, que él se hiciera cargo de lo que estaba a punto de pasar. Le rogué a algún otro cuerpo celeste que la corazonada fuera incorrecta, que tuviéramos más tiempo para prepararnos, que la serie infinita siguiera siendo un misterio por unos días más, sólo un par de días más. Otra parte de mí rogó que la intriga y la ansiedad se terminaran, que la serie se volviera algo más que números frenéticos en una pantalla, blanco sobre negro por los siglos de los siglos. Rogué claridad.

Volví a reunirme con Vitale en nuestro escritorio. ¿Cuántas veces habíamos estado ahí, en ese lugar, en esa posición? Los seis en nuestros puestos, a la espera de un milagro, atrapados en una serie infinita que volvía a empezar cada mañana. ¿Cómo están todos? Cuando quise recuperar los auriculares del enredo de cables, las manos me temblaban tanto que Vitale intervino por mí, tiró, y cuando no pudo sacarlos me ofreció compartir los suyos.

—¿Listos?

Sin preámbulos, sin comentarios ingeniosos, sin darme tiempo de estar realmente lista, Chandra golpeó una única tecla. Tac. Resonó en todas partes, lo mastiqué entre los dientes, un terrón de azúcar o un cúmulo de sal.

Tac.

Silencio.

Y una voz bajita, lejos, un murmullo en el auricular.

Hello from the children of planet Earth… Salvete quicumque estis; bonam erga vos voluntatem habemus, et pacem per astra ferimus… Shalom… Hartelijke groeten aan iedereen… Hola y saludos a todos…

Una vez más, encontrarme con mi lengua me hizo echarme hacia atrás. El audio siguió corriendo, pero sentía un pitido tan fuerte en los oídos que tuve que quitarme el auricular. De todas formas no me hacía falta escuchar más.

La grabación era inconfundible, la voz nítida y dulce de Nick Sagan a los seis años. Hello from the children of planet Earth. Los labios rosados de un nene apoyados sobre un micrófono, su padre alentándolo desde la cabina de control, consciente de que con esa grabación la voz de su hijo estaba volviéndose inmortal. El mensaje que iba a viajar a través del tiempo y el espacio, el mensaje que alguien más iba a encontrar, el mensaje que décadas más tarde iba a volver a la Tierra en la forma de una serie numérica infinita. Detrás de la voz del niño venían los demás saludos, en cincuenta lenguas y en cincuenta labios, que a su manera decían lo mismo: acá estamos, acá estamos, vengan a visitarnos, no estén solos, no nos dejen solos.

Le devolví el auricular a Vitale y descubrí que él ya me estaba mirando, que sus bordes se desdibujaban como acuarelas. En sus labios otra vez, cada vez, esa sonrisa apenas triste, tan honesta, tan amable.

Busqué a los demás allá abajo. A pesar de que nos separaba el ancho de la habitación, vi que sus ojos también se aguaban y sus bocas sonreían. Rosty tenía la piel tensa y roja como si hubiera pasado la tarde al sol; tomó aire y dijo las palabras que ninguno de nosotros iba a olvidar, las que meses después iban a repetir los titulares de los diarios, las que años después iba a citar su biógrafo, un ucraniano pelado y bigotudo:

—Que alguien llame a Houston. Encontramos una Voyager.

Naturalmente, no llamamos a Houston. Ya no quedaba nadie para levantar el teléfono del otro lado de la línea. Pero sí llamé a la Dirección y concerté una reunión para la primera hora del día siguiente.

Un secretario o asistente me hizo sentar en una butaca de cuero ablandada por el tiempo, me ofreció algo de beber y se lo rechacé. A mi izquierda se sentaba la supervisora Magyar, con sus lentes gruesos, el pelo salpicado de canas, las manos aferradas a una taza de porcelana verde. La última vez que me había reunido con ella había sido para firmar el paso de mando, su nombre garabateado junto al mío en varias hojas de papel.

Adelante, del otro lado del escritorio que nos separaba, la sonrisa de la Directora era una mancha de café flanqueada por dos pinceladas de labial rojo. A su espalda había una pantalla que simulaba ser una ventana al desierto, mostraba una imagen fija de suelo blanco y cielo turquesa. Las paredes laterales de la oficina estaban cubiertas por estanterías de madera oscura a juego con el escritorio. Encima del escritorio, desperdigados como apuntes en el último día de clases, nuestras notas y reportes y estadísticas, todo lo que había podido juntar para la reunión, toda la explicación que tenía para ofrecerles.

Cuando terminé el racconto de lo que había acontecido en nuestra esquina del complejo en las últimas semanas, la Directora apoyó los codos sobre el escritorio y juntó las manos. Soltó un suspiro largo.

—Así que esto es lo que estuvieron haciendo —dijo Magyar—. Yo pensaba que era un problema de liderazgo.

La Directora la interrumpió con esa voz gruesa y apacible con la que gobernaba el desierto:

—Estamos orgullosas de ustedes, agente —me dijo. Las mejillas se le arrugaron con una sonrisa más roja, más café, más tensa—. Estoy segura de que Harrison va a estar muy feliz con este… este gran descubrimiento.

Me pareció que mi sangre entraba en ebullición, me pregunté si así se sentiría cuando una estaba a punto de morir por combustión espontánea.

—Gracias.

—¿Cuánto pudieron descifrar? ¿Qué dice el mensaje? —preguntó Magyar, agitando las manos con tanta urgencia que si hubiera quedado algún resto de té en su taza lo habría derramado sobre la alfombra.

Apreté los dedos en el algodón del pantalón y los sentí calientes por primera vez en mucho tiempo. Magyar se inclinó de costado en la butaca, los resortes crujieron, su cuerpo se arqueó para estar más cerca de mí, como si la proximidad fuera a darle más información que las palabras.

—Aún no sabemos mucho —admití—. Hicimos ingeniería inversa con el Golden Record y obtuvimos ese audio, pero lo demás está por verse. Asumimos que hay más porque el audio es muy corto en comparación con la serie. Parece que no pudieron replicar el mismo proceso para todo el mensaje, hay cosas que quizá tardemos años en descifrar.

—¿Están seguros de que hay alguien que está haciendo esto? —preguntó la Directora—. ¿No será que la sonda envió los mensajes en un intento por restablecer el contacto con la Tierra?

—Es imposible que no haya alguien —le contestó Magyar, ahora inclinándose hacia ella—. El Golden Record es un disco, un disco común y corriente. Alguien lo tiene que poner en un reproductor para escucharlo, ni hablar de recuperar el mensaje y proyectarlo hacia nosotros de esta manera.

—Tenemos un prototipo arriba, si lo quiere ver.

La Directora apoyó la mandíbula sobre sus dedos entrelaza dos y guardó silencio. Los resortes volvieron a crujir mientras Magyar se giraba hacia mí, hacia ella, de nuevo hacia mí, y fui consciente de los resortes que se escondían debajo de mi cuerpo, las vueltas de alambre que me sostenían como los tutores de una planta verde, joven y endeble.

Los ojos de la Directora vagaron por la habitación como si buscaran algo en el suelo, en mi cara, en el pin que colgaba de mi pecho. Eran de un color que había visto pocas veces, miel a contraluz. Un rímel espeso le separaba las pestañas como las patitas de un insecto.

—Así que sólo tienen los saludos —dijo al final. Volvió a suspirar y se le hundieron los hombros.

Recién entonces me di cuenta de lo que ella sentía. La Comandante de una División de mala muerte había golpeado su puerta a las siete de la mañana del lunes y le había dado una noticia que iba a cambiar el mundo. Desde el primer hasta el último empleado de la Agencia, desde el primer hasta el último edificio del complejo, cada grano de sal del desierto y cada partícula de tierra colorada, ya nada iba a ser lo mismo. Gobiernos de las cuatro esquinas del planeta iban a demandar respuestas que no teníamos, y la responsabilidad iba a caer sobre ella. El miedo, la alegría, la desconfianza, todo iba a caer sobre sus hombros.

Habíamos hecho un trabajo invaluable, pero sus frutos eran pequeños como pasas, ácidos como el limón. Un mensaje de cuatro minutos, la voz del ser humano devuelta a través del vacío, sin remitente y sin ningún agregado. Era un triunfo y un fracaso. Iba a ser así hasta que pudiéramos descifrar el resto del mensaje. Si siquiera podíamos hacerlo, si siquiera había algo más que descubrir. Me aventuré en la idea terrible de que quizá eso fuera todo lo que había. Nosotros habíamos enviado un pedazo de nuestra alma, un mensaje de paz y esperanza, y en respuesta nos habían mandado un saludo brevísimo, la carta en una botella convertida en una simple postal. Sentí pena por la Directora, por Magyar, por el resto de la humanidad.

Como si nada hubiera pasado, la Directora volvió a erguirse. Labios rojos, pelo recogido, los hombros en una línea recta. La ventana artificial la enmarcaba como si fuera el busto de una reina en una estampilla turquesa.

—¿Qué sigue en el protocolo? —me preguntó.

Me encogí ante su mirada atenta y receptiva, ante el escrutinio de Magyar, que se había callado pero seguía inclinándose hacia mí como una gárgola en el techo de una catedral. Me puse a ordenar los papeles para tener algo que hacer con las manos.

—Ahora hay que armar el rompecabezas. No estaba en los planes que alguien encontrara un disco hasta dentro de miles, millones de años, así que hay que ver cuánto aprendieron de nosotros, qué nos dijeron, cómo podemos responderles. Lo más importante…

Dejé los papeles en donde estaban, un mazo a medio barajar. Entendía de dónde venía su frustración, sabía que el problema parecía ser mucho más grande que los beneficios, pero en el instante previo a que las excusas y los consuelos tomaran forma en mi boca me di cuenta de que nada de eso importaba. Aun si no descubríamos nada más, aun si eso era todo lo que había, aun si el espacio volvía a guardar silencio, el mensaje había tocado tierra. No era nada y a la vez era lo que siempre habíamos buscado, lo que muchos otros no habían conseguido, lo que Harris había perseguido durante treinta años. La respuesta a la única pregunta. El fin de la soledad.

—Lo más importante es que ellos están ahí afuera —dije—, y saben que nosotros estamos acá. Lo demás lo iremos viendo.

Cuando no hubo nada más que hablar, Magyar me acompañó hasta la salida. En la antesala de la oficina, una habitación con sillas distribuidas por el perímetro, me abrazó con fuerza y sin pudor. Sentada con un tobillo detrás del otro, Flavia nos miró como si a la supervisora le hubiera salido una segunda cabeza. No pude menos que devolverle la misma expresión de desconcierto.

—Todos nuestros recursos están a su disposición —me aseguró Magyar cuando se separó con un movimiento mecánico, como si en realidad no quisiera dejarme ir. Tenía la nariz colorada y las mejillas encendidas —. Mi puerta está abierta para ustedes las veinticuatro horas. Sea lo que sea que necesiten, equipos, personal, fondos, pídanselo a Flavia y se los vamos a dar. —Se giró hacia su secretaria y como si fuera la cosa más simple del mundo le dijo—: Hicimos contacto, ¿lo podés creer?

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Capítulo 8 | El Gato y La Caja