
Paul Luong se despidió entre saludos afectuosos, agradecimientos efusivos y buenos deseos. Tan pronto abandonó el laboratorio, Rosty y Lionel se volcaron sobre su trabajo y lo revisaron de arriba abajo y del derecho y el revés. Pasó una hora. Cada tanto Rosty soltaba un ¡ajá! bajito, o un oh o un ah, y los demás nos volteábamos a mirarlo. Dos horas. La solución aguantaba. De vuelta online, de vuelta con los pies sobre tierra firme, de vuelta en la compañía de nuestras secuencias de nueve cifras y las doce pantallas encendidas.
Tres horas. Vitale se puso a trabajar en la segunda sección del primer capítulo de nuestro manual. No pude acompañarlo. Revisé las listas más recientes, limpias y ordenadas, como quien se reencuentra con un amigo y está desesperado por trazar las diferencias y las similitudes entre lo que recuerda y lo que tiene delante. Betelgeuse. Sirius. Júpiter y Saturno. Achernar. Cuatro horas. Comprobé que las estrellas, el hielo y el polvo seguían existiendo más allá de la atmósfera, que el silencio no había significado su desaparición.
Pasaron seis horas y dimos por terminada una jornada eterna. En el comedor encontramos restos fríos, recalentados y entibiados de la pizza de cada viernes, y eso tuvo que ser suficiente. Nos sentamos en el extremo de una mesa larga, tres enfrentados contra tres, y sostuvimos una conversación sobre nada en particular. La comida, el clima de la semana, los ojitos de enamorado que Paul Luong le había hecho a Lotte.
—Pobre hombre —dijo Chandra, que no parecía lamentarlo en verdad—. Si supiera que no tienen chance.
—Pero su amor por Lotte fue amor por la ciencia, al final —ofreció Rosty.
Lotte levantó su vaso de agua.
—Por el amor por la ciencia —brindó.
Brindamos. Nos fuimos a dormir. Pasaron ocho horas. Despertamos y el mundo era el mismo de siempre, domos y desierto y pasillos y luz y sal. Desayunamos, trabajamos, Rosty y Chandra discutieron, prevaleció la calma, trabajamos, cenamos, nos fuimos a dormir. Pasaron veintiocho horas.
No encontré a nadie de mi equipo en sus habitaciones ni desayunando en el comedor, en donde no me atreví a probar bocado ni a robarme un café ácido. Llegué al laboratorio casi sin aliento y tuve que hacer uso de todo el cuerpo para abrir las puertas, empujar desde los tobillos hasta los hombros, como si me enfrentara a una fuerza inamovible.
Lotte tenía un brazo alrededor de los hombros estrechos de Lionel y murmuraba en un torrente de sílabas interconectadas, imposibles de separar unas de otras. Con los codos sobre su escritorio y la cabeza entre las manos, Rosty parecía rezar en silencio. Vitale estaba apoyado en la baranda, los brazos cruzados sobre el pecho y los ojos fijos en las pantallas, el flequillo revuelto sobre la frente. Fue el primero en verme llegar y el único en saludarme, aunque no fuera más que con un asentimiento breve. Sentada en la silla de Vitale, con los pies cruzados sobre el escritorio que él y yo compartíamos, Chandra estudiaba las pantallas con un gesto solemne.
En las pantallas aparecían y desaparecían las secuencias adulteradas.
Las puertas dobles hicieron vaivén a mi espalda. Un suspiro. Esa última era yo: la que resoplaba como suspirando y viceversa. ¿Cuántas veces habíamos estado en esa posición en las últimas semanas? ¿Cuántas veces más íbamos a tener que mirar al abismo a la cara y encontrarnos con nuestro propio reflejo? ¿Cómo están todos?
Mientras me acercaba a la plataforma descubrí que no tenía fuerzas para subirla. Me senté en el primer escalón, de frente al laboratorio y de espaldas a los números infernales, me abracé las piernas y apoyé la cabeza en las rodillas. Lotte se sentó a mi lado y nuestros pies quedaron haciendo fila, un par de zapatillas blancas al lado del otro. Me rodeó con el gesto protector con el que se sostiene a un pichón medio muerto que se cayó de un nido.
—A lo mejor ya habría que hacerle saber a Magyar… —Dejó las palabras en el aire, demasiado terribles para hacer otra cosa con ellas.
Me apreté las rodillas. Sentía un nudo en la garganta, en el pecho, en el estómago. Todo el cuerpo un nudo, un púlsar de energía que volvía sobre sí misma y se iría consumiendo hasta que no quedara nada.
Un golpe seco. Chandra había bajado los pies del escritorio y hacía girar la silla hasta quedar de frente a nosotros. Tenía una expresión que no terminaba de verse fuera de lugar en su rostro severo y delicado, como el de una estatua que ha visto surgir y caer una infinidad de civilizaciones y sigue en pie.
—Tenemos una teoría.
—¿Tenemos? —repitió Rosty, la voz ahogada por las manos que escondían su cara.
—Simón y yo.
Vitale descruzó los brazos y se agarró a la baranda con ambas manos, los nudillos se le pusieron blancos, las orejas y el cuello colorados. La mano de Lotte apretó la mía, dándome pie para algo, aunque no estaba muy segura de qué. Les pedí que hablaran.
El pecho de Vitale se hinchó y se deshinchó en una cadencia atonal. A último momento pareció dudar, miró a Chandra y ella volvió a tomar la palabra.
—En mi tiempo libre estuve analizando este lío —explicó con un gesto hacia las pantallas—. Me pareció valioso revisarlo por si había que fabricar un satélite nuevo o por si la interferencia volvía. Hace unos días Simón se ofreció a ayudarme, y anoche encontramos esto.
Se inclinó sobre la computadora y la pantalla central de la pared pasó a mostrar su monitor, en donde se veía un despliegue de ventanas. Descartó una ventana con gráficos de colores, otra con gráficos en escala de grises, y amplió una que parecía ser pura estática, blanco sobre negro. Siguió ampliando hasta que las rayas y los puntos se transformaron en números diminutos, y después un poco más grandes, hasta que fueron distinguibles a pesar de que corrían por la pantalla a gran velocidad.
Intenté leerlos. No se parecían a nada que hubiera visto antes, no coincidían con ninguna de las combinaciones que había aprendido a leer como una tercera lengua.
—Esto es lo que recibe la antena que el Comandante Loung aisló anteayer —siguió diciendo Chandra—. En lugar de analizar el cielo como las demás, sólo emite esta serie infinita de números, que son los que después aparecen alterando las listas.
Eligió una sección y la congeló.
Lo primero que noté fue que ella y Viatale tenían unas paciencias que había subestimado, porque pudieron encontrar sentido en el mismo caos con el que los demás nos rendimos demasiado pronto. Lo segundo fue que eran unos genios absolutos, las mentes más brillantes en ese desierto plagado de mentes brillantes. Porque estaban ahí, en blanco sobre negro y claras como el agua, así de claras como habían estado en nuestras computadoras, si tan sólo les hubiéramos prestado atención. La pantalla mostraba secuencias ordenadas, grupos de siete números pares separados por tramos de cinco números impares.
El ce n'est pas possible de Lotte me confirmó que lo que veía era real. Secuencias limpias y claras en lo que un momento antes había parecido ser el caos primigenio.
—Todos entendemos lo que estamos viendo. —Chandra hizo que el cursor diera vueltas alrededor de un conjunto de números pares flanqueado por dos secciones de impares. —Esto no es… En la naturaleza no hay… Esto es de origen artificial.
—Puede ser terrestre —sugirió Lionel, pero estaba pálido y no sonaba convencido. Los lentes se le habían resbalado por el puente de la nariz y le hacían equilibrio en la punta.
Chandra negó con la cabeza sin revelar una sola emoción. Un rostro moldeado en mármol y pulido por años de ver estrellas nacer y morir. Años de oír los cantos mortuorios de seres inmortales. Años de buscar un norte y no encontrarlo y buscar y no encontrar y esperar y.
Pares. Impares. Pares. Impares. Pares. Impares. Pares.
—Hay un margen de error —dijo—. Por supuesto que hay un margen de error, pero creo que es un… —Por primera vez en mi vida la vi dudar. Se le quebró la voz. Apartó la mirada y cuando volvió al frente tenía los ojos brillantes. —Creo que hicimos contacto.
Hubo un instante que me pareció eterno. Me vi a mí misma flotando en un universo líquido y endeble, arriba y abajo las estrellas se estremecían como si las viera a través del agua. Quise aferrarme a un resto de naufragio, pero no había nada ahí. El laboratorio, los escritorios y las sillas, las computadoras y las pantallas, el piso y las paredes, cada una de las lapiceras, todo estaba lejos, más lejos, y empezaba a desvanecerse. Me desvanecía.
Me ahogué con el aire. Tosí. Una mano me dio golpecitos en la espalda. Volví a respirar.
La sensación pasó tan rápido como había llegado, dándole lugar al mundo ordenado y prolijo de siempre, con sus horarios y protocolos y el olor perpetuo de la sal, el suelo muy sólido bajo mis pies. Las palabras de Chandra empezaron a caer y expandirse como un eco. Hicimos contacto.
Desde el otro lado de la plataforma, Vitale me miró. Me vi reflejada en esos ojos oscuros como la noche, grandes como el desierto. En sus labios se asomó una sonrisa tan honesta, tan amable y sorprendida que me pareció triste.
Rosty rompió el silencio con un quejido gutural, un sollozo o vitoreo o la mezcla de ambos. Subió los tres escalones de un salto y abrazó a Chandra mientras definitivamente empezaba a llorar. Vi que las pestañas de Lotte se llenaban de lágrimas a pesar de que reía. Lionel y Vitale compartían carcajadas que se multiplicaban en las paredes y el techo. Parecían nenes en la mañana de Navidad, festejando como si el universo les hubiera dado el regalo más precioso que pudieran haber soñado.
La escena me resultó ajena y extraña. Esas no eran las personas con las que compartía y trabajaba, los colegas y amigos que convivían con el hastío, y yo no era su Comandante, no era una líder exitosa. Era la nena que se había escabullido en el saco de su padre, y el saco me sobraba en los hombros y en las mangas y en la espalda.
—¿Qué…? —pregunté y no supe cómo terminar la oración.
Con una expresión afiebrada y enloquecida, Lotte me agarró de los brazos y tiró hasta ponerme de pie. Me abrazó con tanta fuerza que me levantó del piso, y no me bajó hasta que por la espalda nos abrazó otro cuerpo, más pequeño pero igual de emocionado, y oí la voz de Chandra en mi oído. Repetía contacto contacto contacto como un eco de sí misma.
Recién entonces pude sacudirme el estupor y la sorpresa. Forcejeé para separarme de Lotte y la miré a la cara, en donde resplandecía una sonrisa como el primer sol del verano. Sin perder tiempo, Chandra me hizo a un lado y se trepó a Lotte con brazos y piernas.
En reemplazo de ellas llegaron otros cuerpos. Llegó Lionel, alto, sereno y amable, que me estrechó con fuerza y sin dolor. Llegó Rosty, cálido, inmenso y ruidoso, que sollozó otro poco en mi hombro. Llegó Vitale, que sin invadirme y sin sacarme el aire, aún con esa sonrisa triste en los labios, me rodeó con un brazo y me dijo dos palabras bajito al oído, un secreto en nuestra lengua compartida:
—Felicitaciones, Inés.
Antes de poder agradecerle o devolverle las felicitaciones, me largué a llorar.
Los cinco escritorios se transformaron en cementerios de vasitos de café, de té, envoltorios de comida que no pude tocar, sin importar la cantidad de galletitas y barritas de cereal que Lotte me fue alcanzando. Ninguno durmió. Ninguno se tomó un descanso. Se me entumecieron las piernas, los pies, los dedos de las manos, el cuello.
La energía que más temprano había amenazado con tragarme viva ahora me corría por las venas, de arriba abajo y de abajo arriba. Me sentía imparable, inconsolable. Revisé la información que había llegado a Heimdal desde fines de noviembre hasta principios de enero, y cuando terminé fui más atrás, de noviembre a julio y de julio a abril. Vi estrellas, asteroides y agujeros negros, leí hasta que incluso las secuencias de nueve cifras me resultaron irreconocibles. Cuando Heimdal no pudo darme más respuestas, me volqué al segundo capítulo del Plan02, que nunca antes en la historia de la humanidad había resultado más urgente.
Igual de frenético e inconsolable, abstraído como en sus primeros días con nosotros, Vitale trabajaba a mi lado. Revisaba los pormenores y los pormayores de la serie infinita, tramo por tramo, pares, impares, pares, impares, en busca de algo a lo que aferrarnos. Cualquier cosa podía servir, la bifurcación más pequeña, el error más mínimo en su teoría milagrosa.
Una o dos veces por hora, Chandra pasaba corriendo de un extremo del laboratorio al otro, buscaba archivos, libros, enciclopedias, se acercaba a compartirnos algún descubrimiento. Hablaba del ruido de fondo y del Big Bang con la misma seguridad con la que hablaba de planetas más antiguos que la Tierra y de civilizaciones supersofisticadas, como si todos los mundos fueran posibles ahora que habíamos abierto esa puerta.
Un silencio ansioso y fragmentario se había instalado en el laboratorio, y no parecía que alguna vez fuera a volver la calma. Aun si la serie infinita nos guiaba a un callejón sin salida, incluso si estábamos equivocados y no resultaba ser una señal de vida inteligente, ya no habría forma de volver al letargo en el que nos habíamos sumergido días, meses, años antes. Nos habíamos convencido de que perseguíamos un objetivo inalcanzable, sin embargo el universo era inmenso y ensordecedor, estaba repleto de vida y siempre íbamos a encontrarla.
En algún momento entre el atardecer y la medianoche, Chandra y Rosty empezaron a discutir.
—Entiendo que sólo Heimdal la captó, pero la pregunta es por qué —insistió ella—. Si es una señal externa, nítida y potente, como mínimo otra División tendría que haberla visto también.
Se acercó al pizarrón que habíamos colocado sobre la tarima, justo debajo de las pantallas, que por primera vez en mucho tiempo cumplía con su rol de estrado. Con marcador negro dibujó un círculo del que sobresalían varios triángulos, que supuse debería ser su mejor representación de Heimdal. Con marcador rojo trazó un haz grueso, dos líneas que venían del espacio exterior y pasaban a los lados del satélite: la señal que traía a la serie infinita a través del vacío.
—¿Estamos seguros de que nadie más la recibió? —preguntó Lionel.
—Seguimos esperando algunas confirmaciones —le contestó Vitale—, pero por ahora pareciera que ninguna otra División reportó una señal anómala. No podemos estar cien por ciento seguros, pero estamos bastante seguros.
—Bueno —comenté—, para ser sinceros, nosotros tampoco la reportamos enseguida.
—Acá hay algo raro —dijo Chandra para sí. Se llevó el marcador a la boca y mordisqueó la tapa mientras volvía a examinar los dibujos.
La alcancé en la mitad de la tarima. Agarré el otro marcador y envolví uno de los triángulos, una de las antenas, en un círculo negro. Verlo separado de los demás me ayudó a aislar el problema. No teníamos un satélite que era nuestra única esperanza y una serie infinita que podía o no ser una señal del más allá; eran una antena receptora y una señal recibida, algo con lo que lidiábamos a diario.
Recorrí las líneas rojas con las yemas de los dedos hasta borrarlas. Recuperé el marcador de entre los dientes de Chandra y tracé una única línea roja que terminaba en la antena aislada.
—¿Cómo habrían tenido que hacer para enviar una señal a un único punto preciso —pregunté en voz alta—, y cómo supieron a dónde enviarlo?
Lotte soltó un chillido agudo.
—Nos están observando —dijo, y se llevó las manos a la boca, como si los mismos que habían emitido la serie infinita tuvieran ojos y oídos en el laboratorio.
Rosty se nos unió en la tarima. Debajo de la bata vestía una remera verde con un logo que no pude reconocer, un souvenir de la cultura pop que se me escapaba.
—Sí, por supuesto —dijo—. Un equipo sensible y muy avanzado podría encontrar a Heimdal, pero ¿por qué enviarían este mensaje sólo ahí, y no a todas partes? Es evidente que nos están observando, que sabían con quién querían hablar. —En una esquina de la pizarra hizo un esquemita del sistema solar. Trazó una línea que venía del espacio interestelar y atravesaba las órbitas exteriores hasta colisionar con la Tierra. —Una señal clara y directa, enviada a Heimdal y nada más que a Heimdal.
—A una única antena de Heimdal —agregó Lionel—. ¿Cómo hicieron eso? Es impresionante. Casi imposible.
Examiné los dibujos. Heimdal y su antena. La Tierra y la Luna. El sistema solar. Ya sin miedo, alcé la vista y contemplé la serie infinita en las pantallas, enviada a nosotros como la luz de un faro en la tormenta.
No, era una mala analogía. Un faro enviaba una señal a mar abierto para que los barcos pudieran recogerla al pasar cerca de la costa. La serie infinita había sido enviada a nosotros como un mensaje en una botella, una botella increíblemente eficiente, que había viajado de una orilla a la otra sin escalas y sin barreras. Un mensaje enviado a nosotros y nada más que a nosotros a través del espacio. ¿Dónde, en el vacío infinito que rodeaba a nuestro planeta azul, quedaba la otra orilla? ¿Quién vivía allá y cómo había hecho para encontrarnos? Y aún más importante:
—Podríamos estar décadas tratando de averiguar cómo se contactaron con nosotros —dije, borrando la pizarra para empezar de nuevo—. Pero la pregunta es quiénes lo hicieron, para qué lo hicieron, y qué quieren. Tenemos que averiguar qué hay dentro de la serie infinita.
Mi habitación no parecía el mismo lugar que había abandonado esa mañana, hecha un nudo de angustia y ansiedad. En cada esquina había huellas de una vida que me resultaba a la vez propia y ajena. Ropa sucia hecha un bollo a un lado de la puerta, ropa más o menos limpia colgada en el respaldo de la silla, ropa limpia doblada en una esquina del escritorio. Tres libros sin terminar apilados en la mesita de luz, la multitud de almohadas decorativas en la cama. La luz era amarilla como el amanecer y acá y allá dibujaba sombras mínimas.
Me quité el pin del pecho antes de sacarme el buzo y sumarlo a la pila del suelo. Bajo esa luz de alba, la insignia destelló como el último lucero, plateado y redondo. Recorrí el grabado con la yema del pulgar, División C7 - Comandante. Parecía nuevo, a pesar de que Harmon lo había usado durante quince años y Harris por otros tres, y yo en las últimas semanas. Me pregunté si Harris lo habría hecho pulir antes de dármelo, si lo habría pulido él mismo, y sentí una culpa honda.
Mi computadora personal estaba abierta sobre el escritorio. Me guardé el pin en el bolsillo y estiré la mano hacia el botón de encendido mientras ocupaba la silla con la ropa más o menos limpia. La pantalla vino a la vida con una melodía breve y mostró un fondo en el que aparecíamos mis hermanos y yo en unas vacaciones de invierno, apilados uno encima del otro en un banco de plaza en Córdoba. Yo tenía puesta la campera amarilla que los cuatro iban a ir heredando más tarde y sobre mis rodillas estaba sentada la menor, con una cabecita castaña y rizada.
Abrí el correo y rastreé el mail de Harris, sepultado bajo avisos de Soporte Humano, promociones para viajes que nunca iba a hacer, notificaciones de redes sociales que hacía meses que no abría. Releí el mensaje brevísimo, Hola Inés, ¿cómo están todos? Les mando mis cariños, Dr. Harrison M. Kane. Pensé en escribir Hola Harris, tengo algo que contarte, pero terminé deslizando los dedos sobre el teclado sin presionar ninguna tecla.
¿Cómo le explicaba que había elegido el peor momento para abandonarnos? ¿Cómo le decía que aquello en lo que había sacrificado años de estudio, horas de sueño y su reputación en la comunidad científica había ocurrido, y que había ocurrido tan pronto como él me cedió el mando? No había hecho nada para merecer que mi nombre, y no el suyo, apareciera ligado a este descubrimiento. Ni siquiera era una buena líder. No tenía idea de lo que estaba haciendo. Pura suerte de principiante.
Cerré la tapa. No tenía nada que escribir. Apoyé las manos a los lados de la computadora y estiré los dedos sobre la superficie blanca de la mesa. ¿Cómo podía ser que hacía tan solo un par de días el mundo me había parecido de lo más maravilloso, y tan poco tiempo después volvía a ser un lugar inhabitable? Yo también había alcanzado un objetivo tras años de esfuerzo y horas de desvelo, y no podía disfrutarlo.
Al principio me costó reconocerlo, el sonido parecía venir de un piso más alto o por lo menos de la habitación contigua, pero los golpes en la puerta se fueron haciendo más insistentes. De pronto se detuvieron, y habría creído que eran producto de mi mente medio dormida, medio al borde de una crisis, de no ser porque un momento después el lector dio un chasquido y se abrió la puerta.
—Inés, vamos a entrar.
Había semicírculos oscuros debajo de sus ojos, la trenza de Chandra estaba deshecha y la sonrisa de Lotte me pareció débil y vacilante. Pero enmarcadas por el encuentro de la luz blanca del pasillo y la luz amarilla de la habitación, ambas me parecieron un regalo del cielo, del cielo más cercano, azul y celeste, que rodeaba a la Tierra como un manto protector.
—¿Estás bien? —preguntó Lotte—. Estuvimos un rato golpeando.
Entraron con una precaución que en otras circunstancias me habría causado gracia. Chandra se sentó al pie de la cama, apoyó los antebrazos sobre las piernas cruzadas, la espalda relajada y curva. Lotte se sentó detrás de ella y apoyó la cabeza en la pared.
—Mon Dieu, qué día. Hace mucho tiempo que no sentía tantas emociones juntas. Traje esto para el mareo, ¿quieren? —preguntó, ofreciendo una bolsita con caramelos de coca.
Chandra frunció los labios, pensativa.
—Creo que nunca antes había sentido tantas emociones, punto.
Ahí sí llegó mi risa, aunque fuera tan pequeña como yo, como mis manos a las que todo se les escapaba. La sentí nacer en el estómago, usar las costillas como escaleras, estallar en la boca cerrada antes de obligarme a abrirla. Chandra me miró, cejas gruesas alzadas, relajó los labios en una sonrisa burlona que se le vio extrañísima y ya se estaba riendo conmigo. Como una sombra luminosa a su espalda, Lotte la siguió.
Después de un rato ya no podía estar segura de qué nos reíamos, y la conversación en la que nos enredamos me parecía gloriosamente mundana, yendo de los planes para el próximo fin de semana libre hasta qué podíamos regalarle a Lionel para su cumpleaños. Vendrían problemas más grandes, emergencias que tarde o temprano iba a tener que atender, pero en ese momento sólo me ocupé de ellas, sus voces como cantos de sirena en la tormenta que me había arrastrado hasta la orilla.
Con un movimiento distraído, como si no fuera consciente de él, la mano de Lotte alcanzó la trenza de Chandra y empezó a recorrerla de arriba abajo. La única reacción de Chandra fue tamborilear con los dedos sobre sus rodillas, sin embargo creo que en el resto de la noche no volvió a mirarme a la cara; sus ojos vagaban por la habitación como si aquella fuera la esquina más interesante en el universo observable.