Capítulo 6

Capítulo 6

20min

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Nos reunimos alrededor del escritorio de Rosty. Se había pasado la mañana y la tarde inmerso en una discusión silenciosa con Lionel y consigo mismo, y juntos habían reescrito una porción del algoritmo que controlaba los receptores de Heimdal. Confiábamos en que con un retoque acá y otro allá íbamos a poder obviar el problema, fuera lo que fuera. La hipótesis con más adeptos era que las capas exteriores del satélite se habrían desgastado a una velocidad mayor a la prevista, dejándolo desnudo a la merced de los elementos, lo cual era en sí una batalla para otro día.

El programa se veía imposiblemente sencillo en el monitor, una aplicación cualquiera, un procesador de textos o reproductor de video de los que venían de fábrica con la computadora. Al frente del laboratorio, las pantallas volvían a estar encendidas y en ellas aparecían y desaparecían las series numéricas alteradas.

—Menos ceremonia y más acción, que quiero volver a trabajar —dijo Chandra.

Los dedos de Rosty se posaron encima del mouse, cubriéndolo por completo. Dijo tres palabras por lo bajo, una oración en su lengua materna que le había escuchado varias veces, algo así como Dios nos salve. Por primera vez en muchos años estuve tentada de rezar.

Hizo click sobre el programa dos veces. Tac tac.

Me sacudió un escalofrío. Si eso no funcionaba íbamos a tener que elevar el problema a la supervisora, y ella iba a mandarnos a los técnicos especializados de la S1. Y si ellos no podían resolverlo lo iban a elevar derecho a la Dirección, y eso iba a abrir una caja de Pandora que resultaría en el inicio de nuestro fin. Me recordé que todo estaba bien está bien está bien hasta que se demuestre lo contrario. Recordé la fe ciega de Harris y las pocas, las tan pocas veces en que lo había visto cometer un error.

Alcé la cabeza.

En una esquina, la granja de telescopios, discos blancos sobre un fondo teñido por el atardecer violáceo. En otra pantalla, el espacio exterior, sus estrellas titilantes y la luz cercana de algún otro satélite, gentileza de la cámara de Heimdal. En las demás pantallas, sucintos y perfectos, los códigos astronómicos de siempre. Nueve cifras y nueve cifras y nueve cifras: el universo volvía a estar en orden.

Un vitoreo agudo rompió el silencio. Lotte echó los brazos alrededor de la persona que tenía más cerca, que resultó ser Vitale, y lo apretó como si quisiera dejarlo sin aire. Chandra se escurrió hacia su propio escritorio e hizo un gran acto de ponerse a trabajar como si acá no hubiera pasado nada. El suspiro de Lionel llenó el aire de un alivio que sentí en las puntas de los dedos.

Espié las pantallas una vez más, para confirmar que lo que había visto era cierto, que la solución aguantaba. Ahí seguían los códigos, del cero al nueve y del nueve al cero, y acá seguiríamos nosotros, listos para seguir buscando vida inteligente en planetas lejanos.

Estiré una mano hacia Rosty. Encontré su hombro, voluminoso, caliente y firme debajo de la bata. Quise decirle buen trabajo pero no me salieron las palabras. Él me mostró una sonrisa que se le derramaba por las comisuras.

—Todo en orden, Komandyr. Ya puede dormir tranquila.

El sol se hundía por el oeste cuando terminamos el último circuito de la prueba de estado físico, rodillas al pecho y correr por el terreno irregular de la salina hasta desfallecer o rompernos un tobillo. Nos hicieron formar una al lado de la otra, sin mayores protocolos excepto esperar hasta que fuera nuestro turno del chequeo.

Me sequé la transpiración con el dorso de la mano; en el mismo movimiento me hice una visera sobre los ojos y busqué a la médica examinadora. Tenía el pelo blanco y un ambo de un celeste muy claro, y con el reflejo se me perdía en el paisaje. Estaba algunos metros más abajo en la fila de agentes, tomándole el pulso a Schneider con una sonrisa complacida.

—Es injusto que nos evalúen juntas —le susurré a Chandra, que intentaba recuperar el aire con las manos en las rodillas—. Los astronautas entrenan todos los días, es obvio que van a estar en mejor estado que el resto.

Chandra soltó una serie de exhalaciones que no consiguió formar una oración. Tomó mucho aire y se irguió; apoyó las manos en la cintura y pudo quedar recta, casi derecha. Tenía la cara roja y desfigurada en un gesto de agonía, varios mechones se le habían escapado de la trenza y se le pegaban al cuello húmedo.

—Los odio —dijo entre resoplidos—. Odio a los astroboys. Odio las pruebas físicas. Odio a la Dirección. Odio todo.

Creí cada una de sus palabras.

La médica se materializó frente a nosotras, carpeta en mano. Le dimos nuestros nombres y buscó en una planilla. Nos tomó el pulso, la presión, nos inspeccionó el pecho y la espalda con un estetoscopio helado. No asintió y sonrió como cuando había revisado a Schneider, pero dio el visto bueno y nos dejó ir sin más.

Chandra salió disparada hacia el edificio principal. Agarró botellas de agua de la heladera portátil que habían dejado a un costado de la puerta, abrió una y se la tomó, abrió la siguiente y se la tiró en la cabeza, empapándose hasta las zapatillas. Sacudió la cabeza como un perro y salpicó a las agentes a su alrededor. Dos se alejaron con saltitos y variaciones de la exclamación qué bruta, pero otras dos la imitaron, tirándose encima una botella atrás de la otra. La sal ni siquiera le permitió al agua derramada formar un charco; se la tragó en un suspiro.

Cuando pareció saciada, Chandra me buscó y me ofreció una botella.

—Después. Voy a dar otra vuelta. El día está lindo.

Me miró como si acabara de bajarme de un platillo volador.

—Estás completamente loca —dijo, pero no insistió. De camino a la puerta abrió la botella y empezó a tomársela y tirársela a la vez.

Me quedé ahí un momento más, cerca del edificio, mientras las otras agentes y el personal médico iban entrando como hormigas que huyen de la tormenta. El cielo estaba despejado, Chandra y Vitale estaban de guardia y yo tenía el resto del día libre, no me esperaban en el laboratorio ni en ningún otro lugar.

Volví a atarme la colita que tenía en la nuca, me acomodé las medias y los cordones, y salí otra vez. Primero retomé la marcha al paso, para volver a entrar en calor, y fui levantando un trote liviano. El suelo crujía como escarcha bajo mis pies.

Corrí en dirección sur, hacia el extremo más alejado del complejo, donde el cielo iba adquiriendo un tinte anaranjado. Esquivé pequeñas acumulaciones de sal, los piletones de agua turquesa que habían encontrado su camino hasta la superficie, las grietas engañosas del terreno. A mi espalda fluía una brisa tibia, un susurro del viento que bajaba por las montañas y me silbaba en los oídos. Olía a sal y a verano. Si entrecerraba los ojos podía hacer de cuenta que corría hacia los brazos abiertos del mar junto al que había crecido.

El laboratorio de alto riesgo quedaba a un kilómetro y medio del edificio más cercano. Su cúpula absoluta de metal, con una sola puerta blindada en plomo y acero, se aferraba al terreno con uñas y dientes, daba la impresión de haber sido construida para que durara el resto de la eternidad. Más allá, tan lejos que podría haber sido un espejismo, la bruma se arremolinaba en la falda de las montañas como espuma al pie de un acantilado.

Lo alcancé a la vez que el sol se escondía detrás de las cumbres y el valle se llenaba de sombras violetas. Sin aminorar ni apurar la marcha, le di la vuelta al perímetro alambrado. Nunca lo había visitado. Nadie ajeno a su única División entraba al laboratorio de alto riesgo, y así los agentes pasados y presentes se habían ido inventando sus mitos urbanos. Que tenía cincuenta subsuelos, que era un búnker para los mandatarios mundiales en caso de un apocalipsis nuclear, que nuestra División era una tapadera y ellos tenían el verdadero centro de investigación de vida extraterrestre, y ahí abajo guardaban los cadáveres alienígenas recuperados del Área 51. Que nadie dijera que la comunidad científica no tenía una imaginación fecunda.

Cuando terminé la vuelta, las sombras eran más largas y las luces del complejo se habían encendido.

Si el laboratorio solitario me había recordado a una fiera que se aferraba al terreno, el resto del complejo parecía una criatura extraída del fondo del mar, un animal bioluminiscente que con la falta de presión se había desinflado y yacía en el suelo, inmóvil pero vivo. Vista desde el aire, la red de pasillos y domos trazaba una metástasis luminosa en la sal, un conglomerado de laboratorios, puestos de control, oficinas, talleres y fábricas que se extendía hacia el infinito. Vista desde el nivel del suelo, era un lucero que me señalaba el camino a casa.

Sentí una puntada en el estómago, en los pulmones, en un lugar profundo en la carne; me apreté el costado con la mano y corrí con más fuerza. Pensé en el sueño profundo que iba a tener después de la travesía, después de la semana en vigilia, y en el día normal y monótono que iba a tener al levantarme, y quise reír y llorar de alivio.

La otra noche, luego de separarme de Vitale, había pasado una hora yendo y viniendo de la cama a la computadora. Empecé a escribir cinco mails para Harris y descarté los cinco. Él me había hecho una de las preguntas más comunes del mundo, ¿cómo están todos?, y yo era incapaz de responderle. En principio habíamos estado mal, inquietos y desamparados, tratando de hacer pie en una pileta demasiado profunda, y más tarde habíamos estado hundidos en un problema que ni siquiera él habría podido resolver. Pero ya estábamos mejor. Los telescopios marchaban sin contratiempos, la División volvía a estar online, el informe estaba casi listo y la persona que se sentaba a mi lado estaba cada día más cerca de convertirse en una aliada.

A pesar de que sobre el valle se extendía el ocaso, me pareció que nunca el cielo había sido tan celeste, ni el aire del desierto ni el sol de enero habían sido tan gentiles con mi piel, ni la sal se había sentido tan sólida bajo mis pies. Era una tarde luminosa.

La alarma sonó al mediodía del viernes.

No era un sonido extraño, se disparaba unas cuantas veces al mes, cuando aparecía una lectura inusual que requería de nuestra atención, pero en esa oportunidad me hizo saltar en la silla. Vitale tenía los ojos desorbitados.

—Decime que no —rogué, sin verdadera esperanza de que la respuesta fuera a gustarme.

Desvió la mirada al escuadrón de pantallas que nos había atormentado a lo largo de la semana. Dientes blancos mordieron carne rosa, sus cejas se encontraron debajo del flequillo y le dibujaron arrugas en la piel. No quiso o no pudo contestarme.

Alcé la voz por encima de la alarma:

—Análisis. Ya.

El tac tac tac tac de un teclado. La alarma se detuvo a mitad de un pitido pero seguía oyéndola como la voz de una segunda conciencia, una mosca atrapada en mi campo magnético.

Rosty estudió las pantallas con los ojos entrecerrados, los hombros tensos. Dio un paso hacia el frente de la habitación, un paso más cerca de nosotros. Se arrepintió y retrocedió, apoyó las manos en el escritorio como si necesitara un lugar sobre el que asentar el cuerpo.

—Es el mismo error —dijo en un tono tan grave que por un momento creí que hablaba en su lengua madre.

—Pasaron casi cuarenta y ocho horas desde que pusimos a andar el programa —calculé—. ¿Puede ser eso? ¿Puede ser que haya vuelto a la posición inicial, y eso… no sé, que tenga algo que ver?

—Debe haber un eslabón débil —dijo Lionel, continuando la idea—, una antena o zona más afectada que las demás, y cuando rota…

—Sé que lo evaluamos —intervino la voz suave y paciente de Lotte—, pero ¿estamos seguros que no hubo ninguna nova en las últimas semanas? ¿Una kilonova? ¿Alguna señal especial de cualquier tipo?

Chandra negó con la cabeza. Tenía los pies sobre el escritorio y de ella no veía mucho más que las suelas de unas zapatillas diminutas, el nacimiento de su pelo oscuro y una cinta de frente dorada.

—No haría daño preguntar —insistió Lotte—, para estar seguros.

La astrónoma lanzó las manos al aire en un gesto universal de resignación, hagan lo que quieran, y con el mismo envión se puso de pie. Se acercó a las bibliotecas del fondo, de donde extrajo un archivo de tapas azules.

Vitale buscó mi mirada. El buzo gris le quedaba uno o dos talles grande, las manos se le perdían en el largo de los brazos y por los puños sólo asomaban las puntas de sus dedos. El algodón estaba nuevo, liso como la piel de un delfín en los mismos lugares donde el mío había empezado a hacerse bolita.

—¿Qué hacemos?

Rosty se me adelantó antes de que pudiera contestar.

—Vamos a necesitar ayuda.

—¿Llamo a la S1? —ofreció Lionel, ya estirándose hacia el teléfono de línea.

—No —exclamé. Los cinco me miraron con sorpresa. Tuve que ceder—. Nadie se puede enterar de esto.

—¿Por qué?

Me corrí el pelo de la cara con un manotazo. Me acerqué a la baranda y apoyé las manos en el metal frío para que me centrara. Quería estar en cualquier lugar excepto ahí, haberme ido con Harris o en su lugar, haberme subido a la camioneta que llevaba a las tierras más allá de las montañas, las llanuras y los océanos, tener responsabilidades más pequeñas en un mundo más grande. Pero estaba ahí, seguía ahí, en el desierto, entre las montañas y la sal y el espacio oscuro, frío, silencioso. Así que les conté sobre la conversación con Magyar y el informe de actividad actualizado y detallado que me había pedido el último día de diciembre.

—Pero ya hicimos el informe en el cierre del cuatrimestre, antes de que Harris se fuera —dijo Lionel—. ¿Por qué necesitan otro tan rápido?

—Eso es lo inusual, y por eso no quiero que sepa que tenemos problemas con Heimdal. Si levantás ese teléfono, Magyar se va a enterar.

—Y nos van a echar con una patada intercontinental —agregó Rosty.

Al fondo de la habitación, Chandra cerró con un golpe seco el archivo que había estado revisando. Me miró de arriba abajo y preguntó:

—¿Hay algún otro secreto que tengamos que conocer?

Nunca me había encontrado del lado receptor de su enojo, pero tampoco nunca había necesitado tanto de su ayuda. Alcé las palmas vacías intentando mantener la calma.

—No era un secreto, era un problema que me tocaba resolver a mí.

—Y ahora lo tenemos que resolver todos.

—Sí, así funciona el trabajo en equipo.

Resopló, pero no agregó nada más. Sentí que el punto doloroso en mi espalda se retorcía y se retorcía y se retorcía como quien escurre un trapo mojado.

Espié a Rosty, que volvía a golpear el teclado como si los hubiera ofendido a él y a cada uno de sus ancestros. Seguía trabajando para buscar una solución. Confiando en que por lo menos él siguiera de mi lado, lo llamé:

—Dijiste que necesitabas ayuda. ¿Hay alguien que pueda darnos una mano sin hacer preguntas?

—Yo sé de alguien —dijo Lotte—. Paul Luong.

—¿De dónde conocés al Comandante de la S4? —preguntó Rosty.

—Está perdidamente enamorado de ella —contestó Chandra entre dientes.

—Eso es muy útil.

—Vayan a buscarlo y tráiganlo para acá —les pedí—. Que sea un favor personal, que no quede registro de nada.

—Qué analógico —comentó Rosty mientras se ponía de pie.

Volví a mi puesto. Me vi reflejada en la pantalla oscura de la computadora: el pelo corto, las mejillas cóncavas, los ojos pequeños. Otra, en un lugar que no le correspondía. Me pasé las manos frías por la cara caliente, apreté los párpados y al abrirlos vi manchas oscuras.

A mi lado, Vitale tenía los labios comprimidos en una línea recta, como si se estuviera conteniendo para no decir o hacer algo. Estuve a punto de decirle que no hacía falta, que yo podía ser la Comandante pero él era mi segundo, a pesar de que no había tenido muchas oportunidades de actuar como tal. Si tenía algo que decir, que lo dijera. Pero acababa de discutir con Chandra y estaba agotada, así que preferí cambiar de tema.

Volví a abrir el Plan02 y en espejo, como si me hubiera estado esperando, él hizo lo mismo. Hicimos de cuenta que retomábamos las actividades cotidianas. Terminamos de redactar la primera sección del primer capítulo de nuestro manual de contacto, ambos pretendiendo ignorar cómo nos temblaban las manos y las voces. Abajo, Lionel y Chandra trabajaban en silencio, aunque Chandra no paraba de ojear las pantallas como si le hubieran compartido un secreto, y Vitale no dejaba de mirar a Chandra como si quisiera leerle la mente.

Paul Luong era conocido por ser un hombre de pocas palabras, lo cual era más útil que el hecho de que estuviera un poco enamorado de Lotte. Entró al laboratorio con una timidez transparente y nos saludó con inclinaciones de la cabeza, pero me acerqué a estrecharle la mano. A su espalda, Lotte y Rosty me hicieron gestos entusiastas con los pulgares.

Le agradecí que hubiera venido tan rápido, porque trabajaba en otro edificio y debía ser un hombre ocupado, pero se encogió de hombros y dijo que estaba encantado de asistirnos en lo que pudiera. Estaba un poco intrigado, incluso. Tenía un rostro risueño y arrugas alrededor de la boca, de la solapa de su bata blanca colgaba el mismo pin que lucía en mi pecho.

Lo guiamos hasta el escritorio de Lionel, el más ordenado de los cinco, y le ofrecimos tés y cafés que rechazó amablemente. Chandra hizo un despliegue de estar aburrida en su esquina del laboratorio, donde revisaba documentos con desinterés, pero podía palpar la tensión detrás de su acto y detrás de la cordialidad del resto, entretejida con el aire caldeado. Lotte mostraba una sonrisa tan rígida que parecía dolorosa, sus risitas corteses eran agudas y arrítmicas.

Me quedé de pie en medio de la habitación. Iba a tener que acostumbrarme a sentirme inexperta, desolada y vacía, porque parecían  las únicas cosas que podía sentir últimamente. Advertí que me estaba retorciendo las manos y las metí en los bolsillos para que los demás no lo vieran. Pero por supuesto que los ojos enormes de Vitale podían percibirlo todo, y todo él se materializó a mi lado.

—Voy a buscar algo para comer —dijo—, ¿me acompañás?

El pasillo largo, blanco, fresco. La máquina expendedora a un costado del ascensor. Paquetes y cajitas de colores ordenados en hileras perfectas, marcas traídas de esquinas distantes del planeta, golosinas y frituras y barritas de cereal, baterías y cigarrillos y preservativos. Vitale tipeó un número en el tablero y apoyó el pulgar en el lector, que titiló en color rojo. Se pasó la mano por la ropa y volvió a intentar, recibió luz verde y la máquina se puso en movimiento.

Cayó un paquete amarillo y rojo. Mientras se agachaba a recogerlo comentó:

—Hace mil años que no como una grasa saturada, acá es pura comida sana e insípida. ¿Puede ser que la única forma en la que saben hacer el pollo sea hervido? ¿Quién está a cargo de la cocina?

El paquete crujió mientras lo abría. Me ofreció una papa frita y la acepté, aunque no me la llevé a la boca. La sostuve en la mano, dorada y reluciente por la grasa.

Se oyeron pasos, alguien caminaba con prisa en nuestra dirección. Me aparté para despejar el ascensor pero la persona se detuvo a mi lado. Chandra compró una caja de parches de nicotina en la máquina y se plantó frente a mí con los brazos cruzados. Me miró y la miré, también crucé los brazos, papa frita en mano, y esperé. Ella suspiró profundo y cansada, sentí su aliento en la cara.

—Perdoná que me la haya agarrado con vos —dijo—, tengo muchas cosas en la cabeza.

Alcé las cejas. Ella sonrió sin dientes y agregó:

—Vos también, obviamente. Perdón.

Acepté sus disculpas en silencio, descrucé los brazos y volví a reparar en el objeto que sostenía en la mano. Un olor insoportable a fritura había inundado el ambiente. Busqué y encontré un cesto de residuos junto a la máquina. Las puntas de los dedos me quedaron grasosas y no tenía con qué limpiarlas.

Cuando regresé a ellos, Chandra y Vitale se miraban con tanta insistencia que volví a sospechar que pudieran mantener una conversación telepática. No sabía en qué momento se habían vuelto tan cercanos. No hacía un mes que él estaba con nosotros, y por regla general ella era distante y desconfiada, yo misma había tardado seis meses en dejar de tenerle miedo y otro tanto hasta que me atreví a considerarme su amiga. Fuera como fuese, Chandra y Vitale se estaban comunicando con la mirada, y al final llegaron a un consenso. Ella asintió una sola vez, firme y ceremonial como si hubiera recibido una sentencia, y abrió la boca para hablar.

—Inés, Paul quiere que vengas.

La interrupción de Lotte llegó desde el otro extremo del pasillo, donde su cabeza y sus rulos asomaban entre las puertas dobles del laboratorio. Di un paso hacia ella pero volví a mirar a los otros dos, dividida entre el deber y la curiosidad. Quise preguntar qué pasaba, qué secreto me ocultaban ellos a mí, pero Lotte insistió y no tuve más remedio que acudir a su llamado. Un Comandante esperaba por mí.

Paul Loung se había azulado detrás de la pantalla. Tenía una mano en el mentón y la otra suspendida sobre el teclado, dando clics esporádicos. Lionel, Rosty y Lotte lo observaban trabajar, listos para salir en su ayuda. Habló sin levantar la vista y dio un veredicto desolador:

—No estoy seguro de que esto vaya a funcionar.

— ¿Qué cosa —pregunté—, el satélite?

Dio varios clics más antes de contestar:

—Sí. No. El satélite está bien, lo diseñamos nosotros. Pero Charlotte tenía razón. —Le robó una mirada y ella sonrió y él se sonrojó, aún azulado. —Hay una antena que está andando mal. Pero si la puedo aislar… Si anulo esta sección y…

Un último tac tac y las pantallas al frente de la habitación parpadearon. Los números, un segundo antes sumidos en el caos, cayeron ordenados en líneas breves y familiares. Me dio vértigo.

—Bueno —dijo Paul Luong—. Funcionó.

Rosty le palmeó la espalda con tanta fuerza que el hombre se echó hacia adelante, el pecho apoyado sobre el teclado. Los demás se acercaron a preguntarle cómo lo había hecho. Tosió mientras se integraba y se acomodaba la bata con una sonrisa orgullosa y satisfecha. Recordé que para eso vivían esos hombres y mujeres de ciencia: para darse palmadas orgullosas en la espalda entre ellos.

Volví a estrecharle la mano, esta vez con un poco más de calma. Era una suerte que fuera una persona de pocas palabras, porque yo no tenía las suficientes para agradecerle. Tomó mi mano entre ambas suyas, se inclinó hacia mí muy serio, y en una conversación que entendí era de igual a igual me dijo que se sentía responsable por el error, ya que su División había participado en el proyecto de Heimdal. Dijo que iba a guardar discreción si nosotros hacíamos lo mismo.

—Por supuesto —le contesté. Me di cuenta de que teníamos la misma altura—. Por supuesto, Comandante.

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Capítulo 6 | El Gato y La Caja