
Heimdal había sido idea de Rosty y la Comandante Harmon. Cuando lo propusieron yo aún no estaba en la Agencia, pero llegué a ver las últimas etapas del ensamblaje y a presenciar su puesta en órbita. Fue la primera gran hazaña que experimenté, mi puerta de entrada a ese mundo de ciencia y progreso que por un momento me pareció todopoderoso. Aterrizar en las lunas de Júpiter, terraformar Marte, visitar la superficie sulfurosa de Venus, trascender el sistema solar y encontrar vida allá afuera, ninguna posibilidad estaba fuera del alcance de las mentes brillantes que poblaban ese desierto.
Los telescopios espaciales existían hacía más de medio siglo, pero Rosty había ideado la forma de conectarlos con una red de radiotelescopios terrestres para imitar el efecto de un disco inmenso. La historia cuenta que lo llamaron Heimdal en honor a un comentario de Harmon, hoy grabado en una de las caras del satélite: Ahora la humanidad tiene mil ojos y mil oídos en el cielo. La versión de Chandra es que le pusieron ese nombre porque Rosty es el nerd más grande del planeta.
Durante dos años y nueve meses, Heimdal había flotado justo por encima de la exósfera, triangulando información con la granja de radiotelescopios. Durante dos años y nueve meses, el espacio exterior no había tenido más remedio que compartirnos cada uno de sus secretos. Heimdal era una esponja que absorbía la oscuridad y la volcaba en nuestras pantallas en un lenguaje claro y preciso.
A veces sentía que podía verlo con mis propios ojos, las imágenes ocultas detrás de los números: podía ver el espacio allá lejos y a nosotros acá, todavía más lejos, y a Heimdal en el medio, un puente que unía las dos orillas de un río invadeable. Gracias a él, el universo parecía estar al tiro de una piedra, como si pudiéramos acercarle una parte ínfima de nosotros haciendo sapitos sobre la superficie mansa del vacío. Otras veces se sentía como si pudiéramos estirar la mano y arrancarle un pedazo, un puñado de arena de su orilla, para analizarlo y ver de qué estaba hecho.
Intenté explicárselo a Vitale, poner en palabras el silencio profundo y los secretos que nos susurraba al oído, cómo en secuencias de nueve números podíamos ver cada rincón oscuro y las luces que lo habitaban. Él frunció más el ceño, tan concentrado que me dio la impresión de que iba a terminar haciéndose un agujero en la frente, invocado por pura fuerza de voluntad. Masticaba el borde de un lápiz de cantos amarillos y negros como si intentara extraerle el conocimiento a mordiscos.
Estábamos en una esquina bien iluminada del edificio residencial. El resto de las mesas y sillones se había ido vaciando con el correr de las horas y sólo quedaban dos o tres grupitos más que charlaban en murmullos. Vitale se había sacado las zapatillas y tenía las piernas dobladas debajo del cuerpo; yo ocupaba el extremo opuesto del sillón, con la espalda en el apoyabrazos.
—Por eso es tan terrible esto de las lecturas —razonó, volviendo al cuaderno que tenía abierto en la mesita—. Si el satélite funciona mal, entonces todos los datos están adulterados. No sabemos a qué corresponden los números de las secuencias.
—Y nos estamos perdiendo lecturas irrecuperables. Podría estar pasando cualquier cosa y no vamos a verlo.
Garabateó en el cuaderno. Tenía una caligrafía de chico, letras con cumbres puntiagudas y depresiones profundas. La a era un círculo apretado e idéntico a la o, le dibujaba el palito a la q y al número siete. Agarraba el lápiz casi en la punta y con cada trazo se iba manchando las yemas de los dedos con grafito plateado.
Le pedí prestados el lápiz y el cuaderno. En el centro de una hoja nueva dibujé un círculo grande, lo rodeé con nueve elipses y en cada una de ellas dibujé un círculo a escala. Les puse sus nombres, Sol, Mercurio, Venus, Tierra, Marte y hasta Plutón, y a cada uno le agregué su código astronómico. A lo lejos, y sólo en nombre, la Nube de Oort.
Fui señalándolos con el extremo del lápiz, que en un tiempo anterior había sido rojo, aunque Vitale se había ocupado de reducirlo a un montoncito de astillas despintadas.
—Los códigos astronómicos tienen nueve cifras. Las dos primeras y las dos últimas son las más generales, nos dicen de qué naturaleza es el cuerpo celeste y si está o no dentro o cerca del sistema solar. Tomamos el Sol como parámetro estándar. Su código son ocho unos y un cero al final.
Asintió un par de veces, los ojos fijos en el papel. Me pidió el lápiz, arrancó una hoja en blanco y en la esquina superior izquierda escribió 1-1-1-1-1-1-1-1-0, una flecha y la palabra sol. Recuperé el lápiz y lo corregí: Sol.
El lenguaje no era complejo. Al contrario, a veces resultaba demasiado elemental. En una primera lectura no podíamos determinar la edad de una estrella o la temperatura de un haz de luz que atravesaba el espacio, y ante la duda había que meterse en los detalles del código, pedirle a la computadora que lo desglosara y nos diera la lectura en crudo, previa a la codificación. Entonces se desplegaban los números y los gráficos y las escalas de calor.
—Tenemos que buscar inconsistencias en el cielo —seguí cuando Vitale pareció agarrarle la mano al sistema solar—. Los telescopios analizan la información, y si se encuentran con algo de apariencia antinatural, salta una alarma. Ahí entramos nosotros, el elemento humano, para analizarlo.
—Sí, eso lo sé. —Con un gesto vago de la mano señaló el desierto a nuestras espaldas, una masa negra y absoluta. —Me lo dijo Kane: buscamos una señal del más allá.
—¿Usó esas palabras? ¿Señal del más allá?
—No —admitió, y se rió conmigo.
Revisé mi teléfono, apoyado junto al cuaderno. El reloj marcaba la una y treinta y dos de la madrugada. Un parpadeo y ya eran y treinta y tres. Me estiré y me crujió la espalda, los huesos de la muñeca, el hombro. Tenía un nudo que parecía latir con un pulso propio, caliente y frío a la vez. Me cerré el cuello del buzo pellizcándolo con una mano.
—¿Alguna duda antes de terminar la sesión?
Vitale se calzó las zapatillas sin desatar los cordones, juntó los papeles y el lápiz. Me miró y su cara delató una emoción que no supe leer. Volvió a bajar la vista. Se puso de pie.
—Por ahora no.
Mi reflejo me devolvió una mirada exhausta en la superficie lisa del ascensor, pero Vitale se veía casi tan cansado como yo y eso era un pequeño consuelo. Estaba segura de que ninguno de los seis había dormido más que un puñado de horas desde el sábado, horas de sueño reemplazadas por horas de dar vueltas entre las sábanas, preguntándonos por qué el universo nos odiaba tanto.
Las puertas se abrieron en el quinto subsuelo. Justo enfrente de los ascensores había una mesa con un ramo de flores blancas que llenaba el hall de un olor tan dulce que parecía artificial; encima de la mesa colgaban dos paisajes verdes y brillantes iluminados por lámparas de ambientación. El piso era de alfombra beige y las paredes tenían un empapelado en los mismos tonos, como si la Dirección hubiera hecho su mayor esfuerzo para que las residencias parecieran un hotel barato de cadena.
—Gracias —dijo Vitale, en voz baja, cuando nos cruzábamos con las primeras habitaciones—. Estaba intentando aprender por mi cuenta, pero la nomenclatura no se parece a ningún lenguaje que conozca, obviamente.
Hundí las manos en los bolsillos del pantalón de algodón. Intenté tragarme el calor que me subía por el cuello, hacia las mejillas, pero fallé y lo sentí concentrarse y esparcirse por mi cara.
—Tendría que haberlo hecho antes. Es que Harris se fue tan de repente, y después con lo de Heimdal…
—Está bien, entiendo.
La piel me ardió con más fuerza. Negué, la vista fija en el piso, y el nudo de la espalda me dio un tirón casi tan doloroso como la vergüenza.
—No, disculpame. No tendría que haber esperado a que estuviéramos offline para enseñarte a hacer tu trabajo.
Vitale estuvo callado por un rato. El roce de nuestros pies sobre la alfombra sustituyó las disculpas que habría querido seguir pidiendo. Vi que la punta de uno de sus cordones se estaba deshilachando y que la arrastraba a su paso. Estuve por decírselo, pero me pareció que sería como señalar una marca de nacimiento, un desperfecto biológico incorregible. Se ponía esas zapatillas todos los días, así que ya debía conocer el estado de los cordones. A lo mejor no le importaba.
Doblamos en una bifurcación, avanzando en el estómago del desierto, donde el regusto a sal era más evidente. Cuando volvió a hablar me sorprendí tanto que alcé la vista y, sin querer, me encontré con la suya. Otra vez estaba serio y pensativo.
—Igual ese no es nuestro trabajo —dijo—. Quiero decir, nosotros dos no tendríamos que estar revisando las listas. Nuestro trabajo es coordinar al equipo, actuar cuando encontremos a alguien allá afuera, no leer las estrellas.
Me relajé un poco ante el cambio de tema, le di la bienvenida a ese terreno familiar. Volví a considerar decirle lo de los cordones y volví a descartarlo.
—Supuestamente tendríamos que estar haciendo planes para el contacto. —Saqué las manos de los bolsillos para enumerar con los dedos. —Cómo establecer vías de comunicación, cómo representar a la raza humana, qué hacer si ellos nos encuentran primero, si son hostiles, si son organismos unicelulares…
—¿Por qué no hacemos eso?
—Harris y Harmon armaron el plan de contacto antes de que yo llegara. Habría que ir actualizándolo a medida que haya avances y descubrimientos pertinentes.
—¿No descubrieron algo pertinente en estos últimos años?
Habíamos llegado a nuestro sector de la residencia. Sobre el hombro de Vitale vi que la placa de su habitación aún decía Harrison M. Kane en negro sobre acrílico transparente. Me pregunté si la tarea de cambiarle el nombre me tocaba a mí, a él, a la gente de mantenimiento, a la Directora en persona.
—Digamos que hay un motivo por el que me paso los días mirando las estrellas, en lugar de hacer mi trabajo real.
—¿Por eso están tan intranquilos —preguntó enseguida, perspicaz—, porque nunca encontraron nada?
—No sé qué te habrá anticipado Harris, pero la búsqueda de vida extraterrestre inteligente no ha demostrado ser una empresa rentable.
—Sí, algo ya me imaginaba.
La conversación había suspendido, acaso por un momento, el cansancio que me pesaba en el cuerpo. No tenía las respuestas a nuestros problemas, pero podía darle esto, compartirle nuestros fracasos cotidianos, que ahora también eran los suyos.
—Es un trabajo difícil, casi imposible. No existe la tecnología para explorar a fondo el espacio exterior —dije, intentando consolarlo o consolarme a mí, recordarme por qué hacíamos lo que hacíamos—. Chandra sostiene que somos una generación de transición, que estamos acá para guardarle el lugar a los que vengan después, para dejarles las mejores herramientas posibles. Es mucho más que lo que las generaciones anteriores hicieron por nosotros, desfinanciado y cerrando los otros proyectos espaciales.
Vitale se llevó una mano al pelo y enroscó un mechón corto y lacio entre los dedos. Adiviné un gesto nervioso, una duda, quizá la misma que había espiado en el salón. En la otra mano sostenía el cuaderno y el lápiz.
—¿Vos pensás lo mismo —preguntó—, que somos una generación de transición?
—Pienso que Chandra suele tener razón.
—¿Entonces por qué buscamos con tanto esfuerzo? ¿Por qué tanta presión?
Me había ido acercando a la puerta de mi habitación; apoyé el dedo en el lector y el seguro se corrió con un chasquido. Pensé en el informe de Magyar, en la confianza de Willa Harmon, en los sueños de Harris. Contesté:
—¿Quién no quiere ser bueno en lo que hace?
Me di vuelta a mirarlo a la vez que daba un paso al interior de mi habitación. Vitale seguía ahí, ni más cerca ni más lejos del lugar que había ocupado un momento antes. Tenía los labios tensos en una sonrisa estoica y resignada, como si por primera vez comprendiera, realmente comprendiera, el lugar en el que los seis estábamos parados, uno al lado del otro, con los ojos en el cielo y la cabeza entre las manos, a la espera.
Su voz rebotó en el empapelado beige y llegó a mí en la forma de un susurro. Buenas noches, dijo. Un eco mínimo que serpenteó por el pasillo y se perdió en la madrugada, en el olor de la sal. Buenas noches buenas noches buenas noches.
Lo vi aproximarse a la puerta de su habitación, abrirla y desaparecer detrás de ella sin hacer un solo ruido, el cordón deshilachado como una estela detrás de él. Un momento aquí y al siguiente había desaparecido, dejándome con un pie en mi habitación y el otro en el pasillo, y con la sensación de que era la única mujer en el desierto que seguía despierta.
—Se te está rompiendo el cordón —le dije a la puerta cerrada, para no quedarme con las palabras en la boca.
Llegué al comedor tarde y con el pelo mojado. Tuve que hacer una fila larguísima para que las mujeres detrás del mostrador me dieran una taza de café, un plato de tostadas y una mueca de lástima. Bandeja en mano, busqué a Rosty entre las mesas.
—¿Dormiste bien? —preguntó cuando me senté delante de él.
—Excelente, ¿no se nota? —Tomé un trago de café ácido, calentado y recalentado, unté una tostada con mermelada y le di un mordisco que casi me arranca un diente. —¿Qué averiguaste?
Ojeó las mesas que nos rodeaban, como si estuviera buscando espías entre los agentes que comían y hablaban a los gritos. Apoyó una tablet en el espacio entre nuestros desayunos. En la pantalla vi planos y gráficos que me resultaron ilegibles y que él no tardó en poner en palabras.
En principio, el problema con Heimdal no parecía ser estructural. Había hecho varias pruebas durante los últimos días y los resultados decían que estaba en buenas condiciones, que no lo había golpeado un pedazo de chatarra espacial ni se le había congelado un sensor. Las otras opciones nos llevaban a terrenos más complejos. Heimdal había sido un logro tremendo, una obra de arte e ingeniería, pero no dejaba de ser un primer modelo. Quizá el defecto viniera de un problema de base, un error de cálculo entretejido en la estructura misma del satélite.
—También puede ser que haya agotado su vida útil. Habíamos previsto al menos diez, doce años antes de que saltaran problemas, pero uno nunca sabe. Está muy expuesto y quizá la radiación… —Se interrumpió a mitad de la oración. Sus ojos se desviaron hacia un costado, justo por encima de mi cabeza.
Flavia, la secretaria de la supervisora Magyar, estaba de pie a mi lado.
—¿Cómo les va, Inés? Tanto tiempo —preguntó con un humor demasiado florido para las ocho de la mañana.
Quise resoplar pero conseguí reírme, hacer como que no había pasado nada y que no tenía el corazón en la garganta.
—Todo tranquilo.
Asintió y el pelo lacio, del color del óxido, le bailó a los lados de la cara como una cortina arrastrada por el viento. Flavia siempre había sido más linda que amable y más amable que discreta. Ocupó la silla junto a la mía y apoyó su taza en la mesa. Saludó a Rosty como si fueran viejos amigos, aunque lo llamó Rostyslav.
—¿Cómo están con la partida de Kane? —preguntó—. Ana está pensando en bajar a visitarlos, a ver si puede darles una mano con el informe y eso.
No quise arriesgarme a mirar a Rosty y no quise dejar que ella lo mirara a él, que no viniera a tema el hecho de que hacía cuatro días que de nuestra esquina del complejo no salía una sola noticia, mucho menos el informe que me había pedido la supervisora.
—Decile que venimos bien —mentí.
Flavia jugó con su saquito de té. Hizo subir y bajar la bolsita de hebras, que fue largando tentáculos oscuros en la taza. Sus ojos, verdes como nada era verde en el desierto, me estudiaron hasta hacerme incomodar.
—¿Tuvimos algún avistaje reciente? —preguntó con un tono amable, ocioso, como si hablara del clima.
—Para tener un avistaje hay que ir a Capilla del Monte —le contestó Rosty, enroscando la lengua alrededor del nombre en castellano. Ka-pila deel Mon-te. Y empezó a contarle del pueblo con el mayor número de avistamientos de ovnis en el planeta.
La tablet seguía sobre la mesa, mostraba un esquema de Heimdal del que salían flechas de colores. Entre oración y pregunta retórica Rosty la recuperó y apagó la pantalla. Debajo de sus ojos descubrí las mismas marcas oscuras que en los míos, y detrás de ellos, la misma sospecha de que el universo conspiraba en nuestra contra, pero ni siquiera eso parecía suficiente para sacarle el buen humor. Pese al cansancio y la preocupación prevalecía esa sonrisa que parecía guardar justo debajo de la lengua, como un amuleto para la suerte.
Del mismo lugar en el que guardaba el buen humor sacó la anécdota de su tío Yure, que había sido uno de los niños involucrados en el Incidente de Vorónezh y lo había inspirado en su carrera en la astronomía. Después pasó a hablarle de cómo Harry Truman casi pierde la cabeza con el Blue Book Project.
A pesar de que Flavia asentía como si cada palabra fuera una piedra preciosa que Rosty iba depositando sobre su regazo, era evidente que le costaba seguirle el hilo. Tres años atrás, cuando la Comandante Harmon me había reclutado como su reemplazo, Flavia me había puesto una mano sobre cada hombro y me había dicho pobrecita, vas a tener que trabajar con los bichos raros.
Se puso a tamborilear con las uñas sobre la mesa, un sonido rítmico y ansioso como una cuenta regresiva. Tenía hecha una manicura que combinaba con sus labios y su pelo y me pregunté si se la haría ella misma o si fin de semana por medio haría cola en el único salón de estética del pueblo, charlaría con otras mujeres como ella, civiles normales, y se reiría tanto de los astroboys como de los bichos raros que buscamos vida allá afuera.
—¿Y nosotros para cuándo? —Flavia lo interrumpió con una risita que nunca le había escuchado—. Hace años que no tenemos nuestro propio avistaje, ¿verdad? Pensar que tenemos un equipo tan sofisticado y aún así nos gana un paisano con la cámara del celular.
—Esos datos no son confiables —contestó él—. Son manipulaciones de video o efectos de la luz. Puro clickbait.
—No pretendía ofenderte, hablaba por hablar. Yo no sé tanto como ustedes de estas cosas, por supuesto, sólo lo que le escucho decir a Ana.
Hizo una pausa, como si esperara que le preguntáramos qué era lo que decía Magyar, pero ninguno lo hizo. La piel alrededor de sus ojos se contrajo, nos miró de uno a otro, miró el reloj que llevaba alrededor de la muñeca y se puso de pie con un gesto de sorpresa.
—Disculpen, me tengo que ir —dijo mientras se acomodaba la camisa celeste, la pollera gris, el pelo colorado—. Ana tiene una reunión ahora mismo. Un gusto verlos. ¿Tomamos un café en estos días, Inés?
Saludó con ambas manos y se fue zigzagueando entre las mesas. Dejó el té a medio terminar, concentrándose.
La miré alejarse. Había sido mi primera amiga en el complejo y en un tiempo anterior, en otra vida, había creído que su amistad iba a acompañarme en mis años de desierto. Pero había bastado la convocatoria de Harmon, una habitación en los pisos de los agentes y la promesa de un pin en mi pecho para que ella saliera corriendo en la dirección opuesta. La verdad era que no podía culparla. Flavia existía en una realidad paralela, burocrática y ordenada, ajena a telescopios espaciales y series numéricas crípticas. Vivíamos en el mismo lugar y bajo las mismas normas, pero vivíamos vidas distintas. Seguro dormía muy bien de noche.
Los restos de café estaban fríos, las tostadas eran migas en los platos. Le propuse a Rosty empezar con la jornada laboral y allá fuimos, caminando tranquilos porque igual ya llegábamos tarde.
—¿Me pareció a mí —preguntó—, o Flavia estaba…?
—¿Sacándonos información? Me parece que sí.
Me estudió durante un momento, los segundos necesarios para sortear las mesas del comedor y llegar a la salida.
—¿Qué es eso que dijo sobre un informe?
Guardé silencio. Tanteé en mi espalda hasta encontrar el nudo que se había anidado entre los músculos, le clavé los dedos para relajar la tensión extra que Flavia acababa de agregarle. Me resigné y bajé los brazos, insatisfecha.
—Un pedido especial que me hizo Magyar —admití al final—. Quiere saber qué hacemos todo el día, todos los días, a toda hora. Dice que es algo de rutina por el cambio de mando, pero para mí es una excusa para recortarnos el presupuesto. O para cerrarnos definitivamente, por vagos e inoperantes.
Rosty soltó un suspiro mientras caminábamos por un pasillo vacío. Como si las noticias terribles no lo alteraran, su rostro permaneció amigable, tanto que me pareció que el suspiro podría haber sido, en realidad, una risita burlona.
—No sabía que eras amiga de la secretaria —dijo, cambiando de tema.
—Algo así. Hicimos juntas el curso para personal auxiliar antes de que yo entrara como personal esencial.
—Siempre me olvido de que sos civil. Estudiaste derecho, ¿verdad? —Me hundió un dedo en las costillas y usó las mismas palabras que el personal auxiliar del complejo habría usado para describirlo a él—: Bichito raro.
—No todos podemos ser astroboys —me defendí—, alguien tiene que hacer de diplomática y redactar informes y disipar peleas.
—Tenés razón. Dios nos libre de que Chandra fuera Komandyr. ¡O yo! Qué sabio era Harrison, previó una catástrofe.
No fue hasta que estuvimos en el laboratorio que pudimos continuar la conversación que Flavia había interrumpido. Rosty se sentó en su silla y me apoyé en el borde de su escritorio, en una esquina minúscula que no estaba ocupada por papeles, revistas, ni piecitas de modelos a escala. Retomó en donde la habíamos dejado. Me explicó cómo la radiación cósmica podría haber ido corrompiendo las capas externas del satélite e hice mi mejor esfuerzo por seguirlo, por encontrar huecos que pudiera rellenar. Nunca me había sentido tan inexperta, tan poco preparada para hacer mi trabajo; sin embargo Rosty traía una solución.
—Cuando lo pusimos en órbita hubo que reajustar un montón de variables, ¿te acordás? Nos tuvo que ayudar la S1. Tardamos un mes en obtener la primera lectura limpia y tres en que funcionara perfecto. El software se puede actualizar y modificar, y si Lionel puede acomodarlo para que trabaje alrededor del problema, deberíamos estar bien. Como mínimo compramos unos días hasta encontrar algo permanente, o pensar cómo le decimos a Magyar que necesitamos un satélite nuevo.
Lionel, que trabajaba en su escritorio desde más temprano, se había girado ante la mención de su nombre. Deslizó la silla hacia atrás y colisionó con el escritorio de Rosty dando un golpecito. La cabecita del Superman que vivía sobre el monitor se sacudió como si negara rotundamente.
—¿Qué necesitan que haga? —preguntó Lionel.
Empezaron a hablar de algoritmos y procesos y unas cosas finitas y otras cosas concretas que no entendí de dónde habían salido. A los pocos minutos aparecieron Chandra y Lotte con vasitos de café de la máquina del pasillo y se unieron a la conversación con una naturalidad que me causó envidia. Chandra miró la pantalla y dijo:
—Estoy segura de que es culpa de los ingenieros tarados que pusieron la pista de despegue tan cerca del resto del complejo.
Los otros tres estuvieron de acuerdo. Cuando me pareció que iban por buen camino dejé que las mujeres y los hombres de ciencia hicieran lo suyo, y yo me fui a hacer lo mío.
Vitale ya estaba ahí cuando me senté en mi lugar. En su pantalla vi un despliegue heterogéneo de ventanas con el que no quise involucrarme. A un lado tenía el cuaderno de la noche anterior abierto en una página llena de sus números apretados, hechos a lápiz.
—Rosty cree que tiene una solución.
Me miró con la misma curiosidad que le había visto el día en que Harris nos presentó, como si todo en la existencia, yo incluida, tuviera el poder de intrigarlo y sorprenderlo. Echó la cabeza hacia atrás y ojeó el escritorio que se había convertido en un pequeño púlsar, un centro de energía frenética y batas blancas. Lotte se había echado en diagonal sobre la mesa y dibujaba en el borde de una hoja mientras hablaba a la par de Lionel, mechando oraciones en inglés y en francés.
—¿Quiero saber? —me preguntó Vitale.
Arrastré el mouse por la mesa para despertar el monitor. Busqué el archivo titulado Plan01, hice doble clic y el documento que Harris y Selina Harmon habían redactado a lo largo de una década y media se desplegó en la pantalla.
—Por ahora no —le contesté, vigorizada por el trabajo de los demás—. Cerrá eso que tenés ahí y abrí un documento en blanco. Vos y yo tenemos que diseñar un manual de contacto.