
La superficie del puesto estaba cubierta de chocolates, trufas y garrapiñadas artesanales, empaquetadas en bolsitas de plástico atadas con cordones de yute. El sol se filtraba entre las tablas del techo y acá y allá se encontraba con los productos, que se derretían al calor de enero. El mismo sol calentaba la tierra roja que bajaba de las montañas y me quemaba la nuca y el cuello con una insistencia caprichosa.
La mujer que atendía el puesto parecía una muñeca, pero no de la misma forma en la que Lotte parecía una muñeca, con sus facciones redondeadas, las pestañas largas y oscuras como una noche de invierno. La mujer tenía una expresión tan firme que parecía que la más mínima muestra de emoción abriría una grieta profunda en su piel, un jarrón antiguo partido en dos.
Lotte recorrió el puesto de artesanías con el mismo ojo crítico con el que analizaba muestras de algas en el microscopio; las líneas de su rostro se congregaban en su nariz y en su frente en un gesto de concentración absoluta. Después de un estudio considerable de cada uno de los productos, señaló unas almendras bañadas en caramelo y preguntó el precio.
—Si lo lleva ahora, trescientos cincuenta pesos —respondió la mujer. Le dio un sorbo ruidoso al mate de calabaza que sostenía entre dos manos y agregó—: si va y vuelve a última hora, quinientos.
Las líneas en la cara de Lotte fluctuaron de la concentración a la sorpresa, estirándose en algunas partes y acumulándose en otras. Me miró en busca de ayuda y le repetí lo que la mujer había dicho.
—Madame —chilló sin perder la elegancia, y siguió en un castellano nasal—. Trescientos pesos, y no me enojo.
—Quinientos, y se enoja todo lo que quiera.
Lotte ahogó un grito que podría haber sido el comienzo de algo terrible. Antes de que pudiera decir otra cosa, Chandra la apartó de un manotazo y le ofreció quinientos pesos a la mujer.
—Tomá, y no hagas más escándalo. —Chandra le estampó las almendras en el pecho a Lotte, la agarró del brazo y seguimos avanzando por la feria.
Lotte miró las almendras como si acabaran de romperle el corazón.
—También quería comprar caramelos de coca.
Dos puestos más abajo exponían artesanías de alpaca. El vendedor debía tener mi edad o la de Chandra, pero tenía la cara castigada por los inviernos secos y los veranos áridos. Sus manos también estaban curtidas por el clima y por el trabajo, los dorsos atravesados por cicatrices blancas; con un ojo en nosotras y el otro en sus manos, trenzaba cintas de cuero a la sombra de un toldo de lona. Las piezas que había distribuido sobre el mantel blanco iban desde los souvenirs más clásicos, clips para hojas y corbatas, bombillas y llaveros con detalles en cuero, hasta objetos trabajados con una técnica que parecía desafiar los principios del metal. Una pulsera tan fina y brillante que parecía hecha con hilos de plata, una pluma labrada con un patrón que recordaba a las grietas largas y tristes del desierto, cuatro pesebres en los que aparecían María, Jesús y José, sin cabritos ni pastores, hechos con tanto detalle que me dio la impresión de que cuando dieran las doce de la noche iban a parpadear varias veces, desperezarse y salir de paseo los tres juntos.
No sé qué me llevó a preguntar el precio de la pluma.
—Cinco mil —contestó sin dejar de trenzar el cuero, y sonrió como si se disculpara.
Tampoco sé qué me llevó a abrir la cartera y sacar la billetera. Una semana atrás la pluma habría sido un buen regalo de despedida para Harris, mucho más lindo que la botella de whisky que le habíamos comprado entre los cinco, pero ahora no tenía a quién dársela. De todas formas la quería, aunque fuera para mí, aunque fuera para ocupar espacio en el lapicero de mi escritorio.
—No le hagan caso a Michi —siguió diciendo, ahora en un inglés casi perfecto—. No le gustan los agentes porque miran y tocan y no compran.
—Con nosotras puede estar tranquila —dijo Lotte—. Sólo recorrimos dos puestos y ya gastamos una fortuna.
Encontré la billetera al fondo de la cartera, entre las gomitas de pelo que nunca tenía a mano cuando hacían falta y biromes sueltas que me recordaron que la pluma no tenía lugar entre mis pertenencias. Conté billetes y se los di al artesano. Él me dio la pluma, envuelta en un fieltro gris, dentro de una bolsa de papel madera. La metí en la cartera junto con la billetera.
Le agradecí, y estaba por irme cuando él volvió a alzar la voz en castellano:
—Tomá, llevate una. Me podés recomendar entre los demás agentes que sí compran.
Acepté la tarjeta que él extendía por encima de la mesa. Era de papel grueso, de dibujo o cartulina, hecha con una impresora doméstica y cortada con tijera, los bordes apenas torcidos. Manuel Limpitay - Orfebre. Me la guardé en el bolsillo del jean, volví a despedirme y me guiñó un ojo. Seguí a mis compañeras, que ya se alejaban hacia otro comercio.
Lotte me ofreció la bolsa casi vacía de almendras. El caramelo derretido recubría el interior del plástico en una amalgama marrón y ámbar, algunas almendras ya no tenían cobertura. Le dije que no quería, ella se encogió de hombros y se metió en la boca las que quedaban.
—Yo quería —se quejó Chandra.
Lotte ignoró el comentario, se estiró hacia ella, le rodeó los hombros con un brazo y la apretó contra su cuerpo. A continuación me abrazó y sentí que su piel y su ropa calientes se pegaban a las mías.
—¿Cómo les estará yendo a los chicos? —preguntó mientras seguíamos recorriendo la feria. A nuestra derecha dejamos un puesto de tejidos de alpaca donde una adolescente aburrida miraba el celular.
—Pueden arreglarse solos —contesté, con la esperanza de que mis palabras se volvieran una realidad sólida.
—Es la primera vez de Simón como líder. —Sus dedos, pegajosos por las almendras, húmedos por el calor, se hundieron en mi hombro; me atrajo hacia ella para sortear un grupo de chicas que se sacaba fotos a mitad de la calle. —¿Cómo lo ves? ¿No te parece un amor?
Traté de ser imparcial. No lo conseguí.
—No es ideal, pero es lo que tenemos.
—Qué mala. A mí me cae bien.
—No es que no me caiga bien. Es que es un nene.
Un resoplido irónico. Chandra se asomó desde el otro lado de Lotte y me miró como si hubiera dicho una estupidez. Evité tomármelo personal: Chandra miraba así a todo el mundo, quizá con razón.
—Sólo tiene un par de años menos que vos. Incluso eras más chica cuando te conocimos.
—Es distinto. Cuando yo entré estaba Harris.
—Y él te tiene a vos —intervino Lotte. Su voz estaba cargada de una emoción que no quise detenerme a reconocer; me desenredé de su abrazo y puse distancia entre nuestros cuerpos.
El aire estaba estático, el polvo, el sol y la tierra suspendidos a nuestro alrededor, pero al despegarme de su piel transpirada sentí un alivio casi fresco. Busqué un tema con el que desviar la conversación y Chandra se me adelantó. Aún enroscada en el cuerpo de Lotte, avanzó hacia un puesto de aromáticas y se llevó a la bióloga con ella, esquivando a una familia que vestía camisetas con los colores del mediodía.
Me sorprendió distinguir muy pocos agentes entre la multitud. Era un día tan apacible como podía haberlos en esa época del año. Las familias del pueblo le exprimían el último jugo a las fiestas, las vidrieras de la calle principal aún tenían stencils con árboles de Navidad y trineos llenos de regalos, en algunos puestos de la feria vi panes dulces y roscas de reyes con crema pastelera que se derretía por los costados. Los chicos estaban de vacaciones y dormitaban al sol, jugaban en las calles, curioseaban entre los turistas.
Del otro lado de la calle vi cómo una familia se acercaba a tres astroboys que paseaban juntos. Pérez, Schneider y Park. A Schneider ya la conocía, había entrado a la Agencia en la misma época que yo, pero a los otros dos los reconocí por el informe que Chandra había paseado bajo el brazo a lo largo de la semana: eran la tripulación del último viaje a la Luna. Por supuesto que iban a estar en el pueblo el primer día libre de enero, si los astroboys se lo debían todo a su público. Park posó para la foto con una nena que llevaba capelina de paja, vestido rosa a cuadros y unas guillerminas de charol barnizadas en tierra colorada.
Schneider, que estaba hablando con el padre, alzó la mano y me saludó, hizo un gesto para que me acercara. Arañé el aire en búsqueda de una excusa, me volteé hacia Chandra y Lotte y vi que estaban varios puestos más adelante, regateando con una mujer parecida a Michi. Las señalé y le hice a Schneider un gesto de que tenía que apurarme, que mil disculpas, que hablábamos más tarde, a pesar de que nunca nos saludábamos en los pasillos. Ella levantó un pulgar, no hay problema, y se volvió hacia el hombre, que la contemplaba con la fascinación que solamente una astronauta podía despertar en las personas.
Avancé sin detenerme. Quizá alguien había visto el intercambio y lo último que necesitaba era que me frenaran para una foto, que me dieran un bebé para besar y bendecir o que me pidieran una carta de recomendación para adjuntar al currículum. A lo mejor los astroboys tenían razón, a lo mejor sí eran la columna vertebral de la Agencia, tan solo porque llamaban la atención y gracias a eso el resto podía andar tranquilo por la calle. Un sacrificio muy noble de su parte.
Chandra y Lotte seguían alejándose, ya se aproximaban al último tramo de la feria. Estaba llegando al puesto de la mujer parecida a Michi cuando sentí que el celular me vibraba en el bolsillo. Era un número privado.
—¿Hola?
—Oficina de Soporte Humano. Requerimos comunicación con la Comandante Sabatello. ¿Es usted la Comandante Sabatello?
Me tapé el oído libre con la mano. La voz del operador era difusa y a mi alrededor había un rumor constante, gente que pasaba como un vendaval y nenes que lloraban y pedían má, me lo comprás, má en distintas lenguas. Desde un lugar no identificado llegaba el murmullo de una radio que pasaba cuarteto.
—Sí, soy yo.
—Le comunicamos con el agente Bamou.
Se oyó un pitido y del otro lado de la línea llegó una voz grave:
—¿Inés?
—Lionel, ¿qué pasa?
—Disculpá que te interrumpa el franco, pero necesitamos que vuelvas.
Una pelota de goma se acercó por la calle, rodó hasta mis pies dando saltitos en las irregularidades del suelo. Intenté devolverla, pero cuando alcé la vista no vi a nadie que viniera por ella, y tampoco encontré ningún puesto que vendiera pelotas. Le puse un pie encima para que no se alejara y me quedé parada en la mitad de la feria, el celular apretado contra el cachete.
—¿Qué pasó? —repetí.
—Es complicado —dijo Lionel. Se oyó una interferencia, un suspiro que rozaba el micrófono. Entre nosotros mediaba el oído de Soporte Humano, y fuera lo que fuera que tenía para decirme, no podía ser por teléfono.
—¿Cuándo me necesitan de vuelta?
—Cuanto antes.
Volví a revisar las inmediaciones con la mirada. Con la cantidad de camisetas de fútbol que vi, supe que la gente tenía que estar comprándoselas a alguien de la feria. Seguro que esa misma persona vendía pelotas.
—Está bien —dije, más para mí que para Lionel—. Está bien. Decime… Decime que no tiene que ver con el nuevo.
Guardó silencio un momento; después:
—Sí.
—Puta madre.
Aplasté la pelota con el pie y se me escapó. Rodó entre otras piernas, alguien la pateó y se alejó calle abajo. Pensé en ir a buscarla, pensé en el operador de Soporte Humano, pensé en la camioneta que se había llevado a Harris y deseé que se le hubiera pinchado una goma antes de salir a la ruta, que hubiera tenido que reprogramar el viaje y quedarse hasta el fin de semana.
Colgué y me vi a mí misma reflejada en la superficie oscura de la pantalla. A mi alrededor seguía circulando el flujo de turistas, agentes y pueblerinos. Volví a guardar el teléfono y noté que me temblaban las manos.
Está bien, me dije mientras volvía a caminar. Selina Harmon me había elegido personalmente como su sucesora. Harris confiaba en mí con una fe ciega que nos iba a hundir a todos. Está bien. Una fe ciega y honesta, bienintencionada. Está bien.
Chandra y Lotte me esperaban más allá del último puesto de artesanías. Ambas tenían bolsas en los brazos, comida en las manos y en la boca. Lotte quiso convidarme una trufa de chocolate y se la rechacé.
—Me tengo que ir.
—¿Qué? ¿Por qué?
—Tengo que matar al nuevo.
—Pero es nuestro día libre, ¿no podés hacerlo mañana?
Tenía razón. Había estado de turno toda la semana, había trabajado hasta más tarde que cada uno de ellos, estaba en mi derecho de dejarlos que lidiaran con la crisis como pudieran.
Negué con la cabeza.
—Las veo a la noche.
No se me pasó por alto la mirada que Lotte le dedicó a Chandra mientras me alejaba. Chandra levantó los ojos al cielo, como pidiendo paciencia, y se acercó a ella como un cometa que cede ante la atracción de una estrella. Se levantó una brisa que traía el olor a tierra de las montañas. Doblé en una esquina y las perdí de vista.
Era la única pasajera en los asientos de atrás. El chofer que encontré no hizo preguntas cuando le dije que necesitaba volver al complejo, tampoco habló en el resto del viaje. Quise aprovechar el espacio y estirar las piernas a lo largo del asiento, pero el tapizado de cuero recalentado me quemó a través del pantalón y me tuve que quedar en mi lugar.
El pueblo se fue haciendo chiquito en la ventanilla. Las casas bajas, la vieja hostería y el restaurante, construidos con la misma tierra colorada, la feria y su maremoto de turistas, Chandra y Lotte, los astroboys, el orfebre. A todos se los tragó el reflejo cegador del sol en la sal, la curvatura de la Tierra, la bruma del valle.
La explanada de desierto que estábamos atravesando era tan vasta que daba la impresión de que no avanzábamos, y era tan blanca y llana que en la distancia se formaban espejismos iridiscentes. Más allá se veían las formaciones rocosas que ocultaban la red de edificios del complejo. A sus espaldas, lejos como el ocaso, una cadena de montañas protegía el Cosmódromo Gagarin y docenas de radares y antenas. Varios kilómetros al sudoeste, colgados de dos cumbres distintas, estaban el Observatorio Ptolomeo y el Hiparco, y un poco más cerca, casi al nivel del suelo, nuestra granja de radiotelescopios. No había ningún camino que llevara a la Agencia, sólo una huella desdibujada y callejones sin salida. Un ojo que no supiera qué buscar solamente vería kilómetros de manto blanco, cielo azul y espejismos, y una bruma que se espesaba y se diluía con el paso de las estaciones, pero nunca se iba.
En la cabina hacía más calor que afuera, el silencio solo interrumpido por el traqueteo de la camioneta sobre el terreno cuarteado. Ingresé al servidor privado de la Agencia, a ver si encontraba algún indicio de lo que había pasado. Revisé las noticias y avisos más recientes. Los dormitorios iban a tener una fumigación de rutina el lunes a la mañana y el edificio de los astroboys la tendría el martes. Habían terminado de arreglar la cadena de montaje del taller principal, así que en breve se reanudaría la construcción de la Sonda Interestelar Hawking. En diez días iban a hacernos los chequeos anuales de salud y estado físico. El último comunicado tenía fecha de esa misma mañana: informaba una falla o interferencia en un satélite comercial que requería asistencia de la División S4. Después de eso, nada que reportar.
Lo leí varias veces: nada que reportar. No tenía por qué haber ocurrido ninguna tragedia. Si pasara algo terrible, alrededor de las camionetas habría habido un tumulto de agentes queriendo regresar, o Lionel me habría dicho de traer a Chandra y a Lotte conmigo.
Después de una eternidad, la camioneta se acercó a las rocas y zigzagueó entre ellas, hasta que adelante se asomaron las cúpulas de acero. No había terminado de detenerse frente al edificio principal cuando me bajé de un salto, cartera al hombro, y salí al trote. Me lancé hacia uno de los ascensores, que estaba abierto como si hubiera presentido que iba a necesitarlo. Apreté varias veces el botón del tercer subsuelo. Me pareció que alguien llamaba mi nombre pero las puertas se cerraron antes de que levantara la cabeza.
Cuando llegué al laboratorio experimenté un déjà vu difuminado por las diferencias evidentes entre Lionel y Harris. Lionel era más alto, tenía la piel de un color oscuro, apenas rojizo, y llevaba la cabeza rapada. Pero estaba sentado en la silla que había sido de Harris, y Vitale, bastante más bajo y con esos ojos inmensos, volvía a ocupar mi puesto.
—¿Qué hiciste?
Mi voz hizo eco. Los dos se voltearon hacia la puerta. Déjà vu.
Lionel se puso de pie y alzó las manos pidiendo tregua.
—Él no tuvo nada que ver —me atajó—. No supe qué decir cuando me preguntaste. Perdón. Necesitábamos que volvieras y no quería que Soporte Humano bajara hasta acá.
La urgencia terminó de drenarse de mi cuerpo, reemplazada por el agotamiento con el que había cargado toda la semana. Subí los escalones hasta el escritorio, solté la cartera, que cayó al piso con un suspiro, y me senté en la silla vacante. Lionel bien podía quedarse de pie, después de todo me había interrumpido el franco.
—¿Qué pasó? —repetí una última vez.
Vitale me miró de reojo y supe que quería hablar. Hice girar la silla hasta quedar de frente a él. Esa mañana parecía un poco más vivo que otras, más atento, más alerta.
—No estamos seguros —admitió—. Mirá.
Estiró una mano hacia la mitad del escritorio que le correspondía, alcanzó su mouse y lo deslizó sobre la mesa para despertar el monitor.
El cursor se deslizó entre varias ventanas abiertas, pulsó dos veces una, tac tac, y la ventana se amplió hasta ocupar la totalidad de la pantalla. Vi las listas de todos los días, en las cuales los telescopios nos comunicaban lo que encontraban allá afuera, los planetas y las estrellas y las largas extensiones de vacío, pero había algo extraño en las lecturas. Entre las series de nueve cifras saltaban secuencias más largas, interrupciones que desafiaban nuestro sistema pulcro y minimalista. En el mismo lugar donde antes había podido reconocer cuerpos celestes y motas de polvo y hielo, ahora veía caos absoluto, igual a como debía haberse visto el inicio de los tiempos. Número tras número intenté separar cuerpos celestes, encontrar sentido, pero era inútil.
—Heimdal está andando mal —siguió diciendo Vitale. Su voz me llegó de un lugar muy lejano, como si gritaran desde la feria de artesanos. Dijo que había empezado hacía unas horas, primero con algunas lecturas alteradas, números aleatorios que saltaban acá y allá en las secuencias, pero después la interrupción se había transformado en una constante omnipresente. No había una sola lectura limpia.
El corazón me latió en los oídos, lo sentí en los dientes y en las puntas de los dedos. Entrelacé las manos sobre las piernas y las apreté para quedarme cerca, anclarme al presente, al laboratorio, a las pruebas empíricas. ¿Cómo están todos?
Cuando volví a mirar a Vitale lo encontré inclinado hacia adelante, a medio camino entre mi silla y su monitor. Había estado hablando en castellano y su acento me picaba en los oídos, el único fragmento de algo familiar a mi alrededor, por mínimo y extraño que resultara. Hasta el idioma de las estrellas, que una vez había sentido propio, de repente se me escapaba como sal entre los dedos. Acepté sus palabras como la pequeña clemencia que eran.
Recién en ese momento me di cuenta de que las pantallas al frente del laboratorio estaban apagadas. Una tras otra mostraban el mismo negro opaco, como si el universo entero hubiera decidido contener la respiración, no confiarnos ningún otro secreto. Nunca, desde el primer día que había pisado esa habitación, las había visto apagadas.
—¿Puede ser una supernova espontánea? ¿Una enana negra? No tenemos un código hipotético para las enanas negras —insistí, pero Lionel negó con la cabeza—. ¿Y una interferencia terrestre? Un avión, un dron, otro satélite...
—Estamos investigando otras opciones, pero todo apunta a que la fuente del problema es Heimdal. Está fallando.
Apreté las manos hasta que los nudillos se me pusieron blancos. Vi que tenía erizado el vello de los brazos, la piel cubierta por una segunda o ya tercera capa de transpiración.
—Está bien. —Mi voz también pareció llegar desde muy lejos. Sonó extraña y pequeña y como si nada nunca pudiera volver a estar bien. —Pero si el problema es el satélite, entonces está interrumpiendo todas nuestras lecturas. No podemos trabajar hasta resolverlo.
No necesité volver a mirarlos para sentir su angustia, que a fin de cuentas era la misma que sentía desde que Harris me había dicho que era su hora de irse. Éramos la División menos exitosa en la historia de la Agencia, estábamos estancados en una empresa que siempre había resultado inútil, con un liderazgo nuevo, e íbamos a tener que pedirle a la Dirección millones para arreglar un satélite con el que ya nos habían puesto caras cuando propusimos construirlo. No necesité que nadie me recordara que de no haber sido por Harris, Harris, que ya no estaba ahí, la División probablemente hubiera sido desmantelada después de la primera década sin resultados. No necesité recordar la amenaza implícita en las palabras de Magyar.
Así que me concentré en mis manos, entrelazadas con tanta fuerza que parecían haberse fusionado en un único órgano. Fui soltando los dedos de a uno, descubriendo piel pálida y desteñida, atravesada por líneas de un rojo furioso.