Capítulo 3

Capítulo 3

15min

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El universo se desplegaba ante mí en un flujo constante de números. Plutón y su escolta de satélites de Inframundo se escondían detrás de un único código astronómico, una comunidad helada en el vacío, seis icebergs tan pequeños que daba ganas de metérselos en un bolsillo y llevarlos como un amuleto. Más atrás estaba la secuencia familiar de Sirius, la luz más intensa del cielo nocturno, que parecía capaz de vibrar al tacto, si una tan solo pudiera estirarse ocho años luz y alcanzarlo con la punta de los dedos.

Observé otras secuencias menos frecuentes, imposibles de reconocer a primera vista. Los restos de una estrella gigante que dejaban escapar gases, radiación y metales, arrasando con cualquier cuerpo que se hubiera atrevido a orbitarla. Debajo, el código simple de una protoestrella que bien podría, dentro de billones de años, convertirse en el sol que velara por el bienestar de otra forma de vida, pero de momento era demasiado joven para convocarse su propio harén de astros. Ahí no íbamos a encontrar nada.

Llegué al final de la planilla, la descarté y seleccioné una nueva. Se desplegó una página llena de códigos de nueve cifras, una porción del cielo antártico a última hora del día. Identifiqué un cometa que atravesaba el espacio entre Saturno y Júpiter, a Fi Sagittarii, a una nube de hielo y polvo, a una enana marrón, otro cometa cerca del Cinturón de Asteroides. En un punto entre las constelaciones del sureste flotaba una secuencia que llamó mi atención.

La recorrí cifra por cifra con el cursor. La recorrí con un dedo y la estática de la pantalla me devolvió un ronroneo antinatural. La secuencia empezaba con un doble cuatro, luego había dos seis, un tres, otros dos seis. Me ilusioné. Los patrones nunca eran casualidades, mucho menos en una secuencia tan armónica, con sólo un tres, un tres que casi parecía a propósito, atravesando una secuencia tan prolija. El anteúltimo número de la serie era un uno, así que se encontraba dentro del sistema solar, y concluía con un dos, así que estaba en la órbita de Venus.

La ilusión mutó en decepción. Era Venus, por supuesto. Justo al lado de la Tierra, cálido y próximo, en tantas formas más cercano que Marte. Un punto brillante y solitario, sin un satélite que lo acompañara en sus días eternos.

—¿Alguien vio mis lentes?

El eco de un golpe en algún lugar a mi espalda, seguido por una catarata de objetos que caían al piso. La voz de Rosty que respondía a la pregunta de Lionel o a alguno de los sonidos consecuentes.

Tanteé entre los cables detrás del monitor en busca de los auriculares. No había ninguna utilidad en prestarle atención a los archivos de audio, no aportaban ninguna información que no estuviera en la secuencia numérica, pero Venus sonaba como una armónica de cristal y siempre era un placer encontrarse con ella en el vacío.

Lionel dijo algo como una disculpa. Más sonidos de objetos en movimiento. Después, una exclamación:

—Dios, Rosty. Por lo menos tiene que parecer que estamos trabajando.

—¿Qué hizo? —preguntó Lotte.

—Está jugando con el celular.

Ubiqué los auriculares. Tiré. Hubo resistencia.

—Estoy trabajando —dijo Rosty—. Todos los telescopios están en línea, ¿qué otra cosa querés que haga?

—¿Por qué no vas a pasarles un plumero? —intervino la voz de Chandra, más lejos—. Capaz tienen polvo y por eso no encontramos nada.

—Ese no es mi trabajo.

—Al menos sería algo productivo.

El cable estaba enredado y no cedía. La discusión se desvió y dijeron algo sobre Heimdal. Enrosqué el cable alrededor del índice y tiré más fuerte. Empezó a resbalar de a poco; imaginé una jungla de cables enredados como boas constrictoras luchando unas con otras.

Rosty se puso de pie y levantó el tono de voz, ¿sabés qué? me tenés cansado, y Harris seguía sin intervenir. Lo miré, confundida aunque sin demasiada sorpresa, porque no era la primera vez que una lectura lo hacía perder noción del entorno. En lugar de la nube de pelo canoso me encontré con una cabellera negra y lacia, vuelta hacia el resto del equipo.

El símbolo que colgaba de mi pecho ganó cinco kilos. Me hundí hacia adelante y hacia abajo. Cierto. Cierto. Otra persona.

Abandoné los auriculares, me paré y me acerqué a la baranda. Tanteé en el aire. Desde esa altura pude ver que algunas lapiceras perdidas habían rodado debajo del escritorio de Lotte.

El laboratorio parecía frío, tan blanco y plateado, pero por las rejillas de ventilación se filtraba un calor húmedo, apenas salado. Las cinco caras que me devolvieron la mirada estaban rojas y brillantes.

—¿Por qué no nos tomamos quince minutos? —propuse con la voz más firme que me salió—. Volvemos a las once y media.

Se oyó el murmullo de las sillas al deslizarse por el suelo. De los labios de alguno de los seis se escapó un suspiro y la habitación se fue vaciando. En un movimiento fluido, Chandra bajó las piernas de su escritorio, se metió la tablet debajo del brazo y se alejó resuelta, como si nunca en su vida hubiera matado una mosca. Lotte se acercó a Lionel y le señaló los lentes que había extraviado, sanos y salvos en el bolsillo superior de su bata.

Rosty se quedó a juntar las lapiceras caídas, las metió en su lapicero con forma de TARDIS mientras la temperatura ambiente descendía hasta volverse casi tolerable. Se acercó a la plataforma y rodeó un barrote de la baranda con una mano de dedos gruesos y uñas mordidas, me miró con unos ojos tan azules que parecían de muñeca.

—No estaba jugando —se defendió—. El equipo de Billy me mandó su aplicación nueva para que la testee. —Sacó el teléfono de un bolsillo. — Mirá, está buenísima. Cargás los valores de un objeto cualquiera y la aplicación simula qué pasaría si lo metieran en el…

—Está bien. Andá tranquilo.

Rosty se echó hacia atrás y enderezó los hombros.

Un gusto amargo me inundó la boca, como si hubiera mordido una fruta podrida y blanda. Intenté masticarlo, diluirlo, tragarlo, pero ya no podía retirar la orden que él había acatado como una segunda naturaleza, el silencio respetuoso que le había guardado a mis antecesores y ahora me prestaba a mí. Para compensar le ofrecí una sonrisa y él, siempre más amable que servicial, me devolvió una hilera de dientes pequeños y blancos. Antes de irse nos preguntó si queríamos un café, un té, algo para comer. Dije que no, pero Vitale le aceptó un café con leche y azúcar.

La temperatura bajó otro decimal y se instaló justo en el límite de la conformidad. Pensé en sacarme el buzo de algodón, que se había humedecido en el cuello, pero debajo sólo tenía una musculosa y temí que al secarse la transpiración me diera frío. Así que me quedé con el buzo, incómoda y húmeda, y me lo arremangué por encima de los codos.

Concentrado en el mismo documento que le había visto releer por lo menos cinco veces, Vitale no mostraba ningún indicio de estar por irse. En una esquina del monitor había pegado dos post-its naranjas garabateados con una letra redonda y despareja.

Consideré irme para terminar de despejar el ambiente, pero el camino hacia la salida parecía cada vez más largo, y al final me eché en la silla y ahí me quedé. Apoyé los hombros y la cabeza; la parte baja de la espalda nunca terminaba de encajar bien y me dejaba con un dolor sordo.

—Lunes, ¿no? —dijo Vitale.

Hice un gesto ambiguo con el cuerpo, ni que sí ni que no.

—Es un trabajo frustrante —contesté—. De vez en cuando alguien explota.

Inclinó la cabeza hacia un lado, como si una idea se la hubiera hecho más pesada.

—¿Y vos? —me preguntó—. ¿Nunca explotás?

Le dirigí una mirada fugaz, casi sin querer, y descubrí que, a su vez, él me miraba con más interés que otra cosa, como si la pregunta hubiera sido inocente, como si él no fuera capaz de ser cruel, solamente honesto. La luz azulina de la pantalla lo hacía ver como un espejismo o un holograma. Se había pasado las últimas horas leyendo instrucciones, mientras yo había hecho dos chequeos completos, analizado tres planillas y la mitad de la cuarta, hecho una ronda para ver que las seis computadoras estuvieran trabajando, y redactado dos páginas del reporte de actividad que me había pedido la supervisora Magyar. Yo ocupaba la silla de Comandante y él ocupaba la silla de Harris y en el laboratorio había un vacío inmenso.

—Perder la paciencia no está entre mis funciones.

Se le tensaron los costados de la boca. Seguía estudiándome con esos ojos, con esa mueca agraciada. Me estaba pidiendo algo que no podía darle, ni a él ni a ninguno de los otros, algo que no tenía para sacar de mi interior, para dar y repartir y saciar.

Empujé mi silla con una patada breve y contenida.

—Voy a salir, permiso.

Me pareció que se preparaba para decir algo más, que alzaba las manos para llamarme la atención, pero no me quedé a escucharlo. En un instante había bajado los tres escalones, en otro había atravesado el laboratorio y ya estaba afuera. Me golpeó una ráfaga de aire frío, sentí que se me quebraban los labios y que la transpiración se me hacía escarcha en el cuello.

Me habría gustado que las puertas del laboratorio no hicieran vaivén. Me habría gustado permitirme el placer de dar un portazo.

—Tenemos que insonorizar —comentó Chandra. Estaba sentada en el piso, con la tablet apoyada en las piernas cruzadas. Por el hombro le caía una trenza corta y gruesa. A sus costados, los faldones de la bata se mimetizaban con el suelo. —Un día vamos a tener un secreto oscuro y no nos lo vamos a poder guardar.

—El único secreto oscuro ahí adentro es tu historial de búsqueda —le contesté. La respuesta me salió más seria de lo que pretendía, pero ella siempre supo entenderme. Su risa ronca rebotó por el pasillo.

Chandra era menuda, flaca y bajita, de lejos se la podía confundir con una nena, pero el efecto se pasaba tan pronto una se acercaba. Sus rasgos parecían moldeados por el golpe de un cincel y recubiertos con una piel demasiado joven. Tenía la nariz recta y fina, labios pequeños, pómulos altos, y unos ojos bajo cuyo escrutinio no podía sentir nada excepto una humildad abrumadora.

—Son unos quejosos —dijo, desentendiéndose de cualquier culpa—, y unos desagradecidos. Nos pagan muy bien para hacer nada todo el día.

Llegó mi turno de reírme, aunque fuera por cortesía. Me apoyé en la pared y me deslicé hasta quedar sentada a su lado, los codos en las rodillas y la cara entre las manos.

—Preferiría estar a mil todo el día antes que aburrirnos así —dije—. Que nos den un proyecto aparte, no sé. Algo para matar la espera y no matarnos entre nosotros.

—Los de arriba deben tener la fantasía de que hacemos muchas cosas importantes, si no ya habrían cerrado la División.

—No debe estar lejos del mundo de las posibilidades —admití. Me apreté los párpados con las puntas de los dedos. Estuve a punto de contarle sobre el ultimátum de Magyar y me arrepentí en el mismo impulso.

—Ya vamos a tener suerte.

Su optimismo me hizo levantar la cabeza. Ella seguía revisando la pantalla con desinterés, el ceño apenas fruncido.

En la pantalla de la tablet espié fotos de la última misión a la Luna, a principios de diciembre. Rocas porosas, cráteres y valles debajo de un cielo increíblemente estrellado; vistas impresionantes, aunque no muy distintas a lo que podíamos encontrar tres pisos más arriba. Una oscuridad próspera. Un suelo inestable. El resto de la humanidad, muy lejos.

—No sé por qué los tarados de la A3 insisten en mandarme cosas de la Luna —siguió diciendo. Su voz había recuperado el tono habitual, apenas irritado, como si para ella toda la existencia no fuera más que un inconveniente—. Te juro que se ríen de nosotros. Ya saben que no vamos a encontrar personitas verdes ahí.

—¿Pero sí en otra parte?

Chandra apagó la pantalla y tamborileó con las uñas sobre el vidrio.

Era una pregunta estúpida, sabía que era una pregunta estúpida. Entre los miembros de mi equipo, ella era la que más tenía que perder con nuestra empresa utópica. Los demás podíamos hacer de cuenta que la búsqueda de vida extraterrestre era un hobby, una excentricidad, una forma de poner el pan sobre la mesa. Chandra, no. Ella había dedicado su vida a nuestra causa antes de saber que la causa existía; incluso antes de que Harris y Harmon la convocaran, ya había elegido el cielo inmenso y las estrellas silenciosas y todo lo que estaba en el medio. En un mundo y en un tiempo inciertos, Chandra sabía lo que estaba haciendo. Por lo menos yo confiaba en que lo supiera.

—Sí —contestó al final—. Nosotros, los que vengan después, es lo mismo: los vamos a encontrar. Pero claramente no están en la Luna. Quizá cuando llegue la expedición a Europa podamos pensar en satélites habitables.

Me abracé las piernas y apoyé el mentón en las rodillas. Por debajo de una puerta se filtraba el murmullo de una conversación.

—¿En dónde creés que están?

—Si tuviera idea, no estaríamos como estamos.

—Dale, entreteneme. Órdenes de tu Comandante.

Apretó los labios, dejó la tablet en el piso e imitó mi posición, rodeando sus piernas delgadas con brazos más delgados. Miró hacia adelante, concentrada como si las ideas fueran a aparecer proyectadas en la pared.

—Imagino un planeta como la fusión entre Venus y Marte. Rocoso, pequeño, húmedo y con mucha actividad volcánica y una atmósfera gruesa. No muy caliente, aunque tampoco tan frío como la Tierra. Y seguro son formas de vida microscópicas…

—Si es así, estamos perdiendo el tiempo —la interrumpí—. ¿De qué sirve tener una División encargada de contactar con vida extraterrestre inteligente si sólo existen microorganismos que no hablan?

—Dejame en paz. Estamos perdiendo el tiempo de todas formas.

Tiré de la toalla y el pelo me cayó a los lados de la cara en mechones húmedos. Terminé de secarme el cuello, las axilas, otra vez el cuello y la espalda, me puse la remera. Colgué la toalla en la única silla que tenía en la habitación, me puse el pantalón del pijama y me metí en la cama.

Ordené la multitud de almohadas decorativas en línea, una al lado de la otra hasta formar una muralla entre mi cuerpo y la pared. Estiré la mano hacia el velador y detrás de mi mano llegó la oscuridad, absoluta excepto por el tablerito verde que señalaba la salida. Gracias a él podía ver el contorno de la toalla, el borde de la mesa, la esquina superior de la biblioteca y los lomos de algunos libros. El resto de la habitación era una sombra uniforme.

Me hundí entre las sábanas. Relajé el cuerpo hasta que cada una de las vértebras estuvo en contacto con el colchón. Seguía teniendo el hombro derecho entumecido, me dolía la parte baja de la espalda, y en un futuro no muy distante iba a tener que hacerme ver la muñeca, que soltaba un chasquido cada vez que la hacía girar.

En la oscuridad, con los ojos abiertos y con los ojos cerrados, se me apareció la pantalla frente a la que había estado sentada hasta hacía menos de una hora: listas interminables en un blanco brillante y un negro profundo, tan nítidas que podía leerlas así estuvieran hechas de aire. La nube de Oort, Hale-Bopp pasando a lo lejos, Betelgeuse y Aldebarán y la estrella de Barnard. La información que había acumulado durante el día venía a perseguirme en sueños, cometas y planetas y lapiceras perdidas giraban a mi alrededor como si me hubiera echado a descansar en el ojo de una tormenta.

El mejor remedio contra el laboratorio era salir a la superficie, hacer otra cosa, respirar aire fresco, pero no había tenido un solo minuto libre en la semana. Estaba haciendo mi trabajo y tres cuartas partes del de Vitale, que todavía no le agarraba la mano a los códigos, a pesar de que consistían en los mismos diez números que conocía desde que había aprendido a contar, repetidos en series predecibles de nueve cifras, una y otra vez y una y otra vez. Mi único consuelo era desaparecer por algunas horas, cerrar los ojos hasta que el sol volviera a teñir el horizonte de naranja, violeta, rosa, celeste. Lotte iba a estar en mi puerta a las nueve, así que no podía gastar tiempo en otra cosa que no fuera dormir. No podía prestarle atención a la luz verde, ni a la etiqueta del almohadón que se me estaba clavando en la espalda, ni a las listas que flotaban a mi alrededor como arcángeles mensajeros.

Volví a estirar la mano hasta la mesita de luz. Encontré el teléfono, lo atraje hacia mí todo lo que el cable del cargador me permitió, y entrecerré los ojos para soportar el brillo. Abrí el mail, busqué el último correo que había recibido esa tarde y pulsé para responderlo.

Mis pulgares bailaron sobre el teclado un momento. Escribí: Querido Harris. Lo borré. Harris. Volví a borrar. Su mensaje había sido breve y considerado, Hola Inés, ¿cómo están todos? Les envío mis cariños, Dr. Harrison M. Kane. Una única pregunta, ¿cómo están todos?, y no sabía cómo contestarle.

La semana había pasado sin penas ni glorias. Venus se me había aparecido dos veces, pero Júpiter y Saturno se repetían en la mayoría de las listas. ¿Cómo están todos? Después del incidente del lunes, Rosty y Chandra no pelearon más, y una semana en la que nadie se amenazaba con los puños podía ser considerada una semana exitosa. Pese a que no había dicho nada sobre el informe, en el laboratorio se respiraba un aire tenso. Sentía que el equipo se me escapaba como sal entre los dedos. ¿Cómo están todos?

No había ocurrido nada malo, nada puntual, pero fuera culpa de la gravedad de Alfa Centauri, culpa de Vitale o culpa mía, algo estaba fuera de lugar. ¿Cómo están todos? Como si el eje de la Tierra se hubiera desplazado hacia la izquierda. No terminaba de encontrar un punto de apoyo, una referencia en el horizonte, un puerto familiar y seguro, o por lo menos un puerto de cualquier índole. ¿Cómo están todos? Tenía que preguntarle a Chandra si estábamos cerca de un cambio de ciclo solar, porque quizá eso explicara el desequilibrio. A lo mejor era culpa de alguien más. A lo mejor Magyar entendería que necesitábamos más tiempo.

La luz de la pantalla menguó y se apagó y volví a perderme en la oscuridad. ¿Cómo están todos? Estaba encandilada, no podía ver ni el tablero de la puerta, las siluetas terminaron de desdibujarse. El mundo se redujo a las pocas cosas que alcanzaba a sentir, el colchón, las sábanas, el pelo mojado, el celular entre los dedos. ¿Cómo están todos? También podía sentir una molestia en las pestañas. La combatí con todas mis fuerzas, luché para que la gravedad no dejara caer las lágrimas que se habían acumulado.

Tres años entre astrofísicos no me habían alcanzado para aprender que una siempre pierde cuando se enfrenta a las fuerzas de la naturaleza.

¿Qué te pareció?