
En la mañana siguiente a la fiesta encontré los pasillos vacíos. Todo lo que me rodeaba estaba inmerso en una quietud frágil, parecía colgar del techo sostenido por piolines invisibles de la misma forma en que por la noche habían colgado las guirnaldas. Una ráfaga de viento sería suficiente para llevarse el complejo por los aires.
No había encontrado el desayuno en el comedor de mi piso, sumido en sombras espesas, ni me crucé con nadie excepto un par de guardias que daban vueltas con las manos en los bolsillos. Sólo había dormido dos o tres horas, tenía las extremidades entumecidas y la boca seca, y un dolor de cabeza palpitante.
Las decoraciones seguían diseminadas por los rincones del edificio principal. Las copas vacías y las servilletas arrugadas también seguían ahí, en el suelo y las superficies del hall, como si el tiempo se hubiera detenido al terminar la celebración. Las guirnaldas seguían custodiando la habitación desde lo alto, y a la luz pálida del amanecer soltaban destellos plateados, rojos, dorados. Alfa Centauri aún coronaba el árbol de Navidad, pero en el transcurso de la noche había perdido a Toliman, su enana naranja, y sus intrincados campos gravitatorios estaban estropeados. Era cuestión de tiempo hasta que degenerara en un sistema binario, y más tarde en un agujero negro capaz de tragarse el valle y sus montañas.
El ascensor me llevó hasta el tercer subsuelo. Las luces blancas del pasillo me deslumbraron y llegué hasta el fondo gracias a pura memoria muscular; pasé frente a dos hileras de puertas cerradas antes de alcanzar el laboratorio. Me detuve con la mano suspendida a mitad de camino hacia la puerta. Tenía una idea más o menos clara de lo que iba a encontrar del otro lado, pero igual necesité prepararme para los escenarios posibles antes de entrar.
Un tercio de las paredes del laboratorio estaba cubierto por estanterías llenas de libros, carpetas de archivo, repuestos, maquetas, los cómics que Lotte y Rosty habían ido contrabandeando a espaldas de Harris. La última pared, a la que se enfrentaban cuatro de los seis escritorios, estaba cubierta de pantallas; una mostraba la granja de radiotelescopios, otra, el cielo negro en el que Heimdal flotaba más allá de la atmósfera, y las demás pasaban la información más relevante que ambos equipos recolectaban noche y día y día y noche.
En una esquina de la pared de pantallas, en el extremo contrario a la entrada y sobre una pequeña tarima, quedaba el puesto de control. Harris estaba sentado en su silla, un pie cruzado sobre la rodilla opuesta. Tenía el pelo revuelto y voluminoso como si hubiera metido los dedos en un enchufe, los lentes le hacían equilibrio en el puente huesudo de la nariz. Me sorprendió ver que no vestía uno de los conjuntos de algodón gris y la bata blanca por encima, como había usado siempre, sino que iba de civil, con un jean negro gastado y una remera también negra.
Conversando con él, y ocupando mi silla, había un chico. Tenía pelo negro, mejillas pálidas, pómulos redondeados. También vestía de civil, con jean y zapatillas.
La puerta se me resbaló de los dedos y se cerró a mi espalda con un vaivén silencioso. Harris debió oír algo que yo no, porque se giró y me miró sin sorpresa. Exclamó mi nombre de esa forma particular en la que él lo pronunciaba, arrastrando la letra n antes de silbar la s:
—Inés, te estábamos esperando. Te quiero presentar a tu nuevo lingüista.
El título flotó en el aire de la misma forma en que todo parecía flotar esa mañana. Nuevo lingüista. Quizá el desequilibrio de Alfa Centauri había afectado la gravedad de la Tierra y ya estábamos en ruta hacia su agujero negro, la física, tal y como la habíamos conocido hasta ese momento, por siempre alterada.
Avancé entre los escritorios y la plataforma que ocupaba el frente de la habitación. Subí los tres peldaños y, sin saber qué lugar ocupar, porque Harris estaba en su silla y el chico en la mía, me apoyé en la baranda que rodeaba la plataforma. Aun a través de la ropa la descubrí helada.
—Inés —volvió a decir Harris—, este es Simón Vitale. Simón, ella es la Comandante Sabatello. A partir de hoy estás a su disposición, ¿sí?
El chico asintió varias veces con la cabeza, cada asentimiento más profundo que el anterior. Parecía atrapado entre la fascinación y el desconcierto, como seguro todos lo estuvimos en nuestro primer día en la Agencia. De cerca aparentaba menos edad. Tenía ojos enormes, oscuros como la tierra húmeda, con pestañas largas y curvas.
Busqué algo que decir, cualquier cosa, algo apropiado para una líder que acaba de conocer a su segundo al mando. Sabía en carne propia que la adaptación era difícil, que para llegar hasta acá él había tenido que renunciar al mundo que conocía, sacrificar su vida por la ciencia, por el bien mayor, por amor al arte. Entonces dije:
—Estás sentado en mi silla.
Él abrió la boca, si fue para contestarme, no pude saberlo. Harris se adelantó a la vez que se ponía de pie.
—Es mi culpa. Quería sentarme en mi lugar una última vez, después de… No, no quiero ni pensar cuánto tiempo. —Hizo un gesto para invitar a su reemplazo a sentarse en la silla vacía. —Le dejo el trono, agente. Ocúpelo sabiamente.
Simón Vitale se pasó de una silla a la otra. Las ruedas se desplazaron bajo su peso, hizo una pausa mientras se aclimataba a la suspensión. La silla de Harris le sobraba por todas partes, igual que al nene que se escabulle en el saco de su padre y se pierde entre hombreras mullidas.
—Gracias, profesor.
Yo también necesité una pausa para aclimatarme a la extrañeza y la familiaridad de oír mi acento en los labios de otra persona, como si me lo hubiera robado de la boca. Quise preguntarle de dónde venía, de qué padre, en qué provincia había heredado mi misma lengua.
Harris me puso una mano en el hombro.
—Cuidalo, ¿sí? Viene recomendado por un colega muy querido. —Se giró hacia Vitale. —Y vos cuidala a Inés, que es, en mi no tan humilde opinión, nuestra mejor agente.
Un apretón y la mano abandonó mi hombro, dejando atrás un vestigio de su calidez. Se inclinó hacia un lado del escritorio y agarró una mochila, se la colgó. Bajó de la tarima en tres saltitos y le dio una última mirada al laboratorio.
Todo el mundo había oído el mito fundacional, el cuento de los siete amigos que se conocieron en una universidad que ya no existía y soñaron uno de los proyectos más ambiciosos de la historia, la agencia que iba a devolver a la humanidad al espacio. Harris había visto ese desierto blanco convertirse en un pueblo y más tarde en una metrópolis, había creado ese mismo laboratorio, la División que sería su proyecto personal, desde los planos a los cimientos, hasta el despliegue de cuarenta y siete radiotelescopios, un satélite, y cientos de kilómetros de cables subterráneos. Lo había visto todo, todo cuanto un agente podía ver sin abandonar la Tierra. Y ahora se iba.
Lo seguí hasta que volví a estar a su lado.
—Te acompaño —le dije. Mi voz sonó tan pequeña como el recuerdo de su mano en mi hombro, que ya empezaba a enfriarse.
Afuera, en la puerta, dos hombres armaban un tetris de cajas de cartón en el baúl de una camioneta de ventanillas polarizadas. Cuando pasamos junto a ellos vi la letra ilegible de Harris en algunas de las tapas, garabateada en negro sobre marrón. Una vida entera dedicada al progreso de la humanidad y a la exploración espacial reducida a unas cuantas cajas y una mochila. Un nombre en una placa conmemorativa, en la portada de algunos libros y papers, y al pie de cada una de sus fotos, una nota como un epitafio: Dr. Harrison M. Kane, miembro cofundador de la Agencia General Espacial.
La sal crujió bajo nuestros pies cuando nos adentramos en el desierto. Era una sensación que nunca dejaba de resultar incómoda, como caminar sobre una costra de espuma de mar cristalizada. Era demasiado temprano para que los primeros rayos calentaran el valle blanco. Un viento vigoroso levantaba granitos de sal que me golpeaban las piernas, las manos, la cara.
En el suelo, la sombra de Harris se contrajo y se expandió como una anémona azotada por las corrientes. Levanté los ojos y lo vi estirar las manos por encima de la cabeza y arquear la espalda hasta que por el borde de la remera se le asomó una cinta de piel rosada. Se desperezó como un gato. Giró en redondo, bajó los brazos, apoyó las manos en la cintura, y contempló el edificio principal, que a simple vista no era tan impresionante: un domo de vidrio sostenido por columnas gruesas de metal, con los pasillos que fluían hacia y desde él como las extremidades de un insecto. Lejos, muy lejos, estaban los radares, los telescopios, los observatorios, la pista de despegue y la zona franca de aterrizaje. Este sector del valle se parecía más a una granja de hormigas que a un complejo de exploración espacial.
Me pregunté a dónde iría ahora, a dónde lo llevaría la camioneta, cómo sería su vida nueva, su vida después de. Nunca se había casado y no tenía hijos, creía recordar a una hermana que vivía en la otra punta del continente. Había nacido y estudiado en el norte, casi tan lejos como lejos estaba su hermana, si era que realmente había una hermana, pero nunca había expresado deseos de volver allá, ni a ninguna otra parte.
—Bien —dijo—. Creo que eso es todo.
Busqué e intenté atrapar en el aire algo que postergara su partida. La voz se me estranguló en la garganta y me salió finita:
— ¿No te podés quedar unos días más? No puedo sola. No sé…
—Sí que podés —interrumpió, girándose hacia mí—. Selina te eligió porque vio en vos lo que nosotros veíamos en ella. —Con un gesto vago abarcó el edificio, el desierto, las montañas coloradas y el cielo teñido por el amanecer. —Este lugar necesita de gente como vos, Inés, de gente que nos recuerde para qué hacemos esto.
Se oyó un portazo y el murmullo del motor. La camioneta avanzó y se detuvo a pocos metros, invitándolo a subirse. El capó irradiaba un calor que fui incapaz de reconocer en el cuerpo. Podría haber tocado el metal caliente, podrían haberse formado ampollas en mis dedos, y no habría sentido nada. Más allá de la camioneta se asomaba el resto del desierto, grande, vasto, solitario, y más allá de las montañas estarían las llanuras y los océanos, que jamás me habían parecido tan grandes, ni tan vastos, ni tan solitarios.
Quise discutir, decirle que era un viejo tarado y que la Comandante Harmon se equivocaba conmigo, que aún estaba a tiempo de resultar una decepción, que nunca iba a perdonarlo por dejarnos solos, que los ojos atentos de la supervisora Magyar pendían sobre nuestro cuello como el filo de una guillotina y era por su culpa. Pero no tenía ningún acertijo imposible con el que entretenerlo, nada que ofrecer a cambio de que se quedara. Me ardía la garganta. El equipo te necesita. Te necesitamos. Te necesito. Intentos melodramáticos de prolongar una historia que ya se había terminado. Su vida en cajas, el desierto a su espalda, su pin en mi pecho.
Harris sonrió. Le brillaban los ojos. Me tendió una mano.
De sus dedos colgaba una última despedida. La ceremonia, las guirnaldas, el paso de mando, todo era parte del cuento que había empezado con los amigos en la universidad que ya no existía. Este era el único momento real en una seguidilla de fantasías folklóricas y burocráticas, el único eslabón de la cadena que valía algo por sí mismo. En ese momento supe que, de alguna manera, él y yo siempre habíamos estado de pie en ese valle blanco, a punto de despedirnos. Desde el día en que había llegado a la División y me había dicho que no hacía falta que asumiera mi puesto en el acto, que me iba a ayudar a integrarme, que podíamos hacerlo juntos. ¿Quién era yo para interponerme en el curso natural de las cosas? Él no le debía nada a nadie, y yo se lo debía todo.
Alcancé su mano y la estreché. Tenía la piel muy maltratada para alguien que había pasado la mayor parte de su vida en el ambiente estable y estéril del laboratorio, y no pude evitar preguntarme si al final del camino yo también acabaría por volverme parte del desierto.
Como si fuera en un impulso, rápido, antes de arrepentirse, tiró de mi mano y me abrazó. Me dejé abrazar y me permití llorar en su hombro, aunque no pude hacerlo. Me pareció que él también temblaba, en silencio.
Simón Vitale seguía ahí cuando regresé al laboratorio. Tenía la cara pegada a la computadora que hasta hacía cinco minutos le había pertenecido a Harris y pasaba las páginas de un documento demasiado rápido como para estar prestándole atención.
—¿Harris te hizo el tour?
El chico dio un salto e hizo girar la silla en el mismo envión. Ya no estaba tan pálido, pero volvió a observarme con la curiosidad de antes, como si a él también lo sorprendieran mi acento, mi edad, mi cargo.
—No. Dijo que… que lo ibas a hacer vos.
Dudé. Tranquilamente podía delegarle el trabajo a Lotte o a Lionel, más pacientes que yo. Incluso Rosty y Chandra estarían encantados de atormentar al nuevo, por turnos o a la vez. Tanteé los bolsillos en busca del teléfono pero volví a dudar.
—Bueno, seguime.
Me alcanzó cuando estaba llegando al ascensor. Le indiqué uno por uno los botones de los subsuelos, desde los depósitos en el más profundo hasta los puestos de vigilancia y mantenimiento en el superior. Soporte Humano estaba en el segundo subsuelo y debajo estábamos nosotros y las demás Divisiones de Comunicaciones.
De regreso en la superficie, lo guié hacia el primer pasillo de la izquierda. El sol ya había superado las montañas, el cielo estaba celeste y el complejo empezaba a despertarse. Para atravesar el hall tuvimos que esquivar charcos de agua con jabón y el bramido de las enceradoras. El personal había aparecido como salido de la nada, algunos limpiaban las ventanas desde adentro y otros removían las solidificaciones de las juntas del exterior, donde el viento amontonaba la sal y se formaban cúmulos como terrones de azúcar.
Esperé mientras Vitale se secaba las manos en la ropa y apoyaba el pulgar en el lector dactilar, que titiló del blanco al verde y mostró su foto y sus datos. Después, los míos. Salimos al pasillo, donde el ajetreo de la mañana se transformó en un eco lejano. A través del vidrio le señalé los domos de acero que se veían en las proximidades y los pasillos que los conectaban.
—Aquellos son el laboratorio de mediano riesgo y el edificio de los astronautas. Mi consejo de Comandante es que no te acerques a ninguno de ellos. —Señalé a nuestras espaldas, hacia el sur. —Del otro lado están algunas de las fábricas y talleres, y más allá el laboratorio de alto riesgo. —Llegamos a la puerta al final del pasillo y nos turnamos para ingresar. —Este es el edificio residencial. Nuestras habitaciones están en el quinto subsuelo.
El edificio residencial era uno de los pocos cuya vista panorámica no estaba obstruida por otra estructura, y desde la superficie podían verse kilómetros de salinas y espejismos sin ninguna interrupción. De cara a las montañas del este quedaba el salón común, con juegos de sofás y butacas, mesas y sillas, varias máquinas expendedoras.
—Las comidas se sirven en el comedor de cada piso, entre las seis y las veintitrés. Después de eso están las máquinas, que funcionan con la huella. El café y el té son gratis y el agua de la canilla es potable.
—¿Las máquinas son caras?
Alguien llamó mi nombre desde la otra punta de la sala de estar. Entre los agentes que tomaban café o dormitaban en los sillones encontré a Rosty y a Lotte, que hacían señas desde una mesa.
Fui hacia ellos. Un instante más tarde los pasos de Vitale se apuraban para seguirme. Esquivamos las piernas de un hombre que llevaba una bata blanca sobre un pijama a rayas y roncaba plácidamente, las extremidades laxas y derramadas por los costados de la butaca de un cuerpo.
Vitale me preguntó en voz baja:
—¿Ese es Billy Ritz?
—Sí.
—¿El de CERN?
—El mismo.
Como si recién empezara a tomar conciencia del lugar en el que se encontraba, contempló al viejo con la boca entreabierta y le dio una segunda pasada a la habitación: la cuna de la ciencia moderna, el lugar donde las mentes más brillantes del momento se reunían a debatir el futuro interestelar de la humanidad y a recuperarse de la resaca. Billy Ritz repetía ese espectáculo cada fin de semana, así que la novedad se le iba a pasar rápido.
Lotte nos recibió con una sonrisa amplia y en sus labios reconocí un dejo del bordó de la noche anterior. Detrás de ella se extendía el desierto y la luz cegadora hacía contraste con su piel oscura.
—¿Quién es tu amigo, Inés?
Los presenté. Simón Vitale, Charlotte y Rostyslav. Viceversa. Después ocupé el lugar contiguo a Rosty y me robé una galletita del paquete que tenían abierto sobre la mesa.
—Vení, vení, sentate acá. —Lotte le señaló la silla vacía a Vitale, y así ocupamos los cuatro lugares.
Rosty observó al nuevo con una seriedad casi cómica, la boca comprimida en una línea recta, las mejillas hinchadas como globos. Se inclinó hacia adelante y dijo una única palabra, tan larga y extraña que no habría podido repetirla si me lo hubiera pedido.
Vitale alzó las cejas hasta que se le escondieron detrás del flequillo. Asintió una sola vez con la cabeza.
Rosty imitó el gesto. Agarró el paquete y le ofreció una galletita.
—Bienvenido a la Agencia —dijo en inglés, y sonrió—. La comida es buena, pero el alcohol es mediocre. Si alguna vez querés tomar algo decente podés venir conmigo y yo…
—No —lo interrumpí—. Mi segunda recomendación es que nunca aceptes el gin de Rosty. Lo fabrica en barriles de nafta en su habitación.
La sonrisa del radioastrónomo se derritió en una mueca apenas triste, apenas ofendida.
—Pensé que ibas a ser una Komandyr más divertida.
Lotte resopló bajito y sus rulos rebotaron como una respuesta. Se giró hacia Vitale y lo inspeccionó con esos ojos como el caramelo líquido hasta que se puso colorado. Ella volvió a sonreír, amplia y satisfecha, como si ninguna otra esquina del mundo pudiera resultarle más oportuna que aquella en la que se encontraba.
—Contanos, Simón, ¿de dónde sos?