Entender el mundo para transformarlo

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Soy uno de los privilegiados que pudo leer este texto antes de que se publicara. Fiel al espíritu científico que se promueve en el libro, y que consiste en someter las propias ideas a la evaluación de otros para ver si se las puede mejorar, el autor me invitó amablemente a criticarlo. Le contesté aquel mail haciéndole alguna sugerencia menor y diciéndole que me parecía un trabajo imprescindible, aunque no le expliqué del todo bien por qué. Cuando después me invitó a escribir el prólogo, pensé que lo mejor que podía hacer era, justamente, expandir esa primera impresión. Así que eso es lo que intentaré, para lo que necesito trazar un brevísimo recorrido por la historia del pensamiento en los últimos dos siglos.

De todas las terribles consecuencias que dejó la Segunda Guerra Mundial, una que pasó más o menos inadvertida para quienes no son especialistas en historia ni en filosofía no es política, ni económica, ni social: es, diría, epistemológica, y tiene que ver con cierto desprecio generalizado, en algunos ámbitos progresistas, hacia las así llamadas “ciencias duras”. Esto es, en el ámbito del pensamiento occidental, una novedad.

Si uno se pone a revisar la historia de la filosofía, por ejemplo, rápidamente encuentra que hasta el siglo XVIII era imposible hacer buena filosofía sin estar muy al tanto de las novedades que estaba produciendo lo que se conocía como filosofía natural (el equivalente epocal a lo que hoy llamamos “ciencia”): de hecho, todas las grandes doctrinas de la época, desde el racionalismo francés hasta el empirismo británico y la síntesis kantiana, trataron justamente de explicar, después de la Revolución Científica, cómo es que los humanos habíamos sido capaces de alcanzar verdades fiables que parecían corresponderse con cómo el mundo es en realidad.

Las cosas empezaron a tensarse un poco más en el siglo XIX (especialmente en la segunda mitad: no es casual que algunos autores se refieran a esa época como un momento de “crisis de la razón”) y mucho más en el siglo XX (especialmente después de la Segunda Guerra). Sería imposible reconstruir en un prólogo toda la historia de cómo se produjo el tránsito complejo de la confianza a la desconfianza en la ciencia, pero basta con mencionar como una de sus causas fundamentales el horror inefable del nazismo.

Para muchos pensadores que lo vivieron desde adentro hasta que pudieron exiliarse, el aparato nazi mostró una hasta entonces inédita capacidad de utilizar la razón y la ciencia como herramientas para desplegar y ejercer el mal absoluto, una forma de maldad tan racionalmente instrumentada que probablemente nunca antes se haya visto en la historia de la humanidad. En esta lectura, que comenzó en la propia Alemania y que luego se trasladó con especial fuerza a Francia y más tarde a Estados Unidos, el nazismo fue visto como la coronación de una tendencia proveniente de la Ilustración del siglo XVIII que había confiado cándidamente en la razón y en la ciencia como herramientas únicas de progreso, sin notar que en su propio seno se agazapaba un monstruo. El nazismo era la continuación lógica, en el ámbito de la política, de lo que había sido la eugenesia como programa científico, y la ciencia era, entonces, al menos parcialmente, responsable del horror nazi.

Y el Occidente no-nazi no se quedó atrás: el uso de conocimientos científicos para el “mal” se convirtió en una constante de esos años, desde la bomba atómica arrojada sobre Hiroshima y Nagasaki hasta la utilización del napalm en la guerra de Vietnam.

Así fue como la filosofía occidental de la segunda mitad del siglo XX fue derivando hacia un cierto anti-racionalismo que se tradujo rápidamente en una desconfianza general de las ciencias (en particular, de las así llamadas “ciencias duras”) y en una crítica despiadada del “positivismo”, esa corriente heterogénea originada en el pensamiento de Comte (para quien, dicho sea de paso, la ciencia y la tecnología constituían herramientas imprescindibles para el bienestar social y a ese fin máximo debían estar destinadas).

Quienes utilizan el término peyorativamente aún hoy, que no son pocos, acusan de “positivistas” a aquellas corrientes y pensadores que confían en que las ciencias naturales, a través del método científico, son una de las mejores herramientas que tenemos para, por un lado, aprehender el mundo tal como es y, por el otro, mejorarlo. 

Lamentablemente, esta crítica al positivismo –que, como mencioné, engloba una crítica a la ciencia en general y una desconfianza hacia las verdades a las que ella llega– se ha difuminado entre vastos sectores del progresismo, para los cuales tener una postura “cientificista” o “science-friendly” no es una opción epistemológica justificada por la abrumadora cantidad de evidencia de que la ciencia funciona, sino una decisión política condenable. “Confiar” en la ciencia, “creer” en sus verdades, es desde esta perspectiva no la consecuencia de los enormes progresos que ha venido mostrando especialmente en los últimos 200 años, sino el producto de un dogmatismo impermeable a las críticas.

Así, por ejemplo, se ha leído hace poco en un medio progresista de referencia que la astrología, una pseudociencia sin ningún fundamento empírico ni racional (ni razonable), es una forma alternativa de conocimiento que, por el sólo hecho de ser alternativa, pone “en jaque” a la ciencia occidental porque “democratiza” el acceso al conocimiento, porque es “otra manera” de contemplar el mundo, porque “hermana” al individuo con el cosmos, etcétera. La ciencia no sería tanto una herramienta para conocer el mundo como un arma de dominación que pretende reproducir el statu quo y subyugar otros saberes tan válidos como ella.

Este es, a grandes rasgos, creo yo, el estado de las cosas al día de hoy. Muchas veces, cuando hago mis columnas en la radio u opino en las redes sociales sobre alguna temática sensible, me acusan de “positivista”, de “biologicista”, de “cientificista”, y no me extrañaría que tanto al autor de este libro como a tantos otros comunicadores y comunicadoras científicos les pase lo mismo. Esta crítica nos incomoda o creo que debería incomodarnos; no tanto en términos individuales, que es lo de menos, sino por todo lo que implica a nivel social y político. 

Si nos incomoda (y me permito acá hacer una generalización que engloba a toda persona que se entienda progresista y que alguna vez haya recibido o percibido este tipo de críticas) es porque estamos convencidos de que, como progresistas, lo peor que podemos hacer es renunciar a la ciencia en su doble rol de herramienta de conocimiento y de herramienta de transformación. Estamos convencidos de que si nosotros, los progresistas, los que queremos un mundo más justo y más equitativo, con más igualdad y más oportunidades para todos, abandonamos la ciencia por considerarla reaccionaria, lo que puede devenir de eso es un escenario mucho peor que el actual.

Por eso creo que este libro es imprescindible al menos en dos sentidos. En primer lugar, es clave como libro de divulgación científica por el rigor y el respeto con el que trata cada uno de los temas en los que incursiona y la generosidad con la que le ofrece a un público no especializado una síntesis del estado actual del conocimiento en algunas áreas centrales del quehacer científico. En segundo lugar, y este es el que más me importa, es imprescindible como intervención política en un escenario en el que se vuelve cada vez más necesario, frente al auge de diversos negacionismos (tanto por izquierda como por derecha), recuperar el valor de las verdades científicas a la hora de tomar decisiones que pueden afectar el bienestar de la humanidad en general.

En su famosa tesis XI, Marx decía: “Los filósofos no han hecho más que interpretar de diversos modos el mundo, pero de lo que se trata es de transformarlo”. Creo que Rieznik estaría parcialmente de acuerdo con esto: se trata de transformarlo, sin dudas, pero para transformarlo primero hay que entenderlo, interpretarlo. Tanto para una cosa como para la otra, este libro es, sin dudas, una contribución insoslayable.

Nicolás Olszevicki