Neuronas, circuitos neuronales, neurotransmisores y otros neuros

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Las drogas cambian nuestro estado mental, pero eso no quiere decir que nuestra mente no cambie en ausencia de drogas. De hecho, se modifica todo el tiempo. Podemos, por ejemplo, estar bajoneados y decidir pensar en algo lindo como un gatito bebé para levantar el día. Es decir, somos capaces de cambiar nuestro estado mental sin un estímulo externo, o incluso estímulos externos que no solemos clasificar como “drogas” pueden modificar nuestro estado mental.

¿Esto quiere decir que hay drogas en nuestro cerebro? ¿Alguien puso algo en nuestro trago sin que nos diéramos cuenta? ¿Acaso la industria farmacéutica internacional coloca compuestos en el agua saborizada finamente gasificada para controlar nuestros pensamientos? No puedo asegurar que eso no pase; por las dudas, no bebas agua saborizada finamente gasificada.

Lo que sí sabemos es que nuestro cerebro está hecho de muchas cosas, entre ellas, de drogas internas, naturalmente nuestras, que nos acompañan desde la gestación y estarán con nosotros hasta que estiremos la pata. A diferencia de las plantas y los hongos, que sintetizan drogas para defenderse del ataque de sus predadores (y a veces hasta para cosas más locas, como comunicarse entre ellas), en los animales (incluyéndonos) estas drogas internas o endógenas son las que hacen que la información circule por el cerebro. Sin ellas, el cerebro estaría callado y no llegaríamos ni a zombies. Y no solamente el cerebro, sino que ninguno de nuestros músculos estaría controlado, no bombearíamos sangre ni respiraríamos. O sea, las drogas externas tienen efecto sobre nuestro cuerpo porque existen sustancias parecidas en nosotros mismos, que son las encargadas de transmitir información para que, por ejemplo, aprendamos a hacer el nudo de la corbata o decidamos insultar la tele cada vez que un jugador de primera línea elige el camino superior cuando, claramente, era por abajo, Palacio.

Las drogas actúan sobre el cerebro, no sobre una mente que flota en el éter, y para poder comprender cómo es que estas sustancias cambian nuestros estados mentales, tenemos que entender primero cómo somos capaces de que eso pase sin necesidad de usarlas.

La gran mancha voraz o las pequeñas manchitas famélicas

¿Cómo se transmite la información de un lugar a otro en el cerebro? Supongamos que vivís en el barrio de Palermo en la Ciudad de Buenos Aires y tenés que llevar personalmente un sobre con firma original a una oficina en San Isidro, pues de lo contrario cambiarán tu apellido a “Culo”. Dado que no querés arriesgarte a que te hagan bullying por el resto de tu vida, decidís ir en subte desde tu casa a la oficina. Agarrás el sobre con el papel y te tomás el subte línea D en la estación Bulnes, hacés combinación con la línea C en 9 de Julio, te bajás en Retiro y te tomás el tren hasta San Isidro. En mesa de entrada te reciben el papel y te sellan la copia. Respirás sabiendo que te seguirás llamando Pablo Trasero.

En este caso, la información contenida en el sobre viajó por una red interconectada de estructuras filamentosas. De hecho, el médico y citólogo (estudioso de las células, no experto en citas románticas) Camillo Golgi pensaba que la masa gelatinosa llamada “cerebro” estaba organizada microscópicamente en una especie de red en la que todas las células estaban unidas. Golgi estaba tan obsesionado con las redes que si viviera ahora tendría Facebook, Twitter, Instagram, Snapchat e ICQ. Por eso veía esta estructura en sus preparados de cerebro. Para él, la información se transmitía como si viajara en una red de subterráneos y trenes toda interconectada. Esta teoría reticular sostenía que el cerebro era diferente al resto del cuerpo, ya que las reglas de la teoría celular no se aplicaban. La teoría celular, propuesta por el botánico Matthias Jakob Schleiden y el fisiólogo Theodor Schwann, sostiene que los seres vivos están compuestos de células individuales, de manera que todas las funciones vitales son producto de la interacción entre células adyacentes. Sin embargo, según Golgi y sus seguidores −los reticularistas−, el cerebro era una gran masa de citoplasma con muchísimos núcleos celulares, algo así como una gelatina de frutilla con semillas de sandía por todos lados, el interior de un maracuyá o una red de autopistas a la noche vista desde un avión.

Todo esto ocurría a fines del siglo XIX, mientras otro científico, que es considerado uno de los padres de la neurociencia, tenía una visión muy diferente del asunto. Santiago Ramón y Cajal (sí, era un solo tipo) utilizaba la misma técnica que Golgi para pintar pedazos de cerebro muy finitos y verlos al microscopio. A diferencia del aparato de Golgi, Ramón y Cajal no estaba

Estructura de los centros nerviosos de las aves (Ramón y Cajal, Madrid, 1905).

Estructura de los centros nerviosos de las aves (Ramón y Cajal, Madrid, 1905).

obsesionado con las redes sociales ni las de subterráneos, ni ningún otro tipo de red, y por lo tanto veía otras cosas a través del microscopio. Según él, la teoría celular sí se podía aplicar al cerebro y en base a argumentaciones muy sólidas propuso la doctrina neuronal. Esta doctrina no habla del neuromarketing ni de otras neurochantadas, sino de la idea de que las neuronas individuales son las unidades funcionales de los circuitos cerebrales.

El debate entre reticularistas y neuronalistas duró décadas. Por un lado, estaba esta idea de la mancha voraz en forma de red de transporte público y, por otro, la idea de manchitas famélicas formando parte de una estructura mucho más grande. Una de las grandes ironías de la neurociencia es que Golgi y Ramón y Cajal compartieron el premio Nobel de Medicina en 1906 por sus observaciones que, con la misma metodología, proponían visiones completamente distintas del cerebro. Con el correr del tiempo, se fue acumulando cada vez más evidencia que daba soporte a la doctrina neuronal y hoy no quedan dudas de ella. No obstante, existen algunos pocos casos en los que las neuronas se hallan unidas compartiendo sus cuerpos de manera parecida a la que sostenía Golgi.

El problema con la doctrina neuronal es que, si las neuronas son células individuales, ¿cómo hace la información para llegar de un lugar al otro si no hay continuidad entre las unidades funcionales? Unos años antes del premio a Golgi y Ramón y Cajal, el neurofisiólogo inglés Charles Scott Sherrington había propuesto que las neuronas se tocaban entre sí para excitarse, cosa que no debería sorprendernos. Sherrington propuso que este contacto tenía una función y lo llamó “sinapsis”, que, como toda palabra científica que se precie, viene del griego, en este caso de synaptein (syn, juntos y haptein, apretar). Pasaron alrededor de cincuenta años hasta que la sinapsis fue observada al microscopio electrónico, y los más imaginativos y amantes de las películas de domingo decían que se parecía a un beso apasionado entre dos membranas plasmáticas. Pero esto planteaba un problema comunicacional: si las neuronas están separadas por un estrecho espacio, ¿cómo le pasa un mensaje una a la otra? Y dicen que la respuesta se encontró en los sueños de otro científico.

Los sueños, sueños son, pero aquí se hacen realidad

–¿Qué le dijo un hemisferio del cerebro al otro? “Una calle nos separa.”

Hay muchas cosas que están mal con este chiste, empezando por que las neuronas no emiten sonido, así que la comunicación entre ellas no puede darse a través de un lenguaje hablado. A fines del siglo XIX ya se sabía que de alguna manera las neuronas generaban electricidad que se transmitía a través de la célula. La comunicación tenía que ser eléctrica. O sea, un pasaje de electricidad en forma de diferencia de potencial entre dos neuronas. Pero esta hipótesis tenía varios problemas. En la relación entre dos neuronas existen, como en el lenguaje, un emisor y un receptor. En el cerebro, el emisor se llama “neurona presináptica” y el receptor, “post-sináptica”. Lo que veían los científicos era que en algunas sinapsis, la activación de una neurona emisora activaba una receptora ¡pero de otra sinapsis!, al mismo tiempo que la neurona receptora de la sinapsis en juego se quedaba calladita. Esto era muy difícil de entender si uno pensaba que la transmisión de información era sólo eléctrica. Por otra parte, había una especie de retardo en la activación de las neuronas que no era compatible con la velocidad de transmisión eléctrica. Tenía que haber algo más. La explicación más probable que encontraron en ese momento fue la de la transmisión de información a través de sustancias químicas. La idea era que la activación de la neurona emisora liberaba compuestos químicos que podían a veces activar y otras veces inhibir la neurona receptora.

Una de las características más hermosas de la ciencia es que, como la espada del augurio de los Thundercats, te permite ver más allá de lo evidente. En nuestro caso, León-O, líder de los felinos cósmicos, está representado por el fisiólogo alemán Otto Loewi, y la espada, por dos corazones de rana y un estimulador eléctrico. Dicen que el experimento se le ocurrió durante el sueño y que se despertó y salió corriendo al laboratorio. Habiendo concluido su experimento anterior, en el que había besado a trescientas ranas y ninguna se había transformado en princesa, Loewi quitó el corazón de dos batracios y los llenó de solución fisiológica tibia. Eso los mantuvo latiendo por varias horas. El investigador estimuló el nervio vago de uno de los corazones, responsable de reducir la frecuencia cardíaca, y observó cómo el corazón cuyo nervio no había sido estimulado, a diferencia del otro, latía normalmente. Pero entonces Loewi hizo algo científicamente espectacular: quitó el líquido del corazón estimulado, lo inyectó dentro del corazón no estimulado y observó que el segundo corazón ahora empezaba a latir más lentamente. Luego hizo un experimento similar en el que estimuló otro nervio llamado “simpático”. Esta estimulación aceleró el corazón estimulado y el líquido de este corazón provocó un aumento en la frecuencia cardíaca del no estimulado. O sea que había algo que se producía por la estimulación que no era eléctrico sino químico, porque se disolvía en la solución fisiológica y mantenía su efecto cuando esta era pasada al otro corazón. Esa fue la primera demostración de la transmisión química de la información entre las neuronas y los músculos cardíacos.

Más adelante se descubrió que la estimulación del nervio vago producía la liberación de una sustancia llamada “acetilcolina”, y la estimulación del simpático, la liberación de un compuesto llamado “adrenalina”. Corría el año 1921 y Otto Loewi había descubierto los neurotransmisores y sólo había tenido que romperles el corazón a unas ranas que era poco probable que fueran princesas. Obvio que le dieron el premio Nobel.

Apágalo, enciéndelo, acuéstate, levántate

Después de comer llega a la sangre una avalancha de nutrientes que el organismo percibe que tiene que aprovechar. Las células del páncreas liberan la insulina almacenada en forma de stock para estas situaciones. La insulina pasa al torrente sanguíneo y se pega a las células, dándoles la señal de que es hora de sacar toda esa azúcar, grasa y proteínas de la sangre y meterlas en el interior, donde serán aprovechadas y transformadas en cosas útiles para el cuerpo. Esta es la historia de muchas sustancias que se producen en el organismo con la finalidad de lograr la comunicación entre diferentes órganos responsables de la sinergia necesaria para mantener la vida.

Los neurotransmisores del cerebro no escapan a esta naturaleza, sólo que su viaje es más cortito y limitado a la comunicación entre las neuronas. Son fabricados en el cuerpo de la célula neuronal y llevados hacia el extremo encargado de transmitir la información química, a través de un sofisticado sistema de transporte que recorre un largo túnel llamado “axón”. Una vez ahí, al igual que la insulina, se mantienen almacenados esperando el momento de actuar. Este extremo de la neurona se llama “terminal”. Fácil, ¿no? En la otra punta de la neurona hay una especie de bracitos llamados “dendritas”, que entran en contacto con el extremo terminal de otras neuronas. Por eso hablamos de “redes” o “circuitos” neuronales, ya que cada neurona puede estar en contacto con otras diez mil. Cuando llega un estímulo lo suficientemente fuerte a estos bracitos, se generan una serie de cambios físicos y químicos que hacen que los estímulos eléctricos viajen hasta la otra punta de la neurona, donde están almacenados los neurotransmisores, y provocan la liberación de estas sustancias al espacio que separa el terminal de la neurona emisora del bracito de la neurona receptora (sinapsis). Una vez liberados, los neurotransmisores se pegan a unos botones que hay en los bracitos de la neurona receptora. O sea, los neurotransmisores, que son sustancias químicas, necesitan electricidad para su liberación. De esta manera, la información eléctrica se transforma en información química capaz de sortear la falta de cable y provocar electricidad en la neurona receptora o post-sináptica. Los botoncitos presentes en esta neurona son receptores responsables de abrazar a los neurotransmisores y generar la cascada de fenómenos físicos y químicos en la neurona post-sináptica, que una vez que se activa, se transforma en una neurona emisora (presináptica) con el objetivo de continuar pasando la información hacia la siguiente neurona receptora del circuito.

Veámoslo de manera más concreta. Cuando queremos mover un brazo para agarrar el mate, se activan las neuronas localizadas en la parte del cerebro encargada de mover el brazo. Claro que no existe “la neurona del brazo”, sino más bien un conjunto de neuronas que una a una les dan vida a los millones de fibras musculares responsables de ejecutar el movimiento. Cuando se activan, se repite el proceso a lo largo de una cadena de varias neuronas que van desde la corteza cerebral hasta la fibra muscular del brazo. Pero no siempre la activación de una neurona genera la activación de la siguiente. A veces, la liberación de neurotransmisores produce la inhibición de la neurona que los recibe, porque impide que esta neurona genere impulsos eléctricos, lo que significa no más transmisión de la información. En el caso de agarrar el mate, el cerebro utiliza otras regiones para pulir mejor el movimiento mediante este proceso de inhibición de algunas neuronas. De no hacerlo, terminaría el mate volcado en el suelo.

Esquema de una sinapsis neuronal

Esquema de una sinapsis neuronal

Así, podemos diferenciar las acciones de los neurotransmisores como “excitatorias” (aumentan la probabilidad de que se active la neurona siguiente) o “inhibitorias” (hacen lo opuesto). Dentro de los neurotransmisores puramente excitatorios, se encuentra el “glutamato”, y dentro de los puramente inhibitorios, el “ácido gamma-aminobutírico” (GABA). Son como el Yin y el Yang, ya que mientras que el glutamato genera una ola de excitación en el cerebro, el GABA le pone un freno y ayuda a ordenar la transmisión de información, generando un proceso de excitación e inhibición de gran complejidad que da como resultado acciones y pensamientos modulados. Luego empiezan los problemas o –para los neurobiólogos– lo que hace interesante la neurociencia: hay neurotransmisores que pueden ser a la vez excitatorios e inhibitorios, dependiendo del lugar donde se encuentren. Son ejemplos la acetilcolina, la noradrenalina, la dopamina y la serotonina.

La unión de los neurotransmisores con sus respectivos receptores ocurre por un sistema parecido al de una llave con su cerradura. Por ejemplo, la dopamina sólo se puede unir a receptores que tienen un lugarcito para que se una este compuesto (“receptores dopaminérgicos”), pero no a receptores que reconocen al glutamato (“receptores glutamatérgicos”). Existen receptores que, cuando se hallan unidos a su neurotransmisor, producen cambios que activan la neurona y otros receptores que hacen que la neurona se “calle” y le sea complicado activarse.

Así, los receptores para glutamato son mayormente excitatorios, y los de GABA, inhibitorios. Sin embargo, para el resto de los neurotransmisores, puede haber en una misma neurona receptora botones que excitan y botones que callan. O sea que si una neurona emisora libera un montón de moléculas de dopamina, a veces algunas se pueden pegar a un receptor que activa, mientras que otras se pegan al receptor que inhibe. Esto es porque hay varios tipos del mismo receptor, entonces la dopamina se puede unir a su receptor dopaminérgico de tipo 1, 2 o 3, cada uno con un efecto diferente. Es como si una misma llave abriera diferentes cerraduras, sólo que detrás de una puerta está la persona que te gusta y, de la otra, no sé, Donald Trump. Para complicar la cosa, también existen otro tipo de neurotransmisores que son moléculas más grandes. Son lo que se conoce como “péptidos neurotransmisores”, que tienen sus propios receptores y pueden ser producidos por neuronas que ya fabrican alguno de los neurotransmisores clásicos. Un ejemplo de ellos son las endorfinas, el opio natural de los pueblos.

Como todos los excesos son malos –inclusive, y aunque cueste creerlo, el sexo y el chocolate–, esto no termina acá. Los neurotransmisores no pueden estar activando por toda la eternidad el receptor al que se pegaron; sus efectos tienen que acabarse en algún momento (porque las tarifas eléctricas del cerebro son altísimas). Supongamos que sos una persona muy excéntrica y decidiste tener de mascotas a una comunidad de termitas porque pensaste que eran tan divertidas como en los dibujos animados de los años ‘80. Bueno, las liberás en tu jardín y te empiezan a comer esos muebles de madera que te regalaron tus padres para cuando hacés asado. Hay dos soluciones para este problema: o destruís la mayoría de las termitas o agarrás una aspiradora de mano, las juntás a todas y las guardás en un terrario. En el caso de los neurotransmisores, las opciones son análogas. Por ejemplo, el efecto de la acetilcolina se termina con la destrucción del neurotransmisor por la acción de una enzima que se llama “acetilcolinesterasa”, que es un tipo de proteína capaz de desarmar ese neurotransmisor específicamente. De hecho, muchos insecticidas son compuestos que inhiben esta enzima, produciendo una falla tanto del cerebro como de los músculos, y los bichitos mueren horriblemente con movimientos involuntarios, espasmos, paro respiratorio y cardíaco. Se trata de un hermoso espectáculo que nos hace pensar en lo que pasaría si la acción de los neurotransmisores no pudiera frenarse. Para otros neurotransmisores como la dopamina y la serotonina, sobre los que leerán bastante en este libro, el mecanismo es el de aspirado y guardado. En el mismo extremo de la neurona presináptica donde se liberan los neurotransmisores, existe un mecanismo que agarra las moléculas neurotransmisoras que están sueltas en el espacio sináptico y las mete de nuevo al terminal de la neurona emisora. Este mecanismo, además de provocar que el efecto termine rápido, recicla los neurotransmisores, permitiendo que se reutilicen y no haya que fabricar tantos de nuevo. Las aspiradoras de neurotransmisores también son bastante específicas para cada uno de ellos y se llaman “transportadores”. Existe un transportador de serotonina y otro de dopamina, por ejemplo.

Todo está relacionado con todo

Ahora bien, en el cerebro ocurren millones de sinapsis por segundo, y para eso necesita organizarse y distribuir las tareas. Caminar no es lo mismo que correr, despertarse no es lo mismo que dormirse, sonreír no es lo mismo que llorar y hacer comparaciones obvias me divierte. Tenemos una enorme gama de comportamientos, emociones y respuestas (muchas veces antagónicas) que expresamos habitualmente, segundo a segundo. Por eso, es necesario considerar a las neuronas no tanto como cosas aisladas, sino como grupos o circuitos de neuronas que se juntan para hacer una determinada tarea. Hay, por ejemplo, grupos de neuronas que están en la parte “de atrás” del cerebro (corteza visual) que tienen por función facilitar el sentido de la vista (incluso algunas muy específicas y que sólo procesan rayas verticales, por ejemplo), en tanto que otro grupo es parte fundamental del circuito que nos permite levantarnos de una silla o agarrar el mate de la mesa.

Estos circuitos de neuronas son variados y de acuerdo con su función pueden ser motores (para mover partes del cuerpo), sensoriales (los que participan en el procesamiento de la información que viene de afuera y de adentro), cognitivos (encargados de los procesos mentales) y algunos más. A su vez, según el tipo predominante de neuronas y de neurotransmisor utilizado, estos circuitos se pueden clasificar en gabaérgicos (usan GABA), glutaminérgicos (usan glutamina), dopaminérgicos (dopamina), serotoninérgicos (serotonina) o colinérgicos (acetilcolina). Ya hablamos sobre el glutamato y el GABA, así que vayamos con la serotonina. Este neurotransmisor participa en muchas partes del cerebro y cumple funciones diversas. En las redes neuronales de la corteza prefrontal participa de varios procesos cognitivos como la autorreflexión, la memorización, la solución de problemas, el lenguaje y el pensamiento consciente, mientras que en la corteza temporal (arriba de las orejas) se encarga del procesamiento y almacenamiento de la información auditiva. Sin embargo, la serotonina es mayormente conocida por su participación en los estados de ánimo, culpable de que el lunes a la mañana te levantes de pésimo humor y le grites al gato porque se acostó arriba de tu cara treinta minutos antes de que suene el despertador. La dopamina también tiene una participación variada, por lo que las neuronas dopaminérgicas pueden dividirse en tres grupos con funciones diferentes: las reguladoras de los movimientos, las de las funciones cognitivas relacionadas con el lóbulo prefrontal (a la altura de la frente, donde trabaja en conjunto con la serotonina) y las responsables del comportamiento emocional, debido a su rol estrella en áreas del cerebro relacionadas con el placer y la recompensa, algo que se verá en los siguientes capítulos.

A veces, las redes neuronales interactúan entre sí aunque estén en diferentes zonas del cerebro, ya que existen autopistas largas que las conectan y permiten el intercambio de información entre una y otra. Por ejemplo, imaginate que vas a comer a ese restaurante peruano nuevo que abrieron en la esquina. La novedad de la situación hará que se libere dopamina y aún más dopamina si la comida te gusta. Al mismo tiempo, la información de la experiencia se irá almacenando en el cerebro a medida que la liberación de dopamina interactúe con la de glutamato en las áreas relacionadas con la memoria, como el hipocampo, que está, digamos, por la parte de más adentro del baboso órgano. A su vez, cuando decidas qué plato pedir, se activarán recuerdos que impedirán que ordenes ese arroz chaufa que te descompuso por un mes, hace exactamente un mes. Ahí, de vuelta, el glutamato activará el recuerdo y el GABA intentará que no hagas estupideces. La serotonina, que viene de una región llamada “núcleo Raphé” (“el Rafe”, para los amigos), participará para mantener el buen humor aun cuando la comida tarde una hora en llegar, bañando de serotonina las zonas de la corteza, también bañadas de dopamina y glutamato. Como cuando alguien no muy brillante no sabe qué decir y tira “Todo está relacionado con todo”, salvo en este único caso, en el que hasta el más tonto tendría razón.

Al final, parece que estar vivo es, técnicamente, estar drogado. Sin neurotransmisores no habría percepción del mundo, no habría comportamiento, no habría personalidad, pero por sobre todas las cosas, no habría drogas de ningún tipo, ni alucinógenas, ni marihuana, ni cocaína, ni chocolate, ni café, ni somníferos, ni analgésicos, ni anestésicos y ni siguiera ibuprofeno para ese dolor de cabeza que te agarra cuando la gente habla de drogas sin tener idea de lo que dice. Si bien existen muchos neurotransmisores, redes neuronales y áreas del cerebro que generan toda esa actividad tan compleja y fascinante que los neurocientíficos intentamos averiguar, lo que debe entenderse es que la mayoría de las sustancias psicoactivas suelen actuar en alguno o algunos de los receptores de una o varias redes neuronales, modificando, en última instancia, la forma en que las neuronas procesan y transmiten la información. Así, la electricidad y la química trabajan en conjunto para generar y modificar nuestros estados mentales, que vienen alterados desde nuestro nacimiento y estarán alterados hasta que se apague la última de nuestras neuronas.