¿La realidad, si virtual, es menos realidad?

Being virtually killed by virtual laser in virtual space is
just as effective as the real thing,
because you are as dead as you think you are.
Douglas Adams

 

DÍA 1.

Me desperté en la misma silla donde me senté. ¿Me había dormido? Según el reloj de pared apenas tres minutos pasaban desde que terminé de escuchar la charla introductoria, firmé los papeles y me dejé guiar hasta la silla; y sin embargo adivinaba un hiato, un abismo corto pero profundo que acababa de atravesar de un salto.

Se suponía que el cambio tenía que ser imperceptible, por eso el viaje comenzaba ahí. Tuve que admitir que el efecto estaba bien logrado.

Los anteojos, la aguja y los demás sensores habían desaparecido. Me miré las manos, los brazos. Parecían los mismos y no tenían marcas.

Decidí levantarme.

Mi cerebro dio la orden y el mundo alrededor respondió acorde a ella. Tuve la sensación física de ponerme de pie, aunque sabía que mi cuerpo seguía ahí, en la versión real de la sala de partidas y arribos de la Agencia. Noté, satisfecho de mí mismo, como si hubiese descubierto un error de continuidad en una película, que el olor había cambiado. Lavanda cuando me senté, jazmines ahora.

Me extrañó que la asistente hubiera desaparecido también. Se suponía que versiones digitales de los empleados de la Agencia me darían los pasajes de tren y algunas indicaciones finales, pero estaba solo.

Caminé unos primeros pasos, arrastrando una leve sensación de desequilibrio que pronto desapareció. El picaporte estaba exageradamente frío. En la recepción tampoco había nadie. Encontré los pasajes y la reserva del hotel sobre el mostrador, mi valija junto a la puerta de calle. La había entregado el día anterior para que copiaran mi ropa y algunas otras pertenencias que pretendía llevarme, entre ellas una novela de Douglas Adams. Lo único de valor que había dejado en casa era el celular: no estaba permitido en la simulación por razones obvias que nunca me explicaron. No lo lamenté.

Afuera me recibió una mañana cálida, un viento moderado que no encontraba demasiados obstáculos: la calle también estaba vacía. Ningún transeúnte, ningún auto en movimiento. Una bandada de pájaros veraniegos cruzaba el cielo.

Esperé unos minutos a que pasara un taxi pero terminé por resignarme a caminar. Una de las rueditas de la valija estaba trabada y se arrastraba sobre la vereda haciendo un ruido espantoso. Mi valija original funcionaba bien, pero la Agencia publicitaba esas cosas como “detalles de verosimilitud”.

La estación sin gente parecía el doble de grande. Caminé bajo el techo alto y abovedado como un enorme bostezo de cemento. El tren ya estaba en la plataforma, de modo que me ubiqué en cualquier asiento, junto a una ventanilla amplia. Una emoción casi infantil me invadió ante la perspectiva de pasar unas horas mirando el paisaje correr.

El pitido dio la señal de que las puertas se iban a cerrar. Un siseo de aire lo siguió y el tren se puso en marcha. Alcancé a notar que el vidrio se oscurecía, pero no supe más. Tan pronto la estación quedó atrás, caí en un sueño inesperado.

Cuando desperté, el tren esperaba quieto y con las puertas abiertas en la estación de destino. Despegué los ojos como pude y me apuré a bajar, temiendo que las puertas se cerraran. Ya en el andén comprendí que no había riesgo. El tren reposaba quieto y silencioso, exageradamente silencioso, como si no fuera a moverse de ahí  por un buen tiempo.

Salí de la estación buscando un taxi, de nuevo nadie. Sin dejarme desanimar, arrastré la valija varias calles hasta el hotel.

La verja era alta y parecía confeccionada en hierro fundido. Se abrió con un mínimo esfuerzo, como si pivotara sobre bisagras de algodón. Ingresé a una explanada delineada por canteros, salpicada de faroles, con una enorme fuente en el centro. Detrás se erguía el edificio de hotel, y a su alrededor se extendían parques, canchas de tenis y un paseo arbolado. No vi la pileta que promocionaba la Agencia, pero deduje que estaría detrás del edificio, donde el terreno se elevaba y emergían las sierras.

Nada mal, me dije mientras cruzaba la explanada. Podría haber contratado alguna de las otras opciones: Paraíso Caribeño o Tour Europeo, pero por alguna razón eran más caras. Uno creería que el destino no tendría demasiada relación con la tarifa, y sin embargo ahí estaba yo, respirando el aire serrano, procurando a toda costa olvidar la oficina y el departamento de soltero que me esperaban agazapados a dos semanas de distancia, y albergando con cierta timidez, debía admitirlo ahora, la esperanza de conocer a alguien.

Detrás de un mostrador de madera sembrado de folletos, me recibió, por fin, un ser humano. Era joven y delgada. Llevaba el uniforme del hotel y el pelo recogido y peinado con prolijidad geométrica. Me acerqué sonriendo y me presenté. Una tarjeta clavada en su pecho decía “Alicia”.

Me dio la bienvenida y se lanzó a explicarme una serie de cuestiones acerca de mi estadía que no escuché porque me perdí en las particularidades de su tono. Era inconfundiblemente cordobés, pero no de manera exagerada. Tenía el control absoluto de cada inflexión. Estiraba las vocales correctas, solamente las vocales correctas, durante una cantidad de tiempo mínima que era siempre la misma. Recién a la sexta o séptima frase comprendí que la empleada que tenía enfrente era lo que el personal de la Agencia llamaba NHA, o en su versión larga: non–human assistant.

La dejé terminar. Sin borrar la sonrisa me extendió la tarjeta de acceso a mi habitación y me preguntó si tenía alguna duda.

–¿La pileta?

–Las instalaciones acuáticas están ubicadas detrás del hotel, cuentan con bar y solárium, así como con una vista privilegiada de las sierras. Están disponibles para todos los huéspedes desde las ocho y hasta las veintitrés horas. Encontrará toallas apropiadas en la habitación.

Me quedé un instante mirándola. Se delataba en los ojos, un poco rígidos, un poco carentes de expresión. Los ojos eran lo más difícil de simular.

–¿Hay mucha gente?

La respuesta se demoró un segundo:

–El hotel cuenta con capacidad para doscientos cincuenta huéspedes.

–Eso no es lo que pregunté.

–Todos los huéspedes cuentan con acceso a las mismas prestaciones. Podrá encontrarlos en los espacios comunes. Esperamos que disfrute su estadía.

Desistí de seguir preguntando y me dispuse a subir a mi habitación. De pronto, sin embargo, tuve que salir de una duda.

–¿Qué altura tiene el cerro más alto de la zona?

Hubo un instante de silencio. Los ojos se volvieron aún más inexpresivos, como si Alicia estuviese buscando la respuesta adentro suyo.

–El Cerro Champaquí posee una altura de 2884 metros.

–Champaquí… ¿qué significa?

–Su nombre deriva de la lengua de los Comechingones y significa “agua en la cabeza”.

Tuve que sonreír ante esa mezcla perfecta de belleza y conocimiento, esa enciclopedia de labios rojos.

La habitación era todo lo que se podía esperar. Cama doble, pequeño balcón al lateral con vista a las sierras, ligeramente por encima de la copa de los árboles. Dos juegos de toallas, para baño y pileta, como me habían prometido. Me acerqué a la puerta ventana para mirar el paisaje. Un auto circulaba por la ruta entre la vegetación lejana. Una quemadura de cigarrillo en la cortina aparentaba el paso de otros huéspedes.

Sobre la mesa de luz, en una carta plastificada, encontré toda la información necesaria para una estadía placentera. Horarios, teléfono de recepción, servicio a la habitación, instrucciones para la utilización de la caja de seguridad. Y más abajo, un aviso:

 

Si desea contactar con la Agencia para conocer

el estado de su cuerpo, marque 0.

 

Miré el teléfono.

Levanté el auricular. Presioné el 0 pero colgué de inmediato. Una  ducha, me dije. Empecemos con una ducha.

Costaba creer que el agua caliente, que caía con una presión maravillosa, fuese tan sólo impulsos en mi cerebro farmacológicamente predispuesto a recibirlos. Para cuando salí, había decidido que toda la simulación estaba perfectamente lograda. Para cuando acabé de vestirme, había resuelto no volver a pensar siquiera en eso.

La ducha me abrió el apetito. Me puse un par de sandalias y bajé dispuesto a entregarme de lleno a la fantasía de una hamburguesa.

Unas mesas pequeñas con sombrilla conectaban la zona de la pileta con el restaurante. Detrás de un mostrador encontré a otro NHA. Se llamaba Ernesto y tenía el pelo rubio, cortado en mechones rígidos y erectos como el fuego corto de una hornalla. Me resultó innecesariamente musculoso, a mitad de camino entre un mozo y un guardia de seguridad. No intenté forzar ninguna conversación. Me limité a gestionar mi hamburguesa, una botella de cerveza, y volví a las mesas de afuera a esperarla. El sol se reflejaba en el agua y lamenté haberme dejado los anteojos oscuros en la habitación.

Soplaba una brisa suave. Pensé, con inocencia, que estaba teniendo suerte con el clima.

A lo lejos, un jardinero nivelaba la altura de unos arbustos. Cortaba, retiraba las pequeñas ramas y avanzaba un paso. Repetía la operación. Avanzaba otro paso. Demasiado mecánico, demasiado constante, pero a la vez sumamente hipnótico. No pude dejar de mirarlo hasta que Ernesto apareció con mi comida.

¿Cómo seguir el día? Para la pileta convenía esperar a haber terminado con el no pequeño trabajo de digestión que tenía por delante. Pero la idea de una siesta no me seducía, sobre todo después de haber dormido en el tren contra mi voluntad. Estaba ansioso por llenarme los sentidos con aquel lugar. Resolví encarar una caminata.

Dejé los residuos de la comida, el plato y la botella tal como estaban para que Ernesto se encargase y salí de la suave protección de la sombrilla. Las extensiones alrededor del hotel eran vastas y las cubría un césped parejo, tan verde que terminé por sacarme las sandalias y caminé sintiendo las hojas delgadas entre los dedos.

Bordeé el perímetro del hotel y pasé junto al jardinero. Me devolvió el saludo con una sonrisa y un gesto de cabeza antes de seguir podando. Reparé en que el frente del hotel, por donde había entrado esa misma mañana, tenía unas rejas altas de hierro, mientras que en la parte de atrás los terrenos se continuaban sin interrupción hasta convertirse en cerros y montes. Era como si las rejas del frente fuesen meramente decorativas, o como si no se temiese una intrusión desde los fondos. Me incliné por la primera opción, pero no pude resistir la curiosidad de ver cuán transitable era el terreno que bajaba de las sierras. Avancé en esa dirección, feliz y despreocupado, borracho de oxígeno, hasta que no pude avanzar más.

Algún tipo de pared me detenía. No era visible, ni siquiera era sólida. No podía sentirla con las manos ni golpearme contra ella, pero mis pasos no me llevaban más allá. La sensación contradictoria me mareó y por un momento sentí subir una náusea. Recordé mi cuerpo, conectado a una silla en la Agencia, y me dio vergüenza pensar que tal vez vomitaría en la vida real y alguien tendría que limpiarme. Hice un esfuerzo por mantener la garganta cerrada. Traté de empujar con los brazos, pero era imposible. Acerqué la cara. Una extensa textura de polígonos grises, como un panal de abejas metalizado, se volvió ligeramente visible allí donde el sol se reflejaba. Era la frontera de la simulación. Los límites del artificio.

Volví sobre mis pasos con el optimismo diluido, buscando con los ojos alguien con quien conversar. Cayeron las primeras gotas de una lluvia prolongada.

DÍA 2.

Pasé una noche tranquila. Desperté con hambre y una sensación de bienestar que apenas reconocí, que me recordaba a mis épocas de estudiante y que, vagamente, relacionaba con la marihuana.

El salón comedor estaba preparado para proveerle desayuno a un ejército pequeño y ausente. Al fondo, la puerta rebatible que daba a la cocina se movió y distinguí a otros NHA (dos mujeres entradas en años con cofias en la cabeza) cargando bandejas que dejaron en el último hueco libre sobre la mesa central. Luego, desaparecieron para ya no volver.

Sin perder más tiempo, me abalancé sobre los platos y construí un desayuno colosal. Lo liquidé en menos de quince minutos.

Recuperé la novela que había dejado en la habitación y me acomodé otra vez junto a la pileta. Ernesto me saludó con un gesto de cabeza. Más allá, el jardinero rastrillaba el césped bajo un árbol. La lluvia de ayer había cesado durante la noche, pero había lavado el polvo y hecho resurgir los colores de las plantas y las cosas.

Tardé menos de diez páginas en ofuscarme. Esa no era mi novela. Es decir, era el mismo título pero la traducción difería bastante. Supuse que en la Agencia habían descargado una versión digital del libro en lugar de copiar página por página el que yo había llevado. En términos prácticos, no cabía duda de que su método era más eficaz. Pero ahora yo tenía que abrirme paso en una selva de españolismos por culpa de esos gilipollas.  

Perdí la concentración, y enseguida el interés.

Coqueteé brevemente con el agua de la pileta y comí un snack de media mañana, pero al rato decidí que lo que yo en verdad quería era leer mi novela.

Me acerqué al mostrador donde Alicia tecleaba. No se le había soltado un solo pelo.

–Disculpá.

Dejó de mover los dedos y me dedicó una sonrisa corta. Un calor y una extraña vergüenza se me alojaron en el pecho.

–Vos que tenés todas las respuestas, ¿me podrás decir cómo contacto con la Agencia para que me solucionen un problema con este libro?

Alicia miró el libro que le ofrecí pero sin agarrarlo.

–¿Cuál es el problema?

–La traducción está mal. No es igual al que yo entregué, no sé qué hicieron, si bajaron otra versión, no sé, pero así es ilegible.

–Un momento por favor.

Pensé, por costumbre, que levantaría un teléfono o desaparecería un rato en la trastienda. Pero Alicia no hizo nada. Me miró, sonriendo, con los ojos petrificados pero sublimes, veteados de colores sobre un fondo azul.

–Listo.

–¿Ya está?

–Ya está –sonrió otra vez. El libro no había salido de mi mano y mi mano no había percibido ninguna alteración. Pero Alicia decía que ya estaba, de modo que debía estar.

–Muchas gracias.

–Estamos para servirle.

Quise besarla, lo admito. La miré fijo, muy fijo, esperando ese temblor en el labio, ese cambio de foco en las pupilas que puede, a veces, significar una invitación, una posibilidad. Pero la cara de Alicia permaneció vacía.

Agradecí de nuevo y me alejé con el libro bajo el brazo, de pronto avergonzado.

Me acomodé en la misma reposera y con un gesto pedí una cerveza a Ernesto. Esperé con los ojos cerrados, sintiendo el sol en los párpados, hasta que me la trajo. Estaba helada y logró devolverme cierta tranquilidad de espíritu.

Recién entonces me dispuse a leer de nuevo. El libro se abrió naturalmente por la página donde me había quedado. Ahora estaba en ruso.

Me incorporé en la reposera, incapaz de saber qué hacer con toda mi indignación e incapaz de notar que, de un momento a otro, el sol se había escondido. Si reparé en eso, es porque entonces empezó a llover otra vez.  

DÍA 3.

Ningún huésped nuevo. Los NHA continúan con su rutina, sistemáticos y predecibles, y empiezan a cansarme. Me cansa la forma en la que ejecutan un millón de acciones diferentes pero cada una de ellas con total precisión, como si fuese la única cosa que han hecho toda la vida, como si podar esa planta, levantar esa copa, escribir en ese teclado fuese el resultado de años de entrenamiento. Preferiría que no estuvieran, que desaparecieran aunque sea unas horas para poder entregarme a una soledad completa. Pero Ernesto no abandona el restaurante, y Alicia no ha salido jamás de detrás del mostrador de recepción. Sospecho que posee monitores desde los que puede controlar todas las cámaras de vigilancia. De un momento a otro, comencé a notarlas. Son simples burbujas negras adosadas al techo o a las paredes en lugares altos. Al principio el ojo las ignora, pero lo cierto es que no han hecho ningún intento por disimularlas. Por el contrario, creo que están ahí para ser vistas, para que los huéspedes entendamos que estamos siendo vigilados. Detalles de verosimilitud, tal vez, pero ya no funcionan conmigo. La simulación se volvió artificiosa, plástica, y no puedo ignorarla. Incluso por momentos recupero la conciencia de mi cuerpo, lo percibo sentado en la silla de la Agencia. Caminando por un pasillo o nadando en la pileta, mi cerebro refuta lo que estoy sintiendo y los mareos regresan o me invade una sensación onírica, de irrealidad absoluta, como si las plantas de mis pies ya no se sintieran atraídas por el suelo que pisan.

Además, no ha parado de llover.

DÍA 4.

Ayer nadé desnudo.

Como las actividades al aire libre se vieron reducidas y la mayoría de los juegos de salón disponibles en el hotel precisan de, al menos, dos jugadores, dediqué mi tiempo a observar. Así llegué a comprender que la simulación se controla a sí misma. Una vigilancia externa, por parte de los empleados de la Agencia, supondría una invasión a la privacidad, de modo que por eso existen los NHA y las cámaras. Y, dado que soy el único pasajero que camina por el predio y que no estoy sometido a la mirada de ningún otro ser humano real, no encontré motivo para no hacerlo. Incluso me permití saltar desnudo desde el trampolín, pero cuando llamé a Ernesto para que me trajera una cerveza, no vino. Y cuando quise entrar desnudo al restaurante, la puerta no cedió.

El perímetro del hotel es la única zona –además de las habitaciones– que no tiene cámaras, pero se encuentra bajo la vigilancia constante del jardinero que en ningún momento cesa de podar arbustos en permanente crecimiento, o de cortar el pasto, o de regar un cantero. Incluso bajo el aguacero riega, lo que me ha dado a pensar que la lluvia es un error para el cual no está programado. Sólo se apartó de sus tareas ayer, cuando salí desnudo de la pileta, para mirarme fijo a la distancia. Pero tan pronto la puerta del restaurante me rechazó y volví a vestirme, reanudó lo que estaba haciendo como si nada hubiese ocurrido. Más tarde, cuando el cielo se abrió un momento y hubo algo de sol, lo vi dedicarse a las flores azules de los canteros que decoran la entrada. Me acerqué a hablarle pero no me respondió. De hecho, parecía ignorarme a propósito. Me enfurecí pero no supe qué hacer y acabé por irme. Vi en la tarjeta que llevaba en el pecho que se llama Miguel.

Por la noche intenté una excursión. El sueño me había abandonado. Descubrí que si me recostaba en la cama pero un poco erguido, con la espalda contra la pared,  mi cuerpo virtual y mi cuerpo real no entraban en contradicciones, de modo que podía concentrarme en percibir con el resto de los sentidos. Esperé aguzando los oídos, a la caza de un crujir de maderas, un canto de pájaro trasnochado, un inodoro activado a la distancia. Pero nada. Me cubría un silencio tan denso que sólo haciendo crujir las sábanas podía espantar el miedo de haberme quedado sordo.

De pronto, sentí el impulso de explorar como un niño la oscuridad del hotel. Es todo una gran farsa, me dije, una enorme e inocente farsa. Y aún sin haberme convencido, me levanté. El piso no estaba frío. Mi ropa tampoco. Toqué el picaporte. Absolutamente todos los objetos parecían haber normalizado su temperatura; reinaba una armonía extraña.

Salí al pasillo. Allí la oscuridad se desvanecía gracias a los techos iluminados por fuentes de luz ocultas tras las mamposterías. Me pregunté si se habrían tomado el trabajo de crear lámparas o si simplemente habían programado luces que partieran desde esos escondites. ¿Hasta dónde llegaba la realidad si me decidía a agarrar un martillo y la emprendía contra las paredes del hotel? ¿Qué era más poderosa: la verosimilitud o un hacha?

Bajé hasta el hall de entrada. Los escalones permanecían mudos a mis pasos. Al pie de la escalera, pasando el ascensor enrejado, vi el filo del mostrador. Me acerqué despacio. Alicia, sentada detrás, miraba hacia el frente con los ojos inexpresivos. Pestañeaba a intervalos regulares de cinco segundos.

Me pregunté si se activaría al verme, si detrás de ese mostrador contaba con elementos capaces de abrir el portón, de tirar abajo la barrera invisible de los fondos, si podría volver a la estación, a la Agencia, a mi cuerpo. ¿Estaba preso de mis vacaciones? Comprendí, sin pantalones pero sin frío, en el hall del hotel vacío, que no quería esperar a que transcurrieran los días. Quería irme. Volver a mi departamento pequeño en la planta baja de un edificio húmedo. Encender la televisión. Leer con luz artificial. Quería desconectarme del mundo perfecto diseñado por empleados mal pagos. Volver a una realidad que pudiera entender. Quería discutir con un vecino. Sentirme enfermo. Hacer algo mal.

Me paré frente a Alicia y llevé mis dos manos a su cara perfecta. Puse las yemas de mis dedos en las orejas tibias, innecesariamente suaves, y me incliné por encima del mostrador para besarla, sin preguntar, sin miedo, sin reglas, de madrugada y en calzoncillos, bajo la luz tenue de la lámpara del mostrador.

Sentí el peso de la náusea que regresaba como una locomotora. Vomité sobre su pecho unos restos líquidos que no parecían corresponderse en color y consistencia con la cena de esa noche.

–Vuelva a la habitación –me ordenó, la cara salpicada de gotas marrones.

Asentí con la cabeza y un ligero gruñido. Después arrastré mis pies escaleras arriba, derrotado. Sentía que mi cabeza iba a estallar, dividida literalmente en dos. Abrí la canilla del baño y tomé toda el agua que pude hasta borrarme todos los sabores de la boca. Después me abalancé sobre el teléfono y marqué el 0, acurrucado en la cabecera de la cama, rogando que me atendieran, que me dijeran que en algún lugar muy lejos de ese hotel mi cuerpo estaba bien, pero la línea sonó y sonó tantas veces que creí que ya no había conexión posible con el mundo exterior.

Cuando estaba a punto de cortar, oí el sonido de la comunicación que se establecía.

–Duérmase –me dijo la voz de Alicia a través del teléfono.

Un clic y la línea volvió a quedar muda. La noche estaba madura y en su interior se nacaró una certeza, la de saberme solo y lejos, encerrado en una prisión arbolada, con carceleros sonrientes y fríos y hermosos.

Tuve que esperar hasta las cuatro de la mañana, pero por fin las náuseas se calmaron y mi cuerpo dejó de temblar. Cuando la fiebre se retiró, las ideas empezaron a emerger como piedras en la playa. Una a una las fui recogiendo y pronto supe que la simulación era, por necesidad, finita (de hecho, yo ya había tocado ambos extremos del mapa). Pero la mente era, por definición, expansiva. Y sobre todas las cosas, supe que yo todavía podía hacer algo. No sabía aún qué. Pero sin duda podía hacer algo.

Me puse las zapatillas que había abandonado el mismo día que llegué al hotel por un calzado más cómodo. Me abrigué, temiendo que los límites exteriores de la simulación fuesen fríos. El espacio exterior era frío, el vacío era frío. Eso todo el mundo lo sabía. No había razón para creer que esto sería diferente.

Bajé las escaleras sin preocuparme por hacer ruido. Alicia, detrás del mostrador, me miró y me preguntó si necesitaba algo. Le dije que sólo quería salir al patio a fumar.

–Está permitido fumar en su habitación.

–No es lo mismo –dije.

–Por supuesto –acordó, y fingió que acomodaba papeles.

Crucé la puerta de entrada y salí a la explanada con canteros. Una tormenta estalló en ese mismo instante. Duró apenas medio minuto y desapareció, dejando lugar a un puñado de estrellas.

Estaba seguro de que Miguel no estaba ahí un segundo antes, pero de pronto había aparecido con una carretilla llena de flores nuevas y una caja de herramientas para el jardín. Me saludó con un gesto de cabeza y se puso a reemplazar las flores viejas. Clavaba la pequeña azada y removía un poco de tierra, sacaba un plantín y colocaba otro, todo bajo la luz de una luna repentina. Parecía un sepulturero gigante en un cementerio diminuto.

Me di cuenta de que no tenía cigarrillos. Tuve que moverme para salir del campo de visión de Alicia que me observaba desde el interior del edificio. Me obligué a pensar rápido. Aunque caminara, siempre estaría bajo la vigilancia de alguna cámara. Miguel se desplazaba pero sin alejarse. ¿Cuánto tardaría en cambiar todas las flores? Si yo seguía parado allí, ¿empezaría de nuevo? Decidí caminar un poco. Bordeé el edificio y llegué a la pileta. El agua estaba calma. Parado junto a la puerta del restaurante, Ernesto me miraba. Decidí ignorarlo y seguí caminando.

No podía perderme en las sierras. Incluso si pudiera atravesar la pared invisible, la realidad era que no había nada allí que me sirviera. Seguí rodeando el edificio. Vi que la luz de mi habitación estaba encendida, pero recordaba claramente haberla apagado al salir. No sabía qué podía significar eso, sólo me incitó a acelerar mis movimientos.

Reaparecí en la explanada por el otro extremo. Miguel continuaba cuidando las flores, siempre interpuesto entre la salida y yo, pero dándome la espalda. Observé a unos metros su nuca expuesta mientras se agachaba a pocos pasos de la carretilla. En ese mundo, el cuerpo de Miguel era físico. Podía sostener un sombrero, podía agarrar herramientas. No había razón para creer que no podía recibir un golpe. Tampoco había motivo para volver a mi habitación, para intentar cualquier tipo de diálogo con Alicia. Acercarme en silencio, agarrar la pala apoyada en la carretilla, elevarla mientras se volteaba alertado por el sonido o por mi respiración y descargarla en su cara mientras el mareo volvía, era lo lógico. Esta vez la náusea no me sorprendió. El movimiento se desvió un poco a causa de mi cerebro que elegía ese momento para recordar que estaba recostado en una silla, conectado a una simulación, pero el golpe fue efectivo. Miguel cayó de cara al suelo. La tormenta se reanudó, violenta y definitiva.

Una alarma se encendió en el hotel. Sin saber qué más hacer puse las manos en el portón y empujé. Para mi sorpresa el hierro cedió con la misma facilidad con la que había cedido el día que llegué. Entonces sentí un parpadeo y de pronto el hotel pareció atiborrado de huéspedes. Los jardines, hasta recién vacíos, se poblaron en un segundo de turistas en mallas, familias enteras, parejas de ancianos, jóvenes, no menos de doscientas personas contemplándome cruzar la verja. Desde afuera los miré, hipnotizado por el espectáculo, con el alarido de la alarma llenando cada hueco en mi cabeza.

Así como habían llegado, de pronto volvieron a desaparecer. Por un segundo el jardín lució hermoso, trágico como una pintura, con el cuerpo malherido de Miguel en el suelo. Pero entonces los huéspedes aparecieron de nuevo. Entre ellos, Alicia y Ernesto. Esta vez empezaron a caminar hacia mí.

Corrí. El suelo se había hecho barro pero corrí sin parar, sin voltearme a mirar. Corrí sin transpirar, sin comprender cómo de pronto había salido un sol pleno y un granizo violento, como si todos los dioses de Córdoba se hubiesen ofendido a la vez.  Sentí  un golpe en la ceja pero no dejé de correr, apenas atiné a tocarme con dos dedos y mirar luego mis yemas brillando de sangre bajo la luz del día. Me cubrí la cabeza con los brazos, pero no me detuve.

La estación estaba vacía. En la plataforma, el tren esperaba con las puertas abiertas. Me dejé caer en un asiento. El granizo hacía repicar el techo como un tambor de lata y sentí el pitido indicando el cierre de puertas, pero las puertas no se cerraron. El tren murmuró sin arrancar. La ventanilla, sin embargo, empezó a oscurecerse. Supe que de un momento a otro iba a caer en un sueño inducido. Pero el tren no se movía. El tren no se movía. Quise creer que mis perseguidores, si aún los tenía, me habrían perdido el rastro. Traté de tranquilizarme. Traté de no pensar en que tal vez estarían caminando, simplemente caminando hacia mí, inmunes a los castigos que caían del cielo, conscientes de que ese tren era un trozo de decorado inerte. Conscientes de eso, y de nada más. Inconscientes de sí mismos. Como zombis en alta resolución. Errores humanos en el sistema.

 

 

***